No es fácil alejarse del bucolismo bello que
siente el alma triste entre las frondas, si mira, entre los árboles, las
fuentes cristalinas y en ellas ve la vida de los bosques: es bello caminar esos
caminos, perderse en el paisaje, deleitarse mirando los castaños y los robles
que sufren el otoño en la vereda. Quizás el pensamiento parece derrumbarse por
ese reino umbrío donde los cantos dulces de las aves parecen más hermosos y el
aire de la brisa corre aprisa. Entonces el espíritu suspende sus miedos, sus
tensiones y recuerda que el bosque, a media tarde, es la morada que ofrece
reflexión al que la busca. Pues quiere el caminante paisajes donde pueda
buscar, escudriñar en los misterios, saber de los enigmas que suelen
fascinarnos y ofrecen soluciones tan difíciles, pues todo el mundo ignora si el
destino nos mira y si la vida nos ofrece la suerte de un sentido, o si es
acaso, la pura sinrazón para la nada.
El existencialismo ya quiso decir algo de todo
lo que somos y soñamos, negando abiertamente las viejas ilusiones que traen
supersticiones halagüeñas. Pero el camino ofrece sus ejemplos en el otoño cruel
que ve el ocaso callado y colorido de las hojas que vuelven a ser barro por el
suelo. Por eso he de deciros que en estas experiencias se encara uno valiente a
su crepúsculo, que no es la voz callada del alma que suspira si ven llegar los
bosques otras lluvias. También el hombre muere, también sufre las llagas del
otoño, que se ceban en ese amor que siente por la vida, pues corre el tiempo
siempre presuroso. Y, desde el alba misma, supone uno un destino, supone ese
crepúsculo al que llega, con ánimo cansado, tal vez en la fatiga que vuelve más
amarga la derrota. Y sirve poco entonces ese brillo, dichoso como el gesto
alegre y cálido, de un niño que, burlón, quiere acercarse y hallar la luz del
sol tras la ventana.
Por eso somos todos oscura metafísica que
bulle, venenosa, en nuestra mente, diciendo la mentira que sabe consolarnos con
ese mal febril de la esperanza. Tened otra esperanza al ver el tiempo, y hablad
de la vejez de otra manera, pues tiempo y vida fluyen a un ocaso que no quiere
más vida en sus adentros. Y el ángel filosófico que llega de la altura corona a
tanto necio, a tanto imbécil, que puede uno sentirse milagro y santidad, un
alma que bendice lo más alto. Y un alma que bendice lo más alto traiciona su
verdad y las esencias que existen en su ser, en el dominio callado de su ser,
cuando camina. Ya es vieja la metáfora: la vida se nos huye, quizás el tiempo
corre en nuestra contra, que, ajándonos, matándonos, dejándonos perdidos es ese
sueño triste de la nada. La muerte es lo más cierto que tenemos y nuestro amor
febril hacia la vida, por eso quiero ser aurora bella, brillar con la alborada
en las alturas.
Yo sé que, en esta vida, la voz de la
esperanza, la voz de los temores que nos hieren, pudieron ser conciencia de un
algo inasumible que pueden comprender al fin los vivos: la vida es la nostalgia
que se siente cuando los años corren y se fugan, y un algo de nosotros con los
años, un algo de nosotros que no es nada. Por eso el desaliento que gime en el
barroco tendrá luz en mis versos, y, por eso, las voces del destino con ecos
tan románticos serán anacronismo que predique, pues es este el desierto donde
hacerlo, que el suelo de la vida es algo hermoso y es fértil su terreno para el
sabio, si quiere pronunciar sus pensamientos. Y quiero ese papel que dice
pregonero que nada hay más hermoso que la vida que corre a su destino, que
pierde su momento, sus luces, las auroras de otras veces. Yo os digo que los
brillos de la aurora nos quieren saludar con su optimismo, nos quieren regalar
esa alegría que se hace imprescindible en esta ruta.
Pues esa metafísica que quiere la metáfora que
explica la belleza del ocaso, sus brillos, sus dorados, sus luces, sus colores,
es solamente un cuento, una mentira, la estafa que consuela a los más débiles
que habrán, junto a los fuertes, de hallar ese descanso que quisieran dejar de
lado los que peregrinan. Y el caso es que no somos sino esos peregrinos que
buscan un albergue en que hospedarse, sabiendo que este mundo, la tierra en que
transitan es el albergue nuestro en que vivimos. La fe nos da valor si es
verdadera, que no la religión, la fe en la vida, la vida que se acaba, que se
agota porque la senda muere sin saberlo. Con todo, si la vida se vive con conciencia,
la vida es la conciencia de la muerte, mas no vale del desánimo por estos
vericuetos que sigue la tristeza de uno mismo. La vida es la conciencia de la
vida, la vida es la conciencia, mientras dura, de la aventura bella en que
existimos en aras de la muerte inexorable.
Y es esta la verdad que anuncio con palabras
al mundo, al hombre triste, a las mujeres que paren a la vida los frutos de una
muerte que habrá de venir antes de que quieran. Mas hay algo en la vida que es
hermoso, que bulle en la hermosura en esta vida, que alcanza a los espíritus
sensibles y llena de poesía a los que sienten. Mas yo os diré que acaso la luz
de la poesía subsiste a esas tormentas a deshora que vienen con violencia, como
ráfagas de fuego que destruyen cada sueño. Y es eso lo que vale, a fin de
cuentas, la luz de la poesía, de la aurora, si brilla de mañana y nuestros ojos
la ven nacer lejana, pero dulce. Y, mientras respiremos el aire que el espacio
nos quiere conceder en su baluarte, y el tiempo nos conceda los pasillos que
llevan al castillo de su feudo, la imagen de los versos más hermosos será el
claro regalo que nos llene de dicha en este mundo de tristezas que vive
desolado y que se amarga.
Por eso es necesario, dejando atrás tristezas,
salir por los caminos, sin apuro, mirando las estrellas que brillan en la
noche, siguiendo las veredas de la zona. Después, llegará el alba, con sus
brillos, las luces fascinantes, la sonrisa que dice sí a la vida, que la
afirma, la pide con sus gritos y su fuerza. Pues es bella la luz que prende la
mañana, dejando a sus corceles por los prados, paciendo con sosiego, mirando
sierras bellas que duermen entre escarchas silenciosas. Acaso los cristales de
la helada podrán romper la cárcel que los tiene sujetos, prisioneros de un
capricho que sabe reflejar el nuevo día. Sabed que estos otoños que mueren
lentamente son bellos ante el fuego de la aurora que deja sus colores en restos
de la helada y en campos donde duermen viejas lluvias. La luz del sol nos toca
con su aliento, nos muestra los colores de sus rosas, la imagen del jazmín que,
blanco siempre, perfuma cada gota de rocío.
2014 © José Ramón Muñiz Álvarez
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