“Arqueros del alba”
Para María Dolores Menéndez
López
Soneto I
El viento helado que rozó el cabello,
Llenándolo de escarcha y de
blancura,
No osó matar su hechizo, su
ternura,
Sus luces, sus bellezas, su
destello:
Manchado de granizo fue más bello,
Más puro que la nieve cuando, pura,
Desciende de los cielos, de la
altura,
Tan diáfano que el sol luce en su
cuello.
Hiriéronla los años, la carrera,
El rápido correr hacia el vacío,
Mas no perdió la luz de su alegría.
Sus risas, floración de primavera,
Fluyeron como, rápida en el río,
El agua en su correr, helada y
fría.
Soneto II
Un ángel vi de niño en la mirada
De aquella anciana dulce y
cariñosa,
Más bella que la aurora perezosa
Cuando apagó su voz de madrugada.
En su cabello blanco la nevada
Hirió el color luciente de la rosa,
Y el pardo de sus ojos hizo hermosa
De su mirar la luz, alma hechizada.
De niño vi en su rostro la dulzura
De aquella vieja a la que,
agradecido,
Besaba con amor en la mejilla.
Su voz hablaba llena de ternura,
Amable siempre, en tono suspendido,
Mostrando, con amor, su alma
sencilla.
Soneto III
La orilla alborotó un mar coralino
Y el cielo asaltó, puro y
despejado,
Aquel caballo raudo que, embrujado,
Pincel se hizo del aire cristalino.
Y hallaste, al avanzar en el camino,
Crepúsculos sin voz, un mar dorado,
Y pudo descansar, ya fatigado,
Tu aliento, firme ayer, hoy
peregrino.
La noche vino larga y duradera
Con el amanecer, robando el día,
Su luz, su brillo, toda la
hermosura:
Mi pecho será luz, y, dondequiera,
Habrá de iluminarte cuando,
fría,
Te aceche, sin pudor, la noche
oscura.
Soneto IV
No oiréis correr de nuevo el arroyuelo
Que, alegre, se lanzaba a su caída,
Ni al dulce ruiseñor, cuya venida
La bóveda alumbró del alto cielo.
Dolores era hermosa como el vuelo
Que alcanza las antorchas de la
vida,
Luciente como el alba que,
encendida,
Cuajaba en sus cabellos el
deshielo.
Mi espíritu poblaron las malezas
Dejándome en las sombras
misteriosas
Que llenan hoy mis versos de
tristezas.
Sus ojos son estrellas luminosas,
Sus luces, altas torres,
fortalezas,
Alegres sus sonrisas perezosas.
Soneto V
A cambio de tus besos silenciosos
Un reino he de entregar, tierra
olvidada,
Aire sin voz, llegando a la morada
De todos los misterios y reposos.
Los guiños de tus ojos cariñosos
Allí me encontrarán, alma cansada,
Lleno de amor, de entrega fatigada
De anhelos y de esfuerzos
dolorosos.
Habré llegado a ti desde la vida
Para volverte vida entre mis
brazos,
Y habremos de emprender el largo
viaje.
Del sueño volverás del que, dormida,
Pretenden despertarte mis abrazos,
Que abrieron a tu amor tanto
coraje.
La aurora de la muerte
Los prados humedecidos
Que, besados por la helada,
Con la misma madrugada
Yacían adormecidos,
Escucharon los gemidos
Llegados del firmamento,
Que, rozados del aliento
De la aurora blanquecina,
Apartaron la neblina,
Densa en las alas del viento.
Y aquella mancha de plata
Que el sol trajo en su carruaje
Iluminaba el paisaje,
Mezclando al blanco escarlata,
Que, aunque tímida, sensata,
De agotarse temerosa,
Rasgó la caricia hermosa
Al rayar en la mañana,
Como caricia temprana,
Llena de luz, olorosa.
El arroyo, sin apuro,
Aún su cauce empobrecido,
Murmuraba su sonido
Al cruzar el valle oscuro,
Siguiendo el curso seguro
Que, en su descenso tranquilo,
Avanzaba con sigilo
Entre las cómplices sombras,
Regando secas alfombras,
Buscando mayor asilo.
De las aguas transparentes,
Su curso lento, sencillo,
Se saciaba el cervatillo
Que bebió de las corrientes,
Reflejándose en las fuentes
Donde las juncias brotaban,
Y en las alturas hallaban
La copia de su hermosura,
El sosiego y la frescura
En las nubes que flotaban.
Y entonces te despertaron
De aquel sueño perezoso,
Con el beso más gozoso
Que jamás imaginaron,
Los colores que llegaron
A las alturas de un cielo
Que alcanzaste, alzando el vuelo,
Al nacer de la mañana,
Donde la llama temprana
La escarcha halló sobre el suelo.
Soneto VI
Heraldo de bondad fue su semblante,
Más puro que la luz de la alborada,
La gracia de su rostro, la mirada,
Sincera siempre, bella a cada
instante.
En ella la ternura era constante,
Más clara que el granizo y la
nevada,
Hermosa como el sol, jamás nublada
La frente cuyo rostro hizo
brillante.
Más pura fue su piel que la azucena
Que brota en primavera por los
prados,
Más cándida y más bella, siempre
buena.
Recuerdo que sus párpados cansados
Tendían a cerrarse, aunque sin
pena,
Buscando sueños siempre reposados.
Soneto VII
Un mar navegarás donde, brumosos,
Negando al sol la luz, llama
escarlata,
Los vientos, sombra gris, noche insensata,
El cielo cerrarán avariciosos.
Después de los umbrales cavernosos
Del sueño que en la noche se
dilata,
Tus ojos se abrirán, perla de
plata,
Buscando los paisajes luminosos.
Y todo mostrará su luz dorada,
El cielo, el sol, el mar y las
orillas,
Para escuchar tu voz, ayer callada.
Risueñas nuevamente tus mejillas
La brisa sentirán más que
hechizada,
La leña dando al alba y sus
astillas.
Soneto VIII
El despertar más dulce y placentero
Cubrió su rostro cuando, de mañana,
Cruzaba, aventurero, su ventana
El sol del mediodía pendenciero.
Robábale los sueños su lucero,
Valiente y atrevido, pues, lozana,
La luz la despertaba, con desgana,
Besándola, al llevarle aquel
platero.
Después iluminaba el cuarto oscuro
Corriendo la cortina, que,
luciente,
Dejaba gala al oro y su belleza.
Alzábase del lecho y, sin apuro,
Serenos, de su boca, lentamente,
Brotaban los bostezos con pereza.
Soneto IX
Dejaste transcurrir la hora temprana,
Palacio que en el sueño se
escondía,
Y vio volar la luz la brisa fría,
Después de bien corrida la mañana.
Manchada por la luz, halló lozana
La risa que en tu rostro se
encendía,
Tan clara como el sol al mediodía,
Que el cielo hizo del aire
soberana.
Montó, en un cielo lleno de belleza,
La noche su corcel de madrugada,
Las crines sujetando con firmeza.
Mas no encontró más luz en tu mirada
Que aquel amanecer vuelto en
tristeza,
Que el prado halló cubierto por la
helada.
Soneto X
No vueles, ruiseñor, hacia los cielos
Que se hacen más azules en verano,
Ni escapes, golondrina, de mi mano,
Llevada por la brisa y sus
desvelos.
No corras, herrerillo, aunque tus vuelos
Te dejen alcanzar lo más lejano,
Ni escales, carbonero, el aire en
vano
De donde caen las nieves y los
hielos.
No partas, ave blanca, si tu nido
Lo tienes junto a mí, donde la
tierra
Se alegra de tu voz y tu sonido.
Amor serán los bosques y la sierra,
Los árboles y el prado que,
dormido,
Se olvida de la helada que lo
encierra.
El alba despertaba
El alba despertaba
Sobre las sombras tristes,
Y, oyendo su bostezo,
Corrieron lentamente a las alturas
Las llamas de aquel sol que se
encendía
Con paso lento, débil y cansado,
Al tiempo que los mares,
Rozados por la brisa,
Dejaban que las olas se escapasen
Como un caballo blanco por la
sierra.
El alba despertaba
Sobre las sombras tristes,
Y, oyendo su bostezo,
Temblaron los rosales que la escarcha
Rasgaba sin pudor, cuando,
inclemente,
Su hielo sobre el pétalo, lo hería
Con un cuchillo fino,
Acaso cristalino,
Veloz, cada mañana de diciembre,
Como un caballo blanco por la
sierra.
El alba despertaba
Sobre las sombras tristes,
Y, oyendo su bostezo,
De nuevo salpicaron los arroyos
Los prados, las orillas, los alisos
Desnudos de las hojas de sus ramas
Que, en tardes otoñales,
Perdieron sin remedio,
Llevándolas las brisas invisibles
Como un caballo blanco por la
sierra.
El alba despertaba
Sobre las sombras tristes,
Y, oyendo su bostezo,
La luna y las estrellas retiraron
Su luz hermosa, débil y cansada,
Al tiempo que la noche se escondía,
Volando hacia otros reinos,
Fugaz como las horas
Que corren como el viento, como el
aire,
Como un caballo blanco por la
sierra.
Soneto XI
La luz sobre las sombras se deshizo
Un viernes de noviembre donde,
bella,
En el fogón ardía una centella
Que alzó la magia rara del hechizo.
La lluvia dejó paso al invernizo
Susurro de los vientos, su
querella,
Cansados de quejarse, pues aquella
Más dura sonó en boca del granizo.
Las lluvias y los vientos sacudieron
Con toda su dureza los tejados,
Luciendo, firmes, su perseverancia.
Las
brasas, sin embargo, resistieron
A los chubascos, viendo preparados
Viruta, carbón, leña en abundancia.
Soneto XII
Sus manos delicadas, temblorosas,
Ya débiles, estaban siempre frías,
Mas no sus ojos, cuyas alegrías
Lucieron en el fuego de dos rosas.
Sus piernas caminaban temerosas
De algún tropiezo, pero ciertos
días
Andaba con soltura si, en las mías,
Sus manos se apoyaban jubilosas.
Y, júbilo febril, me dio el hechizo
Que pueden dar los ángeles del
cielo,
Hasta que su sonrisa se deshizo.
La luz del sol cortaba el blanco hielo
Que el prado hirió, con nieves y
granizo,
Pincel de la mañana sobre el suelo.
Soneto XIII
El sol buscó un crepúsculo callado
Detrás de las montañas y cordales,
Las luces, las estrellas
celestiales
Que al orto dan, desde su
principado.
El oro fue en los mares reflejado
Y el vuelo alzaste, yendo a los
cristales,
Del alba, cuyos brillos celestiales
Ardieron en un cielo despejado.
El árbol deshojado de tu risa
Las noches desnudaron sin apuro,
Las horas, las auroras y la brisa.
Desnuda pudo verte el aire puro,
Errante voladora tu sonrisa
Donde cayó, a la noche, un sol
oscuro.
El brillo incandescente
Dejad que nazca,
En la lejanía,
El brillo incandescente
Que llena de colores las alturas,
Y que, rompiendo las sombras,
Corran los campos azulados del
firmamento,
Siempre a sus anchas,
Los corceles de la mañana.
Mas no venga la muerte en su galope.
Corriente sobre corriente,
Abrazarán las aguas de los mares.
Corriente sobre corriente,
Las de los lagos y arroyos.
Corriente sobre corriente,
Las de los montes, las de los
valles.
Y, pronunciando su claridad atrevida,
Arrancarán la noche de un zarpazo,
Hiriendo el cielo con sus
relinchos,
Con su alegría repentina,
Llenando de bullicio
Las horas que se desperezan.
Mas no venga la muerte en su galope.
Corriente sobre corriente,
Alcanzarán los reinos que bostezan,
Los de las sierras dormidas,
Los del estanque, los de las
playas.
Y, pronunciando su claridad atrevida,
Derrotarán las huestes de la noche,
Borrando, a su paso, las estrellas,
Dejando al aire las crines
Lucientes como el oro
Que vuelve a despertarnos.
Mas no venga la muerte en su galope.
Dejad que nazca,
En la lejanía,
El brillo incandescente
Que llena de colores las alturas,
Y que, rompiendo las sombras,
Corran los campos azulados del
firmamento,
Siempre a sus anchas,
Los corceles de la mañana.
Soneto XIV
La sombra que borró su rostro bello
Volviéndolo cenizas en la nada
Negar quiere mi voz, cuando,
callada,
Se rinde al alumbrarla en un
destello.
La nieve que fue antorcha en su cabello
Haciéndolo más claro, a la
alborada,
Recuerdo pudo ser, donde, apagada,
Revive, al recordarla en todo
aquello.
Hirió su voz sin lucha el sinsentido
Que arranca de los pechos el
aliento
Que ceden, quejumbrosos, su sonido.
La muerte arrebató su sentimiento,
Y el hielo sus rosales hizo olvido,
Hiriéndola con fuerza el raudo
viento.
Soneto XV
Prendieron las antorchas su belleza,
Las luces, el color y la hermosura,
Las llamas de una súbita ternura
Que ardió sobre su frágil
fortaleza.
Voló un suspiro al aire y, sin torpeza,
Cruzó el silencio triste, y su
figura,
Serena, fue buscando otra postura,
Librando en su bostezo la pereza.
Sus ojos se entreabrieron y miraron
Con dulce claridad, nunca con
prisa,
Gozando de la siesta y su reposo.
Las llamas de una estrella dibujaron
La bella mariposa de su risa
En su semblante dulce y cariñoso.
2005 © José Ramón Muñiz Álvarez
“Las campanas de la muerte”
Primera parte: "Los arqueros
del alba"
Todos los derechos reservados por
el autor.
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