José Ramón Muñiz Álvarez
“LA MUERTE QUE BESÓ LA HELADA FRÍA”
(Soneto sobre el tema de la muerte
que espera a los que
existen en el
mundo)
El brillo de los prados, tras las lluvias, las hojas
moribundas de los árboles y el barro en los caminos solitarios hallaron,
en los oros del crepúsculo, los ecos del aliento que venía, cuajando
las escarchas más tempranas, al valle silencioso, donde el viento
callaba sus canciones melancólicas.
La música sonora del
arroyo, los llantos de la brisa, su sonido, y el canto de las densas
hojarascas hablaron de la muerte cuando el aire crispaba su emoción y
las estrellas buscaban los susurros de otro tiempo, rumores alejados
que, a deshora, mezclaban sus murmullos repentinos.
La
nieve de las cumbres elevadas, el eco del granizo caprichoso y el canto
de la lluvia en los parajes pudiera ser la vieja profecía que pronunció
diciembre cuando quiso dejar algo de sí sobre el helecho que muere en
soledad, bajo el castaño que quiere desnudarse de su ropa.
Y entonces es momento de conceptos, profundas reflexiones y de ideas,
de pensamientos raros e inquietantes que tienen que expresarse, de este
modo, con gran resignación, con valentía, pues hablan del destino ya
asignado, pues siempre nos acecha la guadaña del fin que trae la muerte
en sus bolsillos.
Los pensamientos nunca son aislables
tampoco del recuerdo de otros tiempos, y así son los ocasos un momento
terrible de tristezas y nostalgias, pero arde en cada pecho, con
bravura, la llama del valor que acepta todo, también la muerte, para
cuando venga con ese manto oscuro que la viste.
Y el
alma, que no está atemorizada, se siente melancólica, a disgusto, cuando
imagina el tiempo y ve que corren los años su carrera de improviso,
buscando, como el agua en el torrente, lanzarse a la deriva, a donde
sea, y echarse al mundo por estrechos cauces que habrán de hallar los
mares de Manrique.
Así nacieron todos los sonetos
escritos con espíritu amargado, los frutos de la crisis, las derrotas,
cuando el imperio estaba moribundo, pero también las silvas que nos
dicen, con aires clericales y jesuíticos, que nada permanece para
siempre, que todo está avocado a no ser nada.
Y acaso en
los palacios de la muerte las salas son del polvo que fue, en tiempos,
un eco de ilusión o de esperanza que no pudo vivir eternamente, pues hay
tristezas tras la losa clara que guarda en sus adentros la madera del
féretro que esconde esos rincones, custodios de un aliento sin bondades.
Por eso he de cantar abiertamente los versos del soneto que
compuso mi espíritu febril y envenenado, tras horas de dolor sin
esperanza, pues somos como el féretro que vive debajo de la piel, en
cada parte del cuerpo que tenemos por morada, si no es que somos tiempo
solamente:
La cumbre en que despierta la nevada
que enseña su hermosura al alto cielo
mostró su claridad, el blanco hielo
que supo en lo lejano la otoñada.
La luz del sol halló, con la alborada,
los pardos y hojarascas sobre el suelo,
preludio de la muerte, del desvelo
que quiso con su llanto la invernada.
Lo mismo son las hojas del camino,
si tristes las arranca el raudo viento,
que el hombre con su fuego y bizarría.
La aurora fue el agüero peregrino
que dijo, con el oro de su aliento,
la muerte que besó en la helada fría.
Y así, tras este canto doloroso que ve la muerte allí donde
palpita, no hay nada que explicar, pues estos versos explican lo que
nunca los filósofos, con todo su saber y su experiencia, supieron
explicar a los mortales, que aguardan, impacientes, las repuestas sobre
un destino siempre desolado.
Los hombres de otros
siglos, muchas veces, hallaron el lenguaje más preciso que sabe decir
todo al decir nada, pues habla al corazón y al sentimiento (son hombres
de ese siglo de derrotas que vio en España crisis y tristezas, igual que
en este tiempo en que nosotros lloramos tanto mal en la política).
Pensad cómo sería si tornasen del seno de la muerte aquellas
gentes: un Góngora, un Quevedo, algún Bocángel, un Lope que supiera
deleitarnos, acaso aquella gente sevillana que amó los versos dulces,
cuando Herrera los supo convencer del latinismo, del gusto por la luz de
la cultura…
2014 © José Ramón Muñiz Álvarez
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