martes, 23 de febrero de 2016

El puerto de Candás

Soneto VII
“HIRIÓ COMO UN CRISTAL LA MADRUGADA
(Soneto sobre el brillo incandescente
que luce cuando llegan
los inviernos
y gime el viento triste por la
helada)

            El cielo es un torrente, si amanece: sus brillos encrespados nos saludan donde arden las antorchas cuya llama convoca los colores a lo lejos, pues arden horizontes cuando llega su grito de alegría, su jolgorio, su afán risueño, quién sabe si atrevido, que quiere ser la página más clara. Y cierto que es la página más clara: destellos de color arden y ríen, mezclándose en el aire, dibujando su risa con las púrpuras que brillan, que anuncian otra vez una mañana, pues hay mañanas bellas que despiertan con ese beso alegre que la aurora colgó, con emoción, sobre su rostro.
            No hay nada como el cielo cuando nacen los brillos repentinos de la aurora: sus luces, sus dorados son el fruto de aquellas pinceladas que sabían mostrar los más expertos en las épocas más grandes, más hermosas y más nobles, en ese tiempo ambiguo, cuyo tránsito llevaba hacia el Barroco y su rareza. Lo cierto es que es hermosa la llamada del alba que convoca al nuevo día, lo mismo que el pincel que colorea las llamas de su fuego en las alturas. Al verla, caminando por el puerto, recuerda el alma tiempos alejados, los tiempos de los viejos pescadores que canta este soneto con su ritmo:

                                    Hirió como un cristal la madrugada
                         la llama con que nace el nuevo día,
                         el beso de la brisa, siempre fría,
                         la aurora que se enciende alborotada.
                                    El puerto de Candás, a la alborada,
                         mirando cómo todo se encendía,
                         bebió el color, la luz y la alegría
                         y el alba sintió tarde en la invernada.
                                    No puso ser que el mar acobardado
                         callara cuando el brillo ceniciento
                         su luz tornó en reflejo coralino.
                                    Las lanchas alcanzó, mas desolado,
                         aquel amanecer del desaliento
                         que el mar halló sereno, cuando vino.

            Y el caso es que es así: la aurora llega, rompiendo las cortinas de la noche, rasgándolas con todos los cristales que lucen sobre mares olvidados que no contempla el ojo que no quiere perderse hasta la nueva madrugada, y el tiempo, que revive, nos abraza, diciendo los relatos de otras gentes. Las gentes son las gentes que vivieron miserias y dolor en esta villa, los mismos que sufrieron las hambrunas, las tardes de galernas y de hastío, los mismos que entendieron que los mares son una herida abierta en pleno pecho, quemando el corazón, quemando el alma que llora con dolor ese desgarro.


2014 © José Ramón Muñiz Álvarez

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