lunes, 8 de junio de 2015

Las aves que suspiran en la noche

José Ramón Muñiz Álvarez
“Las aves que suspiran en la noche” o “el eco
misterioso del
autillo”

Los parques son lugares con encanto: la tarde va cayendo lentamente y el sol muere lejano, cuando, al tiempo, contemplo, silencioso, el horizonte. El último jilguero de la tarde nos habla de los brillos del crepúsculo, comenta los colores que se apagan. Y entonces se descubre, temblorosa, la luz de aquella estrella, sus destellos, al tiempo que se apaga, lento, el día.
Y al fin corre la brisa a su capricho: abril viene dichoso, pues, felices, alegres como un niño que despierta, sus tardes quieren ser más luminosas. Y van las nueve y media ya pasadas en el reloj ya viejo y moribundo que suele mentir más de lo que acierta. Y sé que, aunque el crepúsculo se apura, la luz quiere vivir unos segundos, luchando con las sombras de la noche.
No es noche todavía en este parque: un eco de los brillos del ocaso nos dice que la noche está ya cerca, y, en cambio, el sol resiste heroicamente. Y entonces me sorprende, con sus gritos la voz aguda y clara de los pájaros que vuelan entre mantos tenebrosos, acaso esa llamada misteriosa que viene de los tiempos ancestrales de la niñez perdida en el recuerdo.
Intento percibir ese sonido: la noche, en primavera, se acompaña de voces sugerentes que parecen venir a despertar el alma misma. Yo sé que en el espíritu hay sonidos que guarda la conciencia con el celo de los que son custodios de un tesoro. Y el caso es que el reclamo del autillo me viene a devolver aquellos años perdidos en la noche de los tiempos.
Los árboles les sirven de palacio: las aves necesitan posaderos y los follajes densos que permiten tener una guarida, si hay peligro. Y escucho esa llamada cuyo timbre se torna alegre, mágico y hermoso, recuerdo del cuclillo entre las frondas. Lo cierto es que ese canto me devuelve al tiempo del ayer, cuando la abuela echaba la viruta en la cocina.
De niño, fui feliz junto a la anciana: solía, cada viernes, a la noche, pasar en su buhardilla esos momentos que habré de recordar con tal cariño. El caso es que dejaba que ella hiciera la cena en la cocina lentamente, pendiente del cristal de la ventana. De fuera, misterioso, ese sonido quería mi atención y, cautivándome, me hacía imaginar lo que allí había.
La abuela me contó cosas curiosas: el pájaro del agua canta siempre, llegada ya la noche, entre las ramas, preludios a las lluvias venideras. Abril es mes de lluvias y estas aves conocen los secretos de las nubes y saben avisarnos de tormentas. Los charcos que pisaba, siendo niño, venían de esas lluvias repentinas que dieron a mi tierra densos verdes.
Me gusta recordar aquellos tiempos: el canto del autillo me cautiva, me tiene obsesionado desde entonces, y es grande mi afición por los estrígidos. Me gusta hablar del cárabo en la noche, me gusta hablar del canto del mochuelo, mirar atentamente a la lechuza. Y el eco del autillo en lo lejano tal vez es para mí lo más hermoso, llevándome a otro tiempo de la vida.
Quisiera ser un niño nuevamente: de nuevo pintaría con bolígrafo siluetas de los pájaros nocturnos, extraños, sugerentes como nada. Acaso volvería a hacer dibujos del búho y del mochuelo, de los sapos que cantan sus amores en la sombra. Quizás retornaría a la buhardilla que tuvo en aquel tiempo esta señora que me hizo más dichoso que ninguno.
La vida va mediada, a estas alturas. Tal vez es la nostalgia que me invade, tal vez esa tristeza que despierta feliz en lo profundo de la mente. Y quiero confesar que hay hermosura febril en ese daño de la herida que quieren los cuchillos del recuerdo. Quizás haya poesía en ese canto que elevan los autillos en la noche como los trovadores de otros tiempos.
Y acaso es que el autillo es un poeta: sabed que son sus voces como un canto que brilla, entre las sombras, convocando pasiones y amoríos a deshora. El celo es lo que mueve su reclamo cargado de deseo y del instinto que ordena, en todo caso, buscar hembras. No en vano, cada grito es un lamento que aspira, sin embargo, a los amores de alguna dama cruel e inalcanzable.
Y el caso es que soy todo fantasía: escucho el canto hermoso del autillo, jugando a ser el niño de otras veces, el niño que he perdido hace ya tiempo. Y acaso recupero algo tan mío, tan propio de mi ser y mi carácter, que siento que regreso a ese pasado. La infancia quiere vida nuevamente, me pide nuevamente ese suspiro de tiempo que se va y nos abandona.

2014 © José Ramón Muñiz Álvarez

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