“Ballesteros
de la tarde”
Para
Pilar Muñiz Muñiz
Soneto
I
Fue el suyo el corazón más generoso
Que
nadie conoció sobre la tierra,
Y
más dulce fue el pecho que lo cierra
En
una urna de amor vuelta en reposo.
No dejará jamás de ser hermoso,
Más
blanco que la nieve de la sierra,
Este
recuerdo grato que destierra
La
muerte hacia su imperio silencioso.
Mas no podrá arrancar tanto cariño,
Ni
tanto amor ni fe, con insolencia,
La
ronda de la noche silenciosa.
No robará el recuerdo de aquel niño
Que
ayer la vio y, llegada ya su ausencia,
Su
voz recuerda dulce y temblorosa.
Soneto
II
Llegar al cielo quise en raudo vuelo
Y
el alma rescatar cuando ascendía,
Mas
no alcanzó la altura que quería
El
llanto de los suyos sobre el suelo.
Las llamas derramó el sol en el cielo
Como
un cristal ardiente de alegría,
Mas
luego se apagaron, con el día,
Sus
ojos fatigados de desvelo.
Así será que el horizonte hiera
El
rayo más temprano, el alba clara,
Un
nuevo despertar de primavera.
Y, libre ya su voz, jamás avara,
No
será entonces sueño ni quimera
Su
voz cuando en el sol se reflejara.
Soneto
III
Al cielo regresó el alma desnuda
Dejándonos
en estas soledades,
Viajando
más allá de las edades,
Más
lejos del lugar que un mar anuda.
Sus labios se cerraron y, ya muda,
Cerró
los ojos, llenos de bondades,
Y,
faltos de certezas y verdades,
Al
verla así, voló libre la duda:
Dará le el sol más luz de la que hoy hubo,
Si
quiere, generoso, devolverle
Con
su rayo veloz el claro día.
Su llama mayor brillo del que tuvo
Alegre
mostrará cuando encenderle
La
antorcha quiera el alba siempre fría.
El
alba despertaba
La tarde silenciosa
La
espalda volvió al sol que se ponía
Con
un bostezo hermoso:
El
mar estaba en calma
Y
el cielo despejado,
Cuando
llegó la tarde,
Y
el sol dejó escapar su raro overo
Y
los corceles bellos de su sueño.
La tarde silenciosa
La
espalda volvió al sol que se ponía
Con
un bostezo hermoso:
La
paz llenó la brisa
Y
fue el calor cediendo,
Cuando
cayó el silencio,
Y
el sol dejó escapar su raro overo
Y
los corceles bellos de su sueño.
La tarde silenciosa
La
espalda volvió al sol que se ponía
Con
un bostezo hermoso:
La
luz se iba perdiendo
Allá
en la lejanía,
Cuando
llegó la noche,
Y
el sol dejó escapar su raro overo
Y
los corceles bellos de su sueño.
La
tarde silenciosa
La
espalda volvió al sol que se ponía.
Soneto
IV
Su vida derramó cuando la tarde
El
cielo fue vistiendo de tristeza,
Febril
ayer, alegre en su belleza,
Ya
tímido, ya triste, ya cobarde.
Voló un gorrión entonces, y un alarde
Le
dio la luz del sol, vuelto en pereza,
Al
beso del crepúsculo que empieza
A
despojar su llama mientras arde.
Y no borró su rostro la hermosura
Ni
su semblante por la edad herido
La
muerte que en sus fauces apresura.
Del aire fue un suspiro consumido,
Del
raro aliento extraña quemadura,
Su
voz cansada, verso en el olvido.
Soneto
V
Volvió a brillar el sol, la luz temprana,
Mas
no fue en su cansado cristalino,
Otrora
alegre y frágil, peregrino,
Como
la luz se atreve a la mañana.
La llama ardió, del cielo soberana,
Y
no cruzó su risa en su camino,
Que
ya es su lirio en el jardín vecino
La
antorcha que se yergue más lozana.
No la hallaréis jamás donde risueña
La
visteis otras veces, que un lucero
La
arranca hacia el lugar en el que sueña.
Las playas, los arroyos y aún entero
Un
ponto en las alturas ven por dueña
Su
voz sobre un altar más duradero.
Soneto
VI
Despertará feliz la luz del día
Atenta
a la belleza del espacio
Y el
blanco del coral verán despacio
Mezclarse
en su curiosa algarabía;
Mas no estarás tú ya donde solía
La
nieve decorar tu pelo lacio,
El
hielo del granizo, ese palacio
De
luces que, en tu boca, fue alegría;
Que la sonrisa tierna, la mirada
Y
la expresión más dulce que la aurora,
Durmió
con el verano su invernada:
Hoy vuela a ti, cansada y a deshora,
La
lírica más triste ayer usada,
Donde
los hielos guardan su demora.
El
crepúsculo callado
La tarde cayó cansada
Dominando
la hermosura
Que
dio al cielo su figura
Cuando
nació la alborada.
La
belleza derramada
Sobre
el arroyo callado,
Sobre
el cielo despejado
Y
su sublime belleza,
Sucumbió
con la firmeza
De
un sol triste y derrotado:
Los campos adormecidos
Que,
cubrieron las heladas,
Hallaron
las madrugadas
Por
el silencio vencidos:
Los
ocasos malheridos
A
los cielos derrotaron,
Que,
lentos, se resignaron
A
perderse entre las sombras
Cuando
negras las alfombras
Su
hermosura desgarraron.
Y partiste a lo lejano
Con
el ocaso y su overo,
Para
ver el mundo entero
Una
tarde de verano,
Pues
sobre un potro lozano
Llegaste
a la inmensa altura
Donde
bella tu ternura
Feliz
contempla los mares,
Los
campos y los altares
De
la sierra y su hermosura.
Soneto
VII
Al sol diré que quiera darte amparo,
A
las estrellas que el palacio habitan
De
noches tristes, cuando allí crepitan
Sus
fuegos de color, su vuelo raro.
Será el fulgor del sol tal vez más claro:
Más
brillarán los astros donde gritan
Y
más luz te darán donde levitan
Sus
cuerpos temblorosos sin reparo.
Diré al cielo que acoja allá en la altura
La
cálida sonrisa, la mirada
Que
dijo, sin palabras, tu ternura.
Ya no estarás aquí con la alborada
Ni
habremos donde hallar tanta dulzura,
La
llama de tu risa alborotada.
Los
arqueros de la tarde
Las estrellas primerizas
La
vieron desde la altura,
Cuando
llegó su hermosura
A
un cielo vuelto en cenizas.
Sobre
las viejas calizas
Y
los montes con empeño,
Durmió
en el aire su sueño,
Como
el ángel que, cansado,
Se
alza al cielo, fatigado,
Entre
callado y risueño.
Voló feliz y ligera
A
las mansiones sagradas
Donde
viejas alboradas
Anuncian
la luz primera,
Donde
la mira, a la espera
La
última estrella del cielo,
Donde
se desliza el vuelo
De
un sol triste y sin alarde
Que,
declinó, con la tarde,
Llorando
su desconsuelo.
Y nos deja la tristeza
De
la ausencia que deshizo
Su
dulce gracia, el hechizo
Del
mirar que con dureza,
Con
crueldad, con aspereza,
Arrancó
firme la muerte,
Llenando
de negra suerte
Los
ojos que, ya rendidos,
Se
cerraron, abatidos,
En
el silencio más fuerte.
La hará el cielo ser lucero
Entre
sus muchas centellas,
Cuando
en su coro de estrellas
Brille
su fuego sincero.
Allí
será duradero
El
resplandor más lozano
Que,
en las tardes de verano
Querrá
iluminar la altura,
Mostrándonos
su figura,
Como
ofreciendo la mano.
Será la aurora, sin ella,
Menos
clara y luminosa,
Cuando
la sala espaciosa
Llene
de luz su querella.
Y
la pradera más bella
Dormirá
bajo la helada,
Cuando
nazca la alborada
En
las sagradas mansiones
Donde
estrellas y blasones
Tornan
sus luces en nada.
Soneto
VIII
Tu pecho se apagó cuando el semblante
Sin
luz buscó la luz que no encontraron
Tus
ojos cuando en vano la buscaron
Temiendo
no encontrarla en ese instante.
La luz faltó, y buscaste delirante,
Al
tiempo que los labios se callaron,
Tus
ojos levemente se cerraron,
Y
no encontró tu pecho el aire errante.
Hoy rozas, entre escarchas el granizo,
La
nieve que los valles más lejanos
Esconde
con su manto de tristeza.
Qué rápido tu vida se deshizo,
Qué
frágiles cayeron los veranos,
Qué
pronto te dio el hielo su dureza.
Soneto
IX
La tarde derrotó tu fortaleza
Y
muerte dio a tus torres y castillos
Después
de que la sombra los anillos
Del
sol febril tomó con aspereza.
Su espada, helada y triste, con dureza
Tu
pecho atravesó y, donde, sencillos,
Volaban
dos alegres herrerillos
También
tu alma voló, rica en belleza.
Llamaron las campanas en la altura,
Y
alzaron con su largo recorrido
La
seca, amarga y triste singladura.
Mil lágrimas oyeron su sonido,
Mil
lágrimas la paz de tu figura,
Mil
lágrimas tu amor desde el olvido.
Alzó
el mirar el alba
Alzó el mirar el alba
Con
un bostezo claro,
Mirando
los arroyos
Que
corren por los campos,
Y,
entonces recordó que ya no estabas,
Que
no estaban aquí tus ojos viejos,
Heridos
por la vida,
Heridos
por los años
Que
por tu voz corrieron largamente.
Alzó el mirar el alba
Con
un bostezo claro,
Mirando
los arroyos
Que
corren por los campos,
Y,
entonces recordó que ya no estabas,
Que
no estaban aquí tus labios tristes,
Aquellos
labios tristes
Que
ya no hablaban nunca
Callados
como el ángel de la noche.
Alzó el mirar el alba
Con
un bostezo claro,
Mirando
los arroyos
Que
corren por los campos,
Y,
entonces, recordó que ya no estabas,
Que
no estaba ya aquí tu blanco pelo,
Herido
por las nieves
Y
por la escarcha herido,
Después
de que fue sueño tu mirada.
Soneto
X
No morirá la voz de la esperanza
Ni
negará su fuego a quien lo quiera
Al
darle su más grata primavera
A
quien valiente espera y no la alcanza.
No morirá la voz por la tardanza
Que
el tiempo impone, pues, donde la espera
Aguarda
con paciencia una quimera,
Muy
pronto será dicha su bonanza.
Que no podrá la daga de la muerte,
Si
fue tan poderosa al arrancarte,
Negarme
ahora el capricho de quererte.
Será mi fe feliz con no olvidarte,
Mi
pecho lo será con no perderte,
Será
mi voz más clara al recordarte.
Soneto
XI
Dejó
el tiempo malvado en cada rizo
El
blanco más mortal y despiadado,
Haciendo
su cabello más callado,
Más
claro que la nieve y el granizo.
Su rostro, que era joven, vio invernizo,
Su
piel halló vencida y derrotado
Un
rostro por los años ya cansado,
Que,
a fuerza de ser bello, se deshizo.
Sus labios un suspiro sacudieron
Dejándola
en el lecho, ya rendida,
Las
tardes que por ella transcurrieron.
Así cayó y así acabó su vida:
Sus
ojos y sus labios descendieron,
Quedando
para el sueño allí dormida.
Soneto
XII
Heló el viento las fuentes del camino
Que
lloran ya su sueño y que, cuajadas,
Recuerdan
su alegría alborotadas
En
otro tiempo alegre y peregrino.
Heló el viento, con ánimo mezquino,
Las
cumbres silenciosas que, nevadas,
Aguardan
nuevos meses, y calladas,
El
rayo esperan, siempre repentino.
Los reinos alcanzó y los horizontes
El
beso de granizo que, no en vano,
La
sierra mira alegre, aunque dormida.
Heló el viento la falda de los montes
Los
campos que, risueños en verano,
Gimieron
al partir de allí la vida.
Soneto
XIII
Decid del sol que es fuerte su lucero
Para
que en él encienda la esperanza,
Como
un aliento alegre cuya danza
La
luz eleva allí donde la espero.
Mas no digáis que, débil, su platero
Se
extingue ya en la vieja lontananza,
Su
luz haciendo mísera mudanza
Que
niega su color al mundo entero.
Ya brilla el sol, y en él una alegría,
Que
acá en la tierra rompe la tristeza
Y
da blanco color al alba fría.
Allí la siento, llena de belleza,
Corriendo
entre los astros con el día,
La
vida dando a la naturaleza.
Soneto
XIV
Hirió el sol la belleza de la helada,
La
escarcha y el granizo que, sagrado,
El
alba derritió y, alborotado,
Dejó
libre correr a su morada.
El viento heló de nuevo a la invernada
La
lluvia que al ser ya cristal cuajado,
Tranquila,
silenciosa, en este estado,
Dejó
pasar feliz la madrugada.
Y el sol volvió a nacer en lo lejano
Y
el rayo a deshacer la nieve bella,
Si
bien no fue como lo es en el verano.
No pudo, en cambio, aquella vaga estrella
El
hielo deshacer del que ya cano,
Ornó
el cabello con mortal querella.
Soneto
XV
Las rosas de la vida deshojaron
Las
horas sin clemencia, y el rocío
Que
trajo la mañana del estío
Allí
donde las noches la miraron.
Rondó después la muerte, y la encontraron
Los
vientos de la tarde a su albedrío,
En
un callado y triste señorío
Donde
un mirar sincero alborotaron.
Partió Pilar de donde la quería
Aquel
cariño bello de los suyos
A
una morada lóbrega y callada.
Cayeron de su vida los capullos,
Segados
por la tarde, aunque no fría,
Que
no le dio esperanza en sus arrullos.
El
brillo del ocaso
Dejad que vuele
En
las lontananzas
El
brillo del ocaso
Y
llene de color el horizonte,
Y
que, quebrando el día,
La
noche se cierna sobre el cielo,
A
sus anchas siempre,
Con
los corceles de la tarde.
Alcanzará los llanos y montes.
Y
bosques y lagos.
Y
valles serán suyos, y arroyos.
Y, rezando como las sombras rezan,
Llegará
la noche no esperada,
Hiriendo
el cielo como un potro airado,
Con
su tristeza repentina y amarga,
Robando
bullicio
A
las horas que bostezan.
Alcanzará estanques y charcas.
Alcanzará
los mares y playas.
Las
calas serán suyas, los cantiles.
Y,
rezando
Como
las sombras rezan,
Llegará
la sombra rigurosa,
2008
© José Ramón Muñiz Álvarez
“Las
campanas de la muerte”
Segunda
parte: "Los ballesteros de la tarde"
Hola, lo que he leído me ha parecido muy hermoso, bien hecho y muy bueno...Seguiré leyendo...
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Bello soneto, muy buen remate
ResponderEliminarFelicitaciones poeta
Lydia Raquel Pistagnesi