José
Ramón Muñiz Álvarez
“RECUERDOS DE UN EXILIO VOLUNTARIO”
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No lejos de los montes más agrestes, miró las altas cumbres de
camino:
–Por fin la libertad tan esperada–, se dijo, abandonando su
pasado: no pudo imaginar, cuando, en septiembre, cruzaba la región, en su
automóvil, que aquel lugar remoto, pero bello, llegase a parecerle tan
inhóspito. Pensó que la ciudad que abandonaba no hacía más dichosa su
existencia y huyó a rincones llenos de sosiego. Y acaso se engañaba, pero
entonces no pudo sospechar que esos parajes son tristes, a pesar de ser
hermosos.
–Es este mi lugar–, susurró entonces, llenando los pulmones de
aire puro. Y halló el arroyo claro y transparente, los prados verdes, densas
arboledas, y quiso imaginarse allí en su feudo. Pero el verano suele durar
poco, y en pueblos tan cercanos a los montes es menos lo que aguanta el tiempo
bueno. Las noches eran frescas y el termómetro bajaba con las horas del ocaso,
cuando él ya estaba en casa, tan tranquilo.
–Aquí, lejos del ruido y del bullicio, podré gozar la paz que me
hace falta.
Estaba a dos kilómetros del pueblo: bajaba a hacer la compra
cada martes, y no necesitaba grandes cosas en esa soledad tan esperada. Pensó
en la libertad que ahora tenía, la calma que gozaba estando solo, dejado a la
promesa del sosiego:
–La calma, al fin, después de tantos años–, le oyeron los
profundos castañares. Pero los meses fueron transcurriendo, y el sol que, con
el alba, iba apretando, con un calor terrible y pegajoso, dejó de ahogar la
vega y los caminos.
–No debe haber lugares más amables en toda la provincia–,
repetía.
Y el cauce remansado del arroyo dejó de murmurar y, lentamente,
los trinos de las aves se agotaron. El vuelo de los tordos, infrecuente, dejó
en los bosques huella de su ausencia y el cielo despejado fue nublándose:
–Al fin la soledad–, dijo, sereno, corriendo por los campos
silenciosos. Sentado en la butaca, meditaba, gozando de la calma de los días,
gustaba de la fuga de las horas. Y en su sillón, leyendo los periódicos, o
partes de algún libro envejecido, supuso su victoria sobre el mundo. Y, poco a
poco, aquel sosiego dulce, que tanto deleitaba sus pasiones, se fue volviendo
gris y cotidiana. Y el alba retrasaba su venida y el aire aventuraba su
andadura.
Miró, tras la cortina, de mañana: las últimas bandadas de
azulones, alzando el vuelo al aire, abandonaron la luz febril y débil de
paisaje. Los árboles, heridos por el frío, sintieron el cuchillo de los vientos
que se desatan, tristes, con el alba. Las nieves de las cumbres bostezaron
después de que las tardes del otoño quisiesen despertarlas de su sueño. Y quiso
repetirse sus razones:
–Por fin la libertad tan esperada.
Y el alba, siempre tímida, llegaba más tarde cada vez, más
frágil siempre, como alma moribunda que se rinde. Sus llamas, al correr triste
el otoño, se hicieron, como el sol, soplos cobardes, deudores de los reinos de
las sombras. Y el cielo, despejado de otro tiempo, sintió los latigazos de las nubes,
señoras de su azul y sus dominios.
–No falta mucho ya para las nieves–, supuso, ante las claras
evidencias: al ver amanecer hallaba cambios, y regresó diciembre, sin apuro,
calmado como un viejo que camina llevando su bastón por cada senda.
Las voces del invierno se instalaban, acaso inadvertidas,
silenciosas. Y no dejó, por ello, de asomarse: las nieves, más frecuentes,
extendieron sus reinos a otras cotas, las más bajas, llenando de blancura el
valle entero. Y el viento, con los cantos más monótonos, jugaba en los espacios
silenciosos, cautivos del imperio de las nieves. También callaron tristes los
arroyos, palacios de cristal que, detenidos, cesaron su descenso hacia los
mares.
La leña era abundante, la comida llenaba la despensa de la casa,
pero, al correr las horas detenidas, los días parecían repetirse: los meses del
invierno se hacen largos incluso para un joven que comparte los meses
invernales con su perro, tan fiel en sus andanzas por los campos, los bosques,
los picachos y quebradas.
Y entonces pronunció el nombre dichoso de aquel amor dejado a la
deriva, quién sabe si olvidado, tras los años. Lo pronunció febril, al
afeitarse, mirándose al espejo con tristeza y acaso lamentando la ruptura: no
supo más de aquellos labios rojos y quiso su refugio en los cordales, muy lejos
de los pasos de los hombres. (Quedaba poco ya para el deshielo que viene a
renovar el viejo ciclo).
Y desmintió, por fin, aquel engaño, cansado de la niebla y de
las lluvias. Y recordó, por fin, tiempos mejores, y quiso regresar a las
ciudades, dejando su recinto solitario, la cruel prisión que había edificado:
sin duda era algo hermoso aquel paraje, tan lleno de contrastes, donde el hielo
llenaba buena parte de los meses. Pero esta soledad en que habitaba, como un punzón
terrible, hacía mella, después de tanto amar raras quietudes.
Las horas junto al fuego eran amargas, corriendo con la calma
insoportable que suelen, en invierno, si es que pasan despacio, con su rancia
parsimonia. Y poco le ayudaba aquella radio
tan vieja en que escuchar esos programas que a nadie le interesan lo más
mínimo. Tampoco resultaba entretenido mirar a la pantalla y ver noticias en un
televisor en blanco y negro. Muy pronto el azulón y la serreta tendrían su
lugar en el estanque. Y aquel aliento helado del invierno rozó su rostro con
caricia amable. Subió las cuestas duras y empinadas con calma, temeroso de la
nieve, que suele formar suelos traicioneros en los que patinar es siempre un
riesgo.
–Qué bella era la vida en otro tiempo–, reconoció sin gana y con tristeza.
Con estos pensamientos y ocurrencias, feliz como los niños
soñadores, cerró la puerta y fue por el camino: miró las cumbres altas y las
nieves y sospechó por fin la primavera, después de tantos meses de tristeza.
2011 © José Ramón Muñiz Álvarez
“Memorias de un exilio voluntario”
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