jueves, 12 de abril de 2012

NACIMIENTO DE JIMENA MUÑIZ FERNÁNDEZ

         No olvidó la madrugada
quebrar, con su raro hechizo,
ese llanto de granizo
en que estaba aprisionada:
castillo de la alborada,
adornado de oro viejo,
dichoso nació el reflejo
que, en el cielo silencioso,
el velo rompió brumoso
con su dorado bermejo. 
         Y los primeros albores
que trazaba, soberana,
en su lienzo la mañana
eran débiles colores:
más bizarros resplandores
pudo ver la luz del día
cuando ya el sol encendía
la magia de su hermosura,
al coronar, en la altura,
su gracia y su nombradía.
         Y, al reflejarse en la fuente
con su trémulo destello,
el brillo se tornó bello,
rozando el agua corriente:
ardió aquel rayo valiente
tejiendo su raro alarde,
que por débil no es cobarde
la luz febril de la aurora,
si el horizonte atesora
un sol que en sus brasas arde.
         Que, enseñando su belleza,
más luz le dio a los caminos,
más amores a los trinos
y al arroyo más tristeza;
que, escondido en la maleza,
hasta abrir su rosto al cielo,
va corriendo por el suelo,
flecha de plata perdida,
la corriente que, encendida,
le da forma al arroyuelo.
         Y los densos castañares
y los bosques apartados
lo admiraron apagados
en su descenso a los mares:
hasta los verdes pinares
advirtieron su sonido,
cuando, más entretenido,
encendiendo su bostezo,
cantó el arroyo su rezo,
entre febril y encendido.
         Y fue, al nacer, la alborada,
cuando halló el acantilado
su claro brillo cuajado
en la altura amurallada,
que, en sus bostezos, cansada,
trepó dichosa a los cielos,
entre callados desvelos
que alborotados torrentes,
entre sus luces valientes,
miraron, llenos de celos.
         Que las playas silenciosas,
los apartados rincones,
admiraron los bastiones
de sus llamas luminosas,
pues las sombras perniciosas,
cediendo ante su derroche,
con el beso de la noche,
buscaron otros palacios,
mientras los claros topacios
mostró la aurora en su broche.
         Mientras tanto dio su beso
el sol desde el horizonte,
asomado tras un monte,
rizando su luz, travieso;
mas sin llegar al exceso,
porque suele ser tan breve
como caricia que leve
roza un suspiro callado,
donde el viento apaciguado
las llamas del fuego bebe.
         Y hallaron, pues, los pesqueros
las olas y las espumas
más allá de densas brumas,
abrazadas por luceros;
que, en paisajes marineros,
una alborada encendida
llama con ansia a la vida
que bosteza en lo lejano,
prometiendo su verano
sobre la escarcha vencida.
         Porque la aurora es regalo
repartido a quien lo mira,
mientras su magia delira
donde vuela su intervalo,
mezclado al aliento malo
de la sombra en la batalla,
y, mientras el cielo calla,
canta el ave, en su sosiego,
al contemplar tanto fuego
desde la rama del haya.
         Y ha nacido la mañana,
y la luz del nuevo día,
con la mayor alegría,
recorre el campo con gana,
alcanzando, soberana,
sierras calladas y valles,
pueblos dormidos y calles,
que sueñan en la impaciencia
de admirar su incandescencia,
sus pronunciados detalles.
         Que los colores dichosos
han tenido su momento
en ese mundo sediento
de destellos milagrosos,
en que fijar los hermosos
colores que dan más vida
a la llama prevenida
que, brillando con más brío,
da valor al señorío
de su inocencia dormida.
         La mañana con sus brillos,
que, elevándose en la nada,
va deshaciendo la helada
para elevar sus castillos,
mientras, tristes, los autillos
tornan a viejas buhardillas,
como suelen las ardillas
cuando la noche, en la vega,
corre el aire que navega
del riachuelo en las orillas.
         La mañana con su hechizo,
que enseña en su aliento leve
la blancura de la nieve
que su beso no deshizo,
si no muestra ese granizo
que, en las horas de deshielo,
ante los brillos del cielo
deja que el agua más pura
huya por esa espesura,
dando más prisa a su vuelo.
         La mañana y su belleza,
porque suele ser hermosa
la sonrisa perezosa
con que mira, si bosteza,
sin la menor aspereza,
sobre los montes y mares,
sobre viejos castañares,
sobre bosques olvidados,
o donde gimen, cansados,
de sus furias viejos mares.
         Alcoba de la belleza
es la luz que resplandece
cuando al labriego se ofrece,
cuando, temprano, bosteza,
y, en su febril sutileza,
corriendo el aire espacioso,
no deja de ser hermoso
su color siempre creciente,
porque la luz es valiente
en el viento misterioso.
         Y, en las iglesias rurales,
en las villas apartadas,
suenan ya las campanadas,
tras las noches invernales,
mientras, por los robledales,
camina ya, aventurero,
a la tierra el jornalero
para cumplir su trabajo,
pues lo reclama el badajo
que repica con esmero.
         Y, pirata alborotado
de las alturas manchadas
por alboradas sagradas
en un horizonte helado,
vuela un pájaro cansado,
cuyos benditos rumores
saludan a los albores
que ven despertar al mundo
con un grito vagabundo
que arde ya en los corredores.
         Que, camino de la vida,
pincel para los paisajes,
con orgullosos corajes,
viene la aurora enseguida,
lanzándose en la avenida
de los bosques que la helada
deja ya, tras la invernada,
mientras un bostezo amargo
saca ya de su letargo
a una encina derrotada.
         Y, porque llega crecido
con las aguas del deshielo,
corre alegre el arroyuelo,
murmurando su sonido,
ayer cansado, vencido,
pero al cabo corajudo,
curso que vive desnudo,
formado por aguas puras
que riegan las espesuras
que la lluvia nunca pudo.
         Por eso, con la alborada,
con la brisa mortecina,
se levanta la neblina
más allá de la quebrada,
y una vieja campanada,
pronto lejana resuena,
que la voz del aire llena,
sabiendo que su sonido
cruza el espacio atrevido
para llamar a Jimena.
         Por eso en el firmamento
luce el sol que, perezoso,
despierta de su reposo
y agita el volar del viento,
sabiendo del nacimiento
que el aire mismo enajena,
que la voz del aire llena,
sabiendo que su sonido
cruza el espacio atrevido
para llamar a Jimena.
         Por eso, al nacer el día
sobre las playas y mares,
la brisa en los castañares
corre llena de alegría,
que quiere la brisa fría
mostrarse clara y serena,
que la voz del aire llena,
sabiendo que su sonido
cruza el espacio atrevido
para llamar a Jimena.
         Y oye su voz el pesquero
que navega en las espumas,
el peregrino entre brumas,
en el arroyo el barquero,
pues se anuncia al mundo entero
un grito falto de pena
que la voz del aire llena,
sabiendo que su sonido
cruza el espacio atrevido
para llamar a Jimena.
         Y oye su voz, su sonido,
el pastor entre las sierras
ajeno a mundanas guerras,
tan prudente y advertido,
el marinero, el bandido,
el silencio que envenena
esa voz que el aire llena,
sabiendo que su sonido
cruza el espacio atrevido
para llamar a Jimena.
         Y, siendo hermosa criatura
ese sol que alegre nace,
pues azules campos pace
de los cielos en la altura,
por mirar esa hermosura
ya la envidia la azucena,
esa voz que el aire llena,
sabiendo que su sonido
cruza el espacio atrevido
para llamar a Jimena.
         Porque, aunque recién nacida,
el mundo la piensa bella,
y, sin ninguna querella,
hoy la bendice la vida,
pues es la luz encendida
sobre la más blanca arena
esa voz que el aire llena,
sabiendo que su sonido
cruza el espacio atrevido
para llamar a Jimena.
         Porque es dichoso el momento
que, si su nombre declama,
se hace en el alba una llama
con un brillo ceniciento,
como el raro pensamiento
que libre en el aire suena,
esa voz que el aire llena,
sabiendo que su sonido
cruza el espacio atrevido
para llamar a Jimena.
         Y, verso a verso, es hermosa
como el rayo a la mañana,
y en la fuente se ve ufana,
como un pétalo de rosa,
pues su sonrisa, gozosa,
es un verso, cuya vena
es la voz que el aire llena,
sabiendo que su sonido
cruza el espacio atrevido
para llamar a Jimena.
         Y el aire alegre respira,
sabiéndola tan callada
como la clara alborada
que se mece, si suspira;
que algo en el aire delira
si se va la luna llena:
que es la voz que el aire llena,
sabiendo que su sonido
cruza el espacio atrevido
para llamar a Jimena.
         Así sus cántaros bellos
el alba clara derrama,
encendiéndose su llama,
con poderosos destellos:
en felices atropellos,
se despeñan apurados,
tejiendo hermosos bordados,
bordando blandos tejidos,
como fuegos encendidos,
como granizos cuajados.
         Y, al derramarse sin freno,
quebrando la sombra oscura,
se hace vida el alba pura,
si es de la noche veneno,
cuando, rompiendo su cieno,
alumbró la serranía,
siendo el alba que nacía,
porque la luz del albor
es de los partos dolor
en una mañana fría.
         Por eso en el firmamento
aparece la esperanza,
cuando, tras larga tardanza,
muestra el alba su contento:
es el mismo nacimiento
lo que nombra su belleza,
porque clara se adereza,
porque dulce se regala
esa llama que ya es gala
de la mañana que empieza.
         Claro color de la aurora,
bella luz de la alborada,
mancha que nace dorada,
aunque a veces se demora,
como suele el albacora
encender su brillo viejo,
arde con raro reflejo,
muestra su ardiente castillo,
al ser con pincel sencillo
un brillo claro y bermejo.
         Y espejo de la hermosura
en la callada mañana,
repica al fin la campana
que entre la brisa se apura,
cuando es tal la desmesura
del caluroso caballo
que en el aire lleva el rayo
de ese sol más encendido,
porque el mísero tañido
es de la vida lacayo.

2012 © José Ramón Muñiz Álvarez

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