"Sonetos para Julia"
Soneto I
El ángel silencioso que hubo en ella
se eleva como un ave que, en el cielo,
parece verse libre, y es consuelo
mirarla en las alturas como estrella.
El fin llegó por fin de la querella
que deja, sin embargo, el triste duelo
de no poder hallarla en este suelo
que la esperanza hiere y atropella.
Está en el aire siempre, está en la brisa
el alma que buscáis, porque, en la altura,
podéis verla volar, gorrión pequeño.
Y acaso en el recuerdo de su risa,
tal vez de su mirada y su ternura,
la halléis en cada luz y en casa sueño.
Soneto II
El mar miran los ojos de un padrino
que sabe de horizontes tan lejanos
que el mar agita, montes sobre llanos
que dejan que dibuje su camino.
El barco en ese mar es peregrino
y el puerto es el destino, si, lozanos,
los vientos de ese mar quieren ufanos
que llegue, tras el viaje, a su destino.
Y es Julia quien se ocupa, cariñosa,
de recibir en Pascua el ramo hermoso
que tejen los laureles y el romero.
Es ella la madrina más hermosa
que al niño da el regalo que, gozoso,
recibe de su mano con esmero.
Podéis ver el sol hermoso
Podéis ver el sol hermoso
que, asomándose en el puerto,
habla de luz y de vida
con sus colores bermejos.
Podéis ver su luz dorada,
esos resplandores bellos
con que se anuncia la llama
que luce con vivo fuego.
Mas ¿no parece distinto,
en las alturas del cielo,
el sol, cuando deja libres
sus más hermosos overos?
Y pensad que la alegría
enmascara el pensamiento
de ese sol que se percibe
melancólico y sediento.
Porque su brillo encendido,
sus coreceles más ligeros,
si corren con tanta prisa,
no galopan con esmero:
saben que Julia nos falta,
saben que brilla en su vuelo,
más allá de las estrellas,
donde acaba el firmamento.
Y comprenden que es estrella
que en las noches, con sosiego,
vigila a los que descansan
sobre los mares del sueño.
Saben que vuela en la altura,
desde donde el viejo puerto
sabe mirar, y las calles
que descienden hasta el puerto.
Soneto III
Dejadla volar libre en las oscuras
mansiones donde sueñan los autillos,
en noches que pinceles más sencillos
sabrán vestir el alba en sus pinturas.
Dejadla volar libre en las alturas
igual que los gorriones y herrerillos,
que el sol la ve dichoso con los brillos
que besan las más densas espesuras.
Dejadla volar libre con la tarde,
dejadla volar libre con el día,
dejadla volar libre con la noche:
el sol será al crepúsculo cobarde,
la brisa de los cielos será fría
y el alba la hará bella en su derroche.
Suele la brisa que corre
Suele la brisa que corre
con la luz de la mañana
despertar los sentimientos
en el pecho y en el alma.
Y, porque temprana corre
en las alturas la brisa,
siente el pecho, porque llora,
melancólicas fatigas.
Que el espíritu lamenta,
cuando ve nacer el alba,
que partiera hacia ese cielo
y volase hacia la nada.
Que el espíritu lamenta,
cuando ve nacer el día,
que partiera a las alturas
como el beso de la brisa.
Que el espíritu lamenta,
desde la hora más temprana,
que partiera sin retorno,
sobre la brisa callada.
Que el espíritu lamenta,
al llegar la brisa fría,
que buscase otras mansiones
y abandonase la vida.
Soneto IV
La luz del sol encuentra al caminante
que intenta, al inclinarse ante la fuente,
en vano refrescar la sed ardiente,
si escapa de su mano el agua errante.
Los dedos ven que, como Rocinante,
se escapa siempre el agua transparente,
el agua cristalina de la fuente
que pudo ser la paz del delirante.
Serenos quiero yo los sentimientos
que altera en su correr la brisa fría,
las horas que se dejan por el río.
Prefiero recordar esos momentos
de dicha y de salud, cuando vivía,
en tiempos coronados por el brío.
Dejó la tierra al fin
Dejó la tierra al fin,
volando hacia otro cielo,
buscando otras alturas,
dejando atrás los mares que sus hijos
navegan con placer, yendo en la lancha
a piélagos que pueblan calamares,
a veces chipirones,
acaso las espumas solitarias.
Dejó la tierra al fin,
dejó la vida misma,
tejiendo los recuerdos
de tiempos más felices, esos días
que vieron que sus piernas caminaban
seguras por las calles de su pueblo,
bajando hasta la plaza,
mirando el mar hermoso desde el muelle.
Dejó la tierra al fin,
el mar, el aire herido
por lluvias del otoño,
y, yendo con la brisa hacia la nada,
nos queda la tristeza de perderla,
nos hiere la tristeza de perderla,
de verla en la partida
al reino en que navegan los silencios.
Soneto V
Sabréis que el corazón abre sus puertas
a todo lo que es noble, pues es bueno
sentir el pecho fuerte, siempre lleno
de amor en las regiones más desiertas.
Diré que ya en mi pecho están abiertas
las puertas y ventanas, pese al cieno
que aquí la muerte quiso y el veneno,
tras horas agitadas y despiertas.
Mirad que ya no está, pero que el pecho
la quiere tener dentro pese a todo,
que nada es imposible en la poesía.
Hacerla presidiaria es un derecho
del pecho que la quiere es ese modo
de darle vida al cabo cada día.
2016 © José Ramón Muñiz Álvarez
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