LABRIEGO-. Raro el amor, que las gentes
de alcurnia y de nombradía
hablan con fe todo el día
de los amores ausentes,
pues, junto a las mansas fuentes
de las horas otoñales,
suelen olvidar sus males,
su dolor y su tristeza,
lamentando la dureza
de los amores mortales.
DON ÁLVARO-. Difícil es comprender
que el amor es mal terrible
que castiga al más sensible
que se rinde a ese querer.
Quien se ve en el fuego arder
del infierno del amor
bien conoce su dolor,
bien conoce su amargura,
que, como a la nieve pura,
lo derrite su calor.
Porque el amor que respiro
niega a quien bebe en sus aguas,
pues lo calientan las fraguas
de su terrible suspiro.
Con cada vez que respiro,
con calda vez que me muero,
siento el amor que yo quiero,
y es evidente falacia
que el amor es todo gracia
y da gala a su lucero.
Y respirando esa llama
que no comprender tú dices
las horas vuelve infelices
de aquel que el llanto derrama.
Gran poder tiene una dama
sobre quien siente al acecho
el dolor de su despecho,
el fuego de la maldad,
que es Cupido mezquindad
y destruye al más derecho.
No me importa el ostracismo
que padezco en esta sierra,
pues hermosa es esta tierra
desde la cumbre al abismo.
Mas, si estuviese aquí mismo
la razón de mi dolor,
con un humilde fervor
claramente le diría:
“Aquí está la vida mía
y la causa de mi amor.
Que sois vos, bella hermosura
que ni los cielos igualan
cuando sus luces regalan
desde la diáfana altura.
Y aunque miráis sin mesura
demostrando tal enojo,
yo vuestras iras aflojo,
suplico vuestro perdón,
os entrego mi pasión
y a vuestro poder me acojo.
Porque el bello pensamiento
que inspira vuestra mirada
es recuerdo, a la alborada,
de su luz y de su aliento,
pues la dicha y el tormento
se conjugan, felizmente,
en el agua de la fuente
que, volviéndose bermeja,
esos colores refleja
al susurrar su corriente.
No en vano sois la belleza
que tales versos inspira
en el amor que respira
vuestra crueldad y dureza.”
Y tal vez será torpeza
hablar de amores así,
mas prende tal frenesí
esa mujer en mi pecho
que no amarla ya es despecho,
pues a sus pies me rendí.
LABRIEGO-. Bellos versos son, a fe,
y no soy hombre letrado,
mas en lo que se ha escuchado
muy gran tormento se ve.
PASTOR-. De tales cosas no sé,
pues no entiendo la poesía,
pero enciende el alma mía
ver así a un joven garzón
a quien llena la pasión
de tanta melancolía.
Y debe ser enojoso
soportar tamaños males,
que no hay tristezas iguales
a las que canta gozoso.
Es el amor tan hermoso
como triste, y amanece
viendo esta pena que crece
y esta vida sin sentido,
pues, cuando ya ha anochecido,
su dolor no desmerece.
Mas yo del amor ni quiero
verme infeliz y apresado,
que me admira el triste estado
de este joven prisionero.
Y, como humilde cabrero,
sin amores ni tensiones,
recorro yo las regiones
del paisaje de esta tierra,
errante de sierra en sierra
y ajeno a tales pasiones.
Poco entiendo del amor,
mas, si he de darte un consejo,
sabrás escuchar a un viejo,
pues es un hombre mayor.
Guárdate bien del dolor,
Porque quien siente el ardor
que siente el que el mal recibe,
siente que en el alma escribe
el destino su mandado,
entre triste y delicado.
DON ÁLVARO-. Raros consejo se escribe:
¿Mas qué importa ya vivir,
qué importa la vida, el mundo
si es el abismo profundo
para quien ha de sentir?
¿Y dónde se ha de concebir
que la dicha y la finura,
la sutileza y dulzura
son la cura del herido?
LABRIEGO-. Quien por amor es vencido
del amor no tiene cura.
DON ÁLVARO-. Que tristes amores llora
este
joven sin templanza
porque,
si no hay esperanza,
lloro
si viene la aurora,
si
la brisa me acalora,
si
miro el alba luciente
y
en su luz resplandeciente
el
recuerdo de la amada
es
una llama elevada
que
ignora mi amor vehemente.
LABRIEGO-.
Sabe mucho del descanso
el
arroyo en su camino,
cuando
cruza, peregrino,
y
llega hasta su remanso.
PASTOR-.
Vive el espíritu manso
en
esta naturaleza,
y,
aunque cabe la tristeza,
cuando
llega el viento frío,
toda
la calma del río
mira
el alba que bosteza.
Y
esta callada quietud
del
otoño y sus colores
curar
puede los amores
de
la inquieta juventud,
que
quien pierde la salud
por
amores desdichados
sabe
la paz de estos prados
y
se pasa la tristeza
si,
tumbado en la maleza,
mira
los montes nevados.
LABRIEGO-.
Y ya para primavera
las
flores cubren la orilla
junto
al agua que, sencilla,
va
apurando su carrera,
pues
en abril la pradera
se
hace más verde y el suelo
bebe
el agua del deshielo,
que,
mientras el sol alumbre,
descenderá
de la cumbre
vivo
siempre el arroyuelo.
DON
ÁLVARO-. Rara cosa es este mal.
LABRIEGO-.
Rara cosa, sí, señor,
que
el misterio del amor
es
desenlace fatal.
Bajo
este cielo otoñal
cantan
pastores su daño,
su
crueldad y el vil engaño
con
que a las gentes cautiva.
PASTOR-.
Es la ingrata llama esquiva
del
dolor del desengaño.
Escena VI
Queda don Álvaro en soledad.
DON ÁLVARO-. Vine a buscar otra tierra,
otro
lugar, un confín
lejano
a ese serafín
que
sus amores me cierra.
Porque
el amor me destierra
donde,
libre, en el destierro,
no
sentiré que es encierro
su
desdén y su dureza,
que
ya la naturaleza
me
dispone monte y cerro.
Y
qué lugares sabrosos
regala
la cortesía
de
toda la serranía
a
mis llantos amorosos.
Pues
los lugares gozosos
han
de llenar mi esperanza
donde
la vida no alcanza
a
derrotar la pasión,
que
me rompe el corazón
no
mostrar mayor templanza.
De
esta manera, el aliento
quiere
ya esa salvación
que
arranca la salvación
de
este triste pensamiento.
Mis
penas llevará el viento
hacia
un lugar apartado
donde
el amor enojado
pueda
curar su tristeza,
que
el amor, en su dureza,
ya
me sabe condenado.
¿Y
así curaré mis males
y
sentiré que el aliento
juega
con el pensamiento
y
desenlaces fatales?
Porque
son hondos mis males
y
tan duro es su rigor,
poco
bien quiere el amor,
que,
quien llora en soledad,
lamenta
tanta crueldad,
que
tacaño es su favor.
¿Y
así calmaré la paz
que
turbia tiene mi pecho
por
causarle tal despecho
al
estar en la ciudad?
No
ha de tener caridad
el
arquero en su valor,
pues
no me quiere el amor,
que,
quien llora en soledad,
lamenta
tanta crueldad,
que
tacaño es su favor.
¿Y,
buscando ese sosiego,
al
hallarme más sereno,
no
encontraré más veneno,
huyendo
del amor ciego?
Pues
ya siento que navego
por
los mares del dolor,
porque
es capricho de amor,
y,
quien llora en soledad,
lamenta
tanta crueldad,
que
tacaño es su favor.
Y
he de hallarme arrepentido
de
no conocer el bien,
que
justo he de ser también,
y
no cruel, como Cupido,
pues
por amores vencido,
mayor
se hace este favor,
si
no me quiere el amor,
que,
quien llora en soledad,
lamenta
tanta crueldad,
que
tacaño es su favor.
Horas de ingrato pesar
y lamentar tanta saña
son lo que tanto me daña
en la paz del castañar.
y el monte que mira al mar
oye lejano el rumor,
si
no me quiere el amor,
que,
quien llora en soledad,
lamenta
tanta crueldad,
que
tacaño es su favor.
Y, rendida el alma mía
de la mañana a la tarde,
me considero cobarde,
falto de toda osadía.
Y con ver que llega el día,
soy yo quien llora a deshora.
Despierta el sol y la aurora,
por recordar mi tristeza,
me escucha mientras bosteza
y con mis lamentos llora.
Nace la luz, que lejana,
nos regala, entre ceniza,
esa llama primeriza
que nos deja la mañana.
Y triste llora y se ufana
quien lamenta sus pasiones,
mientras huyen los gorriones
que, en su gloriosa escapada,
aprovechan la alborada
y sus calladas mansiones.
Y los negros los estorninos
que, buscando otros lugares,
volarán lejanos mares,
cruzarán viejos caminos.
Con acentos repentinos
también huye con el viento
el cansado pensamiento
que turbar sabe al que llora,
que se contempla la aurora
con un brillo ceniciento.
¿Soy
un joven sin templanza
que
triste de amores llora:
lloro
si viene la aurora,
lloro
si no hay esperanza?
Con gran dureza me alcanza
ese hechizo de Cupido.
Si
el amor tiene vencido
a
quien su fuego hace fe,
justo
es que sepa que sé
que
me tiene consumido.
Y
es sendero que me mata
cuando
me siento despierto,
pues
quien vive estando muerto,
llora
el bien que lo arrebata.
Llega
la aurora de plata
para
ver desconsolado
a
quien vive en este estado
de
tristeza sin aliento,
y
no escapa como el viento
quien
sufre el mal agitado.
Y
es que el muchacho ladino,
sabe
bien qué es el azar,
y,
gozándose en dañar,
es
tan cruel como mezquino.
De
este modo peregrino
me
siento tan desgraciado,
que
la paz miro del prado
con
envidia sin igual,
que
suele olvidar el mal
quien
de amor se ve agraviado.
Mas
yo voy donde las cumbres
dejan
que cubra la nieve
que
solo un verano breve
libra
de sus pesadumbres.
En
tales incertidumbres
que
son pasión amorosa,
el
amor solo reposa
causando
mayores daños,
y
huye el alma los engaños
buscando
la paz gozosa.
¿Y
cómo olvidar los ojos
que
con su clara mirada
me
recuerdan la alborada
con
sus caprichos y antojos?
¿Y
de los labios más rojos,
que
encendiendo mi deseo,
siento
que acaso los veo,
prometiendo
s hermosura
a
quien la siente más pura
para
tornarse en trofeo?
¿Su
melena desatada,
que
más que la aurora bella
se
enciende como una estrella
con
su mágica alborada?
¿De
su rostro la nevada,
cuando
enseña la pureza
que
allí pintó la belleza
con
esa magna maestría
de
quien sabe que, si es fría,
cálida
es cuando bosteza?
Hermosura
del deshielo,
siento
en mi pecho su vida,
esa
luz que abre la herida
de
mi eterno desconsuelo.
No
tiene piedad el cielo,
no
sabe nada el destino,
y
mi tristeza imagino
en
el poder de su ausencia,
pues
reclamo su presencia
como
amante peregrino.
Será
buen apartamiento
ese
lugar que se ofrece,
ver
allí cómo amanece,
soñar
otro pensamiento.
Si
lo piden yo me ausento
y
tendré esa curación
que
hace falta a un corazón
que
el amor solo alimenta,
que,
para pagar la cuenta,
ya
basta la sinrazón.
Qué bellos los resplandores
que, reflejo de la helada,
quebrando la madrugada,
saludan a los pastores.
Qué bellos son los colores
que se esparcen silenciosos.
Qué bellos, qué rumorosos
los arroyos que caminan
y en su correr peregrinan
hacia mares procelosos.
Pero ya se ve ese brillo
sobre el lejano horizonte,
que despunta, tras el monte,
de la alborada un castillo.
Es ese fuego sencillo
con su plata y sus dorados:
por mil pinceles manchados
van ardiendo ya los cielos,
que se deshacen los hielos
que ya cuajan sobre el prado.
Y yo miro los caminos
de este mundo desolado
que admira al enamorado,
sus acentos peregrinos.
Y se hacen siempre mezquinos
los pensamientos que agitan
las almas que solicitan
un amor no concebido,
que es el amor sinsentido
y locos los que lo habitan.
Y como soy morador
en un imperio encendido,
cual vasallo de Cupido,
he de ser su servidor.
Quien es el adorador
de este niño alado y ciego
ha de perder el sosiego
que pudo tener un día
cuando vio en la llama fría
el más encendido fuego.
Y los campos encendidos
ven esa luz que destella
donde se esconde una estrella
y arden tantos coloridos.
Y pueden verse dormidos
en su sueño los frutales.
Y en las horas otoñales.
es más bella la alborada
que quiebra la madrugada
en las cortes celestiales.
Ya
siento la fresca brisa,
la
nieve en los altos montes,
los
lejanos horizontes
de
ese mar que se divisa.
esa
brisa que precisa
recorta
los castañares,
que
don Álvaro Encinares
de
Fernández y Aranjuez
sabe
el remedio tal vez
en
que aliviar sus pesares.
2011 © José
Ramón Muñiz Álvarez
TODOS LOS DERECHOS RESERVADOS.
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