jueves, 10 de julio de 2014

Muerte de Villamediana IV






Jornada cuarta de
“QUIERE EL AMOR SER DOLENCIA” O “LA MUERTE
DEL CONDE DE VILLAMEDIANA”
(Breve dramatización con tintes trágicos
sobre el notable suceso histórico,
acontecido durante el
Siglo de Oro en
Madrid)




ESTAMPA I

Alcoba de la reina.

DAMA-. El rey os tiene encerrada,
que no sé yo la razón
que le impone al corazón
que podáis hacerle nada.
ISABEL-. Y sí soy desventurada,
pues, por amar la poesía,
se muestra con osadía,
como si yo acaso fuera
en su lecho una ramera,
que las prueba cada día.

DAMA-. Son ellos hombres, y sé
que a veces eso prefieren.
ISABEL-. Si a sus mujeres no quieren,
viendo lo que aquí se ve.
En todo caso diré
que el rey es mi carcelero,
y, si bien vengarme quiero,
me impone su condición
la fatal resignación
en la que callada espero.

DAMA-. Teme el rey por si se avisa
al conde Villamediana.
ISABEL-. Vendrá la aurora temprana
y no cesará su prisa.
Pero el rumor de la brisa
no sabrá del verso hermoso.
DAMA-. Ha de morir, es forzoso,
puesto que os ha pretendido.
ISABEL-. Pero es bello ese sonido
en su verso cadencioso.

En verso dijo de amor
que yo era luz matinal,
cuyo rayo celestial
daba fuego a su dolor.
Y se dijo desertor
en ese camino triste,
que explicó que se desviste
el alma que tanto anhela,
cuando el alma se consuela
y el amor no se resiste.

Y, en un verso prodigioso
pronunció su pensamiento
a los sonidos del viento,
con su coraje alevoso.
Porque creyó que era hermoso
hallar en mí la frescura,
el sabor de la dulzura
que nos promete su amor.
Y dicen que es un traidor
O que vive en la locura…

Y me dijo, con fulgor:
“Pues que lo quiere Cupido,
he de verme yo vencido
a la luz de vuestro amor.
Y, pues me hacéis el favor,
quiero yo en vuestros abrazos
amarrarme a vuestros brazos,
unirme ya a vuestro beso,
entregándome al exceso
de verme en tan tiernos lazos.

Que, puesto que he de sufrir
la flecha de amor sincero,
he de deciros que os quiero
y que quiero sucumbir.”
DAMA-. ¿Y qué os pudiera decir,
que no fuera hablar del cielo,
para daros el consuelo
que merecéis, mi señora,
mientras aguarda la aurora
la noche con negro velo?

ISABEL-. Siempre dijo que era hermosa,
pues me dijo: “Soberana,
sois para mí, en la mañana,
una fragancia olorosa.
Acaso sois vos la rosa,
la bella flor del rosal,
quizá un lirio matinal,
pues la mañana se vierte
y en vuestra belleza advierte
esa gala celestial.”

Y, con verso semejante,
es difícil no querer
en los labios conocer
la palabra del amante.
Y es que se hizo emocionante,
se hizo bello, como digo,
hacer de mi amor testigo
a los ojos más discretos,
si me dieron sus sonetos
y se acercó como amigo.

Dijo una vez: “Mi, señora,
compararos con el día,
es poco y la brisa fría
quiere encender otra aurora.
Por eso os consagra a Flora
el color de ese cabello
que, sin decirlo, es tan bello,
que es tan bello como el sol,
cuando, tras alto arrebol,
es reflejo en vuestro cuello.

Prosigue el texto diciendo:
“Esta flecha del amor
ha causado tal dolor
que ya me voy consumiendo.
Y muero aquí, a lo que entiendo,
de vuestro afecto sentido,
que es capricho de Cupido
sentir el mal que yo siento,
pues es palabra en el viento
el verso que se ha perdido.

De este modo, soberana,
amante y señora mía,
sed vos la noche en el día,
si se funden de mañana.
Y, al pasar la hora temprana,
siendo fuego en que me abraso,
sed esa noche, al ocaso,
que el día borra, sencilla,
en los campos de Castilla,
donde pierdo yo mi paso.

Y sabed que, a vos rendido,
estoy dispuesto a la muerte,
pues que juzgáis esa suerte
el más noble cometido.
Que es morir agradecido
suspirar por ese amor
que ha causado mi dolor
y las pasiones que hieren,
ya que matarme prefieren
vuestros ojos, su color.

Que a tal mal me he resignado,
y, pues me siento morir,
es lo lógico decir
que es morir enamorado.
Vuestro pecho envenenado
culpable será a deshora
cuando reviente en la aurora
por ventura del amor
ese dorado color
que la mañana atesora.”

DAMA-. ¿Y por esto ha de morir?
¿Por una galantería?
ISABEL-. Antes de que llegue el día
lo matarán.
DAMA-. Ya es decir.
ISABEL-. Y casi puedo sentir
su voz hermosa sonar,
cuando dice: “Debe amar,
quien os ame, dueña mía,
sin que falte la osadía
de cruzar por vos el mar.

Que, esperando a que me hiera
todo lo que es mar en calma,
la tormenta llega al alma
entre firme y traicionera.
Que por eso el alma espera,
tras correr el alba fría,
que sois de este modo mía,
mi dulce y clara Isabel,
porque  sois acaso miel
y al tiempo la luz del día.

Por eso os he de aclarar
que por vos la muerte pido,
si de este amor me despido,
que es este amor singular.”
DAMA-. Os gusta bien recitar
esa poesía encendida.
Parece llena de vida,
celebrado la hermosura
a que aspira el alma pura,
si en amor está prendida.

Mas no puede soportar
este dolor, que lo hiere,
el rey sin  que desespere
su pecho en su corazón.
Porque pide la nación
que se trate con castigo
a quien se muestre enemigo
del buen rey y su poder
al codiciar su mujer…
Y ese verso es el testigo.

Él dijo: “Es adoración
vivir para ser amores,
pues es sentir los dolores
en el mismo corazón.
Y es que me hacéis gran traición,
porque en vos siento ese frío
que derrota el albedrío
del alma que, enamorada,
se hace con vos alborada
que se refleja en el río.

Por esa, señora mía,
dejadme morir, si muero,
pues esta muerte prefiero
a morir sin compañía”.
Hoy llega la noche fría
y recuerdo que, callado,
se acercaba al pecho amado
para decir, cuidadoso,
el raro verso ingenioso,
con gran cuidado pensado.

ESTAMPA II

Salón del palacio del rey.

EL CLÉRIGO-. Decidme vos, majestad,
puesto que me hacéis venir,
lo que pesa en vuestro pecho,
que me hacéis venir aquí.
Porque dicen los sirvientes
que os advierten infeliz,
y que pedís confesión
cuando absuelto os despedí.

Yo no puedo curar almas,
si no me habéis de decir
lo que tanto os atormenta.
EL REY FILIPO-. He de decíroslo al fin,
pues soy hombre de poder,
y, pues que nunca fingí,
he de decir sin remilgos
lo que ordené hacer por mí.

Sabed vos que un hombre noble,
aunque amigo lo sentí,
a pretendido a la reina,
que un escrito suyo vi,
a la reina dirigido.
Y no pudiendo sufrir
humillación tan amarga,
la muerte dispuse.
EL CLÉRIGO-. En fin…

Pero sois hombre de estado,
y la razón que hay aquí
es motivo suficiente,
que es vuestro honor.
EL REY FILIPO-. Sé que sí.
Mas quizás, pues soy monarca,
más razón hay de pedir
perdón al Dios de los cielos.
EL CLÉRIGO-. Es prudente, he de decir.

Contadme vuestros pecados,
decidlos hasta sentir
que queda en paz el espíritu,
que se suele resarcir,
porque son las confesiones
una gran cura.
EL REY FILIPO-. Es así.
EL CLÉRIGO-. Ave María, y contadme
lo que hubisteis de pedir.

EL REY FILIPO-. La muerte pedí de un hombre,
y con odio la pedí,
lleno de furia, sabiendo
lo que hacía contra mí.
EL CLÉRIGO-. Es el honor cosa santa
y no debió hacer así,
que vos sois su soberano
y hacéis bien en darle fin.

De todos modos es justo,
ya que una muerte pedís,
que se aclare la conciencia
que tan triste me decís.
Contadme todo el suceso,
pues es lógico decir
al confesor las verdades
que suele el alma sentir.

EL REY FILIPO-. Pues fue secreta la ofensa,
secreto ha de ser el fin
de ese canalla maldito,
que nunca se ha de decir.
EL CLÉRIGO-. Mis labios están sellados,
de modo que vos decid,
que debéis contarme todo
lo que os hizo ese hombre vil.

EL REY FILIPO-. Llegado a mis aposentos,
entre las sábanas vi
en un papel un escrito,
pero no era para mí,
sino que eran unas letras
para Isabel, que es sentir
que se me hiela la sangre.
EL CLÉRIGO-. Vos, majestad, proseguid.

EL REY FILIPO-. Estaba el papel plegado,
pero, cuando el pliego abrí,
entendí que era poesía.
EL CLÉRIGO-. ¿Pero cómo llegó allí?
EL REY FILIPO-. Eso saber yo quisiera,
porque no lo sabré al fin,
que el papel no llego solo.
EL CLÉRIGO-. Será falso.
EL REY FILIPO-. Tal vez sí.

Pero pienso yo que no,
que la letra conocí,
y en el estilo se nota
quien era el autor.
EL CLÉRIGO-. Así
que estáis seguro.
EL REY FILIPO-. Lo estoy.
EL CLÉRIGO-. Si es eso cierto, decís
que obrasteis bien, y es lo cierto.
EL REY FILIPO-. Pero no puedo dormir.

EL CLÉRIGO-. Está inquieto vuestro espíritu.
EL REY FILIPO-. In quieto está y es así.
EL CLÉRIGO-. Tenéis dudas, como siempre,
que, en la corte de Madrid,
pues es un lugar de intrigas,
se duda mucho. Decid…
EL REY FILIPO-. Teme el alma, mas no sabe.
EL CLÉRIGO-. Tened calma y a dormir.

Pensad que vos sois el rey,
y el hombre que va a morir
un traidor es y un canalla.
EL REY FILIPO-. Soy yo quien lo decidí.
EL CLÉRIGO-. Mas si no lo decidierais
yo tendría que venir
para daros el perdón
por dejar y consentir.

Sabedlo, pues es pecado
que un marido diga sí
ante el altar de la Iglesia
y que no tenga el ardid
de vigilar a su esposa.
EL REY FILIPO-. Ella se aleja de mí,
que a veces pienso que al conde
amó una vez.
EL CLÉRIGO-. ¿No fue así?

EL REY FILIPO-. No lo fue, según yo pienso,
pero alguna vez temí,
que en su alcoba está encerrada,
sin poder ir al jardín,
como suele, si al ocaso
era costumbre salir
a caminar con su dama.
EL CLÉRIGO-. No debéis obrar así.

Teméis que avise a ese joven.
EL REY FILIPO-. ¿Para qué negarlo? Sí,
es temor y es temor grande,
porque, viéndolo venir,
este caso es mi desgracia,
y no dejo de sufrir,
pues de la reina quisiera
el único ser por fin.

EL CLÉRIGO-. ¿Es ella fiel?
EL REY FILIPO-. Imagino.
EL CLÉRIGO-. Negadlo o decid que sí.
EL REY FILIPO-. Imagino que imagino,
que no hay nada que decir,
porque lo pienso y lo siento
sin saber que eso fue así.
EL CLÉRIGO-. No tiene culpa la reina,
pues lo acabáis de decir.

Y, si es que os quita el aliento
la sospecha es que mentís
a vuestra conciencia misma,
pues ella es fiel, y dormir
debe ser fácil en quienes
nunca se deben sentir
en la puerta del tormento.
EL REY FILIPO-. Con eso queréis decir…

EL CLÉRIGO-. Que no habéis de tensionaros,
que al aposento ha de ir
vuestra noble majestad
y ponerse allí a dormir,
porque, tras estas palabras,
podréis descansar.
EL REY FILIPO-. Al fin.
EL CLÉRIGO-. Y sé que descansaréis.
Si algo os inquieta, decid.

EL REY FILIPO-. Curado estoy del insomnio
que un rato atrás yo sentí,
y siento ya el alma en calma.
EL CLÉRIGO-. Es que debe ser así.
También habré de acostarme,
pues esta noche dormí
pocas horas, que el trabajo
pesa mucho sobre mí.

EL REY FILIPO-. Parece siempre un consuelo
pensar que ella es fiel, pues vi
las letras que una sospecha
me quisieron imprimir,
y era extraño, sospechando,
mantenerla junto a mí
y como esposa adorarla.
Pero ¿podré ahora dormir?

Solo quiero que ya al alba,
rompa, con claro marfil,
los colores de la noche,
porque, aunque tarda en salir,
su luz beneficia al mundo,
y, mirándola, aprendí
que todo lo malo vuela
si el alba vuelve a venir.

Porque me dirán entonces
que tuvo el conde su fin
y que todo se ha acabado,
de manera que es sentir
al sol como buen amigo
y en el cielo querubín
que ilumina la grandeza
del imperio y del país.

Que, si Isabel me abandona,
ya sabrá volver a mí,
que soy su rey y la quiero
en la corte de Madrid,
que es la corte donde es reina,
pues como a reina le di
mi trono, que es el de España.
EL CLÉRIGO-. Majestad, bien lo decís.

EL REY FILIPO-. Pero ese sol no se apura,
y me impacienta, al dormir,
pensar que tarda la aurora
y que no amanece al fin,
pues quiero yo que me anuncien
la muerte del conde.
EL CLÉRIGO-. Sí,
que si vos mandáis que muera,
no dejará de morir.

ESTAMPA III

Interior del palacio del conde.

EL BARÓN-. El rey me manda, señor,
con un recado importante,
y es preciso ir al instante,
que es una cuestión de honor.
EL CONDE-. ¿Lo dice el rey? Raro honor
tiene bien a conceder,
pero me hace comprender
que es mi cabeza trofeo.
EL BARÓN-. ¿Qué decís? Sois su correo,
y no hay tiempo que perder.

EL CONDE-. ¿Os manda venir el rey
a mi palacio, barón?
Pero me da el corazón
que vos sois hombre de ley.
No sois de la baja grey
de enemigos y rivales.
Mas, tras esos ventanales,
llega la noche a Madrid,
y os mandan con un ardid
y con augurios mortales.

Y ya que la muerte aguarda
(poco importa lo que aguarde),
pues no soy hombre cobarde,
os aseguro que tarda.
EL BARÓN-. La luz del sol se hace parda,
entre reflejos dorados,
donde parecen callados
los horizontes, y vos
tendréis que partir con Dios,
pues os mandan mil recados.

EL CONDE-. Tenéis gran ingenuidad,
si no es que queréis mi muerte.
EL BARÓN-. Algo raro se os advierte.
EL CONDE-. ¿No lo sabéis? Escuchad.
EL BARÓN-. Ya os escucho, y en verdad
que no entiendo que decís.
EL CONDE-. El caso es que aquí venís
con un recado, señor.
EL BARÓN-. El rey concede ese honor
de que os lo diga.
EL CONDE-. Mentís.

EL BARÓN-. Señor conde, yo no miento,
ni comprendo la razón.
EL CONDE-. Perdonado vos, buen barón,
que esta noche me resiento.
Acaso en mi pensamiento
se confunden las ideas.
EL BARÓN-. Vos sois hombre de peleas,
de lances y desafíos,
yo, como lo son los míos,
sereno con mis ideas.

EL CONDE-. ¿Y quiere este buen soberano
que acuda dónde? Que iré,
mas la espada llevaré,
que estaré yo bien temprano.
EL BARÓN-. Estáis raro.
EL CONDE-. Espada en mano
a todos he de alcanzar,
si es que tocase luchar,
con la punta de mi espada,
por tenderme una emboscada.
EL BARÓN-. ¿Alguien os quiere emboscar?

EL CONDE-. Nada sabéis, según veo.
EL BARÓN-. Pues que me mandan recado
de dar del rey el mandado
al conde, que es su correo.
EL CONDE-. Y algo más, a lo que creo,
debierais saber, quizás,
que lo sabe Satanás,
porque Satanás me espera.
EL BARÓN-. Entenderos bien quisiera.
EL CONDE-. No es menester hablar más.





Decid del rey lo ordenado.
EL BARÓN-. Dijo el rey: “A hora temprana
saldrá el buen Villamediana,
para cumplir lo indicado.”
EL CONDE-. ¿Pero cuál es el recado?
EL BARÓN-. En esta carta está escrito.

(Enseña una carta)

Dijo con vos de granito
que la habíais de entregar.
EL CONDE-. ¡Pero dónde!
EL BARÓN-. Algún lugar
en este papel descrito.

(Le da la carta)

EL CONDE (leyendo)-. Pues dice aquí: “Mi, señora,
compararos con el día,
es poco y la brisa fría
quiere encender otra aurora.”
Nada mi suerte mejora
en lo que queda apuntado,
pues el rey está avisado
y su agudeza penetra
en mandar mi misma letra
como aviso del recado.

Pues es un juego perverso,
para condenarme a muerte,
indicarme así mi suerte,
que es mandar mi mismo verso.
Pero haré yo el juego inverso,
que acudiré, por amor,
sin mostrar algún temor
a matar y a que me maten,
que los hombres que se baten
por el rey tienen honor.

Y no han de esperar, pardiez,
ya sean dos o cincuenta,
que me saldré de la cuenta
contra todos a la vez.
Que, pues hacen gran merced
al ejercer ese oficio,
es la lucha mi ejercicio
y domino bien la espada,
que es la venganza malvada
por el bien que más codicio.

Y, si lo quiere el amor,
bien está, y amo la muerte,
pues en ella se convierte
lo que es bien, lo que es favor.
Y pues soy hombre de honor,
acudiré yo a esa cita,
pues en ella todo grita
una gran desesperanza
si es voluntad de venganza
que contra mi bien se agita.

Que me dispongo a morir
sin que me falte valía,
que en mí vive la osadía
que también me hace vivir.
No es cosa ya de fingir,
porque un hombre enfurecido
puede morir convencido
en este tan raro asunto.
EL BARÓN-. La cuestión no la pregunto,
mas estáis desfallecido.

EL CONDE-. Quizás es que estoy turbado.
EL BARÓN-. Pero no entiendo ni sé
de lo que habláis el por qué,
ni por qué lo habéis contado.
EL CONDE-. Es que me hallo disgustado
por cuestiones que son mías,
y, viendo pasar los días,
ese final imagino
que tenemos por destino
en nuestras horas más frías.

EL BARÓN-. Pero no es tiempo, señor,
pensar en esa vejez,
que es mozo vuestra merced,
de la vida en lo mejor.
Y sois vos un ganador,
que picáis alto, y lo sé
porque ayer se lo escuché
repetir al soberano.
EL CONDE-. Decidle que, espada en mano,
donde lo manda estaré.

Y no me importa el destino
ni lo que venga a ocurrir,
que, en la espera de morir,
todo es un gran desatino.
Y, del amor adivino,
dichoso seré si muero,
que, ya que la muerte espero,
es razón, al esperar,
poder acaso soñar
que es por un amor sincero.

Pero el amor de una dama
de linaje soberano
me ve distante, lejano,
aunque luego se derrama.
Porque el amor que me llama,
pues no fue correspondido,
es amor de mi sentido
y en parte imaginación,
pues enciende la pasión
que me tiene consumido.

Y, viendo que esto es así,
entre hechizado y molesto,
no he de quejarme por esto
ni en el trance en que me ví.
Pero digo que morí
adorando a mi señora,
ella que fue clara aurora,
llama bella, amanecer,
esperanza en la mujer,
si el espíritu la adora.

Porque es espíritu el beso
que en verso canté por ella
como si fuera una estrella
que se enciende en el exceso.
Que fue ese beso travieso
una promesa en que airado,
el amante condenado
pide, en base a su pasión,
la dura condenación,
que es estar enamorado.

Pero no estaré mañana,
y seré solo el recuerdo
de la nada en que me pierdo
por la bella soberana.
De modo que, a hora temprana,
sabrá que en el universo
no existe el amor perverso
del conde que más la quiso,
pues por ella fue preciso
darle la vida y un verso.

ESTAMPA IV

Interior del salón del rey.

EL CLÉRIGO-. Tened, señor, la calma
que hubieron los nobles de los reyes
en siglos anteriores,
pues este es un asunto delicado
que vos controlaréis del mejor modo.
EL REY FILIPO-. Mi honor comprometido
no puede ya esperar, quiero venganza,
y al tiempo temo al hombre
que pudo mancillarme.
EL CLÉRIGO-. La paciencia
es buena, mi señor, en estos casos.

EL REY FILIPO-. Quisiera comprenderlo,
saber por qué me lleno de temores,
sintiendo esta tensión,
sintiendo el malestar que sienten siempre
las gentes que, a la espera, se lamentan.
EL CLÉRIGO-. De nuevo desvelado,
herido por las dudas, temeroso,
después de lo que os dije
del alma, del pecado y la justicia
que empuja a los más nobles soberanos.

EL REY FILIPO-. El conde ha de morir
y es justo que no tema, que descanse
igual que los plebeyos
que yacen, tras las horas de jornada,
cansados por las horas en el campo.
EL CLÉRIGO-. Tal vez vuestra nobleza
os llena de temores esta noche,
que nunca gustó a nadie
mandar a otros matar en nombre de uno.
Mas vos sois, majestad, el ofendido.

EL REY FILIPO-. Los nervios se agudizan,
sabiendo que las horas se han parado,
mirando esas agujas
que giran en la esfera casi tétrica
del vil reloj que ve correr el tiempo.
La aurora, con sus brillos,
sabrá decir que el reino, que la patria,
mi honor y mi grandeza,
la noble dignidad que me merezco
están a salvo al fin, si muere el conde.

EL BARÓN-. Las cosas que pedisteis
se hicieron, majestad, como mandasteis,
y el conde, sin excusas,
irá donde indicasteis en el pliego,
pues dijo que a morir está dispuesto.
EL REY FILIPO-. Se burla con soberbia,
tal vez se ha vuelto loco y, temerario,
procura que lo maten,
pues no es hombre de bien ni tiene juicio,
que no hay cordura en él, viendo sus obras.

EL BARÓN-. Hablé con él, le dije
que vos le dabais órdenes muy claras,
mas no quise decirle
que yo era parte de sus enemigos,
buscando la manera de matarlo.
En cambio, mi conciencia,
no sufre ni padece, pues es justo
que muera el que traiciona
al rey, su dignidad y la grandeza
de España, patria bella entre naciones.

EL REY FILIPO-. Conviene, sin embargo,
tener esa prudencia del que piensa
que no es bueno pensar
que es tonto el enemigo al que combate,
pues suele el enemigo ser astuto.
El conde es hombre loco,
mas suelen ser los locos muy volubles,
y existe inteligencia
en sus conciencias viles y mermadas,
que pueden resultar muy peligrosos.

EL BARÓN-. No habrá de ser el caso:
no tiene escapatoria, que no ignora
que vos, en Portugal, podéis matarlo
igual que aquí en España,
si cabe persiguiéndolo en las Indias.
EL REY FILIPO-. Es bueno con la espada
y tiene gran dominio en otras artes,
que no le falta arrojo,
y es hábil en la lucha, pues excede
con su capacidad a mis soldados.

EL MARQUÉS-. Señor, es uno solo.
EL DUQUE-. El plan está pensado de manera
que ocurra todo rápido,
pues no ha de tener tiempo a defenderse
cuando, de pronto, advierta que lo atacan.
EL REY FILIPO-. Si sabe su destino,
sabrá también que todo está dispuesto,
pues ese ataque espera,
que no es ingenuo el conde, que antes sabe
lo mismo que el demonio en su morada:

la muerte se aproxima,
y morirá matando, tramado y maldiciendo
a quienes lo destruyen,
pues sabe que no son los que lo cercan,
sino los que mandaron que esto ocurra.
Él puede hallar la forma
de hacer que los que estamos reunidos
tengamos mil razones
para pensar después que nunca fue prudente
borrar del mundo al conde y sus maldades.

EL DUQUE-. Yo pienso, majestad,
que no hay peligro en esto, pues las horas
discurren y está todo
dispuesto para hacer que el conde muera.
EL MARQUÉS-. El conde morirá discretamente.
Mañana callarán
los gentes que frecuentan los rumores
y viejos mentideros
que existen en Madrid, pues son lugares
donde hacen sus comentos los ociosos.

No habrá de tramar nada,
y, de fugarse acaso, he prevenido
que vayan los soldados
que seguirán el coche y sus escoltas
hasta acabar su vida, si es que huyere.
EL REY FILIPO-. Tenéis vos mucho miedo,
según he de advertir, marqués, más digo
que habré de agradecer
las muchas precauciones que pensasteis,
supuesto que yo quiero muerto al conde.

Pues quiero que mi honor
alcance las alturas del cielo inmaculado,
que nadie ha de decirme
que no querrá Isabel, en mi aposento,
llenar el lienzo blanco de las sábanas,
el lienzo blanco y claro
donde tener placeres que son propios
de esposos y de reyes,
que el caso es que los reyes también aman
y gozan en el lecho sus amores.

EL MARQUÉS-. No es miedo, majestad,
aquello que yo siento contra el conde,
más hay rencor en mí,
pues tiene la soberbia de atreverse,
insulta el abolengo de este sitio.
EL DUQUE-. Tal vez yo me equivoque,
mas hay un abolengo en nuestra sangre
que no debe insular
la envidia del insano, cuando sabe
que puede herir al digno y al más noble.

EL REY FILIPO-. El caso es que yo quiero
tener conocimiento de esos planes,
pues quiero saber todo,
y quiero los detalles de la muerte
que espera en el camino a mi correo.
EL BARÓN-. Diré, señor, que el conde
será atacado, cuando, en el sendero,
ocultos por la sombra,
lo ataquen en su coche dos soldados,
expertos en el uso de las armas.

EL MARQUÉS-. Será con la ballesta.
El conde morirá cuando lo maten
las flechas de soldados
que ya han servido en tropas del ejército,
sirviendo vuestra causa y vuestra gloria.
EL BARÓN-. Y todos esperamos
que no haya variaciones, pues es justo
decir que se ha pensado
con gran exactitud cada momento,
que no halla de escapar Villamediana.

Las flechas asesinas
podrán romper su pecho venenoso,
llegando, en lo profundo,
al corazón mezquino que concibe
raptar a la más bella soberana,
dejar en el ridículo
la corte de Filipo y destrozarnos
con esos versos crueles
que atacan a los nuestros y que insultan
orgullos que proceden de raigambre.

EL REY FILIPO-. ¿Podré decir al alba
que todo fue terrible pesadilla?
¿Podré decir al viento
que al fin arde mi honor con su pureza
y todos temerán mis estandartes?
No cabe duda alguna,
el conde, con su muerte, es la noticia
que el mundo callará,
sabiendo en todo caso que el verdugo
fue un hombre sin honor, alguien cobarde.

EL CLÉRIGO-. Jamás dirán del rey
que dijo que mataran a ese conde,
y nadie ha de decirlo,
pues los motivos son ese secreto
que no ha de salir nunca de esta sala.
Temed por otras cosas,
que digo, majestad, que queda limpia
la imagen soberana
del crimen que cometan, por la noche,
los guardias contra un conde de esta corte.

EL REY FILIPO-. Quizás tengáis razón,
que es solo nerviosismo, y es lo cierto
que el alma desatina
si quiere hallar la calma que no tiene,
pues no ha cesado nunca el pensamiento.
Quizás hallar sosiego
comience por dejarme de tensiones,
sumiendo en el olvido
proyectos que, de todas las maneras,
no pueden deshacerse en este punto.

ESTAMPA V

Interior del palacio del conde.

EL CONDE-. ¿Ha de faltarme el valor
cuando es tiempo de morir?
Si era tiempo de vivir
más me empujó el raro amor.
Pero siento ese dolor
que me llena de despecho.
Y quien dice “A lo hecho pecho”
debe atreverse a su suerte,
aunque lo espera la muerte,
si es que está siempre al acecho.

En todo caso es seguro
que esta noche moriré.
Mas por ello no querré
mostrarme inquieto, inseguro.
Antes bien, con gran apuro,
puesto que no soy cobarde,
haré el más valiente alarde,
que, si la muerte me espera,
no llegará la primera
ni verá que yo me guarde.

Y es justo que muera yo,
es justo que muere el conde,
porque el valor no se esconde
y no falta en quien amó.
No en vano, quizás sufrió
la reina de su marido,
si se supo, un mal cumplido,
un castigo, un trato cruel.
Y, mientras sufre Isabel,
debo ser yo más sufrido.

Porque no es afortunado
rechazar con raro sesgo,
el mal, el peligro, el riesgo,
cuando se está enamorado.
Y esta noche me ha mandado
que viaje con su correo
este rey que me hace reo
y me tiende una celada,
pues el alma enamorada
quiere, en fin, como trofeo.

Y acabará con mi vida,
pero nunca con mi amor
ha de acabar su rigor,
si es una llama encendida.
Que la pasión abatida
de quien acepta su suerte
parece ser que lo advierte
de los males del camino,
mas seguiré a mi destino
para ir a buscar la muerte.

Pues quiso el alma gozosa
que escribiera: “Soberana,
sois para mí, en la mañana,
una fragancia olorosa.
Acaso sois vos la rosa,
la bella flor del rosal,
quizá un lirio matinal,
pues la mañana se vierte
y en vuestra belleza advierte
esa gala celestial.

Y, pues hiere su dolor,
quiere humillarme Cupido,
porque me mira vencido
a la luz de vuestro amor.
Y, pues me hacéis el favor,
quiero yo en vuestros abrazos
amarrarme a vuestros brazos,
unirme ya a vuestro beso,
entregándome al exceso
de verme en tan tiernos lazos.

Y sabe bien mi memoria
los veros que dediqué
a la reina a la que amé
para encender más su gloria.
Que podrá decir la historia
en mi nombre la poesía
que yo le dediqué un día,
encendido en este amor
que me llena de un dolor
que me endulza todavía.

Quiero decir: “Mi, señora,
compararos con el día,
es poco y la brisa fría
quiere encender otra aurora.
Por eso os consagra a Flora
el color de ese cabello
que, sin decirlo, es tan bello,
que es tan bello como el sol,
cuando, tras alto arrebol,
es reflejo en vuestro cuello.

Y seguir así, diciendo:
“Esta flecha del amor
ha causado tal dolor
que ya me voy consumiendo.
Y muero aquí, a lo que entiendo,
de vuestro afecto sentido,
que es capricho de Cupido
sentir el mal que yo siento,
pues es palabra en el viento
el verso que se ha perdido.

De este modo, soberana,
amante y señora mía,
sed vos la noche en el día,
si se funden de mañana.
Y, al pasar la hora temprana,
siendo fuego en que me abraso,
sed esa noche, al ocaso,
que el día borra, sencilla,
en los campos de Castilla,
donde pierdo yo mi paso.

Y sabed que, a vos rendido,
estoy dispuesto a la muerte,
pues que juzgáis esa suerte
el más noble cometido.
Que es morir agradecido
suspirar por ese amor
que ha causado mi dolor
y las pasiones que hieren,
ya que matarme prefieren
vuestros ojos, su color.

Que a tal mal me he resignado,
y, pues me siento morir,
es lo lógico decir
que es morir enamorado.
Vuestro pecho envenenado
culpable será a deshora
cuando reviente en la aurora
por ventura del amor
ese dorado color
que la mañana atesora.

Y, esperando a que me hiera
todo lo que es mar en calma,
la tormenta llega al alma
entre firme y traicionera.
Que por eso el alma espera,
tras correr el alba fría,
que sois de este modo mía,
mi dulce y clara Isabel,
porque  sois acaso miel
y al tiempo la luz del día.

Por eso os he de aclarar
que por vos la muerte pido,
si de este amor me despido,
que es este amor singular.”
Por eso es triste penar
en aras de aquella muerte
que la esperanza me advierte
donde me lo manda el rey,
que me sentencia sin ley,
sellando mi dura suerte.

Mas lo sé: “Es adoración
vivir para ser amores,
pues es sentir los dolores
en el mismo corazón.
Y es que me hacen gran traición,
porque en ella siento el frío
que derrota el albedrío
del alma que, enamorada,
se hace con ella alborada
que se refleja en el río.”

Bellos versos le escribí,
y muero haciendo poesía,
que quiere la pluma mía
expresar lo que sentí.
Y, si por ello viví,
no dejo de ser valiente,
cuando me acerco, imprudente,
a la muerte que me espera.
Mas digo: “La reina quiera
ser de esta entrega consciente.

Y es que es más duro, Isabel,
no confesar el amor
que morir en el dolor
de saberse preso en él.
Se hace amargo como hiel
ese labio de coral
cuando la luz es cristal
que mira en reflejo sabio,
pues hace de espejo el labio
con la gala matinal.

Que, si sois amanecida,
quiero el alba en el semblante
que sospecha delirante
la ansiedad más encendida.
Que, por la pasión rendida,
vive el alma del que escribe
esta pasión que recibe
de tan hermosos enojos,
si son enojos los ojos
que la mirada concibe.

Por eso, señora mía,
pues sois alta majestad,
testigo de la humildad
de quien muere en este día,
nunca olvidéis la poesía,
que, en inspirándola vos,
somos los dos ante Dios
raro brilla de esperanza,
si acaso Cupido danza
para juntar a los dos.”

TELÓN Y FIN

2014 © José Ramón Muñiz Álvarez

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