sábado, 23 de octubre de 2021

VI

 


          Los búhos, cazadores de conejos, habitan otras zonas, y, entre peñas, construyen sus imperios en la roca. Sus rémiges conocen esas noches que sienten el aliento de la helada, que sueñan el aliento de la helada. La piedra de las cumbres rasca el cielo, lidiando con las nubes y sus bríos son jóvenes, valientes, como el hielo. Las nieves son frecuentes todavía, llegado el mes de mayo, y, para junio, parece que el verano queda lejos. También habitan llanos y colinas, y algunos pueblan bosques silenciosos, callados, misteriosos como el nuestro. El caso es que los búhos son posibles en pueblos de la costa, donde, en cambio, es siempre inverosímil su presencia. Y es siempre inverosímil su presencia no lejos de las olas, de la espuma, que llena también noches prolongadas. En cambio, ya cercanos al solsticio, la luz del alba llega más temprano, queriendo bendecir cada quebrada. Las playas, los arroyos, los meandros suponen a esas horas las ausencias de pájaros que huyeron no hace tanto.
          Digamos que el gran duque está escondido, si llega el alba clara a la montaña, quizás a las dehesas donde habita. Y no es ave cobarde, pese a todo, y hubiéramos de verlo si la zona brindase a estas criaturas buena caza. Lo cierto es que estos pájaros les ceden quizás estos lugares a otras aves que cumplen sus labores de rapiña. Los cárabos, acaso las lechuzas, los mochos, los autillos son audaces, capaces de mostrar ese dominio. Y el búho, con sus gestos altaneros, monarca del roquedo, se retira a zonas más propicias a su gusto. Su instinto montañero le procura poder atalayar el mundo todo, como un emperador ante sus reinos. Y bien dice Manuel que es fascinante la rara vestimenta de su cuerpo, sus pardos leonados y sus oros. El búho es tan hermoso como el monte, camufla sus colores en el monte, se pierde entre los árboles más densos. Por eso nos fascinan sus colores, sus plumas afiladas, la mirada callada, misteriosa y hechicera.
          Los bosques de Manuel son otros bosques, poblados por helechos, castañares, por roble y algún pino repartido. Las gentes plantan muchos eucaliptos, queriendo arrancar algo de una tierra que el árbol estropea lentamente. Las noches son hermosas y nos faltan los duques que se ven en esas cimas que quedan más allá de nuestras lomas. En ellos canta el cárabo su réquiem, nos llama a su aquelarre la lechuza, nos dicen lo que sueñan los curuxos. Y dicen lo que sueñan los curuxos al viejo en la buhardilla de la aldea, si sabe suponer lo que se acerca. ¡Son tantas las leyendas de esta gente que hablaba de vedorios y fantasmas en un mundo de magia y fantasía! Y acaso los poetas, con su lírica -Manuel es uno de ellos, cuando quiere, se saben divertir con estas cosas-. No en vano, yo conozco a algún amigo que sabe de los duendes misteriosos, eternos forajidos de Carreño. La Fuente de los Ángeles lo sabe, pues beben de sus aguas cada noche, temiendo que los miren los humanos.
          Manuel, que no ve duendes misteriosos, conoce, sin embargo, las costumbres de duendes diferentes en la noche: los viejos roedores de los campos, acaso la culebra, alguna víbora, las martas a deshora, los hurones… Manuel, que no ve duendes misteriosos, escucha, sin poder ver sus siluetas, las voces de las aves en el bosque. Y, en tanto que los viejos ven espíritus en esas voces bellas de la noche, el halla la poesía necesaria. Pudiera hasta emprender proyectos serios, ensayos sobre el canto de las aves, discursos sobre el canto de la noche. Y el canto de la noche es un discurso que deben conocer los que desean tener, tal vez, vivencias sugerentes.
          Sus voces, en la noche, son hermosas.

 

2021 © José Ramón Muñiz Álvarez

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