jueves, 14 de julio de 2011

LAS CAMPANAS DE LA MUERTE: LOS BALLESTEROS DE LA TARDE

Ballesteros de la tarde
Para Pilar Muñiz Muñiz

Soneto I

       Fue el suyo el corazón más generoso
Que nadie conoció sobre la tierra,
Y más dulce fue el pecho que lo cierra
En una urna de amor vuelta en reposo.
       No dejará jamás de ser hermoso,
Más blanco que la nieve de la sierra,
Este recuerdo grato que destierra
La muerte hacia su imperio silencioso.
       Mas no podrá arrancar tanto cariño,
Ni tanto amor ni fe, con insolencia,
La ronda de la noche silenciosa.
       No robará el recuerdo de aquel niño
Que ayer la vio y, llegada ya su ausencia,
Su voz recuerda dulce y temblorosa.

Soneto II

        Llegar al cielo quise en raudo vuelo
Y el alma rescatar cuando ascendía,
Mas no alcanzó la altura que quería
El llanto de los suyos sobre el suelo.
       Las llamas derramó el sol en el cielo
Como un cristal ardiente de alegría,
Mas luego se apagaron, con el día,
Sus ojos fatigados de desvelo.
       Así será que el horizonte hiera
El rayo más temprano, el alba clara,
Un nuevo despertar de primavera.
       Y, libre ya su voz, jamás avara,
No será entonces sueño ni quimera
Su voz cuando en el sol se reflejara.

Soneto III

       Al cielo regresó el alma desnuda
Dejándonos en estas soledades,
Viajando más allá de las edades,
Más lejos del lugar que un mar anuda.
       Sus labios se cerraron y, ya muda,
Cerró los ojos, llenos de bondades,
Y, faltos de certezas y verdades,
Al verla así, voló libre la duda:
       Dará le el sol más luz de la que hoy hubo,
Si quiere, generoso, devolverle
Con su rayo veloz el claro día.
       Su llama mayor brillo del que tuvo
Alegre mostrará cuando encenderle
La antorcha quiera el alba siempre fría.

El alba despertaba

       La tarde silenciosa
La espalda volvió al sol que se ponía
Con un bostezo hermoso:
El mar estaba en calma
Y el cielo despejado,
Cuando llegó la tarde,
Y el sol dejó escapar su raro overo
Y los corceles bellos de su sueño.
        La tarde silenciosa
La espalda volvió al sol que se ponía
Con un bostezo hermoso:
La paz llenó la brisa
Y fue el calor cediendo,
Cuando cayó el silencio,
Y el sol dejó escapar su raro overo
Y los corceles bellos de su sueño.
       La tarde silenciosa
La espalda volvió al sol que se ponía
Con un bostezo hermoso:
La luz se iba perdiendo
Allá en la lejanía,
Cuando llegó la noche,
Y el sol dejó escapar su raro overo
Y los corceles bellos de su sueño.
La tarde silenciosa
La espalda volvió al sol que se ponía.

Soneto IV

       Su vida derramó cuando la tarde
El cielo fue vistiendo de tristeza,
Febril ayer, alegre en su belleza,
Ya tímido, ya triste, ya cobarde.
       Voló un gorrión entonces, y un alarde
Le dio la luz del sol, vuelto en pereza,
Al beso del crepúsculo que empieza
A despojar su llama mientras arde.
       Y no borró su rostro la hermosura
Ni su semblante por la edad herido
La muerte que en sus fauces apresura.
       Del aire fue un suspiro consumido,
Del raro aliento extraña quemadura,
Su voz cansada, verso en el olvido.

Soneto V

       Volvió a brillar el sol, la luz temprana,
Mas no fue en su cansado cristalino,
Otrora alegre y frágil, peregrino,
Como la luz se atreve a la mañana.
       La llama ardió, del cielo soberana,
Y no cruzó su risa en su camino,
Que ya es su lirio en el jardín vecino
La antorcha que se yergue más lozana.
        No la hallaréis jamás donde risueña
La visteis otras veces, que un lucero
La arranca hacia el lugar en el que sueña.
        Las playas, los arroyos y aún entero
Un ponto en las alturas ven por dueña
Su voz sobre un altar más duradero.

Soneto VI

       Despertará feliz la luz del día
Atenta a la belleza del espacio
Y el blanco del coral verán despacio
Mezclarse en su curiosa algarabía;
       Mas no estarás tú ya donde solía
La nieve decorar tu pelo lacio,
El hielo del granizo, ese palacio
De luces que, en tu boca, fue alegría;
       Que la sonrisa tierna, la mirada
Y la expresión más dulce que la aurora,
Durmió con el verano su invernada:
        Hoy vuela a ti, cansada y a deshora,
La lírica más triste ayer usada,
Donde los hielos guardan su demora.

El crepúsculo callado

       La tarde cayó cansada
Dominando la hermosura
Que dio al cielo su figura
Cuando nació la alborada.
La belleza derramada
Sobre el arroyo callado,
Sobre el cielo despejado
Y su sublime belleza,
Sucumbió con la firmeza
De un sol triste y derrotado:
       Los campos adormecidos
Que, cubrieron las heladas,
Hallaron las madrugadas
Por el silencio vencidos:
Los ocasos malheridos
A los cielos derrotaron,
Que, lentos, se resignaron
A perderse entre las sombras
Cuando negras las alfombras
Su hermosura desgarraron.
       Y partiste a lo lejano
Con el ocaso y su overo,
Para ver el mundo entero
Una tarde de verano,
Pues sobre un potro lozano
Llegaste a la inmensa altura
Donde bella tu ternura
Feliz contempla los mares,
Los campos y los altares
De la sierra y su hermosura.

Soneto VII

        Al sol diré que quiera darte amparo,
A las estrellas que el palacio habitan
De noches tristes, cuando allí crepitan
Sus fuegos de color, su vuelo raro.
       Será el fulgor del sol tal vez más claro:
Más brillarán los astros donde gritan
Y más luz te darán donde levitan
Sus cuerpos temblorosos sin reparo.
       Diré al cielo que acoja allá en la altura
La cálida sonrisa, la mirada
Que dijo, sin palabras, tu ternura.
       Ya no estarás aquí con la alborada
Ni habremos donde hallar tanta dulzura,
La llama de tu risa alborotada.

Los arqueros de la tarde

       Las estrellas primerizas
La vieron desde la altura,
Cuando llegó su hermosura
A un cielo vuelto en cenizas.
Sobre las viejas calizas
Y los montes con empeño,
Durmió en el aire su sueño,
Como el ángel que, cansado,
Se alza al cielo, fatigado,
Entre callado y risueño.
       Voló feliz y ligera
A las mansiones sagradas
Donde viejas alboradas
Anuncian la luz primera,
Donde la mira, a la espera
La última estrella del cielo,
Donde se desliza el vuelo
De un sol triste y sin alarde
Que, declinó, con la tarde,
Llorando su desconsuelo.
       Y nos deja la tristeza
De la ausencia que deshizo
Su dulce gracia, el hechizo
Del mirar que con dureza,
Con crueldad, con aspereza,
Arrancó firme la muerte,
Llenando de negra suerte
Los ojos que, ya rendidos,
Se cerraron, abatidos,
En el silencio más fuerte.
       La hará el cielo ser lucero
Entre sus muchas centellas,
Cuando en su coro de estrellas
Brille su fuego sincero.
Allí será duradero
El resplandor más lozano
Que, en las tardes de verano
Querrá iluminar la altura,
Mostrándonos su figura,
Como ofreciendo la mano.
       Será la aurora, sin ella,
Menos clara y luminosa,
Cuando la sala espaciosa
Llene de luz su querella.
Y la pradera más bella
Dormirá bajo la helada,
Cuando nazca la alborada
En las sagradas mansiones
Donde estrellas y blasones
Tornan sus luces en nada.

Soneto VIII

       Tu pecho se apagó cuando el semblante
Sin luz buscó la luz que no encontraron
Tus ojos cuando en vano la buscaron
Temiendo no encontrarla en ese instante.
       La luz faltó, y buscaste delirante,
Al tiempo que los labios se callaron,
Tus ojos levemente se cerraron,
Y no encontró tu pecho el aire errante.
       Hoy rozas, entre escarchas el granizo,
La nieve que los valles más lejanos
Esconde con su manto de tristeza.
       Qué rápido tu vida se deshizo,
Qué frágiles cayeron los veranos,
Qué pronto te dio el hielo su dureza.

Soneto IX

       La tarde derrotó tu fortaleza
Y muerte dio a tus torres y castillos
Después de que la sombra los anillos
Del sol febril tomó con aspereza.
       Su espada, helada y triste, con dureza
Tu pecho atravesó y, donde, sencillos,
Volaban dos alegres herrerillos
También tu alma voló, rica en belleza.
       Llamaron las campanas en la altura,
Y alzaron con su largo recorrido
La seca, amarga y triste singladura.
       Mil lágrimas oyeron su sonido,
Mil lágrimas la paz de tu figura,
Mil lágrimas tu amor desde el olvido.

Alzó el mirar el alba

       Alzó el mirar el alba
Con un bostezo claro,
Mirando los arroyos
Que corren por los campos,
Y, entonces recordó que ya no estabas,
Que no estaban aquí tus ojos viejos,
Heridos por la vida,
Heridos por los años
Que por tu voz corrieron largamente.
       Alzó el mirar el alba
Con un bostezo claro,
Mirando los arroyos
Que corren por los campos,
Y, entonces recordó que ya no estabas,
Que no estaban aquí tus labios tristes,
Aquellos labios tristes
Que ya no hablaban nunca
Callados como el ángel de la noche.
       Alzó el mirar el alba
Con un bostezo claro,
Mirando los arroyos
Que corren por los campos,
Y, entonces, recordó que ya no estabas,
Que no estaba ya aquí tu blanco pelo,
Herido por las nieves
Y por la escarcha herido,
Después de que fue sueño tu mirada.

Soneto X

       No morirá la voz de la esperanza
Ni negará su fuego a quien lo quiera
Al darle su más grata primavera
A quien valiente espera y no la alcanza.
       No morirá la voz por la tardanza
Que el tiempo impone, pues, donde la espera
Aguarda con paciencia una quimera,
Muy pronto será dicha su bonanza.
       Que no podrá la daga de la muerte,
Si fue tan poderosa al arrancarte,
Negarme ahora el capricho de quererte.
       Será mi fe feliz con no olvidarte,
Mi pecho lo será con no perderte,
Será mi voz más clara al recordarte.

Soneto XI

      Dejó el tiempo malvado en cada rizo
El blanco más mortal y despiadado,
Haciendo su cabello más callado,
Más claro que la nieve y el granizo.
        Su rostro, que era joven, vio invernizo,
Su piel halló vencida y derrotado
Un rostro por los años ya cansado,
Que, a fuerza de ser bello, se deshizo.
       Sus labios un suspiro sacudieron
Dejándola en el lecho, ya rendida,
Las tardes que por ella transcurrieron.
       Así cayó y así acabó su vida:
Sus ojos y sus labios descendieron,
Quedando para el sueño allí dormida.

Soneto XII

       Heló el viento las fuentes del camino
Que lloran ya su sueño y que, cuajadas,
Recuerdan su alegría alborotadas
En otro tiempo alegre y peregrino.
       Heló el viento, con ánimo mezquino,
Las cumbres silenciosas que, nevadas,
Aguardan nuevos meses, y calladas,
El rayo esperan, siempre repentino.
       Los reinos alcanzó y los horizontes
El beso de granizo que, no en vano,
La sierra mira alegre, aunque dormida.
       Heló el viento la falda de los montes
Los campos que, risueños en verano,
Gimieron al partir de allí la vida.

Soneto XIII

       Decid del sol que es fuerte su lucero
Para que en él encienda la esperanza,
Como un aliento alegre cuya danza
La luz eleva allí donde la espero.
       Mas no digáis que, débil, su platero
Se extingue ya en la vieja lontananza,
Su luz haciendo mísera mudanza
Que niega su color al mundo entero.
       Ya brilla el sol, y en él una alegría,
Que acá en la tierra rompe la tristeza
Y da blanco color al alba fría.
       Allí la siento, llena de belleza,
Corriendo entre los astros con el día,
La vida dando a la naturaleza.

Soneto XIV

        Hirió el sol la belleza de la helada,
La escarcha y el granizo que, sagrado,
El alba derritió y, alborotado,
Dejó libre correr a su morada.
       El viento heló de nuevo a la invernada
La lluvia que al ser ya cristal cuajado,
Tranquila, silenciosa, en este estado,
Dejó pasar feliz la madrugada.
       Y el sol volvió a nacer en lo lejano
Y el rayo a deshacer la nieve bella,
Si bien no fue como lo es en el verano.
       No pudo, en cambio, aquella vaga estrella
El hielo deshacer del que ya cano,
Ornó el cabello con mortal querella.

Soneto XV

       Las rosas de la vida deshojaron
Las horas sin clemencia, y el rocío
Que trajo la mañana del estío
Allí donde las noches la miraron.
      Rondó después la muerte, y la encontraron
Los vientos de la tarde a su albedrío,
En un callado y triste señorío
Donde un mirar sincero alborotaron.
      Partió Pilar de donde la quería
Aquel cariño bello de los suyos
A una morada lóbrega y callada.
      Cayeron de su vida los capullos,
Segados por la tarde, aunque no fría,
Que no le dio esperanza en sus arrullos.

El brillo del ocaso

       Dejad que vuele
En las lontananzas
El brillo del ocaso       
Y llene de color el horizonte,
Y que, quebrando el día,
La noche se cierna sobre el cielo,
A sus anchas siempre,
Con los corceles de la tarde.
       Alcanzará los llanos y montes.
Y bosques y lagos.
Y valles serán suyos, y arroyos.
       Y, rezando como las sombras rezan,
Llegará la noche no esperada,
Hiriendo el cielo como un potro airado,
Con su tristeza repentina y amarga,
Robando bullicio
A las horas que bostezan.
       Alcanzará estanques y charcas.
Alcanzará los mares y playas.
Las calas serán suyas, los cantiles.
Y, rezando
Como las sombras rezan,
Llegará la sombra rigurosa,

2008 © José Ramón Muñiz Álvarez
“Las campanas de la muerte”
Segunda parte: "Los ballesteros de la tarde"

2 comentarios:

  1. Hola, lo que he leído me ha parecido muy hermoso, bien hecho y muy bueno...Seguiré leyendo...
    Saludos

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  2. Bello soneto, muy buen remate
    Felicitaciones poeta
    Lydia Raquel Pistagnesi

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