martes, 8 de abril de 2014

Für Erich Schagerl, ernste geige in Wiener Philharmoniker


DEDICATORIA:
Los versos hechizados del Danubio
Poemas
ofrecidos al profesor Erich Schagerl, primer
violín de la prestigiosa
Orquesta
Filarmónica de
Viena

(Sonetos y madrigales, además
de algún romance
a modo de
aderezo)


Obertura

Las aguas rumorosas
que miran a los cielos
susurran, con sus voces perezosas,
los cantos de otras épocas,
los cantos de otros siglos,
canciones olvidadas que sugieren
los versos hechizados del Danubio.
Parece que esa música
recuerda repertorios
cantados por sopranos que supieron
mostrar esa belleza
que el canto liderístico
esconde en esas páginas sencillas
de versos hechizados del Danubio.
Y siempre las estrellas
escuchan el concierto,
compases que se siguen, que aceleran
el curso que despierta,
besado por las brisas,
al halo de otra luz que oyó, lejanos,
los versos hechizados del Danubio.

Soneto I

No cabe duda de que uno de los momentos más hermosos de la vida se da cada mañana de otoño, porque el otoño tiene connotaciones mágicas de llegada y de despedida: las flores de los jardines van ajándose, se marchitan como recuerdo de una verdad indudable que nos disgusta, pues sabido es que, como las flores, hemos de apagarnos algún día; pero no es menos cierto que el otoño promete sus frutos. Pero los oros del otoño podrán bien envidiar esa belleza primaveral a la que siempre cantaron los poetas, esa estación de vida, de sol, de deshielo y de dicha. Pues dicen que invita al amor esa estación que se hace metáfora indudable de una juventud desbordada, imprudente, que no mide el derroche de sus energías y que, violenta, canta a la vida como emergiendo de la temeraria borrachera de la voluntad. La sagrada alegría de la juventud siempre promete algo, siempre ofrece algo, siempre sueña con algo y siempre suspira por algo. Vaya con ella, pues, este canto:

Los prados de los bosques más hermosos
se encienden cuando el aire deja en Viena
un eco que en los árboles resuena,
si cantan los gorriones bulliciosos.
Quizá los cantos arden generosos
al ver un cielo en que la luna llena
destierra el alba, mágica azucena
que enseña los jardines luminosos.
Pues siempre una velada mozartiana
parece dar más luz al aire helado
del bosque, la campiña y las colinas.
Y luego los aplausos oye ufana
del pueblo campesino que, nevado,
las horas ve que escapan peregrinas.

Soneto II

Las durezas del invierno no perdonan nunca, y así, desde los meses que dan inicio a los rigores del otoño, se nos anuncia la severidad del hielo, que desciende, amenazante de las cumbres, preludio, tal vez, de una romántica ópera con final infeliz que pudo haber sido compuesta en un tiempo indeterminado por un genio desconocido, pero, en los Alpes, la presencia de la nieve se torna poesía y allí los amaneceres se tornan en algo verdaderamente extraño, pues los brillos son repentinos y aparecen con violencia, manchando cada parcela de cielo con esos oros encendidos que hallan el mejor de los espejos: la nieve no se derrite por encima de las alturas más inaccesibles, donde, desde el amanecer, la luz se refleja, con bravura, en una aventura gloriosa que inaugura al día más brillante que se pudo imaginar jamás. Los lugareños lo saben, y saben que ese brillo tardío no es más débil en los meses de menos sol. Esa es una luminosidad hermosa, salvo en los días de tempestad. Amémosla:

El hielo dominó el paisaje alpino,
llenando, con blancura y osadía
los reinos perezosos donde el día
el brillo ve morir, ya mortecino.
Y duerme ya el granizo en el camino
que esconde, en la fatal melancolía,
el sueño que derrama la valía
del reino del imperio peregrino.
Las mismas nieves viven a lo lejos,
si invaden otros sitios con dureza,
y el blanco de ese brillo que se admira:
el alba ve nacer, entre bermejos,
en Viena, los bostezos, la pereza
del alma que la luz ve que suspira.

Silva I

También arde en el delirio la madrugada cuando la noche sabe encoger en sus sombras esa violencia que lo torna todo en muerte. Porque es difícil que no se torne en desierto todo ese poso de dolor que sienten los árboles de hoja caediza al aletargarse. Como el sol crepuscular, se despiden de la vida, pero no sin envida de coníferas tristes que sienten que se extinguen. Sucumbe el bosque, sucumbe el prado, sucumbe la vida, sucumbe el aliento del espíritu que dio poesía a la naturaleza. Y el bosque virgen despierta a la claridad de otro sueño, porque es sueño todo lo que revive en esa atmósfera que gusta del amor y del viento de una primavera cálida que queda en la distancia de los meses. Entre tanto, el aire está helado y estos pagos son territorio e la tormenta que arrasará los viñedos y helará los estanques, porque la muerte se esconde en cada suspiro de vida, y así será hasta que el ojo de los habitantes de este suelo contemple, dichoso, la llegada de los azulones.

El velo de la noche
llegó como la helada,
discreta y silenciosa, pero fría,
dispuesta a darle muerte
al reino de viñedos solitarios
que no quieren saber del viento triste.
Su beso de azabache
rozó los bosques vírgenes,
con su caricia cruel, ácida y mala,
agriando la arboleda
que arranca del lugar cuyos caminos
se extienden por llanuras y colinas.
El bosque sucumbió,
vencido por el hielo,
que supo desatarse en las orillas
calladas del estanque,
no lejos del abeto y de los montes
donde los bosques pierden la hojarasca.
Pues la primavera
recuerdo de otro tiempo,
tal vez una promesa en el olvido,
queriendo renacer,
volver al reino hermoso del recuerdo
que dicta lo que son expectativas.
Y es Austria de las nieves
que tejen la hermosura
que sabe vincular a sus cadenas,
los árboles vencidos
por soplos del aliento de los vientos
que no tendrán piedad con el paisaje.
El velo de la noche
llegó como la helada,
discreta y silenciosa, delirante,
herida por la envidia
que enciende el sol al alba, si reluce
y muestra su vigor sobre los cielos.

Soneto III

Nada como la luminosidad del alba clara cuando se refleja en las aguas de ese río enorme que recorre Europa entera, presumiendo de un azul que solamente existe en la mente de los poetas, los artistas y los locos, porque ese color es más bello cuando, mezclando los ocres arcillosos de las aguas con el sol y sus primeros resplandores, las aguas del Danubio se hacen doradas, profundamente doradas y bellas, tan hermosas como el oro que resplandece en la piel de esas cariátides que presumen de su perfección escultórica en la sala más amada de la ciudad de Viena. Los distintos colores que se desprenden de la antorcha que enciende el día se vuelven un resplandor mágico y hechizado sobre el río, que, como la nieve, es espejo de las alturas y de sus extrañas y caprichosas vicisitudes. Austria es más hermosa a la luz de su sol lejano, ese sol dorado y débil que no deslumbra, que no insulta con su fuerza la delicadeza de los ojos que lo miran. Contemplad esas alturas y comprobadlo:

Las llamas ven las tierras danubianas
que habitan los más nobles campesinos
que el oro ven, la luz en los caminos
del alba con las horas más tempranas.
El brillo vio la luz de las mañanas,
los oros de sus labios peregrinos,
si acaso en su carrera, mortecinos,
buscaron otras tierras más lejanas.
Que vive prisionera de un suspiro
la luz del alba clara, engalanada
en un invierno cruel y sin ternura.
Y el brillo ve del alba en raro giro
el clásico reflejo que la helada
enciende a la mañana en su blancura.


2013-2014 © José Ramón Muñiz Álvarez

Los versos hechizados del Danubio

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