miércoles, 15 de enero de 2014

El músico de Traisen (I)

Soneto XIV

La luz se ve nacer donde la helada
derrite sus mansiones silenciosas
en un jardín poblado por las rosas
que ven como se pierde la nevada.
La nieve llora al fin alborotada,
pues, si las horas pierde perezosas,
también esas blancuras generosas
que vieron encender su llamarada.
La música convierte en la poesía
el fuego repentino de un talento,
si excede lo común en su grandeza.
Y es Erich ese nido de maestría
que las alturas mira con el viento,
que es amo del paisaje y su belleza.

Despierta el sol en Viena

Despierta el sol en Viena
quebrando las escarchas
que quieren las heladas y el granizo,
tras noches de silencio,
de vientos y de llantos temerosos
que gimen al llegar el alba triste.
La vida siente el peso
de tardes tan mezquinas
que el aire arrecia fuerte en la ventana,
gritando amenazante
el mísero gemido con que canta
las furias que lo vieron enojado.
Por eso es más difícil
tener que levantarse,
sabiendo que amenaza el viento helado
y, al lado del camino,
pasando más allá del viejo puente,
los árboles desnudos se aletargan.
Los parques, sus colores
acaso derrotados,
podrán sentir el eco de los músicos
que ganan su sustento
tocando por las calles, las esquinas
de viejos edificios y viviendas.
La música se enciende
también en los paisajes
que viven desolados en invierno,
dejados al olvido,
carentes del consuelo que se ofrece
allí donde la vida se apresura.

Soneto XV

El hielo de la escarcha de la helada
que quiebra la alborada cuando, fría,
la brisa se alza y, llena de alegría,
la admira, se deshace entre la nada.
Y el hálito fugaz de la invernada
la antorcha ve del sol que, con el día,
nos muestra la furiosa gallardía
que la nevada rompe, si cuajada.
Y sabe la mañana, viendo el cielo,
del hielo de la noche, si, temprano,
es Erich de su aliento otro testigo.
Tal vez el caminante teme el hielo
que cuaja en Viena, gélido y ufano,
si el viento roza fuerte cada abrigo.

Soneto XVI

Salzburgo es un lugar para el verano:
allí reina la música que, hermosa,
el alma anima alegre, si reposa,
al ver el sol que nace más temprano.
También es el retiro mozartiano
que muestra sus jardines y rebosa,
luciendo la hermosura, si gozosa,
del mármol señorial, bello y ufano.
Los bosques proliferan como mares
en un rincón que un día Colloredo
por fuerza unió a su mando y su figura:
coníferas que llenan los lugares
la zona ocupan donde no el hayedo,
si Schagerl halla toda su hermosura.

El encanto del alba de Schönbrunn

El encanto del alba de Schönbrunn
nos recuerda los tiempos mejores
de un imperio con tintes románticos.
El barroco se muestra en las fuentes
y en callados jardines que saben
los secretos que esconde la historia.
El color de una nueva alborada
se refleja en las fuentes tranquilas
del hermoso palacio que duerme.
Y parece, entre bellos parterres,
que el ornato se vuelve inaudito,
porque canta al poder de un pasado.
Pero siempre el poder se evapora
si las guerras lo arrancan por fuerza,
para dar la razón a otras gentes.
Y el poder que se pierde no es alma,
como lo es el compás de una música
que celebra que es tiempo de vida.
Y la música sigue brillando
en la gran capital del Danubio,
alegrando las almas joviales.
Y los músicos prenden pasiones
con violines, con violas y flautas,
recordando los valses más viejos.
Y es que Schagerl alumbra los parques
del palacio más bello del mundo,
un Versalles con grandes jardines.

Soneto XVIII

Los Alpes, con sus cimas, quedan lejos,
y es este el reino donde las colinas
se siguen, como siempre, peregrinas,
al ver el sol, sus llamas y reflejos.
La música de Schagerl los bermejos
dibuja de ese sol en que, mezquinas,
deshacen las cenizas vespertinas,
crepúsculos sin luz, raros reflejos.
La nieve volverá en un nuevo vuelo
a ver la luz del sol, resplandeciente,
feliz y alborotada, en el paisaje.
La luz de la alborada ve luciente
a veces, el capricho del deshielo,
que advierte la blancura del paraje.

Suele siempre la alborada

Suele siempre la alborada,
cuando enciende su reflejo,
mostrar el color bermejo
de su inocencia dorada.
Y, deshaciendo la helada
que la mañana envenena,
viejos bosques enajena
en esa Viena imperial
cuyo velo de cristal
quiso allí la luna llena.
Y, pues es la noche oscura
la que quiere esa belleza
sobre la fresca maleza,
ya la helada se apresura.
Y, sin ser la nieve pura,
la alborada, sin gran pena,
arde en el cielo de Viena,
y deshace ese coral
cuyo velo de cristal
quiso allí la luna llena.
Que bien sabe de la helada
que la escarcha se deshace
cuando a la aurora le place,
si en el cielo arde dorada.
Porque la rara invernada
se desata en la azucena
cuando una llamada suena
y canto primaveral
que arrancó todo cristal
que dejó la luna llena.

Soneto XVIII

Hubiera de esperar otra mañana
de nieves que se arrojan al abismo
quien sabe regalar el virtuosismo
que en música traduce y engalana.
La luz del alba, toda su desgana,
expresa con el arco donde el mismo
concluye en el febril malabarismo,
si sabe la alborada más temprana.
Se escucha ese violín cuyo suspiro
el eco en los pantanos nos recuerda,
si el alba quiebra ya la noche oscura.
Y el mástil casi rompe con el giro
que roza, tempestuoso cada cuerda,
sabiendo dibujar furia y bravura.

Donde el horizonte alcanza

Donde el horizonte alcanza
un ocaso envuelto en fuego,
vino el sol a deslizarse,
con sus colores más viejos.
Y el sol quiso moribundo,
escuchar aquel concierto,
las maderas que se encienden,
los violines volanderos.
Y, rozando las colinas,
oyó el sonido más bello,
iluminando la orquesta,
como en un último beso.
Perdió el sol en lo lejano
los brillos que, en oro viejo,
dibujaron el crepúsculo
y en la noche se sumieron.
Y, asomadas a la noche,
las estrellas encendieron
el color de su mirada,
respetando su silencio.
Y, escuchando los acordes
que con bravura nacieron
de la cuerda y los metales,
se perdieron en su sueño.
Y, engalanada la noche,
sonaron los instrumentos,
que se vistieron de gala
para dar aquel concierto.

Soneto XIX

Momento de desgarro y amargura,
sonó por fin el tango arrabalero,
distinto de ese vals que fue primero
sonido de una bella partitura.
Una mujer fatal, la noche oscura,
historias del amor amargo y fiero,
tal vez ese rufián que, pendenciero,
entona el canto triste que apresura.
El tango de las gentes argentinas
nos habla de tristezas y dolores,
rufianes, prostitutas, canalladas.
La vida que es difícil y mezquina
y un cielo Buenos Aires sin colores
que espera ver las nuevas alboradas.

Los compases que suenan en Austria

Los compases que suenan en Austria
con un aire de un vals encendido
proporcionan mayor alegría
que el granizo que cae en las calles.
Y un cuarteto elegante nos lleva
de su mano a un lugar majestuoso
donde claros violines elevan
las pasiones más nobles del alma.
Que no en vano la música es vida
y transporta el espíritu a un mundo
donde todo es feliz, donde acaso
nos abate un febril sentimiento.
Porque existen palacios tan bellos
que la cuerda nos abre sus puertas,
ascendiendo a los altos salones
donde el sueño promete su gracia.

Soneto XX

El arte no es capricho del destino,
que siempre ha de pedir esa maestría
que muestra quien ensaya cada día
en busca de un sonido bello y fino.
Descubre lentamente su camino
quien muestra la febril sabiduría,
que acaso en virtuosismo tornaría
la música de un genio peregrino.
Quién sabe si una bella melodía
hubiera de hechizar el mismo viento
que gime a la mañana con tristeza.
La música se torna en alegría,
si prende su color el instrumento
para alcanzar un eco de belleza.

El sonido en los bosques de Viena

El sonido en los bosques de Viena
nos sugiere que el ave regresa
a la tierra donde hubo nacido.
Y los cisnes regresan de nuevo
al lugar donde están los estanques
al que llegan cansados del viaje.
Y no faltan, corriendo la altura,
el hermoso azulón, la serreta,
y otras aves que vuelven a casa.
Se acabaron al fin esos meses
de nevadas y hielos inhóspitos
que deshizo el abril con su brillo.
Nuevamente el paisaje hace cálidos
los rincones que el hielo maldito,
condenó al anegar toda vida.
Pero llega la luz de otros solos
y por fin se aproxima el verano
cuando ya es primavera en la zona.

Soneto XXI

Encienden los violines su bravura
y visten, con sus tonos, la alta gala,
si llena los rincones de la sala
la música que, rápida, se apura.
El público una vieja partitura
escucha que en el aire se regala,
sonido cuya gracia el aire escala
si sabe amenizar la noche oscura.
Acaso es la velada mozartiana
la misma que las horas envenena
de gracia, de dulzura y alegría.
Y luego los aplausos oye ufana
la Orquesta Filarmónica de Viena,
que goza de una digna nombradía.

El alba que despierta

El alba que despierta
se enciende donde el hielo cristalino
espera que sus llamas lo deshagan.
Los brillos y los oros
que encienden por el cielo sus corceles
animan nuevamente el horizonte.
Las sierras se recortan
no lejos, reflejando la hermosura
que muestran, majestuosos, los picachos.
La escarcha se deshace
con esa lentitud con que las noches
parecen dilatarse en el invierno.

Soneto XXII

La luz, en Niederösterreich cuajada,
se mezcla con la nieve que, bravía,
defiende su color con gallardía,
el reino del silencio y de la helada.
Más bella suele ser que la nevada
la luz del sol que brilla cada día,
el hielo deshaciendo donde, fría,
saluda con sus oros la alborada.
La luz es un overo entre bermejos
que enciende con su fuego la belleza
que sabe contemplar cuando suspira:
El mismo rayo ve los Alpes lejos,
que sabe grandes, llenos de dureza,
atentos al destello que los mira.

La Sommernacht

Son estos los conciertos más hermosos,
que, oyendo la pureza, se deleitan
con esos madrigales entonados
por voces diferentes, pero armónicas.
Y pronto siente el pecho sus hechizos:
las horas de placer en otro tiempo,
las llamas encendidas de añoranza,
quién sabe si una súbita alegría…
Pues Erich, como amante de lo suyo,
ocupa su lugar junto a la orquesta,
al tiempo que el crepúsculo deshace
sus oros y su luz ante el palacio.
Y Schönbrunn resplandece como nunca:
las flores de los parques y la fuente,
las sendas y veredas, los caminos,
el pórtico y la bella escalinata…
Las piezas se suceden y emocionan
a un público de todas las naciones
que sabe que la orquesta son virtuosos
que no defraudarán nunca a su público.
Y entonces es la música poesía.

Soneto XXIII

Los ocres de las aguas danubianas
recorren, con sus oros, los caminos
que siguen hacia el mar y, peregrinos,
del alba ven las llamas soberanas.
Su brillo luce todas las mañanas,
oyendo esos rumores mortecinos,
los cantos repetidos y cansinos,
sus voces silenciosas y tempranas.
Y toman las escarchas las orillas
que escuchan el sonido rumoroso
que fluye lentamente a lo lejano.
Y entonan las extrañas maravillas
si el trémolo se torna bullicioso,
las trompas al seguir al violonchelo.


2013-2014 © José Ramón Muñiz Álvarez
Las escarchas de diciembre”

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