sábado, 19 de enero de 2013

El fin de la otoñada



         Nació lejana y triste la alborada. Los viejos castañares, los hayedos supieron de las lluvias repentinas que trajo aquel otoño despiadado. Crecieron los arroyos mortecinos que corren de las cumbres a los mares, dejando en el ambiente su lamento. Las hiedras dibujaron sus diseños anárquicos, trepando en los robledos que esconden a los cárabos dormidos.
         La luz voló a la altura con sigilo. El aire endemoniado iba rasgando los velos de las densas hojarascas, heridas por los pardos de la muerte. Aquello era una fiesta de colores, mostrando sus rojizos y dorados, los ocres mortecinos, melancólicos. Y, siempre juguetonas, las ardillas, haciendo los deberes, preparaban las horas prolongadas del invierno.
         Y, pronto, ardió, luciente el mediodía. Las nieves se admiraban en las cumbres, lejanas en las altas fortalezas que quiso más violentas la caliza. Las sierras, elevando sus puñales, querían alcanzar los nubarrones, oscuros como un mar ennegrecido. Aquella soledad forjada en hielo, romántica, decía sus palabras, abriendo su sentido a lo profundo.
         Y, al fin, vino la tarde, siempre triste. Las horas vespertinas, pegajosas, acaso son salmodias aburridas que ofrecen, con crueldad, sus apatías. Y no se escucha ya el reclamo amargo de cientos de estorninos que, de golpe, se fueron a lugares tan remotos. Parece que la muerte se ha instalado por reinos donde siempre los deshielos anuncian nuevas nieves y granizos.


2013 © José Ramón Muñiz Álvarez
TODOS LOS DERECHOS RESERVADOS.


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