José
Ramón Muñiz Álvarez
“EL
ÚLTIMO CANTO DE BRÜHNILDA” O “EL
DESTELLO
DEL
OCASO”
No
quiso el jovenzuelo, desconfiado,
ceder
el oro hermoso del anillo,
llevado
con orgullo, a las tres náyades
que
hablaban de terribles maldiciones.
La
muerte no lo hacía temeroso,
y
aquel era el anillo de su dedo,
ganado
en buena lid, pues era suyo
después
de darle muerte al viejo Fáfner.
Y
fue despreocupado en su caballo,
haciendo
que sonase el raro cuerno
con
toques que llamaban a los otros
en
una cacería inigualable.
El
brillo del ocaso fue tomando
el
tono de la sangre derramada,
después
de que Sigfrido, malherido,
cayese,
moribundo, sobre el suelo.
Su
cuerpo, ya sin vida, fue llevado
a
donde la culpable de su muerte,
herida
por amor y por orgullo,
mostraba
un brillo raro en sus pupilas:
Brunilda,
que, sedienta de venganza,
buscó
el final terrible del mancebo,
lo
vio llegar, yacente, que la vida
huyó
vivaz del joven abatido.
Y
entonces levantaron una hoguera
enorme
para dar descanso al héroe,
vencido
por palabras y traiciones,
después
de temer todos su coraje.
La
vida la perdió con inocencia,
que
no fue en la derrota del indigno,
ni
nadie oyó sus voces suplicantes,
llegada
la traición al más valiente.
La
virgen, la mujer de más pureza,
recuerda
aquellos tiempos ya lejanos
que
vieron su grandeza y su bravura
no
lejos de ese padre tan severo.
Llevaba
la armadura bien ceñida
a
todas las batallas, recogiendo
el
eco del valor de los que mueren
en
el deber sagrado del combate.
Mas
ella, enamorada de ese joven
que,
muerto, espera el fuego silencioso,
no
quiere ya saber de sus hermanas
e
ignora las palabras de Waldtraute.
No
habrá de devolver al Rin callado
la
joya que el terrible nibelundo
dejó
maldita con su firme hehizo,
ni
quiere saber nada de los dioses.
“Atrás
queda, sumido en el silencio,
ese
recuerdo trágico y doliente,
maldito
como el fuego en una herida
que
sabe hablar del mal en el espíritu.
Y
queda atrás la rabia y el coraje
del
mundo de los dioses rigurosos
que
ignoran el amor que no concibe
razón
ni honor ni mal que lo desmienta.
Es
este ese final que, con anhelo,
me
lleva a ser ceniza entre las llamas,
y
quiero, arrebatada, ese destino
que
no me han de envidiar los más valientes.
Un
corazón humano arde en el pecho,
un
corazón que siente los amores
profundos
que ignoraron otros príncipes
y
no supieron reyes avarientos.
Y
tú, llama vivaz que me consumes,
no
temas desgarrar mi cuerpo triste,
pues
tiene el alma fuerza en sus alientos
para
morir sin duelo en tus caricias.
Mas
sube a los castillos de mi padre
y
llena con tu lengua cada muro,
cada
lugar hermoso en el Walhala,
que
acaso fue mi hogar en otro tiempo”.
El
sol ha de ponerse y no es correcto
hacer
que ese destino se prolongue,
si
al fin la corte altiva del Walhala
espera
su final sobre los valles.
El
sol se pone al fin, y ella se lanza
a
lomos del caballo de Sigfrido,
hermoso
garañón que busca el fuego,
llevando
a su final a la walkyria.
¿No
veis cómo el Walhala se desploma?
El
fuego ha consumido sus cimientos
en
este ocaso oscuro que se rinde,
vencido
por las horas fatigadas.
Y
el Rin se ha desbordado y sus orillas
se
inundan donde el fuego se acelera
y
mezcla con las aguas que, apagándolo,
dominan
valles hondos y llanuras.
Y
entonces, entre el fuego, con la cólera
que
sienten las amantes traicionadas,
arranca
de su dedo la walkyria
la
joya que fue causa de mil males.
Y
no ha de tardar Hagen, codicioso,
lanzándose
veloz, a recogerla,
cayendo
al agua, donde las ondinas
lo
toman y sumergen hasta ahogarlo.
Y
el oro vuelve al Rin, vuelve a su lecho,
después
de que ese mundo devastado
parezca
consumirse, pues el odio
llenaba
las parcelas de la tierra.
Al
fin mueren la envidia y la lujuria,
el
mal y la mentira del cobarde
que
tuvo miedo un día a su destino
o
quiso hallar poder a toda costa.
Y
todo es redimido por las llamas
y
el agua en que se sume cada sierra,
que
el agua purifica y siempre el fuego
acaba
por limpiar lo que era impuro.
El
sol se pone ya, llega la noche,
la
noche con sus sombras y la muerte
que
llena, con su cieno, cada parte
de
un mundo sin verdad y corrompido.
Y
brillan las estrellas en la bóveda
callada
de la altura, pues sus ecos
parecen
recordar aquella vida
dejada
a ese desastre temerario.
El
mundo es como un llanto cuyo alivio
nos
habla de una paz nunca posible
por
esas ambiciones alocadas
que
no dejan lugar a más sosiego.
2014
© José Ramón Muñiz Álvarez
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