martes, 24 de febrero de 2015

Nietzsche: "Dios ha muerto"

LA MUERTE DE DIOS Y SU SENTIDO”
por José Ramón Muñiz
Álvarez

La idea de que Dios ha muerto no nos remite a la idea de muerte en un sentido literal, por lo que se hace preciso pensar en algo muy distinto cuando los filósofos hablan de cosa semejante, y, dado que la muerte de Dios no se refiere a que hubiera un Dios vivo que cesó en sus funciones vitales, entenderemos la expresión en su sentido metafórico. En sentido figurado se habla de lenguas muertas, pero dicha muerte, en lo tocante a la religión, no se refiere a Dios, sino a un cambio en la historia del hombre que fue olfateado por Nietzsche y explotado como una idea filosófica según la cual la humanidad está a las puertas de una época distinta, con unos conceptos morales, éticos y culturales que van a imponer una necesaria transformación. En este sentido, se podría decir que Dios ha muerto porque la sociedad ha abandonado la fe, la idea de Dios, el concepto de Dios o de los dioses, que se ha quedado inútil. Por eso la muerte de Dios, imagen metafórica capaz de asustar a los más pacatos, se presenta como un reto que debe superar el hombre capaz de la elaboración de una nueva moral, el creador de nuevas tablas de valores, un hombre pródigo y también un guerrero, distinto de la moral de esclavos que ha pretendido implantar en la gente el cristianismo. Y todo parte, sin embargo, de una idea anterior de otro filósofo muy distinto: Hegel, con quien Nietzsche entra tanto en contradicción. De todos modos, importa decir que la idea de muerte de Dios no solamente se ha popularizado con Nietzsche, sino que es Nietzsche el que le da trascendencia, dado que, en todo caso, cuando dicen que Dios ha muerto no se refieren a lo mismo. Así, la idea de muerte de Dios aparece en un libro de aforismos escrito por Nietzsche titulado “La Gaya Ciencia”, libro en el que aparece también una de las ideas más apetecibles que desarrollará posteriormente: el eterno retorno de lo idéntico. Pero su popularidad se debe al libro “Así habló Zarathustra”, en que, durante su prólogo, de pronto, Zarathustra, “se vuelve a su corazón y se dice que ese eremita del bosque, en su aislamiento, no sabe todavía que Dios ha muerto”.
Pero no es Nietzsche quien ha matado a Dios, ni tampoco es Zarathustra, sino que lo hemos matado todos, toda la humanidad, al haber abandonado la fe, al haber dejado atrás la idea de que Dios era el centro del mundo, que todo se regía por Dios. Es un asesinato, un acto brutal, el mayor magnicidio de la historia, que está descrito en boca de un loco que llega a un mercado sosteniendo un farol y diciendo a todos “¿dónde está Dios?”. Pero más allá del valor literario que tiene este segmento, la idea de la muerte de Dios resulta de lo más productiva. A lo largo de la Edad Media, la evangelización parece desplazar los últimos restos de las religiones paganas en todas las partes y Europa entra en una fase de pleno poder del cristianismo, de manera que Dios es el centro de toda la cultura, la vida de los pueblos gira en torno a las iglesias y los templos, y no tardarán en levantar esbeltas catedrales. Dios está en su máximo apogeo, puesto que Dios es el centro de todo, la medida de todas las cosas y la explicación de todo lo universal y humano: la teología es la doctrina más elevada, todas las demás ciencias son siervas de la teología, Dios es el bien, el alfa y el omega, el principio y el fin, a falta de las modernas teorías sobre el origen y el destino del Cosmos. Pero Dios es también el punto de inicio y de llegada para el hombre: su alma es fruto de Dios y cruza este valle de lágrimas para volver a Dios. El Renacimiento siguió creyendo en Dios y fue antropocéntrico solamente en parte, a pesar del gusto por el paganismo grecolatino y la recuperación de los mitos de obras como las “Metamorfosis” ovidianas. El barroco restauró la hondura de la fe y las corrientes ilustradas fueron algo muy vagoroso, en definitiva, y prácticamente no calaron en la sociedad: el pueblo siempre prefirió estar entre curas que entre enciclopedistas.
Por otra parte, el siglo XIX es un siglo que llega cargado de novedades, contando con una importante revolución científica que gira hacia lo histórico en lo lingüístico y en las ciencias sociales, pero también en el orden de los estudios de la naturaleza. Dios deja de tener cabida en el mundo humano cuando aparece la ciencia, cuando la ciencia y el conocimiento lo destierran, cuando el hombre común europeo aprende que el jardín de Adán es pura fantasía, que no existe Dios y que tampoco es necesario para explicar el origen de la naturaleza o del hombre, pues ahora existen las teorías de Darwin. Básicamente, la Edad Media se ha acabado de golpe, por más que los libros de los historiadores sitúen un Renacimiento como fin de ese proceso, puesto que ese renacer es una moda, una mera moda que no abría paso a modernidad alguna. Por lo que se refiere a los llamados Siglos de Oro, deberíamos considerar que estos pertenecen a una época superior del medievo, pero Vasari se adelantó, creando la etiqueta para diferenciarla de lo más moderno antes de tiempo. El Renacimiento es, en realidad, algo no más trascendente de lo que podríamos suponer haciendo caso a los que escriben historia, puesto que no inicia una Edad Moderna, o puede ser tan laxo como cuando se habla, en pleno medievo, de un renacimiento carolingio. En suma fue solamente una moda, una mera moda, porque el verdadero final del mundo medieval, para el pueblo, para la generalidad de la sociedad, al margen de las modas urbanitas y cortesanas, viene en el siglo XIX. Pero para entender hasta qué punto la muerte de Dios es un proceso de alto grado de interés que permite esta interpretación, ha de bastarnos entender que todavía la Edad Media sigue vigente, y la prehistoria también: si caminamos de la desembocadura al nacimiento de ríos como el Orinoco o como el Amazonas, por poner un ejemplo, la prehistoria sigue estando vigente en esos lugares, y los islamitas, que siguen mezclando cada asunto cotidiano de la vida con la religión son evidentemente medievales. En este mundo de globalización, a pesar de la devaluación de la religión en países occidentales, conviven formas muy variadas de civilización y se entiende de un modo muy diverso la existencia. Resulta muy difícil establecer cuándo empieza una época histórica. A este respecto, la fecha de 1492 dice demasiado y no debería decir nada.
La pérdida de Dios abre un nuevo período, porque es más que la pérdida de Dios, es la pérdida de esa ingenuidad propia de los niños pequeños, que, durante el medioevo se enseñoreaba también de la gente adulta. Porque no es solamente Dios, sino que son los últimos vestigios de la superstición, encarnada primero por los seres variopintos que habitan el folclore de los europeos y que nos llega de antes de la Edad Media, como un testimonio de un sistema de creencias que algún día tuvo vida, y la muerte de toda una legión de divinidades entendidas luego como duendes diversos y dotados de ciertos poderes. Porque el ser humano ha tenido siempre la necesidad de explicar todo lo que tiene en torno: el porqué de las cosas, cuestión lógicamente difícil para la conciencia actual y más para las primitivas, es la base de lo que realmente interesa saber a cualquier criatura que tenga esa sed de saber que define al hombre, esto es, saber quiénes somos y saber también, por supuesto, dónde estamos, cómo hemos venido a parar aquí. El destino, la supervivencia a la muerte, la explicación del origen ya son algo que intentan ofrecer a las gentes más antiguas los mitos que ya entonces se contaban. Y, de golpe, la credulidad se ha esfumado y, al no hacer falta, ese credo se dispersa, se pierde, va desapareciendo poco a poco, muriendo lentamente, perdiéndose en el vacío. Pero con ello se pierde una totalidad y es necesaria otra distinta y nueva, si es que estamos dispuestos a aceptar que en esos estadios anteriores se podía hablar de totalidades, totalidades que resultan del hecho de que la religión lo es todo y lo condiciona todo en la vida y en las costumbres. El mundo está ante el reto de una nueva época que es una nueva época sin Dios, sin superstición, sin los duendes que antaño amenazaban a las conciencias incultas, para irritación del padre Feijoo, por ejemplo. Porque las gentes de nuestro tiempo, olvidándose de las misas, descubriendo la maldad y los vicios en el clero de nuestros días, más que nunca, han aprendido a vivir sin Dios, pero no han aprendido a vivir con la modernidad que se instaura y la frivolidad se ha apoderado de ellos, quizás por los poderosos medios de comunicación, capaces de brindar cada vez más entretenimientos.
En este mundo sin Dios, este nuevo mundo de libertades y temores, el hombre se ve arrastrado a una profunda crisis, sin saberlo, cuando debe pensar lo que no es posible evitar pensar, es decir, el destino. Y, visto que todos estamos en la certidumbre de un destino tremendo, que es el de la muerte, hemos de considerar que significan nuestra muerte y nuestra vida, qué sentido tienen, qué sentido tiene decir que yo me muero o decir qué sentido tiene que yo haya vivido. Es, de nuevo, la lucha existencial de los siglos medievales a través de la herencia del tópico latino del “vanitas”, la suposición de que la muerte y la vida giran en medio de una vanidad de vanidades donde todo cae en el más terrible de los vacíos, en el más triste de los absurdos. Porque el hombre que vivía sin libertad y al amparo de Dios tenía todas las certezas y el hombre moderno, consciente de su modernidad, necesariamente zozobra y se siente confundido, perdido, dejado en la confusión más mortificante, la misma que lleva al estado del arrebato a Segismundo, príncipe de Polonia, cuando no sabe quién es, por qué está preso, por qué sueña que era príncipe y que un día lo perdió todo. La necesidad de reorganizarnos, de saber lo que hacemos aquí, y pensar que, una vez hemos nacido, todo puede ser una fuente de placer (hedonismo) resulta inútil por lo lúdica e infantil que resulta. Pues existe en cada persona la imperiosa tensión generada por la necesidad, la ansiedad de que todo se oriente a un fin. Al final, nadie tiene muy claro, si va a morirse, para qué todo lo ganado, todo lo aprendido, todo lo que uno sufre y lo que uno disfruta.
En la linealidad histórica, Nietzsche explica la vida humana como algo fragmentario. El hombre es solamente un fragmento del destino, no una totalidad, cada vida es así como una especie de eslabón en la más amplia cadena de la historia, de manera que no puede ver la totalidad en la que se inserta como parte de un absoluto. Y esta es una gran frustración, una limitación de la que solamente puede provenir la infelicidad, la insatisfacción. A su vez, el universo se repite de manera constante, y lo hace por la limitación del mundo ante la infinitud del tiempo en un eterno retorno de lo idéntico, porque no solo es que un día hemos de volver a respirar este aire, a contener el mismo aire, átomo por átomo en los pulmones, sino que ya hemos estado aquí, ya hemos vivido aquí, ya hemos sido, y lo hemos sido infinidad de veces… Y, con esta idea poética y consoladora que hasta se podría tomar en serio, aparece de nuevo el problema de la misma limitación, de la contradicción de ser un fragmento que no abarca el todo. Esa imposibilidad es capital para el ser humano que sufre y se siente agotado, lacerado, maltratado por su propio destino, ya que quién no conoce la finalidad de su vivir es inconsciente de su propio sentido y se siente absurdo. De esta manera, con Nietzsche, con la muerte de Dios, ya solamente es posible un camino para el valiente y no para el cobarde: los hombres están obligados a tener una valía excepcional que no está al alcance de todos para sobrellevar esta modernidad poco igualitaria. No es que Nietzsche odie a los débiles, sino que una filosofía así solamente puede ser dirigida a los más grandes, a los más fuertes, a los que están dispuestos a ese salto al vació a un mundo sin fe, un mundo para gente voluntarista que pueda instituir una nueva moral, una moral que resulta ser la moral del amor a uno mismo antes que al prójimo.
La dureza de la muerte de Dios para una sociedad todavía creyente hizo que las ideas del autor tuvieran un grave rechazo ya en su tiempo, pero la idea no podía sino fructificar, era necesario que fructificase, desde luego, porque en esa idea está condensado todo el avance que ha supuesto la ciencia del XIX, ya desde su primera mitad, con Darwin. Pero después adquirió matices más graves, ya que Nietzsche, un hombre de salud quebrada, por cierto, anunciaba a todos los enfermos una gran desesperanza, puesto que no hay un lugar en su nuevo mundo moral sino para los valientes, y esas esperanzas como ir a Lourdes y a Fátima son una superstición milagrera y un engaño más, una trampa cruel y abyecta de los transmundanos, los creyentes, los enemigos de lo real, del sentido de la tierra al que se debe ligar todo lo sano. Por eso no ha sido difícil la interpretación de la obra nietzscheana en clave nacionalsocialista, viendo un precedente del desastre que luego tuvo lugar en los países germanos, si bien es esta ya una idea muy superada: Nietzsche, de hecho, defendió, a diferencia de su hermana, a los judíos, no como esa cultura cuyos valores detestaba, pero sí como individuos talentosos. Este rechazo se une al carácter polémico que ya de por sí tiene su obra y a la voluntad de trastocar sus escritos o reinterpretarlos, desde que su obra empezó a coger fama (esto sucedió con Georg Brandes, un filósofo danés de origen judío, por cierto). Sin embargo, la mayoría de los pensadores ven en ese nihilismo nietzscheano algo desolador, y lo que el escritor de Roecken am Namburg presenta como una oportunidad para los fuertes ha sido criticada por filósofos que fueron, por parte, muy nietzscheanos, Heidegger uno de ellos: para Martin Heidegger se producirá un regreso de Dios o de los dioses, una vuelta de la humanidad a las pautas, a lo establecido, al orden roto por el fenómeno de la muerte de Dios, y eso será, según explica, bueno.

2014 © José Ramón Muñiz Álvarez

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