jueves, 14 de julio de 2011

LAS CAMPANAS DE LA MUERTE: LOS BALLESTEROS DE LA TARDE (II)

Ballesteros de la tarde


Para Pilar Muñiz Muñiz



Soneto XVII



       No pudo con la luz siempre lozana

La muerte, al arrancarle, con despecho,

El tiempo de la vida, sin derecho,

Más claro que la claridad temprana.

       La tarde se besó con la mañana

Y en muerte se tradujo sobre el pecho

La sombra silenciosa que, al acecho,

Tan fatua pareció primero y vana.

       Dejó, como si fuera una sortija

Cuajada de luz bella y señorío,

La joya de su amor y su ternura.

       Cariño hizo su ser extenso río

Que, al dar al mar su llanto, aunque lo aflija,

La ausencia de su voz y su dulzura.



La tarde de verano



       Corrió, lenta y tranquila,

La tarde de verano,

Llevando a sus jardines

La luz que la alborada

Dejó, con sus pinceles, en un cielo

Alegre y cristalino, azul y claro,

Como lo son, a veces,

Los cielos de las tardes que el estío

Regala a los mortales

Que esperan la caricia de la brisa.

       Corrió, lenta y tranquila,

La tarde de verano,

De un sábado cualquiera

Que derramó, vicioso,

El tiempo con sus prisas, sus apuros,

Llevándose a la nada

El fuego de la vida bulliciosa

De aquel semblante enfermo,

Que a duras penas pudo darse cuenta

De que se iba agotando

Como las hojas de una flor marchita.

       Corrió, lenta y tranquila

La tarde de verano,

Llevándose con ella

La luz del alba clara

Que pude hallar aún, bella y valiente,

Donde sus ojos claros y tranquilos

Callaron al silencio su agonía,

Al aire y al espacio,

Cuando las horas tristes del crepúsculo

Quisieron retrasarse,

Sabiendo que era en vano su tardanza.



Soneto XVIII



       Desde que el hielo hiere su cabello

Y llena de granizo su hermosura,

Desde que azota el viento su blancura

Y mancha en él el alba su destello,

       Desde que se hace el banco algo más bello

Y bella aun más parece su ternura,

Desde que su sonrisa es la dulzura

Y dulce es su mirar sobre su cuello,

       Desde que ya su voz, ayer risueña,

Se esconde en el silencio de la nada

Y desde que su risa ha enmudecido,

       En vano aguardo yo la carcajada,

En vano la mirada de que es dueña

Y en vano de su voz otro sonido.



Soneto XIX



       El oro del sol bello que renace

Al alba que se arroja en mil cascadas,

La plata que desatan las heladas

Y el sol riega de luz que las deshace,

       La noche que contempla el desenlace

Que al traste da con todas sus celadas,

La llama que rompió las madrugadas

Donde del astro rey la yegua pace,

       La estrella temblorosa que lo mira

Desde la altura bella de los cielos

Y, tímida parece que suspira,

       Ya no verán sus ojos, por los velos

Cubiertos de ese sueño que respira

La muerte que en su piel calzó deshielos.



El pecho dolorido



       El pecho dolorido,

Vencido, derrotado,

Cansado de la ausencia

Que llena, en el recuerdo, tu memoria,

Quisiera ser el vuelo

Del águila atrevida,

Buscándote en la altura

De los atardeceres que se siguen.

       Son ellos silenciosos

Cuando, al llegar la noche,

Se esconden las estrellas

Que vieron, en invierno, tu partida,

Al tiempo que las luces

Del cielo se apuraban,

Manchando el horizonte

Del oro más hermoso y encendido.

       Y, en ellos es más puro

El sueño de alcanzarte,

De hacerte nuevamente

Destello en la retina emocionada,

Cobrando de la muerte

La risa más hermosa,

El gesto cariñoso

Que en tu mirar febril se repetía.

        Tal vez las ilusiones

Dispersen hoy las brumas

Y dejen que mi vuelo

Te alcance más allá de lo pensable,

Buscando, en lo lejano,

El ángel silencioso

De tu mirar tranquilo,

Sereno como el brillo de dos soles.



Soneto XX



       Tejió el dolor suspiros silenciosos

Alzando el filo fuerte de su espada,

Cortante como suele la nevada

Llenar de hielo montes espaciosos.

       Tejió el dolor suspiros donde, hermosos,

Vencer pudieron, antes de la helada,

Sus labios una larga madrugada

Que, a media tarde, trajo sus reposos.

         Y se apagó la lumbre donde bella

Más clara pareció que el sol luciente

Su mágica pupila, clara estrella.

        Cedió la vida y fuese lentamente,

El feudo abandonando y la querella

Que defender no pudo débilmente.



Soneto XXI



       No olvidarán jamás su risa tierna

Aquellos que con gala recibieron

Su gracia, al contemplarla, y la quisieron

Igual que ella los quiso, alma materna.

       El llanto los conduce y los gobierna,

Callado pero firme, pues supieron

Sin lágrimas llorarla y lo tuvieron

Como un dolor discreto, herida interna.

       Y yace ya, mas tuvo ayer más vida,

La rosa más templada y más ligera

De cuantas vio la tierra, allí dormida.

       Será el sueño morada, aunque severa,

De su sonrisa dulce y atrevida,

Al apurarse triste dondequiera.



Soneto XXII



       La hierba dormirá herida en el suelo

Y pasarán los osos la invernada,

Y, triste en el silencio de la nada,

El mundo será niebla bajo el cielo:

       Podrán buscar las aves otro suelo

Dormido en los secretos de la helada,

De nuevo impertinente, y la nevada

El bosque harán de blanco terciopelo.

       No quedarán más rosas ni más flores

Que al campo den su vida como antaño,

Ni el sol verá en la tierra más colores.

       En cambio, no fue el viento quien el daño

Dejó impreso en tu rostro y los temores:

El beso fue estival, mediando el año.



Soneto XXIII



       Rozar no pudo el hielo limpio y duro

De aquella madrugada con empeño

La aurora que, llenándonos de ensueño,

Corrió feliz y rápida en su apuro.

       Rozar no pudo el cielo el aire puro

Al verla despertar a un nuevo sueño

Ni darle su mansión, de la que dueño

Dejó un corcel hermoso pero oscuro.

      Al viento irá su voz, irá su aliento,

Cruzando, con la tarde los espacios

Que duermen ya la calma de su suerte.

       Será ilusión su voz en un momento

Y luego será sueño en los palacios

Del aire de la nada y de la muerte.



Soneto XXIV



       Robaron la ambición de un sol valiente

Que quiso derramarse con la vida,

Que, abriendo del crepúsculo la herida,

Corrió por los paisajes sanamente.

       Robaron su color, que, reluciente,

Del sueño despertó al alba dormida,

Llamándola al lugar donde, escondida,

También se derramó como una fuente.

       Robaron un sol claro de altos vuelos,

Su gracia, su belleza, su hermosura,

Así como la luz la madrugada.

       Robaron los colores de los cielos,

Sus claros, sus azules, la hermosura

Que pronto diluyeron en la nada.



Soneto XXV



       Rindióse el sol y, muerto en su torrente,

Dejó volar su luz, que, ya sombría,

Las brasas entregó a la noche fría

Para ocultar después su bella frente.

       Desfalleció y rindió el bastión valiente

La vida que en sus ojos se encendía,

Sabiendo que moría con el día

La fuerza de su espíritu doliente.

       Murió la brisa suave y la mañana

Vistió el color callado del olvido,

Tras el coral febril que se hizo oscuro.

       Mas ya faltaba el brillo que, lozana,

En su mirar buscó, si ya vencido,

El aire que al rozarla fue más puro.



Soneto XXVI



       Lucero hizo el color que hirió una estrella

Brotando en las antorchas con holgura,

Para, al llenar un vuelo de ternura

Y luz, dejarla arder y arder en ella:

       Más clara pudo herir la luz más bella

Con su puñal de sol y de hermosura,

Que el cuarto iba llenando de blancura

Quién sabe si la muerte o una querella.

       Más clara pudo herir, y hacerlo pudo

Con besos traicioneros y engañosos

Que el aire vicia si se queda mudo.

      Así Pilar los ojos aún hermosos

Cerró al aire fatal, aire desnudo,

Pincel sin luz de versos mentirosos.



Soneto XXVII



       La luz cubrió su pelo y tornó helada

La magia del cabello que igualaron

Las nieves que su frente dibujaron,

Y el tiempo con su rauda pincelada.

       Torrentes de alegría en su mirada

Recordarán los años que volaron,

Y el brillo que sus ojos alumbraron

Como el color que vierte la alborada.

       También su risa bella se ha apagado

Como un suspiro triste de mañana

Que lento muere dado al aire cierto.

       Su pelo bello fue, si bien nevado,

Y en su mirar hallé la luz temprana

De la niñez febril trocada en un desierto.



Soneto XXVIII



       Las llamas de la antorcha que prendías

Con gana, en tus mirares perezosos,

Del alba los corceles orgullosos

Negaron cuando más los encendías.

       La luz que te envidió cuando los días,

Quién sabe si enojados o envidiosos,

Corrieron de la vida silenciosos

Añora ya la llama que tenías.

       Silencio es tu mirada donde sueña

Con gozo del sosiego en un retiro

Que la hace ser del cielo entero dueña:

       Silencio es tu mirada o es suspiro

Que gime y se lamenta o se despeña

Sobre el espacio en blanco de un papiro.



2008 © José Ramón Muñiz Álvarez

“Las campanas de la muerte”

Segunda parte: "Los ballesteros de la tarde"

Todos los derechos reservados por el autor.

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