lunes, 23 de junio de 2014

Las noches son mejores con la lluvia



José Ramón Muñiz Álvarez
LAS NOCHES SON MEJORES CON LA LLUVIA”
(Palabras encendidas que nos dicen
secretos del paisaje moribundo
que duerme
cuando suenan sus
suspiros)

Los verdes encendidos se sublevan: semejan, con su rabia, ese carácter tan propio de los mozos arrogantes. Los jóvenes, igual que la hojarasca, adoraran entregarse a la locura violenta que se admira en cada brillo. Y hay fuego en esa llama de colores que nace en cada flor, en cada rama, gritando la victoria de la vida sobre un invierno triste que se fuga.
Las horas del crepúsculo se acercan: los oros que refleja el horizonte confiesan el dolor del sol que muere. La luz de las estrellas se hace clara y enciende con sus trémolos la atmósfera que flota en los rincones apagados. El último jilguero de la tarde, posado en una rama, mira el bosque, jugando a convocar, con raro trino, momentos infinitos de silencio.
Y surge ese silencio de la nada: después de que el jilguero hiere el aire, se pone el sol, buscando su reposo. Y al fin descansa el sol, al fin es sueño su vuelo por la bóveda celeste, cruzando las alturas sin aliento. Los brillos del ocaso nos recuerdan las llamas que se encienden con el alba, si el viaje fatigoso que comienza fue el fruto del bostezo de la aurora.
Mas no pueden tardar otros rumores: las brisas corren raudas con la noche, fingiéndose doncellas de la luna; las aguas de la fuente del arroyo no cesan en su curso lastimero, buscando el cauce fuerte y repentino; las hojas de los viejos castañares se rozan cuando el viento las agita, y el viento las agita, pues, travieso, disfruta de esos raros recitales.
El bosque cobra vida nuevamente. Entonces se hace hermoso el canto extraño que llega de un rincón en lo profundo. Las voces del autillo son hermosas y suenan como un canto que se inspira, quién sabe si en amores y leyendas. Y es que ese es el reclamo, la llamada que corta el aire herido por las lluvias, cansadas, agotadas, fatigadas, que saben del amor que solicita.
Los viejos campesinos no lo temen. Mas hubo, tiempo atrás, supersticiones, y fue temido el canto del autillo. Contaban que era augurio de la muerte su voz cascada, triste, quejumbrosa, igual que el alma en pena en el averno. El caso es que es un pájaro cualquiera que deja su guarida y, a sus horas, procura el alimento que precisa, si no son los amores que reclama.
Él ama los lugares más oscuros. Espera a ver sus presas y se lanza tal vez desde una rama con sigilo. Pudiera darle muerte a un ratoncillo, tal vez algún tritón, al viejo sapo, la rara salamandra en el camino. Su máscara lo muestra poderoso, señor en esas sombras siempre densas que tiene la arboleda si anochece donde un rincón se oculta entre malezas.
También se oyen autillos en los parques. Los parques son lugares que frecuentan las aves en las noches amorosas. Allí van los autillos cada noche, si es tiempo, pues al fin la primavera permite que se lancen al instinto. Y versos de poesía se iluminan en un sonido bello que repite la estrofa que otros piensan mal agüero de un tiempo de las brujas y aquelarres.
De niño yo escuchaba a los autillos. Sus voces sugerentes me indicaban que todo sucedía entre las sombras: un halo de misterio en lo brumoso solía hacer arder la sed de siempre, la sed de los que adoran cada noche. Y fui un niño romántico que amaba los cantos lastimeros del autillo con gran curiosidad, como el obseso que quiere descubrirlo en plena noche.
Mi abuela siempre hablaba del autillo. El pájaro del agua, me explicaba, contando lo curioso de su caso: el pájaro anunciaba los chubascos, las lluvias y el mal tiempo si solía guardarse, al emitir esos gemidos. A veces anunciaba el tiempo bueno y el canto era un sinónimo de dicha, promesa de ese sol que todos quieren, mediado abril, que no es tan caluroso.
Las noches son mejores con la lluvia: el agua purifica cada parte, besando cada prado con su boca. Sus labios son aliento humedecido que sabe dar la vida a las regiones que esperan su caricia y su milagro. Acaso su sonido es la poesía que evoca los conciertos de otro tiempo, momentos que el granizo y la nevada supieron conquistar antes de marzo.
También hay salamandras y tritones. Parece que las fuentes abundantes convocan las criaturas de la noche. Quién sabe si la vida de esas horas se vuelve misteriosa a nuestros ojos a costa de mostrarse tan secreta. Y el canto del autillo es tan esquivo que puede compararse al de los pájaros que esconden su cantar en la arboleda, seguros en las frondas más pobladas.
Y el canto del autillo tiene afines: el hecho es que es común entre asturianos pensar que el cuco es pájaro adivino (las gentes campesinas le preguntan si acaso puede hacer sus predicciones, y dicta los momentos de las bodas). Son muchos los que adoran esos cantos de musicalidades siempre dulces, el tono amable de quien, invisible, se esconde entre las densas hojarascas.
Pero es un ave cruel que asalta nidos. Por eso hay quien desprecia los encantos del canto que en abril viste los bosques. También hay quien, pudiendo sorprenderlo, nos supo comentar que no era hermoso: el cuco es siempre gris y su plumaje no tiene la belleza y los colores que lucen otras aves cuando vuelan la altura de los cielos despejados.
Mas yo prefiero al pájaro del agua. El pájaro del agua es como un búho pequeño que se esconde en los desvanes. Nos mira fijamente, si lo vemos, hinchando su tamaño, amenazante, con todo su plumón y con sus alas. Y el grito que convoca sus amores da luz a cada noche en primavera, del modo en que los cuentos de difuntos asustan a las viejas en noviembre.

2014 © José Ramón Muñiz Álvarez

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