DEDICATORIA:
“Los
versos hechizados del Danubio”
Poemas
ofrecidos
al profesor Erich Schagerl, primer
violín
de la prestigiosa
Orquesta
Filarmónica
de
Viena
(Sonetos
y madrigales, además
de
algún romance
a
modo de
aderezo)
Obertura
Las
aguas rumorosas
que
miran a los cielos
susurran,
con sus voces perezosas,
los
cantos de otras épocas,
los
cantos de otros siglos,
canciones
olvidadas que sugieren
los
versos hechizados del Danubio.
Parece
que esa música
recuerda
repertorios
cantados
por sopranos que supieron
mostrar
esa belleza
que
el canto liderístico
esconde
en esas páginas sencillas
de
versos hechizados del Danubio.
Y
siempre las estrellas
escuchan
el concierto,
compases
que se siguen, que aceleran
el
curso que despierta,
besado
por las brisas,
al
halo de otra luz que oyó, lejanos,
los
versos hechizados del Danubio.
Soneto
I
No
cabe duda de que uno de los momentos más hermosos de la vida se da
cada mañana de otoño, porque el otoño tiene connotaciones mágicas
de llegada y de despedida: las flores de los jardines van ajándose,
se marchitan como recuerdo de una verdad indudable que nos disgusta,
pues sabido es que, como las flores, hemos de apagarnos algún día;
pero no es menos cierto que el otoño promete sus frutos. Pero los
oros del otoño podrán bien envidiar esa belleza primaveral a la que
siempre cantaron los poetas, esa estación de vida, de sol, de
deshielo y de dicha. Pues dicen que invita al amor esa estación que
se hace metáfora indudable de una juventud desbordada, imprudente,
que no mide el derroche de sus energías y que, violenta, canta a la
vida como emergiendo de la temeraria borrachera de la voluntad. La
sagrada alegría de la juventud siempre promete algo, siempre ofrece
algo, siempre sueña con algo y siempre suspira por algo. Vaya con
ella, pues, este canto:
Los
prados de los bosques más hermosos
se
encienden cuando el aire deja en Viena
un
eco que en los árboles resuena,
si
cantan los gorriones bulliciosos.
Quizá
los cantos arden generosos
al
ver un cielo en que la luna llena
destierra
el alba, mágica azucena
que
enseña los jardines luminosos.
Pues
siempre una velada mozartiana
parece
dar más luz al aire helado
del
bosque, la campiña y las colinas.
Y
luego los aplausos oye ufana
del
pueblo campesino que, nevado,
las
horas ve que escapan peregrinas.
Soneto
II
Las
durezas del invierno no perdonan nunca, y así, desde los meses que
dan inicio a los rigores del otoño, se nos anuncia la severidad del
hielo, que desciende, amenazante de las cumbres, preludio, tal vez,
de una romántica ópera con final infeliz que pudo haber sido
compuesta en un tiempo indeterminado por un genio desconocido, pero,
en los Alpes, la presencia de la nieve se torna poesía y allí los
amaneceres se tornan en algo verdaderamente extraño, pues los
brillos son repentinos y aparecen con violencia, manchando cada
parcela de cielo con esos oros encendidos que hallan el mejor de los
espejos: la nieve no se derrite por encima de las alturas más
inaccesibles, donde, desde el amanecer, la luz se refleja, con
bravura, en una aventura gloriosa que inaugura al día más brillante
que se pudo imaginar jamás. Los lugareños lo saben, y saben que ese
brillo tardío no es más débil en los meses de menos sol. Esa es
una luminosidad hermosa, salvo en los días de tempestad. Amémosla:
El
hielo dominó el paisaje alpino,
llenando,
con blancura y osadía
los
reinos perezosos donde el día
el
brillo ve morir, ya mortecino.
Y
duerme ya el granizo en el camino
que
esconde, en la fatal melancolía,
el
sueño que derrama la valía
del
reino del imperio peregrino.
Las
mismas nieves viven a lo lejos,
si
invaden otros sitios con dureza,
y
el blanco de ese brillo que se admira:
el
alba ve nacer, entre bermejos,
en
Viena, los bostezos, la pereza
del
alma que la luz ve que suspira.
Silva
I
También
arde en el delirio la madrugada cuando la noche sabe encoger en sus
sombras esa violencia que lo torna todo en muerte. Porque es difícil
que no se torne en desierto todo ese poso de dolor que sienten los
árboles de hoja caediza al aletargarse. Como el sol crepuscular, se
despiden de la vida, pero no sin envida de coníferas tristes que
sienten que se extinguen. Sucumbe el bosque, sucumbe el prado,
sucumbe la vida, sucumbe el aliento del espíritu que dio poesía a
la naturaleza. Y el bosque virgen despierta a la claridad de otro
sueño, porque es sueño todo lo que revive en esa atmósfera que
gusta del amor y del viento de una primavera cálida que queda en la
distancia de los meses. Entre tanto, el aire está helado y estos
pagos son territorio e la tormenta que arrasará los viñedos y
helará los estanques, porque la muerte se esconde en cada suspiro de
vida, y así será hasta que el ojo de los habitantes de este suelo
contemple, dichoso, la llegada de los azulones.
El
velo de la noche
llegó
como la helada,
discreta
y silenciosa, pero fría,
dispuesta
a darle muerte
al
reino de viñedos solitarios
que
no quieren saber del viento triste.
Su
beso de azabache
rozó
los bosques vírgenes,
con
su caricia cruel, ácida y mala,
agriando
la arboleda
que
arranca del lugar cuyos caminos
se
extienden por llanuras y colinas.
El
bosque sucumbió,
vencido
por el hielo,
que
supo desatarse en las orillas
calladas
del estanque,
no
lejos del abeto y de los montes
donde
los bosques pierden la hojarasca.
Pues
la primavera
recuerdo
de otro tiempo,
tal
vez una promesa en el olvido,
queriendo
renacer,
volver
al reino hermoso del recuerdo
que
dicta lo que son expectativas.
Y
es Austria de las nieves
que
tejen la hermosura
que
sabe vincular a sus cadenas,
los
árboles vencidos
por
soplos del aliento de los vientos
que
no tendrán piedad con el paisaje.
El
velo de la noche
llegó
como la helada,
discreta
y silenciosa, delirante,
herida
por la envidia
que
enciende el sol al alba, si reluce
y
muestra su vigor sobre los cielos.
Soneto
III
Nada
como la luminosidad del alba clara cuando se refleja en las aguas de
ese río enorme que recorre Europa entera, presumiendo de un azul que
solamente existe en la mente de los poetas, los artistas y los locos,
porque ese color es más bello cuando, mezclando los ocres arcillosos
de las aguas con el sol y sus primeros resplandores, las aguas del
Danubio se hacen doradas, profundamente doradas y bellas, tan
hermosas como el oro que resplandece en la piel de esas cariátides
que presumen de su perfección escultórica en la sala más amada de
la ciudad de Viena. Los distintos colores que se desprenden de la
antorcha que enciende el día se vuelven un resplandor mágico y
hechizado sobre el río, que, como la nieve, es espejo de las alturas
y de sus extrañas y caprichosas vicisitudes. Austria es más hermosa
a la luz de su sol lejano, ese sol dorado y débil que no deslumbra,
que no insulta con su fuerza la delicadeza de los ojos que lo miran.
Contemplad esas alturas y comprobadlo:
Las
llamas ven las tierras danubianas
que
habitan los más nobles campesinos
que
el oro ven, la luz en los caminos
del
alba con las horas más tempranas.
El
brillo vio la luz de las mañanas,
los
oros de sus labios peregrinos,
si
acaso en su carrera, mortecinos,
buscaron
otras tierras más lejanas.
Que
vive prisionera de un suspiro
la
luz del alba clara, engalanada
en
un invierno cruel y sin ternura.
Y
el brillo ve del alba en raro giro
el
clásico reflejo que la helada
enciende
a la mañana en su blancura.
2013-2014 © José Ramón Muñiz Álvarez
“Los
versos hechizados del Danubio”
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