jueves, 14 de julio de 2011

LAS CAMPANAS DE LA MUERTE: LOS ARQUEROS DEL ALBA (III)

Arqueros del alba”
En memoria de María de los Dolores Menéndez López

Los palacios del sueño

       Para encontrar tu mirada,
Parda como los castaños,
Cansada ya de los años,
He de encontrar la morada,
La mansión deshabitada
Donde reposa, tranquilo,
El viento, cuyo sigilo
No intentará despertarte,
Temeroso de rozarte,
Un viejo guardián en vilo.
       Y hallaré allí, silencioso,
Un palacio que, ya en ruina,
Duerme la larga rutina
De su sueño caprichoso,
Donde el tiempo, perezoso,
Su curso ve detenido,
Borrando el dulce sonido
De la brisa sosegada
Que dejó, de madrugada,
Su singladura al olvido.
       Y, aunque el viaje será duro,
Hora es ya de la partida,
Llevándote de la vida
A este extraño reino oscuro,
Que alza en la altura ese muro
De sombras y de tristeza
Que, escondiendo la belleza,
Quiere negar el aliento
De la luz que fue alimento
Del sol que se despereza.
       Y gozo serán mis brazos
Tomando de tu cintura
Lo que tu frágil figura
Espera de mis abrazos,
Para desatar los lazos
De la noche que te encierra,
Siendo valor en la guerra,
Que, luchando con empeño,
Quiero arrancarte del sueño
Que de la luz te destierra.
       Y en las noches del camino
Que jamás podrán vencerme,
Sabré luchar, defenderme,
Vencedor de tu destino,
Cuando, al ver el sol vecino,
Cure el dolor de tu herida,
Y te devuelva la vida
Con el hechizo de un beso,
Para emprender el regreso
Del sueño en que estás dormida.

Soneto XXXII

       Alumbra en su mirar la llama ardiente,
Su brillo, su color más encendido,
Un sol que se aventura, decidido,
En un amanecer resplandeciente.
       Y busca una sonrisa que, inocente,
Dejó volar al aire inadvertido
El ángel de ternura que, vencido,
Un astro es ya lejano, aunque luciente.
       La luz, el oro, el brillo es aderezo
De aquel fanal que irradia, luminoso,
Buscando los amores de su rezo.
       Y es dulce aquel suspiro silencioso,
Y el beso y el sonido del bostezo
Que ardieron con el tiempo perezoso.

Soneto XXXIII

       La vida se encendía en tus luceros,
Antorchas de cristal, cuya mirada
Los vio nacer, corriente alborotada,
De espumas, de corales y veleros.
       La densa oscuridad de los senderos
Sus pórticos abrió con la alborada,
Dejando que cruzasen su morada,
Alegres, relucientes, los overos.
       Tus ojos, cuyo brillo luminoso
Lució la magia bella de su embrujo,
Hablaron con su fuego más hermoso.
       Y un rápido reflejo se produjo
En tu mirar callado, silencioso,
Tan bello como el oro en su dibujo.

Soneto XXXIV

       Las luces de un suspiro repentino
Borraron su sonrisa y su fatiga,
La cálida expresión que se prodiga
En un recuerdo dulce y cristalino.
       Dejó de ser camino aquel camino
De acuerdo con la ley que nos obliga,
Y aquella voz que amaba por amiga
Mezclóse a los inciensos del destino.
       Volando, alma de mar, a la deriva,
Su espíritu partió a un lugar tranquilo,
Quién sabe a qué región abandonada.
       Partió la noche, lánguida y esquiva,
Cruzando los pasillos del sigilo
Que halló la luz mostrando la alborada.

La yegua soberana

       Alzóse irreverente
La yegua soberana
Que corre los espacios encendidos,
Lanzándose, arrojándose a su antojo,
Y, abriendo paso franco
A la mañana nueva,
No halló tus ojos bellos ni tu risa.
       Alzóse irreverente
La yegua soberana
Que corre los espacios encendidos,
Dejándose llevar, hija del viento,
Y, abriendo paso franco
Al alba dulce y cálida,
No halló tus ojos bellos ni tu risa.
       Alzóse irreverente
La yegua soberana
Que corre los espacios encendidos,
Besando los palacios de la noche
Y, abriendo paso franco
Al sol del horizonte,
No halló tus ojos bellos ni tu risa.

Soneto XXXV

       El cielo despertaba silencioso,
Cansado de dormir, triste y tranquilo,
Dulce y feliz, al tiempo que el sigilo
Dejaba en las estrellas su reposo.
       Un verde transparente y luminoso
Brillaba para el mar, lágrima en vilo,
Luz sin calor, aurora sin estilo,
Que halló su sueño siempre perezoso.
       Un beso que intentaba despertarla
Rozó su piel, helada de los montes,
Al tiempo que asomaba el nuevo día.
       Y en ella resbaló cuando, al tocarla,
Lejano el sol, junto a los horizontes,
Prudente, se ocultaba todavía.

Soneto XXXVI

       Los labios de la abuela pronunciaron
El vuelo de su risa, que, ligero,
Lleno de amor, cruzaba el cielo entero
Que sus mejillas bellas adornaron.
       Las rosas de la aurora despojaron
Su rayo caprichoso, su lucero,
Las sombras que tuvieron prisionero
Un sol de cuyo sueño levantaron.
       Un alboroto mágico encontraron
Su cándido mirar, su voz y el fuero
Escrito en el cordal que dibujaron.
       Al ave quiso libre el halconero
Por las colinas que en su boca alzaron
Sus gracias y el cariño más sincero.

Mansiones del alba

       No encontrarás la hermosura
De los cielos hechizados
Cuando enseñen sus bordados
Luminosos en la altura.
No verás la noche oscura,
Si en silencio se convierte.
Será el beso de la muerte
Lo que sientas a deshora,
Cuando la luz de la aurora
Sobre los mares despierte.
       No hallarás la luz del día
En un horizonte hermoso
Cuando luzca, luminoso,
El sol en la lejanía.
No encontrarás la alegría
De la mañana que nace.
Será triste el desenlace
Que traerá la madrugada,
Justo cuando la alborada
Sus negras sombras deshace.
       Y estarás sola y perdida
Cuando el hielo te apuñale,
Cuando la noche te iguale
Y huya, cobarde, la vida.
Sentirás, aunque dormida,
Que se te escapa el aliento.
Y, callado, el firmamento
Verá temblar las estrellas
Cuando sus luces más bellas
Vuelva en oro ceniciento.
       Luego un sol enamorado
Lucirá con elegancia,
Derramando su abundancia
Sobre un mar apaciguado.
Su luz habrá despertado
Los más cálidos colores.
Después vendrán los albores,
Y, en los cielos, su belleza
Anunciará la tristeza
Que mengua sus resplandores.
       Y cruzará la mañana
Las alturas espaciosas,
Haciéndolas luminosas
Con su sonrisa lozana.
Y, agotándose temprana,
Traerá la nieve su hechizo.
Y nieve será, y granizo
Que correrá por el suelo,
Y mis ojos en el cielo
Un rayo serán huidizo.
       Y buscarán tu ternura,
Preguntándole a la brisa
Por tu mágica sonrisa,
Por tu gracia y tu dulzura.
Y vendrá la noche oscura
Y sus sombras apagadas,
Y no faltarán veladas
Para buscar en el cielo
Los colores de tu pelo,
Al tornar las alboradas.
       Déjate pues al sosiego
Y duerme un sueño tranquilo
Mientras llega, con sigilo,
La muerte, su beso ciego.
Ríndete al sueño que luego
Se volverá silencioso.
Busca ese mar en reposo
Donde no corren las horas
Y, esperando otras auroras,
Protege el sueño gozoso.

Soneto XXXVII

     Las horas desnudó con su reflejo,
Las sombras, las cenizas en la altura,
Abriendo las cortinas, sombra oscura,
El brillo de un relámpago bermejo.
       Las puertas derribó, mostró el espejo
Luciente que, bordado de hermosura,
Las brumas arrancó de la espesura,
Dejando que corriera el oro viejo.
       Rompió la aurora y descubrió la helada
Con una antorcha ardiente, aquella flecha
Que ardió dando más luz a la alborada.
       Y el sueño derramó la senda estrecha
Que, abierta al oro, dio la puñalada,
Callando de la muerte la sospecha.

Soneto XXXVIII

       El tiempo silencioso nos la enseña
Al lado del fogón, donde, apartada,
Alegre a veces, otras fatigada,
Solía colocar la blanca leña.
       La suelo recordar siempre risueña,
Más bella que la luz de la alborada,
Hermosa como el oro, delicada,
Estrella de bondad, alma que sueña.
       La suya era una casa acogedora,
Humilde pero digna, aunque, sencilla,
Su vida no gustara ningún lujo.
       También recuerdo, a veces, que la aurora
Solía iluminarla en la buhardilla
Y despertar su voz con su dibujo.

Soneto XXXIX

       Mis labios, al rozarla, percibieron
La escarcha de su piel, hilo de plata,
El hielo que, en diciembre, se desata
Sobre los bosques que se adormecieron.
       Mis labios, al rozarla, no quisieron,
Huyendo la ventura tan ingrata,
Saber que fue puñal la luz que mata,
Si, al cabo, resignados, comprendieron.
       Mis labios, al rozarla, se asustaron
Temiendo que ya hubiera sucedido,
Sabiéndolo en la muerte que besaron.
      Y fue al rozar aquel ángel dormido
Cuando, cobardes, necias, lo negaron
Mis lágrimas, palabra del olvido.

Soneto XL

       Los sueños son secretos misteriosos
Que nacen como el árbol y marchitan,
Que corren, que se mueven, que se agitan
En los salones viejos y espaciosos.
       Llegaste a los castillos silenciosos
Del alma solitaria donde habitan,
Y, alegres unos, en su alcoba gritan,
Y, tristes otros, callan perezosos.
       Estás junto a los sueños, en mansiones
Extrañas y es extraña la morada
Y el polvo sobre sus habitaciones.
       Los ves en esa alcoba desolada
Que llena con su polvo corazones
Cansados de su voz deshabitada.

Soneto XLI

       Será el recuerdo bello de tus manos
Como un cristal vencido y tembloroso,
Tu voz como un bostezo perezoso,
Tus ojos como un sol, y más lozanos.
       Las nieves cubrirán montes y llanos
Cuando el invierno llegue, silencioso,
Y copie tu cabello luminoso
Con tus pinceles suaves y tempranos.
       Después se deshará, con el deshielo,
El fuego que bordó, con alegría,
La nieve que hizo blancos los follajes.
       Será, al llegar el alba, blanco el cielo
Y escarcha de la aurora, si es que, fría,
Madruga, estrella azul, en sus paisajes.

Soneto XLII

       Descansa en ese sueño silencioso
Su espíritu, su voz y su alegría,
Cubierta por la nieve, siempre fría,
En la región del viento quejumbroso.
       No mostrará su rostro luminoso,
Esclava de la noche, aunque podría,
En el desierto gris, la luz del día,
Por no turbar su sueño, su reposo.
       Podrán regar las flores encendidas
Las lágrimas que brotan de mi pena,
Besando el blanco mármol de los sueños.
       Descansan hoy sus horas encendidas,
A veces lirio, a veces azucena,
Oyendo allá mis versos halagüeños.

Soneto XLIII

       Quisiera, aunque fugaz, alzar un beso
Al cielo en que levantas la morada,
Y verte, estrella azul, de madrugada,
Junto a un amanecer claro y travieso.
       El tiempo retener, tenerlo preso
En la mansión que prende la alborada,
Será sólo ilusión desengañada
Del llanto y del dolor que te confieso.
       El alma, deshaciéndose la vida,
Pretende ir hacia ti para adorarte
Donde la luz se esconde dolorida.
       Mis manos no podrán acariciarte
Junto a la sombra negra que, escondida,
Negar pudo el derecho de besarte.

Soneto XLIV

       No fue justa la vida con el brillo
Luciente de sus ojos y su risa,
Su voz, llevada al aire por la brisa,
Su frente, verso bello, alto castillo.
       El suyo era el semblante más sencillo,
Humilde como el alba que, imprecisa,
Alumbra, estrella triste, en la cornisa
Donde, al ocaso, el vuelo alzó el autillo.
       Las lluvias son torrentes sobre el prado
Y, lento, se oye un eco silencioso:
La noche del Erebo se ha cerrado.
       No fue justa la vida con su hermoso
Semblante, ayer alegre y animado,
Al regalar sus horas al reposo.

Soneto XLV

       Luchando contra el viento y el granizo,
Relámpago de luz a la alborada,
Brotaba en el jardín de tu mirada,
Risueño, como siempre, aquel hechizo.
       La luz de aquel crepúsculo rojizo
Ardió sobre los campos y, callada,
La noche llegó, triste y apagada,
Y el blanco de los cielos se deshizo.
       Después de derrotar la lluvia fría,
Abriendo las cortinas la andadura, 
Tu risa se hizo brillo de alegría.
       Y un ángel coronó con su hermosura
La llama juvenil que se encendía,
Bebiendo la emoción de tu ternura.

2005 © José Ramón Muñiz Álvarez
“Las campanas de la muerte”
Primera parte: "Los arqueros del alba"
Todos los derechos reservados por el autor.

2 comentarios:

  1. Un lugar hermosísimo para hacer un alto diario y detenerse a leer.
    Gracias por mostrarlo.

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  2. Precioso tu blog!!!
    Saludossssss!!!!!!!!!!!

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