viernes, 19 de febrero de 2016

El caminante (para Alejandro garcía González)

“El caminante”

El que camina sereno por estos rincones y se pierde a su gusto, no lejos de las orillas del arroyo (mansas y calmadas), ante el correr rumoroso, consciente de las bellezas del paisaje, ejercita los ojos más que las piernas y se detiene a pensar en la belleza de todo lo creado, si es que lo creado tuvo un Creador. Por eso el caminante, el hombre que, peregrino, se pierde por los lugares más diversos y se recrea, extasiándose en la belleza de la naturaleza, sin ir de aquí para allá en busca de ningún misterio, comprende que el misterio es constante, que por donde camina se esconden criaturas de todo signo a las que es preciso adivinar. Porque el paso poco discreto del excursionista disuade, muchas veces, a las aves, cuyo canoro trino entretiene la soledad, inútilmente, si nadie está presente para escuchar tan bellos cantos.
El cuclillo canta bellamente al amor sin saber de la belleza, ignorando que su canto es bello para el ser humano, que es, precisamente para quien no canta. Lo mismo puede decirse del jilguero, de los gorriones, del cárabo, según se adentra la noche. Pero el caminante, un hombre prudente entre todos los hombres prudentes, puesto que no existe razón alguna para faltar a la prudencia, ya que el hecho de caminar es una forma de vida saludable, si bien inculca un poco de locura en quien ya tiene cierta alma de poeta, sabe también de los peligros, y, si bien no acaba de adentrarse el otoño, pronto habrá que sospechar al lobo por los mismos caminos, o al más preocupante jabalí.
Y del jabalí habréis de saber que tiene más peligro que los lobos, pues raro es el lobo solitario que se acerca al ser humano. Antes bien, el lobo teme al hombre y se aparta de su camino, del mismo modo que los extraterrestres que descienden de la nave e imponen pavor al ser humano (si es que está bien creer que de un platillo volante, pongamos por caso, pueden bajar marcianitos). El lobo teme al hombre, que no al jabalí, que suele andar perdido entre la densidad y que puede librar su furia brutal, atropellando de manera mortal al que se ponga por delante.
No obstante, la vida urbana es tan peligrosa como adentrarse en la umbría del bosque y dejarse llevar por su encanto, pues es en las ciudades donde puede caernos de la altura esa teja mal colocada en un tejado. Eso por no hablar del material que se desprende, los útiles y las herramientas que tienen los obreros que trabajan colgados en un andamio. Por eso en el bosque es menos imprudente, en una época de retroceso de las bestias, temer al lobo, y mucho menos al oso, que es un animal de lo más infrecuente.
Dicen que los antiguos romanos son los introductores del culto a la humildad campesina, como se puede apreciar en los antiguos poemas que escribieron algunos autores latinos. Pero lo cierto es que ese tópico de la vida retirada al que luego cantaría nada menos que fray Luís de León en sus versos, ya en castellano y en época renacentista, ya estaba inaugurado por los griegos en los tiempos del autor de los “Idilios”, un tal Teócrito, menos conocido que el célebre Virgilio, que es el autor de las “Bucólicas”.
El gusto por apartarse del mundo urbano es algo que merece análisis, y el caminante, que es pensador, medita sobre ello en este ambiente que lo predispone a uno a lo filosófico, porque, en su intimidad, la senda relaja y la mente se expande y llega el momento para pensar. Dentro de cada uno de nosotros hay un pensador, y el caminante de este bosque, que soy yo y que eres tú, se ve necesitado de respuestas, porque es en el camino donde uno encuentra todas las preguntas.
El ser humano, piensa el caminante, es una criatura social. Esto, que no es ni bueno ni malo, lo acerca, por ejemplo, a los lobos, el peor enemigo al que el hombre ha hecho frente en épocas pretéritas. Hoy es fácil pensar que el lobo ha perdido la batalla y nadie imagina que esta criatura sea un peligro para ninguno, si bien hubo un tiempo en que el lobo era temible. En cualquier caso, el lobo es sociable, puesto que vive con animales de su misma especie, y los descendientes de los lobos han sido domesticados por el hombre: los perros. El hombre primitivo supo ya crear sus primeras aldeas, dejando atrás la vida trashumante, de modo que, de esta forma, estableció lo que iban a ser las primeras ciudades. La tribu, sin embargo, existía antes, ya antes de la civilización el hombre gozó de una vida social.
Y piensa el caminante, piensas tú o tal vez pienso yo, amigo lector, que caminas por estas líneas con tus ojos, tan peregrino como yo, que las voy escribiendo, que, en efecto, las urbes inhabitables son producto de este gusto por el hombre de no estar aislado, de no estar apartado de los demás, de no sentirse solo. Y el hombre, en esa cercanía que da la convivencia con los otros, halla la comodidad que necesita, pues más servicios dan que el yermo el pueblo y las ciudades. Pero, por cierto, el ser humano no se siente satisfecho sin esa escapada al campo, sin esa huída a la naturaleza de la que procede.
Algo en nuestro interior se depura cuando vamos caminando. Sí, es cierto, hay algo en nosotros que se purifica y que se depura, algo que nos hace sentirnos bastante mejor, que nos lleva a una calma y a un estado letárgico que nos libera de las tensiones de diario. Esto ocurre en esas caminatas en las que tú y yo también, como nuestro caminante, nos perdemos en la oscuridad del bosque, cerca de las cumbres de las montañas de la sierra, donde, por cierto, no se ven esas cumbres elevadas que quieren rasgar el cielo.
El hombre ha perdido algo que necesita recuperar. Es algo que busca en ese mundo apacible, distinto de las ciudades, que, pese a tener todo lo necesario, contaminan nuestros estados de ánimo. Es fácil sentirse lleno de la ciudad, asqueado, porque la ciudad carece de la calma que ofrece el campo, ese auténtico pulmón verde del espíritu, si realmente hay espíritu. Y el caminante descubre entonces que es a sí mismo al que busca en la soledad del paisaje, como tú y yo, que nos buscamos siempre en el paisaje.
En efecto, es una llamada ancestral que nos lleva a los instintos naturales que quedaron reprimidos siglos atrás. Se han constreñido y es necesario que regresen esos instintos emparedados en nuestras células, en los bastoncillos de nuestras células, que nos hacen escaparnos, llegados los periodos vacacionales, buscar otro paisaje y abandonar el paisanaje urbanita en pos de esa soledad que permite la reflexión interior a la que, en esos momentos vacacionales, regresamos.
Y ¿dónde está el caminante? Pero el lugar donde está el caminante interesa menos que cómo está el caminante. En todo caso, estemos donde estemos, tú y yo, como el caminante, no estamos en la playa que querríamos, no estamos en el monte que querríamos, no navegamos esos mares que tampoco nunca nos dieron a elegir.
Y uno se va intrépido, si puede, y, de no ser así, uno sueña que se va intrépido (que eso sí se puede), y habla de mares nunca vistos y de vivencias que no son suyas y es preciso imaginar, porque uno busca la libertad perdida del paraíso perdido. Por esta razón hay poetas, novelistas y literatos, y, porque hay sueños, yo escribo y tú lees, y lees lo que escribo, buscando en ello esa libertad perdida que queda en el paraíso que se te antoja.
Nuestro caminante se ha internado en el bosque para subir a lo alto de la montaña, nosotros nos hemos enredado en la oscuridad de una metáfora para buscar una verdad inaccesible. Y por eso no ha de extrañaros que un albergue a dos kilómetros de altura sobre el nivel del mar, un día de tormenta y de nevada, resulte el refugio más prometedor para los locos humanos que recorren el raro paisaje de su existencia. En medio de la borrasca también se deleita el ánimo violento de la criatura salvaje a la que han convertido en ese ser doméstico que trabaja en la oficina.
Es posible que esto sea un desvarío de los imbéciles que escriben o de los tontos que leen. Pero solamente los tontos creerían que es imbécil quien toma la palabra, si realmente, tiene algo que decir, y, si es que alguien lee, solamente un idiota podría tomarlo por tonto. ¡Pero sí que es cierto que el mundo está lleno de gente vacía! El caminante no es de ellos, y tú y yo tampoco, puestos en la ruta del caminante, cuando, desde nuestro mirador, hallamos el mundo de los demás diminuto, si es que acaso no han querido subir tan arriba.
El refugio en la nieve, las densas marejadas, la tormenta de arena en el desierto, el granizo y el viento, el terremoto y todo lo inhóspito son solo una cara, no necesariamente desagradable, por cierto, de un mundo elevado en que también hay calma, también serenidad y hechizo, cuando llegan los deshielos y un amanecer cuajado de belleza nos saluda con su beso para llenar de poesía todo lo que pide el aliento de la poesía sobre sí. El caminante ha escalado montañas y descendido a los valles para ver más allá del rascacielos de los raquíticos, alejándose de la vida común, tal vez este fin de semana.
La vida, indudablemente, pide tintes de aventura.

2015 © José Ramón Muñiz Álvarez
“Sonetos y otras trovas de los siglos”

Tercera parte: “Prosas líricas”

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