Manuel lo entendió pronto, y, al volverse, la luz de aquel crepúsculo lejano lo quiso convencer de lo innegable: la noche, con sus voces apagadas, sus cantos siempre lúgubres, en cambio, también nos muestra toda su belleza -pensad en las estrellas diminutas que tiemblan en la altura, en esas noches de nubes que declaran su osadía-. Y el claro de los bosques se confiesa, cantando sus hermosos catecismos, sus raros padrenuestros nocherniegos: la música que sabe darle fuerza tal vez a cada brisa que susurra nos puede hablar de paz y de tormento -la gente de la aldea, por ejemplo, sospecha que hay fantasmas en la noche, supone los fantasmas de la noche-. Soñad con esos tiempos ya perdidos de aquellos aldeanos inocentes que oían esos gritos con temores. Es fácil suponer que viene el lobo cuando la nieve cuaja en esos montes que llenan de belleza cada cima. Manuel lo suponía, y, caminando, reíase en el fondo de las épocas de fes confusas, tristes y atrasadas.
Pero era ya el momento del crepúsculo, nacía en lo lejano aquel crepúsculo, sus luces alumbraban todo el valle. Los raros padrenuestros del arroyo cantaban la belleza del paisaje, lo mismo en un abril que en un diciembre. Y el sol moría triste, siempre débil, diciéndole a Manuel, en primavera, que el beso de la noche se acercaba. El beso de la noche se acercaba, ¡qué digo se acercaba!, se lanzaba sobre esos cielos vírgenes y bellos. Y en esos cielos vírgenes y bellos, mirábase la luz, ya malherida, buscando en el riachuelo su apariencia. De pronto, con las sombras todo ardía, cantando su silencio, en una pausa, capaz de helar el alma del valiente. Las voces de los pájaros cesaron, cesaron los susurros de la brisa y habló todo de muerte de momento. La noche convertía sus mansiones en un palacio falto de bondades, de calma amenazante y de temores. Manuel, que caminaba las veredas, amaba, sin embargo, aquella umbría de paz y de silencio, de deleites…
Los oros, los dorados y los rojos hablaron con afán y ya la noche tendió su vieja capa sobre el mundo. Los grillos, con sus raras travesuras, retaban a las ranas de la charca y el aire acariciaba un nuevo junio. Los ecos del verano se hacen dulces, las noches no son frías y disfrutan, si, a veces, aceptamos su paseo. Manuel dijo que sí, tenía gana, y, andando por la zona, fue alejándose, dejando atrás la aldea silenciosa. Quizás unos ladridos despidieron al joven que seguía su camino, buscando las estrellas, tras las nubes. Buscando las estrellas, tras las nubes, soñaba muchas veces, caminante, por un paisaje oscuro y misterioso. Manuel, acostumbrado a la aventura, gozaba en los caminos solitarios, queriendo sorprender la martaleña, y el caso es que el raposo lo observaba, guardado en los bardiales de la zona, discreto siempre, siempre vigilante. Las voces de la noche, en todo caso, nos hacen suponer seres extraños quizás donde caminan los tritones.
Manuel no tuvo miedo en esas noches calladas, de paseos prolongados, después de que el verano lo invitaba. Manuel era un amante de la brisa, quizás de aquella lluvia perezosa que viene refrescando tales noches. El campo rezumaba su belleza y el verde de los campos y los bosques, los viejos eucaliptos de la zona. Pensó en la gente vieja de la zona y en todos sus temores infundados -la gente no dejaba de tenerlos-. También se acordó entonces de su gente: había en su familia algún pariente que hablaba de costumbres ancestrales: “Quien oye los lamentos de las aves que vuelan por la noche no sospecha que escucha la amenaza de la muerte”.
Y entonces se oyó el cárabo, a lo lejos.
2021 © José Ramón Muñiz Álvarez
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