miércoles, 8 de agosto de 2012



José Ramón Muñiz Álvarez
RECUERDOS DE UN EXILIO VOLUNTARIO

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No lejos de los montes más agrestes, miró las altas cumbres de camino:
–Por fin la libertad tan esperada–, se dijo, abandonando su pasado: no pudo imaginar, cuando, en septiembre, cruzaba la región, en su automóvil, que aquel lugar remoto, pero bello, llegase a parecerle tan inhóspito. Pensó que la ciudad que abandonaba no hacía más dichosa su existencia y huyó a rincones llenos de sosiego. Y acaso se engañaba, pero entonces no pudo sospechar que esos parajes son tristes, a pesar de ser hermosos.
–Es este mi lugar–, susurró entonces, llenando los pulmones de aire puro. Y halló el arroyo claro y transparente, los prados verdes, densas arboledas, y quiso imaginarse allí en su feudo. Pero el verano suele durar poco, y en pueblos tan cercanos a los montes es menos lo que aguanta el tiempo bueno. Las noches eran frescas y el termómetro bajaba con las horas del ocaso, cuando él ya estaba en casa, tan tranquilo.
–Aquí, lejos del ruido y del bullicio, podré gozar la paz que me hace falta.
Estaba a dos kilómetros del pueblo: bajaba a hacer la compra cada martes, y no necesitaba grandes cosas en esa soledad tan esperada. Pensó en la libertad que ahora tenía, la calma que gozaba estando solo, dejado a la promesa del sosiego:
–La calma, al fin, después de tantos años–, le oyeron los profundos castañares. Pero los meses fueron transcurriendo, y el sol que, con el alba, iba apretando, con un calor terrible y pegajoso, dejó de ahogar la vega y los caminos.
–No debe haber lugares más amables en toda la provincia–, repetía.
Y el cauce remansado del arroyo dejó de murmurar y, lentamente, los trinos de las aves se agotaron. El vuelo de los tordos, infrecuente, dejó en los bosques huella de su ausencia y el cielo despejado fue nublándose:
–Al fin la soledad–, dijo, sereno, corriendo por los campos silenciosos. Sentado en la butaca, meditaba, gozando de la calma de los días, gustaba de la fuga de las horas. Y en su sillón, leyendo los periódicos, o partes de algún libro envejecido, supuso su victoria sobre el mundo. Y, poco a poco, aquel sosiego dulce, que tanto deleitaba sus pasiones, se fue volviendo gris y cotidiana. Y el alba retrasaba su venida y el aire aventuraba su andadura.
Miró, tras la cortina, de mañana: las últimas bandadas de azulones, alzando el vuelo al aire, abandonaron la luz febril y débil de paisaje. Los árboles, heridos por el frío, sintieron el cuchillo de los vientos que se desatan, tristes, con el alba. Las nieves de las cumbres bostezaron después de que las tardes del otoño quisiesen despertarlas de su sueño. Y quiso repetirse sus razones:
–Por fin la libertad tan esperada.
Y el alba, siempre tímida, llegaba más tarde cada vez, más frágil siempre, como alma moribunda que se rinde. Sus llamas, al correr triste el otoño, se hicieron, como el sol, soplos cobardes, deudores de los reinos de las sombras. Y el cielo, despejado de otro tiempo, sintió los latigazos de las nubes, señoras de su azul y sus dominios.
–No falta mucho ya para las nieves–, supuso, ante las claras evidencias: al ver amanecer hallaba cambios, y regresó diciembre, sin apuro, calmado como un viejo que camina llevando su bastón por cada senda.
Las voces del invierno se instalaban, acaso inadvertidas, silenciosas. Y no dejó, por ello, de asomarse: las nieves, más frecuentes, extendieron sus reinos a otras cotas, las más bajas, llenando de blancura el valle entero. Y el viento, con los cantos más monótonos, jugaba en los espacios silenciosos, cautivos del imperio de las nieves. También callaron tristes los arroyos, palacios de cristal que, detenidos, cesaron su descenso hacia los mares.
La leña era abundante, la comida llenaba la despensa de la casa, pero, al correr las horas detenidas, los días parecían repetirse: los meses del invierno se hacen largos incluso para un joven que comparte los meses invernales con su perro, tan fiel en sus andanzas por los campos, los bosques, los picachos y quebradas.
Y entonces pronunció el nombre dichoso de aquel amor dejado a la deriva, quién sabe si olvidado, tras los años. Lo pronunció febril, al afeitarse, mirándose al espejo con tristeza y acaso lamentando la ruptura: no supo más de aquellos labios rojos y quiso su refugio en los cordales, muy lejos de los pasos de los hombres. (Quedaba poco ya para el deshielo que viene a renovar el viejo ciclo).
Y desmintió, por fin, aquel engaño, cansado de la niebla y de las lluvias. Y recordó, por fin, tiempos mejores, y quiso regresar a las ciudades, dejando su recinto solitario, la cruel prisión que había edificado: sin duda era algo hermoso aquel paraje, tan lleno de contrastes, donde el hielo llenaba buena parte de los meses. Pero esta soledad en que habitaba, como un punzón terrible, hacía mella, después de tanto amar raras quietudes.
Las horas junto al fuego eran amargas, corriendo con la calma insoportable que suelen, en invierno, si es que pasan despacio, con su rancia parsimonia. Y poco le ayudaba aquella radio  tan vieja en que escuchar esos programas que a nadie le interesan lo más mínimo. Tampoco resultaba entretenido mirar a la pantalla y ver noticias en un televisor en blanco y negro. Muy pronto el azulón y la serreta tendrían su lugar en el estanque. Y aquel aliento helado del invierno rozó su rostro con caricia amable. Subió las cuestas duras y empinadas con calma, temeroso de la nieve, que suele formar suelos traicioneros en los que patinar es siempre un riesgo.
–Qué bella era la vida en otro tiempo–,  reconoció sin gana y con tristeza.
Con estos pensamientos y ocurrencias, feliz como los niños soñadores, cerró la puerta y fue por el camino: miró las cumbres altas y las nieves y sospechó por fin la primavera, después de tantos meses de tristeza.

2011 © José Ramón Muñiz Álvarez
“Memorias de un exilio voluntario”
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