miércoles, 28 de enero de 2015

Fugacidad de la vida


José Ramón Muñiz Álvarez
“LA MUERTE QUE BESÓ LA HELADA FRÍA”
(Soneto sobre el tema de la muerte
que espera a los que
existen en el
mundo)


           El brillo de los prados, tras las lluvias, las hojas moribundas de los árboles y el barro en los caminos solitarios hallaron, en los oros del crepúsculo, los ecos del aliento que venía, cuajando las escarchas más tempranas, al valle silencioso, donde el viento callaba sus canciones melancólicas.
           La música sonora del arroyo, los llantos de la brisa, su sonido, y el canto de las densas hojarascas hablaron de la muerte cuando el aire crispaba su emoción y las estrellas buscaban los susurros de otro tiempo, rumores alejados que, a deshora, mezclaban sus murmullos repentinos.
           La nieve de las cumbres elevadas, el eco del granizo caprichoso y el canto de la lluvia en los parajes pudiera ser la vieja profecía que pronunció diciembre cuando quiso dejar algo de sí sobre el helecho que muere en soledad, bajo el castaño que quiere desnudarse de su ropa.
           Y entonces es momento de conceptos, profundas reflexiones y de ideas, de pensamientos raros e inquietantes que tienen que expresarse, de este modo, con gran resignación, con valentía, pues hablan del destino ya asignado, pues siempre nos acecha la guadaña del fin que trae la muerte en sus bolsillos.
           Los pensamientos nunca son aislables tampoco del recuerdo de otros tiempos, y así son los ocasos un momento terrible de tristezas y nostalgias, pero arde en cada pecho, con bravura, la llama del valor que acepta todo, también la muerte, para cuando venga con ese manto oscuro que la viste.
           Y el alma, que no está atemorizada, se siente melancólica, a disgusto, cuando imagina el tiempo y ve que corren los años su carrera de improviso, buscando, como el agua en el torrente, lanzarse a la deriva, a donde sea, y echarse al mundo por estrechos cauces que habrán de hallar los mares de Manrique.
           Así nacieron todos los sonetos escritos con espíritu amargado, los frutos de la crisis, las derrotas, cuando el imperio estaba moribundo, pero también las silvas que nos dicen, con aires clericales y jesuíticos, que nada permanece para siempre, que todo está avocado a no ser nada.
           Y acaso en los palacios de la muerte las salas son del polvo que fue, en tiempos, un eco de ilusión o de esperanza que no pudo vivir eternamente, pues hay tristezas tras la losa clara que guarda en sus adentros la madera del féretro que esconde esos rincones, custodios de un aliento sin bondades.
           Por eso he de cantar abiertamente los versos del soneto que compuso mi espíritu febril y envenenado, tras horas de dolor sin esperanza, pues somos como el féretro que vive debajo de la piel, en cada parte del cuerpo que tenemos por morada, si no es que somos tiempo solamente:


                     La cumbre en que despierta la nevada
          que enseña su hermosura al alto cielo
          mostró su claridad, el blanco hielo
          que supo en lo lejano la otoñada.
                     La luz del sol halló, con la alborada,
          los pardos y hojarascas sobre el suelo,
          preludio de la muerte, del desvelo
          que quiso con su llanto la invernada.
                     Lo mismo son las hojas del camino,
          si tristes las arranca el raudo viento,
          que el hombre con su fuego y bizarría. 
                     La aurora fue el agüero peregrino
          que dijo, con el oro de su aliento,
          la muerte que besó en la helada fría.


           Y así, tras este canto doloroso que ve la muerte allí donde palpita, no hay nada que explicar, pues estos versos explican lo que nunca los filósofos, con todo su saber y su experiencia, supieron explicar a los mortales, que aguardan, impacientes, las repuestas sobre un destino siempre desolado.
           Los hombres de otros siglos, muchas veces, hallaron el lenguaje más preciso que sabe decir todo al decir nada, pues habla al corazón y al sentimiento (son hombres de ese siglo de derrotas que vio en España crisis y tristezas, igual que en este tiempo en que nosotros lloramos tanto mal en la política).
           Pensad cómo sería si tornasen del seno de la muerte aquellas gentes: un Góngora, un Quevedo, algún Bocángel, un Lope que supiera deleitarnos, acaso aquella gente sevillana que amó los versos dulces, cuando Herrera los supo convencer del latinismo, del gusto por la luz de la cultura…

2014 © José Ramón Muñiz Álvarez

No hay comentarios:

Publicar un comentario