“LA
MUERTE DE DIOS Y SU SENTIDO”
por
José Ramón Muñiz
Álvarez
La
idea de que Dios ha muerto no nos remite a la idea de muerte en un
sentido literal, por lo que se hace preciso pensar en algo muy
distinto cuando los filósofos hablan de cosa semejante, y, dado que
la muerte de Dios no se refiere a que hubiera un Dios vivo que cesó
en sus funciones vitales, entenderemos la expresión en su sentido
metafórico. En sentido figurado se habla de lenguas muertas, pero
dicha muerte, en lo tocante a la religión, no se refiere a Dios,
sino a un cambio en la historia del hombre que fue olfateado por
Nietzsche y explotado como una idea filosófica según la cual la
humanidad está a las puertas de una época distinta, con unos
conceptos morales, éticos y culturales que van a imponer una
necesaria transformación. En este sentido, se podría decir que Dios
ha muerto porque la sociedad ha abandonado la fe, la idea de Dios, el
concepto de Dios o de los dioses, que se ha quedado inútil. Por eso
la muerte de Dios, imagen metafórica capaz de asustar a los más
pacatos, se presenta como un reto que debe superar el hombre capaz de
la elaboración de una nueva moral, el creador de nuevas tablas de
valores, un hombre pródigo y también un guerrero, distinto de la
moral de esclavos que ha pretendido implantar en la gente el
cristianismo. Y todo parte, sin embargo, de una idea anterior de otro
filósofo muy distinto: Hegel, con quien Nietzsche entra tanto en
contradicción. De todos modos, importa decir que la idea de muerte
de Dios no solamente se ha popularizado con Nietzsche, sino que es
Nietzsche el que le da trascendencia, dado que, en todo caso, cuando
dicen que Dios ha muerto no se refieren a lo mismo. Así, la idea de
muerte de Dios aparece en un libro de aforismos escrito por Nietzsche
titulado “La Gaya Ciencia”, libro en el que aparece también una
de las ideas más apetecibles que desarrollará posteriormente: el
eterno retorno de lo idéntico. Pero su popularidad se debe al libro
“Así habló Zarathustra”, en que, durante su prólogo, de
pronto, Zarathustra, “se vuelve a su corazón y se dice que ese
eremita del bosque, en su aislamiento, no sabe todavía que Dios ha
muerto”.
Pero
no es Nietzsche quien ha matado a Dios, ni tampoco es Zarathustra,
sino que lo hemos matado todos, toda la humanidad, al haber
abandonado la fe, al haber dejado atrás la idea de que Dios era el
centro del mundo, que todo se regía por Dios. Es un asesinato, un
acto brutal, el mayor magnicidio de la historia, que está descrito
en boca de un loco que llega a un mercado sosteniendo un farol y
diciendo a todos “¿dónde está Dios?”. Pero más allá del
valor literario que tiene este segmento, la idea de la muerte de Dios
resulta de lo más productiva. A lo largo de la Edad Media, la
evangelización parece desplazar los últimos restos de las
religiones paganas en todas las partes y Europa entra en una fase de
pleno poder del cristianismo, de manera que Dios es el centro de toda
la cultura, la vida de los pueblos gira en torno a las iglesias y los
templos, y no tardarán en levantar esbeltas catedrales. Dios está
en su máximo apogeo, puesto que Dios es el centro de todo, la medida
de todas las cosas y la explicación de todo lo universal y humano:
la teología es la doctrina más elevada, todas las demás ciencias
son siervas de la teología, Dios es el bien, el alfa y el omega, el
principio y el fin, a falta de las modernas teorías sobre el origen
y el destino del Cosmos. Pero Dios es también el punto de inicio y
de llegada para el hombre: su alma es fruto de Dios y cruza este
valle de lágrimas para volver a Dios. El Renacimiento siguió
creyendo en Dios y fue antropocéntrico solamente en parte, a pesar
del gusto por el paganismo grecolatino y la recuperación de los
mitos de obras como las “Metamorfosis” ovidianas. El barroco
restauró la hondura de la fe y las corrientes ilustradas fueron algo
muy vagoroso, en definitiva, y prácticamente no calaron en la
sociedad: el pueblo siempre prefirió estar entre curas que entre
enciclopedistas.
Por
otra parte, el siglo XIX es un siglo que llega cargado de novedades,
contando con una importante revolución científica que gira hacia lo
histórico en lo lingüístico y en las ciencias sociales, pero
también en el orden de los estudios de la naturaleza. Dios deja de
tener cabida en el mundo humano cuando aparece la ciencia, cuando la
ciencia y el conocimiento lo destierran, cuando el hombre común
europeo aprende que el jardín de Adán es pura fantasía, que no
existe Dios y que tampoco es necesario para explicar el origen de la
naturaleza o del hombre, pues ahora existen las teorías de Darwin.
Básicamente, la Edad Media se ha acabado de golpe, por más que los
libros de los historiadores sitúen un Renacimiento como fin de ese
proceso, puesto que ese renacer es una moda, una mera moda que no
abría paso a modernidad alguna. Por lo que se refiere a los llamados
Siglos de Oro, deberíamos considerar que estos pertenecen a una
época superior del medievo, pero Vasari se adelantó, creando la
etiqueta para diferenciarla de lo más moderno antes de tiempo. El
Renacimiento es, en realidad, algo no más trascendente de lo que
podríamos suponer haciendo caso a los que escriben historia, puesto
que no inicia una Edad Moderna, o puede ser tan laxo como cuando se
habla, en pleno medievo, de un renacimiento carolingio. En suma fue
solamente una moda, una mera moda, porque el verdadero final del
mundo medieval, para el pueblo, para la generalidad de la sociedad,
al margen de las modas urbanitas y cortesanas, viene en el siglo XIX.
Pero para entender hasta qué punto la muerte de Dios es un proceso
de alto grado de interés que permite esta interpretación, ha de
bastarnos entender que todavía la Edad Media sigue vigente, y la
prehistoria también: si caminamos de la desembocadura al nacimiento
de ríos como el Orinoco o como el Amazonas, por poner un ejemplo, la
prehistoria sigue estando vigente en esos lugares, y los islamitas,
que siguen mezclando cada asunto cotidiano de la vida con la religión
son evidentemente medievales. En este mundo de globalización, a
pesar de la devaluación de la religión en países occidentales,
conviven formas muy variadas de civilización y se entiende de un
modo muy diverso la existencia. Resulta muy difícil establecer
cuándo empieza una época histórica. A este respecto, la fecha de
1492 dice demasiado y no debería decir nada.
La
pérdida de Dios abre un nuevo período, porque es más que la
pérdida de Dios, es la pérdida de esa ingenuidad propia de los
niños pequeños, que, durante el medioevo se enseñoreaba también
de la gente adulta. Porque no es solamente Dios, sino que son los
últimos vestigios de la superstición, encarnada primero por los
seres variopintos que habitan el folclore de los europeos y que nos
llega de antes de la Edad Media, como un testimonio de un sistema de
creencias que algún día tuvo vida, y la muerte de toda una legión
de divinidades entendidas luego como duendes diversos y dotados de
ciertos poderes. Porque el ser humano ha tenido siempre la necesidad
de explicar todo lo que tiene en torno: el porqué de las cosas,
cuestión lógicamente difícil para la conciencia actual y más para
las primitivas, es la base de lo que realmente interesa saber a
cualquier criatura que tenga esa sed de saber que define al hombre,
esto es, saber quiénes somos y saber también, por supuesto, dónde
estamos, cómo hemos venido a parar aquí. El destino, la
supervivencia a la muerte, la explicación del origen ya son algo que
intentan ofrecer a las gentes más antiguas los mitos que ya entonces
se contaban. Y, de golpe, la credulidad se ha esfumado y, al no hacer
falta, ese credo se dispersa, se pierde, va desapareciendo poco a
poco, muriendo lentamente, perdiéndose en el vacío. Pero con ello
se pierde una totalidad y es necesaria otra distinta y nueva, si es
que estamos dispuestos a aceptar que en esos estadios anteriores se
podía hablar de totalidades, totalidades que resultan del hecho de
que la religión lo es todo y lo condiciona todo en la vida y en las
costumbres. El mundo está ante el reto de una nueva época que es
una nueva época sin Dios, sin superstición, sin los duendes que
antaño amenazaban a las conciencias incultas, para irritación del
padre Feijoo, por ejemplo. Porque las gentes de nuestro tiempo,
olvidándose de las misas, descubriendo la maldad y los vicios en el
clero de nuestros días, más que nunca, han aprendido a vivir sin
Dios, pero no han aprendido a vivir con la modernidad que se instaura
y la frivolidad se ha apoderado de ellos, quizás por los poderosos
medios de comunicación, capaces de brindar cada vez más
entretenimientos.
En
este mundo sin Dios, este nuevo mundo de libertades y temores, el
hombre se ve arrastrado a una profunda crisis, sin saberlo, cuando
debe pensar lo que no es posible evitar pensar, es decir, el destino.
Y, visto que todos estamos en la certidumbre de un destino tremendo,
que es el de la muerte, hemos de considerar que significan nuestra
muerte y nuestra vida, qué sentido tienen, qué sentido tiene decir
que yo me muero o decir qué sentido tiene que yo haya vivido. Es, de
nuevo, la lucha existencial de los siglos medievales a través de la
herencia del tópico latino del “vanitas”, la suposición de que
la muerte y la vida giran en medio de una vanidad de vanidades donde
todo cae en el más terrible de los vacíos, en el más triste de los
absurdos. Porque el hombre que vivía sin libertad y al amparo de
Dios tenía todas las certezas y el hombre moderno, consciente de su
modernidad, necesariamente zozobra y se siente confundido, perdido,
dejado en la confusión más mortificante, la misma que lleva al
estado del arrebato a Segismundo, príncipe de Polonia, cuando no
sabe quién es, por qué está preso, por qué sueña que era
príncipe y que un día lo perdió todo. La necesidad de
reorganizarnos, de saber lo que hacemos aquí, y pensar que, una vez
hemos nacido, todo puede ser una fuente de placer (hedonismo) resulta
inútil por lo lúdica e infantil que resulta. Pues existe en cada
persona la imperiosa tensión generada por la necesidad, la ansiedad
de que todo se oriente a un fin. Al final, nadie tiene muy claro, si
va a morirse, para qué todo lo ganado, todo lo aprendido, todo lo
que uno sufre y lo que uno disfruta.
En
la linealidad histórica, Nietzsche explica la vida humana como algo
fragmentario. El hombre es solamente un fragmento del destino, no una
totalidad, cada vida es así como una especie de eslabón en la más
amplia cadena de la historia, de manera que no puede ver la totalidad
en la que se inserta como parte de un absoluto. Y esta es una gran
frustración, una limitación de la que solamente puede provenir la
infelicidad, la insatisfacción. A su vez, el universo se repite de
manera constante, y lo hace por la limitación del mundo ante la
infinitud del tiempo en un eterno retorno de lo idéntico, porque no
solo es que un día hemos de volver a respirar este aire, a contener
el mismo aire, átomo por átomo en los pulmones, sino que ya hemos
estado aquí, ya hemos vivido aquí, ya hemos sido, y lo hemos sido
infinidad de veces… Y, con esta idea poética y consoladora que
hasta se podría tomar en serio, aparece de nuevo el problema de la
misma limitación, de la contradicción de ser un fragmento que no
abarca el todo. Esa imposibilidad es capital para el ser humano que
sufre y se siente agotado, lacerado, maltratado por su propio
destino, ya que quién no conoce la finalidad de su vivir es
inconsciente de su propio sentido y se siente absurdo. De esta
manera, con Nietzsche, con la muerte de Dios, ya solamente es posible
un camino para el valiente y no para el cobarde: los hombres están
obligados a tener una valía excepcional que no está al alcance de
todos para sobrellevar esta modernidad poco igualitaria. No es que
Nietzsche odie a los débiles, sino que una filosofía así solamente
puede ser dirigida a los más grandes, a los más fuertes, a los que
están dispuestos a ese salto al vació a un mundo sin fe, un mundo
para gente voluntarista que pueda instituir una nueva moral, una
moral que resulta ser la moral del amor a uno mismo antes que al
prójimo.
La
dureza de la muerte de Dios para una sociedad todavía creyente hizo
que las ideas del autor tuvieran un grave rechazo ya en su tiempo,
pero la idea no podía sino fructificar, era necesario que
fructificase, desde luego, porque en esa idea está condensado todo
el avance que ha supuesto la ciencia del XIX, ya desde su primera
mitad, con Darwin. Pero después adquirió matices más graves, ya
que Nietzsche, un hombre de salud quebrada, por cierto, anunciaba a
todos los enfermos una gran desesperanza, puesto que no hay un lugar
en su nuevo mundo moral sino para los valientes, y esas esperanzas
como ir a Lourdes y a Fátima son una superstición milagrera y un
engaño más, una trampa cruel y abyecta de los transmundanos, los
creyentes, los enemigos de lo real, del sentido de la tierra al que
se debe ligar todo lo sano. Por eso no ha sido difícil la
interpretación de la obra nietzscheana en clave nacionalsocialista,
viendo un precedente del desastre que luego tuvo lugar en los países
germanos, si bien es esta ya una idea muy superada: Nietzsche, de
hecho, defendió, a diferencia de su hermana, a los judíos, no como
esa cultura cuyos valores detestaba, pero sí como individuos
talentosos. Este rechazo se une al carácter polémico que ya de por
sí tiene su obra y a la voluntad de trastocar sus escritos o
reinterpretarlos, desde que su obra empezó a coger fama (esto
sucedió con Georg Brandes, un filósofo danés de origen judío, por
cierto). Sin embargo, la mayoría de los pensadores ven en ese
nihilismo nietzscheano algo desolador, y lo que el escritor de
Roecken am Namburg presenta como una oportunidad para los fuertes ha
sido criticada por filósofos que fueron, por parte, muy
nietzscheanos, Heidegger uno de ellos: para Martin Heidegger se
producirá un regreso de Dios o de los dioses, una vuelta de la
humanidad a las pautas, a lo establecido, al orden roto por el
fenómeno de la muerte de Dios, y eso será, según explica, bueno.
2014
© José Ramón Muñiz Álvarez
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