Soneto
XIV
La
luz se ve nacer donde la helada
derrite
sus mansiones silenciosas
en
un jardín poblado por las rosas
que
ven como se pierde la nevada.
La
nieve llora al fin alborotada,
pues,
si las horas pierde perezosas,
también
esas blancuras generosas
que
vieron encender su llamarada.
La
música convierte en la poesía
el
fuego repentino de un talento,
si
excede lo común en su grandeza.
Y
es Erich ese nido de maestría
que
las alturas mira con el viento,
que
es amo del paisaje y su belleza.
Despierta
el sol en Viena
Despierta
el sol en Viena
quebrando
las escarchas
que
quieren las heladas y el granizo,
tras
noches de silencio,
de
vientos y de llantos temerosos
que
gimen al llegar el alba triste.
La
vida siente el peso
de
tardes tan mezquinas
que
el aire arrecia fuerte en la ventana,
gritando
amenazante
el
mísero gemido con que canta
las
furias que lo vieron enojado.
Por
eso es más difícil
tener
que levantarse,
sabiendo
que amenaza el viento helado
y,
al lado del camino,
pasando
más allá del viejo puente,
los
árboles desnudos se aletargan.
Los
parques, sus colores
acaso
derrotados,
podrán
sentir el eco de los músicos
que
ganan su sustento
tocando
por las calles, las esquinas
de
viejos edificios y viviendas.
La
música se
enciende
también
en los paisajes
que
viven desolados en invierno,
dejados
al olvido,
carentes
del consuelo que se ofrece
allí
donde la vida se apresura.
Soneto
XV
El
hielo de la escarcha de la helada
que
quiebra la alborada cuando, fría,
la
brisa se alza y, llena de alegría,
la
admira, se deshace entre la nada.
Y
el hálito fugaz de la invernada
la
antorcha ve del sol que, con el día,
nos
muestra la furiosa gallardía
que
la nevada rompe, si cuajada.
Y
sabe la mañana, viendo el cielo,
del
hielo de la noche, si, temprano,
es
Erich de su aliento otro testigo.
Tal
vez el caminante teme el hielo
que
cuaja en Viena, gélido y ufano,
si
el viento roza fuerte cada abrigo.
Soneto
XVI
Salzburgo
es un lugar para el verano:
allí
reina la música que, hermosa,
el
alma anima alegre, si reposa,
al
ver el sol que nace más temprano.
También
es el retiro mozartiano
que
muestra sus jardines y rebosa,
luciendo
la hermosura, si gozosa,
del
mármol señorial, bello y ufano.
Los
bosques proliferan como mares
en
un rincón que un día Colloredo
por
fuerza unió a su mando y su figura:
coníferas
que llenan los lugares
la
zona ocupan donde no el hayedo,
si
Schagerl halla toda su hermosura.
El
encanto del alba de Schönbrunn
El
encanto del alba de Schönbrunn
nos
recuerda los tiempos mejores
de
un imperio con tintes románticos.
El
barroco se muestra en las fuentes
y
en callados jardines que saben
los
secretos que esconde la historia.
El
color de una nueva alborada
se
refleja en las fuentes tranquilas
del
hermoso palacio que duerme.
Y
parece, entre bellos parterres,
que
el ornato se vuelve inaudito,
porque
canta al poder de un pasado.
Pero
siempre el poder se evapora
si
las guerras lo arrancan por fuerza,
para
dar la razón a otras gentes.
Y
el poder que se pierde no es alma,
como
lo es el compás de una música
que
celebra que es tiempo de vida.
Y
la música sigue brillando
en
la gran capital del Danubio,
alegrando
las almas joviales.
Y
los músicos prenden pasiones
con
violines, con violas y flautas,
recordando
los valses más viejos.
Y
es que Schagerl alumbra los parques
del
palacio más bello del mundo,
un
Versalles con grandes jardines.
Soneto
XVIII
Los
Alpes, con sus cimas, quedan lejos,
y
es este el reino donde las colinas
se
siguen, como siempre, peregrinas,
al
ver el sol, sus llamas y reflejos.
La
música de Schagerl los bermejos
dibuja
de ese sol
en que, mezquinas,
deshacen
las cenizas vespertinas,
crepúsculos
sin luz, raros reflejos.
La
nieve volverá en un nuevo vuelo
a
ver la luz del sol, resplandeciente,
feliz
y alborotada, en el paisaje.
La
luz de la alborada ve luciente
a
veces, el capricho del deshielo,
que
advierte la blancura del paraje.
Suele
siempre la alborada
Suele
siempre la alborada,
cuando
enciende su reflejo,
mostrar
el color bermejo
de
su inocencia dorada.
Y,
deshaciendo la helada
que
la mañana envenena,
viejos
bosques enajena
en
esa Viena imperial
cuyo
velo de cristal
quiso
allí la luna llena.
Y,
pues es la noche oscura
la
que quiere esa belleza
sobre
la fresca maleza,
ya
la helada se apresura.
Y,
sin ser la nieve pura,
la
alborada, sin gran pena,
arde
en el cielo de Viena,
y
deshace ese coral
cuyo
velo de cristal
quiso
allí la luna llena.
Que
bien sabe de la helada
que
la escarcha se deshace
cuando
a la aurora le place,
si
en el cielo arde dorada.
Porque
la rara invernada
se
desata en la azucena
cuando
una llamada suena
y
canto primaveral
que
arrancó todo cristal
que
dejó la luna llena.
Soneto
XVIII
Hubiera
de esperar otra mañana
de
nieves que se arrojan al abismo
quien
sabe regalar el virtuosismo
que
en música traduce y engalana.
La
luz del alba, toda su desgana,
expresa
con el arco donde el mismo
concluye
en el febril malabarismo,
si
sabe la alborada más temprana.
Se
escucha ese violín cuyo suspiro
el
eco en los pantanos nos recuerda,
si
el alba quiebra ya la noche oscura.
Y
el mástil casi rompe con el giro
que
roza, tempestuoso cada cuerda,
sabiendo
dibujar furia y bravura.
Donde
el horizonte alcanza
Donde
el horizonte alcanza
un
ocaso envuelto en fuego,
vino
el sol a deslizarse,
con
sus colores más viejos.
Y
el sol quiso moribundo,
escuchar
aquel concierto,
las
maderas que se encienden,
los
violines volanderos.
Y,
rozando las colinas,
oyó
el sonido más bello,
iluminando
la orquesta,
como
en un último beso.
Perdió
el sol en lo lejano
los
brillos que, en oro viejo,
dibujaron
el crepúsculo
y
en la noche se sumieron.
Y,
asomadas a la noche,
las
estrellas encendieron
el
color de su mirada,
respetando
su silencio.
Y,
escuchando los acordes
que
con bravura nacieron
de
la cuerda y los metales,
se
perdieron en su sueño.
Y,
engalanada la noche,
sonaron
los instrumentos,
que
se vistieron de gala
para
dar aquel concierto.
Soneto
XIX
Momento
de desgarro y amargura,
sonó
por fin el tango arrabalero,
distinto
de ese vals que fue primero
sonido
de una bella partitura.
Una
mujer fatal, la noche oscura,
historias
del amor amargo y fiero,
tal
vez ese rufián que, pendenciero,
entona
el canto triste que apresura.
El
tango de las gentes argentinas
nos
habla de tristezas y dolores,
rufianes,
prostitutas, canalladas.
La
vida que es difícil y mezquina
y
un cielo Buenos Aires sin colores
que
espera ver las nuevas alboradas.
Los
compases que suenan en Austria
Los
compases que suenan en Austria
con
un aire de un vals encendido
proporcionan
mayor alegría
que
el granizo que cae en las calles.
Y
un cuarteto elegante nos lleva
de
su mano a un lugar majestuoso
donde
claros violines elevan
las
pasiones más nobles del alma.
Que
no en vano la música es vida
y
transporta el espíritu a un mundo
donde
todo es feliz, donde acaso
nos
abate un febril sentimiento.
Porque
existen palacios tan bellos
que
la cuerda nos abre sus puertas,
ascendiendo
a los altos salones
donde
el sueño promete su gracia.
Soneto
XX
El
arte no es capricho del destino,
que
siempre ha de pedir esa maestría
que
muestra quien ensaya cada día
en
busca de un sonido bello y fino.
Descubre
lentamente su camino
quien
muestra la febril sabiduría,
que
acaso en virtuosismo tornaría
la
música de un genio peregrino.
Quién
sabe si una bella melodía
hubiera
de hechizar el mismo viento
que
gime a la mañana con tristeza.
La
música se torna en alegría,
si
prende su color el instrumento
para
alcanzar un eco de belleza.
El
sonido en los bosques de Viena
El
sonido en los bosques de Viena
nos
sugiere que el ave regresa
a
la tierra donde hubo nacido.
Y
los cisnes regresan de nuevo
al
lugar donde están los estanques
al
que llegan cansados del viaje.
Y
no faltan, corriendo la altura,
el
hermoso azulón, la serreta,
y
otras aves que vuelven a casa.
Se
acabaron al fin esos meses
de
nevadas y hielos inhóspitos
que
deshizo el abril con su brillo.
Nuevamente
el paisaje hace cálidos
los
rincones que el hielo maldito,
condenó
al anegar toda vida.
Pero
llega la luz de otros solos
y
por fin se aproxima el verano
cuando
ya es primavera en la zona.
Soneto
XXI
Encienden
los violines su bravura
y
visten, con sus tonos, la alta gala,
si
llena los rincones de la sala
la
música que, rápida, se apura.
El
público una vieja partitura
escucha
que en el aire se regala,
sonido
cuya gracia el aire escala
si
sabe amenizar la noche oscura.
Acaso
es la velada mozartiana
la
misma que las horas envenena
de
gracia, de dulzura y alegría.
Y
luego los aplausos oye ufana
la
Orquesta Filarmónica de Viena,
que
goza de una digna nombradía.
El
alba que despierta
El
alba que despierta
se
enciende donde el hielo cristalino
espera
que sus llamas lo deshagan.
Los
brillos y los oros
que
encienden por el cielo sus corceles
animan
nuevamente el horizonte.
Las
sierras se recortan
no
lejos, reflejando la hermosura
que
muestran, majestuosos, los picachos.
La
escarcha se deshace
con
esa lentitud con que las noches
parecen
dilatarse en el invierno.
Soneto
XXII
La
luz, en Niederösterreich cuajada,
se
mezcla con la nieve que, bravía,
defiende
su color con gallardía,
el
reino del silencio y de la helada.
Más
bella suele ser que la nevada
la
luz del sol que brilla cada día,
el
hielo deshaciendo donde, fría,
saluda
con sus oros la alborada.
La
luz es un overo entre bermejos
que
enciende con su fuego la belleza
que
sabe contemplar cuando suspira:
El
mismo rayo ve los Alpes lejos,
que
sabe grandes, llenos de dureza,
atentos
al destello que los mira.
La
Sommernacht
Son
estos los conciertos más hermosos,
que,
oyendo la pureza, se deleitan
con
esos madrigales entonados
por
voces diferentes, pero armónicas.
Y
pronto siente el pecho sus hechizos:
las
horas de placer en otro tiempo,
las
llamas encendidas de añoranza,
quién
sabe si una súbita alegría…
Pues
Erich, como amante de lo suyo,
ocupa
su lugar junto a la orquesta,
al
tiempo que el crepúsculo deshace
sus
oros y su luz ante el palacio.
Y
Schönbrunn resplandece como nunca:
las
flores de los parques y la fuente,
las
sendas y veredas, los caminos,
el
pórtico y la bella escalinata…
Las
piezas se suceden y emocionan
a
un público de todas las naciones
que
sabe que la orquesta son virtuosos
que
no defraudarán nunca a su público.
Y
entonces es la música poesía.
Soneto
XXIII
Los
ocres de las aguas danubianas
recorren,
con sus oros, los caminos
que
siguen hacia el mar y, peregrinos,
del
alba ven las llamas soberanas.
Su
brillo luce todas las mañanas,
oyendo
esos rumores mortecinos,
los
cantos repetidos y cansinos,
sus
voces silenciosas y tempranas.
Y
toman las escarchas las orillas
que
escuchan el sonido rumoroso
que
fluye lentamente a lo lejano.
Y
entonan las extrañas maravillas
si
el trémolo se torna bullicioso,
las
trompas al seguir al violonchelo.
2013-2014
© José Ramón Muñiz Álvarez
“Las
escarchas de diciembre”
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