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José Ramón Muñiz Álvarez
“LOS LAMENTOS DE DON ÁLVARO” o “LAS PENAS DE
QUIEN HUYE”
(égloga escrita en verso
y queda dividida
en cuatro
actos)
Y A JOHANNES ANGELUS SAEZ
Primera
parte:
“CANTO A
MODO DE INTROITO
PASTORAL”
Despierta la
alborada
del sueño de la
noche
que oyó el
canto callado de las fuentes.
Las hojas del
los robles de la zona
desprenden ya
sus hojas agitadas
y el mundo
espera triste
la luz del alba
débil
que nace con
retraso en el otoño.
No hay nada
como el brillo
que nace en los
colores de la aurora.
¿Quién dijo que
el paisaje
que hieren las
heladas
hubiera de
aguantar lleno de vida?
El viento
caprichoso vuela altivo
y arranca la hojarasca
del castaño,
del roble y del
aliso del riachuelo,
que espera,
moribundo,
el golpe
sentencioso
que dicta su
letargo en este tiempo.
No hay nada
como el fuego
que nace con el
alba en sus colores.
Y ya el otoño
hiere
los brillos
que, bermejos,
despuntan tras
los picos y cordales.
Es bello hallar
los tonos encendidos
que toma la
arboleda en la otoñada
en tardes de
silencio
que suelen ver
los frutos
callados del
manzano, si maduran.
No hay nada
como el oro
que prende sus
hogueras a lo lejos.
Despierta la
alborada
del sueño de la
noche
que oyó el
canto callado de las fuentes.
Y corren los
alientos de la brisa
que agita, con
la helada, sus bostezos
buscando los
lugares
que duermen
escuchando
sus mágicos
murmullos, sus rumores.
No hay nada
como el halo
que nace a la
alborada en los paisajes.
¿Quién dijo que
los robles
pudieran con
las nieves,
los vientos y
granizos que se acercan?
Y el alba nace
siempre melancólica,
negando sus
dorados tras las nubes
que suelen
limitarla,
robándole el
destello
que luce más
allá de las alturas.
No hay nada
como el beso
que enciende
luces bellas en la altura.
Los níscalos
esperan
para brotar,
con calma,
naciendo,
dolorosos, de la tierra.
Y toman los
helechos los colores
del bronce
ennegrecido, cobre triste
que siente su
lamento
con aires
quejumbrosos,
cubriendo al
champiñón que allí se esconde.
No hay nada más
hermoso
que ver la luz
del alba que comienza.
Despierta la
alborada
del sueño de la
noche
que oyó el
canto callado de las fuentes.
Y suenan ya los
ecos en los campos
del canto
siempre triste y pusilánime
que entonan los
pastores
que cantan sus
tristezas,
sabiendo que
los árboles se rinden.
No hay nada
como el aire
que brilla con
destellos, si amanece.
¿Quién dijo que
el arroyo
podría
contemplarse
con alma
bullanguera en su descenso?
De nuevo va su
cauce empobrecido.
buscando el
principado que en los mares
que ofrece como
abrazo,
sus senos
extendidos
de playas que
reciben sus espumas.
No hay nada
como el llanto
del alba cuando
cubre el horizonte.
Y se oyen los
ganados
que dejan los
pastores
correr en
libertad por las praderas,
por esos
pastizales sin memoria.
Las lluvias y
el granizo son frecuentes
y suelen,
manchadizos,
los barros y
las hierbas
manchar la
claridad de la lepiota.
No faltan los
overos
del sol cuando
saluda en el oriente.
Despierta la
alborada
del sueño de la
noche
que oyó el
canto callado de las fuentes.
Y siéntese el
aliento que regalan
las horas que
dibujan los colores,
las llamas
encendidas
que sueltan los
overos
del sol errante
en cielos olvidados.
No hay nada
como el frío
que agita los
colores de la aurora.
¿Quién dijo que
los montes
jamás se
rendirían a la fuerza
que tienen las
ventiscas en las cumbres?
Los lagos
escarchados no recuerdan
que siempre que
el invierno se aproxima
el hielo los
acecha,
y acaso los
reduce
a un sueño que
los sume y los atrapa.
No hay nada
como el rayo
primero que
despierta el nuevo día.
Qué bellos los
paisajes
cuando la
aurora clara
recorta con sus
luces los picachos.
El eco del arroyo mortecino
parece fatigarse,
mas las lluvias
se apuran en
torrentes
que, sin
contemplaciones,
descienden con
su vuelo repentino.
Acaso es
azucena
que mancha con
la luz de sus pinceles.
Despierta la
alborada
del sueño de la
noche
que oyó el
canto callado de las fuentes.
Y se oye
nuevamente el caramillo
que entona las
canciones de otras épocas,
hablando de
pasiones
que hirieron la
esperanza
de gentes
resignadas al desprecio.
No hay nada
como el cielo
que admira las
auroras perezosas.
¿Quién dijo que
los mares,
serenos en
verano,
no hubieran de
batir en los cantiles?
Las villas de
la costa se recogen
buscando los
refugios más amables
que ofrecen, en
el valle,
las cimas, las
colinas
pobladas por
los árboles caedizos.
No hay nada
como el lirio
que enciende el
alba clara en sus dorados.
Las cimas se
divisan
desde las otras
cimas,
como un
recuerdo lleno de añoranzas.
Son muros de
caliza que se elevan
buscando el
cielo, entre las nieblas densas
que cubren los
lugares
no lejos de los
puertos
a los que van
caminos solitarios.
No hay nada como
el alba
que corre los
espacios de los cielos.
2011 © José
Ramón Muñiz Álvarez
TODOS LOS DERECHOS
RESERVADOS.
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