sábado, 23 de octubre de 2021

II

 


          El cárabo se esconde entre los robles, anida entre los robles y, entre robles, lamenta la tristeza de la tarde. El llanto de la tarde hace un crepúsculo de voces que se funden, y la noche sumerge el mundo todo en su silencio. De pronto, con la umbría, se le escucha: Manuel ama los cantos de las aves y siente esa llamada misteriosa. Los trenes de la zona se serenan oyendo, en la cochera, aquellas voces llegadas de entre bosques y espesuras. Lo sabe el eucalipto que, discreto, conoce esa llamada quejumbrosa que asusta al más pintado ante la luna. Y hoy es noche de luna, si la luna se asoma entre las nubes como suele, del modo en que en el palco alguna dama. Y el cárabo vocea en lo lejano, llamándonos al monte, convocándonos, amigo de la bruja y su aquelarre. Y el viento es aliado de sus voces y lleva a los paisajes los gemidos que alcanzan a Manuel en la vereda. Pensemos que la brisa del verano se quiere conciliar con esas noches que llegan ya más tarde, sin apuro.
          Manuel conoce al cárabo y sus voces, pues es observador y su paciencia lo lleva a conocer cada detalle. El cárabo es amigo de la muerte, según las malas lenguas de los pueblos: la gente le atribuye lo terrible. Pensad en los agüeros de otros días, temores de esas épocas pasadas que prenden en la gente más humilde. Manuel, en cambio, siente en esas voces un haz de poesía que despliega sus alas con el vuelo de la noche. El cárabo no es siempre lo funesto, ni el ave de la máscara nevada, cruzando cielos tristes, mortecinos. Manuel lo sabe bien y lo confiesa, pues halla en todo un halo sugerente que evoca lo romántico en la sombra. Sabed que sus paseos tienen mucho de versos y de prosas que se pierden, según el aire sigue su camino. Contad que su camino va perdiéndose, como sus pasos lentos, según corre la brisa volandera a su guarida. Y, en tanto, nuestro amigo sigue atento, dichoso como nadie, a cada canto que cruza los paisajes de la noche.
          Las noches de Manuel son aventura, si vamos contemplando su camino, distantes, para no ser sorprendidos. Manuel camina siempre, por la noche, por los lugares bellos que, entre sombras, proponen sinfonías diferentes: pensad en el arroyo y en la fuente, tal vez en el ladrido de los perros y el eco del silencio en lo lejano. Manuel, si bien se mira, es el poeta que canta a los arroyos y a las charcas, quizás a los meandros del riachuelo. La luna lo ve siempre en cada claro, manchando con el barro sus zapatos, las botas de otro tiempo, al fin ya viejas. Y siente cada brisa y, a su tiempo, conversa con la brisa y los helechos, que toman nueva vida en estos bosques. ¡Quién sabe escudriñar, si no es el genio febril y bandolero del muchacho, los raros alaridos de las aves! Son años ya que sigue su camino, buscando, vigilando, silencioso, capaz entre pinares y castaños. El monte se descubre entre las sombras y cada comadreja anda a lo suyo, como esas musarañas a deshora.
          Los árboles del bosque son distintos, debajo de la capa que se extiende por ese cielo de las madrugadas. Sus nombres, en la noche, se han mudado, y el árbol se abandona y desconoce, quizás, al caminante de la tarde. Manuel, que pone nombres a los árboles, no olvida lo que olvidan esos robles, los viejos eucaliptos, los castaños. Y sabe cada nombre, y les recuerda su nombre y apellidos a las ramas del árbol que se rinde ante la noche. Carballos hay que olvidan lo que fueron, unidos al bostezo de las horas que quieren descansar y no lo logran. Tal vez las aves tristes, en la noche, con vuelos sigilosos, los asustan, con salmos agoreros y macabros.
          Y el grito del mochuelo suena cerca.
2021 © José Ramón Muñiz Álvarez

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