sábado, 11 de agosto de 2012

G'SCHICHTEN AUS DEM WIENERWALDL


José Ramón Muñiz Álvarez
G’SCHICHTEN AUS DEM WIENERWALDL
(Suite poética para la Wiener
Philharmoniker)

ANOCHECER VIENÉS

           Despojado de su alarde,
entre hielos y nevadas,
las rosas halló calladas
el silencio de la tarde;
y, al morir el sol cobarde
y perderse en lo lejano,
al apagarse temprano,
una bella melodía
escuchó en la lejanía,
y un acento danubiano.
           Que supo escuchar el río,
llegado el día a su ocaso,
ese violín que, a su paso,
se encendía con más brío;
porque, vencido y sombrío,
en un momento temprano,
ese sol, antes lozano,
una bella melodía
escuchó en la lejanía,
y un acento danubiano.
           Y los jardines del sueño
vieron esa luna llena
que admira la vieja Viena
y el vals que tuvo por dueño,
donde un suspiro pequeño
dulce recuerda y mundano
el Imperio soberano
que una bella melodía
escuchó en la lejanía,
y un acento danubiano.

SONETO I

           El brillo del color de la alborada,
nacido entre las sombras y los hielos,
dibuja, con los suaves violonchelos,
la cuerda del violín alborotada.
           La música se eleva a su morada,
ligera como el aire, hacia los cielos,
y sienten su caricia los deshielos,
anuncio del final de la invernada.
           Y un halo de virtud teje, dichoso,
y afina, matemático, el talento
en el tapiz del arte, cuando suena:
           El beso de la música es hermoso
y el alma lleva al alto firmamento
la Orquesta Filarmónica de Viena.

SONETO II

           Es Schönbrunn, en los días del verano,
el brillo tembloroso que una estrella
dejó sobre la hermosa fuente bella
que mira siempre al cielo soberano.
           La Orquesta Filarmónica, temprano,
prepara su actuación, mientras destella
la noche en intención de una querella
que no destronará la tarde en vano.
           Por fin un nuevo sueño de emociones,
no falto de esperanza para el mundo,
entrega su promesa y su locura.
           Y ya se han desatado sus legiones
de notas que, al correr en un segundo,
se encienden en la sombra más oscura.

SONETO III

           Mayor gloria llevó, con el concierto,
la luz de las virtudes que encendía
las llamas de esa vieja sinfonía
que al público dejó en el desconcierto.
           Vivió el oro cuajado, si antes muerto,
oyendo que ya el júbilo que ardía
tornaba en un enjambre de alegría
un rostro de kariátide despierto.
           Y un eco de violín, pura belleza,
el aire hirió, pues, ebrio de elegancia,
formó sus arabescos, repentino.
           Jamás se sospechó mayor pureza
que la que llena el aire de la estancia
con un suspiro lento y mortecino.

SONETO IV

           Su arranque tiene un brillo de bravura
que alcanza en sus acentos repetidos,
si juega con compases encendidos,
si se hace más serena o si se apura.
           Intérprete en el aire de la oscura
vereda, entre misterios escondidos,
belleza sabe dar a los sonidos
que el genio puso en una partitura.
           Y luce, al encender la llamarada
que brindan las hermosas melodías
que el alma escucha cuando la enajena.
           Mayor frescura tiene que la helada,
que ve la luz nacer de nuevos días,
la Orquesta Filarmónica de Viena.

SONETO V

           La brisa adora el vals que, mortecino,
se alegra en un rubato, mientras suena,
que ya apura dichoso y enajena
su tono vivaracho y cristalino.
           Más alta sonará, en cada camino,
la gloria del elogio que arde en Viena,
allí donde la música más buena
conmueve nuevamente al peregrino.
           El alto virtuosismo y el talento
podrá envidar la gente berlinesa,
sabiendo su valor y su prestigio.
           Y no sentirán agrio sufrimiento
ni se resentirán de la vienesa,
que la victoria tiene en el litigio.

SINFONÍA PASTORAL

           El Wienerwaldl refleja, con la aurora,
la escarcha que dejaron las heladas
en claros de sosiego y de silencio.
Y el canto de las aves, repentino,
irrumpe en esa calma agradecida
que adora el campesino de la zona.
(Muy pronto dejarán estos lugares
las aves que lamentan los azotes
del aire del invierno, que ya llega).
           El Wienerwaldl enciende, con el alba,
la luz de sus colores otoñales,
cuajados de bellezas y de brillos.
Y el pardo de las hojarascas muertas
conjuga su belleza con los rojos
que encienden, vivarachos, otros fuegos.
Se ven también los ocres, combinados
al verde que defienden las coníferas
en tiempos de granizo y tempestades.
           El Wienerwald es, con la amanecida,
la música callada que pudieron
amar, en sus paseos, los más grandes.
Y el viejo Strauss, Beethoven y otros genios
amaron esta tierra y sus sonidos
de cítaras, de arroyos y de pájaros.
Hoy Viena sigue amando estos rincones
bucólicos, callados y discretos,
serenos como el halo del espíritu.

SONETO VI

           No es Mozart el que suena, a estas alturas,
que, con la furia con que ruge el oso,
feroz como lo fue en tiempo gozoso,
un alma noble expresa sus locuras:
           Beethoven es, con fuertes partituras,
capaces de un bullicio tempestuoso,
la voz de un repertorio poderoso,
cuajado de vigor, sin galanuras.
           La voz es del metal la más vehemente
que, unida a los violines, un sonido
produce que las almas amedrenta.
           Un ímpetu feliz, luego doliente,
calmado por momentos, encendido
como una voz dejada en la tormenta.

SONETO VII

           Las nieblas de los Alpes, que, lejanas,
sospechan los murmullos danubianos,
ya saben de los músicos profanos
que el arte ensayan todas las mañanas.
           Las noches de las notas soberanas
escuchan el rumor, mientras, lozanos,
se encienden los violines en las manos
y se oyen las maderas con más ganas.
           Las músicas en Viena son el brío
de un mágico torrente, vendavales
de luz sobre los campos apagados.
           No importa si la nieve viste el frío
que quieren las heladas invernales,
si anegan los senderos y los prados.

SONETO VIII

           Un halo inmaterial que al aire helado
le dieron como un don ya se imagina
cuando la bruma corre, vespertina,
al sueño herido que arde acorralado.
           El trémolo de cuerda que, callado,
tejió en el aire mismo su neblina
las trompas y los chelos adivina,
si magia en el espíritu han cuajado.
           Después arde con fuego su coraje,
y, en rizos que se van, las brisas vuela,
haciéndose compacto en su andadura.
           Los músicos regalan un paisaje
que tiene transparencia de acuarela
que ve perfil brumoso en la espesura.

SONETO IX

           La luz quiso la aurora alborotada,
los brillos que, al rozar la brisa fría,
reflejos de su luz, nacido el día,
alegre teje en Viena cada helada.
           Llegó diciembre al fin y la nevada,
reclama los cuarteles donde ardía
su luz y donde halló, como solía,
el reino de su música callada.
           El hielo no derrite su belleza
y espera al sol perdido en lo lejano,
vencido ya, callado y silencioso.
           La vida cotidiana al fin empieza
y es música el invierno del germano
y es arte lo que anhela codicioso.

PRIMAVERA EN VIENA

           Tras las horas de tristezas,
de soledades y heladas,
con los primeros deshielos,
nuevos acordes aguardan:
           los del vals más encendido,
si, dichoso, se desata
de las cuerdas delirantes
con sus notas vivarachas,
           agitándose con fuerza,
encendiéndose con gracia,
derramando nueva vida
en callejuelas de escarcha,
           porque ya la primavera
teje sus altas guirnaldas
con violines volanderos
que, raudos, abren las alas.
           Y vive el Prater gozoso,
y Viena siente que el alma
vuelve a elevarse, de nuevo,
al nacer de la mañana,
           con los primeros granizos,
con las últimas nevadas,
con las lluvias que descienden
y las auroras que pasan,
           mostrando mayor bullicio,
haciendo más alharaca,
disfrutando del momento,
porque ya el día se alarga,
           y es dulce beber el vino
en merenderos que aguardan
esa alegría vienesa
que las penurias desarma.
           Y la vida es más intensa,
y la mañana más clara,
el mediodía más suave,
la tarde acaso más cálida,
           si bien las gentes aun temen
que la lluvia alborotada
venga en forma de aguacero
a las horas más tempranas,
           y todo música pide,
y todo música canta,
festejando la alegría,
porque sane celebrarla,
           como ese vals que se anuncia,
engastado en una tanda,
antes que llegue la coda
que hace cerrarse sus alas.

SONETO X

           Los nervios quedan en el camerino
y salen, entre aplausos, los virtuosos,
los viejos filarmónicos, celosos
de su labor sagrada y su destino.
           Son raros resplandores los que vino
un brillo en sus pinceles perezosos
feliz a dibujar, porque, gozosos,
sus fuegos son reflejo cristalino.
           La luz en las estatuas es reflejo,
si no lo es donde el órgano callado
admira el oro bello en la escultura:
           la sala, del color del oro viejo,
con un maravilloso artesonado,
presume de su buena arquitectura.

SONETO XI

           “Die Fledermauss” al fin, mas, de repente,
la luz de la pasión que, ya encendida,
contempla a Rosalinda decidida
y a su marido sabe penitente.
           “Die Fledermauss” al fin, bello presente
que Viena espera siempre, agradecida,
diciendo que esa música es la vida,
gritando que, sin música, está ausente.
           “Die Fledermauss” al fin, esa opereta
que el público recibe por regalo,
sus ritmos apurando hasta la meta.
           “Die Fledermauss” al fin, pues es un halo
de hechizo y ligereza cuando aprieta
los valses que son polcas a intervalo.

SONETO XII

           Las cuerdas sabias tejen sus cabriolas
con lenta majestad, solemnemente,
y brilla, como el agua de la fuente,
como quien sigue el ritmo de las olas.
           Y, como aquel que, en viejas caracolas,
envida de los mares la corriente,
el público auditorio, tanta gente,
parecen uno ya que queda a solas.
           Y es magia y es belleza y acrobacia
el arte de los diestros profesores
que saben del talento y de la audacia.
           Y no brillarán menos los autores,
si a Johann interpretan con su gracia,
su fuerza delicada y sus colores.

SONETO XIII

           Mejor no pudo ser el pensamiento
ni el tino con que tuvo la ocurrencia
el viejo Nikolai, que, con paciencia,
excusa halló para un Renacimiento:
           La Ópera Imperial se hizo cimiento
del arte de otra orquesta cuya esencia,
mezclando maestría a la prudencia,
lució con más grandeza y más talento.
           Y vibra en Dumba Strasse su sonido,
testigo de virtudes ancestrales
que vienen de la edad decimonónica.
           En Viena queda el aire suspendido,
si viene fresco, en tardes otoñales,
y suena ese rumor de filarmónica.

WIENER PHILHARMONIKER

           No encienden los violines
su magia incandescente
con vanas presunciones, si es que suenan
virtuosos como nunca
en esta tierra virgen y dichosa
que habitan poderosos hiperbóreos
que saben que son hijos de los celtas.
           Tampoco los metales, cuya fuerza
anima la grandeza de la música
que brilla y que se agita
como una brisa limpia en el espacio,
como un suspiro alegre que, en el aire,
se pierde en un segundo
y vuelve tras un lapso de silencio.
           Ni el resto de la cuerda
parece obedecer a esa soberbia
que piden la prosapia y el orgullo
del sabio que maneja un instrumento
y quiere demostrar que su valía
es algo superior, un privilegio
que pueden envidiar hoy los mortales.
           Es Viena la que pide
que luzca esa belleza y que palpite
el fuego de las artes,
la llama inabarcable de la furia
del público que aplaude agradecido,
pues sabe que lo premian los más altos,
los músicos más célebres:
la Orquesta Filarmónica de Viena.

SONETO XIV

           En Viena el aire viste la invernada
que llena con sus nieves los jardines,
tan claros como lirios y jazmines
que cuajan al nacer de la alborada.
           Atrás el viento de la madrugada
quedó, donde callados querubines,
el pago esperan de sus paladines,
en música profana y la sagrada.
           La rara inspiración solo imagina
la nota de un violín, un claro rizo
y el golpe del timbal más poderoso.
           La magia del sonido cristalina
se siente a cada paso y el granizo
detiene su bullicio irrespetuoso.

SONETO XV

           Tendrá el invierno nuevos desconsuelos,
al sol robando fuerza en donde ardía,
y, al apagarse triste el nuevo día,
nostalgia será al fin de los deshielos.
           Los cisnes buscarán, en anchos cielos,
regiones más amables cuando, fría,
el alba venga gris, triste y sombría,
y mire en las alturas raudos vuelos.
           Podrá apagar la luz, con su gobierno,
el hielo majestuoso que, callado,
las horas silenciosas envenena.
           Podrá vencer al sol el duro invierno,
mas un destello queda, si ha sonado
la Orquesta Filarmónica de Viena.

2011 © José Ramón Muñiz Álvarez

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