José
Ramón Muñiz Álvarez
“LAS
NOCHES SON MEJORES CON LA LLUVIA”
(Palabras
encendidas que nos dicen
secretos
del paisaje moribundo
que
duerme
cuando
suenan sus
suspiros)
Los
verdes encendidos se sublevan: semejan, con su rabia, ese carácter
tan propio de los mozos arrogantes. Los jóvenes, igual que la
hojarasca, adoraran entregarse a la locura violenta que se admira en
cada brillo. Y hay fuego en esa llama de colores que nace en cada
flor, en cada rama, gritando la victoria de la vida sobre un invierno
triste que se fuga.
Las
horas del crepúsculo se acercan: los oros que refleja el horizonte
confiesan el dolor del sol que muere. La luz de las estrellas se hace
clara y enciende con sus trémolos la atmósfera que flota en los
rincones apagados. El último jilguero de la tarde, posado en una
rama, mira el bosque, jugando a convocar, con raro trino, momentos
infinitos de silencio.
Y
surge ese silencio de la nada: después de que el jilguero hiere el
aire, se pone el sol, buscando su reposo. Y al fin descansa el sol,
al fin es sueño su vuelo por la bóveda celeste, cruzando las
alturas sin aliento. Los brillos del ocaso nos recuerdan las llamas
que se encienden con el alba, si el viaje fatigoso que comienza fue
el fruto del bostezo de la aurora.
Mas
no pueden tardar otros rumores: las brisas corren raudas con la
noche, fingiéndose doncellas de la luna; las aguas de la fuente del
arroyo no cesan en su curso lastimero, buscando el cauce fuerte y
repentino; las hojas de los viejos castañares se rozan cuando el
viento las agita, y el viento las agita, pues, travieso, disfruta de
esos raros recitales.
El
bosque cobra vida nuevamente. Entonces se hace hermoso el canto
extraño que llega de un rincón en lo profundo. Las voces del
autillo son hermosas y suenan como un canto que se inspira, quién
sabe si en amores y leyendas. Y es que ese es el reclamo, la llamada
que corta el aire herido por las lluvias, cansadas, agotadas,
fatigadas, que saben del amor que solicita.
Los
viejos campesinos no lo temen. Mas hubo, tiempo atrás,
supersticiones, y fue temido el canto del autillo. Contaban que era
augurio de la muerte su voz cascada, triste, quejumbrosa, igual que
el alma en pena en el averno. El caso es que es un pájaro cualquiera
que deja su guarida y, a sus horas, procura el alimento que precisa,
si no son los amores que reclama.
Él
ama los lugares más oscuros. Espera a ver sus presas y se lanza tal
vez desde una rama con sigilo. Pudiera darle muerte a un ratoncillo,
tal vez algún tritón, al viejo sapo, la rara salamandra en el
camino. Su máscara lo muestra poderoso, señor en esas sombras
siempre densas que tiene la arboleda si anochece donde un rincón se
oculta entre malezas.
También
se oyen autillos en los parques. Los parques son lugares que
frecuentan las aves en las noches amorosas. Allí van los autillos
cada noche, si es tiempo, pues al fin la primavera permite que se
lancen al instinto. Y versos de poesía se iluminan en un sonido
bello que repite la estrofa que otros piensan mal agüero de un
tiempo de las brujas y aquelarres.
De
niño yo escuchaba a los autillos. Sus voces sugerentes me indicaban
que todo sucedía entre las sombras: un halo de misterio en lo
brumoso solía hacer arder la sed de siempre, la sed de los que
adoran cada noche. Y fui un niño romántico que amaba los cantos
lastimeros del autillo con gran curiosidad, como el obseso que quiere
descubrirlo en plena noche.
Mi
abuela siempre hablaba del autillo. El pájaro del agua, me
explicaba, contando lo curioso de su caso: el pájaro anunciaba los
chubascos, las lluvias y el mal tiempo si solía guardarse, al emitir
esos gemidos. A veces anunciaba el tiempo bueno y el canto era un
sinónimo de dicha, promesa de ese sol que todos quieren, mediado
abril, que no es tan caluroso.
Las
noches son mejores con la lluvia: el agua purifica cada parte,
besando cada prado con su boca. Sus labios son aliento humedecido que
sabe dar la vida a las regiones que esperan su caricia y su milagro.
Acaso su sonido es la poesía que evoca los conciertos de otro
tiempo, momentos que el granizo y la nevada supieron conquistar antes
de marzo.
También
hay salamandras y tritones. Parece que las fuentes abundantes
convocan las criaturas de la noche. Quién sabe si la vida de esas
horas se vuelve misteriosa a nuestros ojos a costa de mostrarse tan
secreta. Y el canto del autillo es tan esquivo que puede compararse
al de los pájaros que esconden su cantar en la arboleda, seguros en
las frondas más pobladas.
Y
el canto del autillo tiene afines: el hecho es que es común entre
asturianos pensar que el cuco es pájaro adivino (las gentes
campesinas le preguntan si acaso puede hacer sus predicciones, y
dicta los momentos de las bodas). Son muchos los que adoran esos
cantos de musicalidades siempre dulces, el tono amable de quien,
invisible, se esconde entre las densas hojarascas.
Pero
es un ave cruel que asalta nidos. Por eso hay quien desprecia los
encantos del canto que en abril viste los bosques. También hay
quien, pudiendo sorprenderlo, nos supo comentar que no era hermoso:
el cuco es siempre gris y su plumaje no tiene la belleza y los
colores que lucen otras aves cuando vuelan la altura de los cielos
despejados.
Mas
yo prefiero al pájaro del agua. El pájaro del agua es como un búho
pequeño que se esconde en los desvanes. Nos mira fijamente, si lo
vemos, hinchando su tamaño, amenazante, con todo su plumón y con
sus alas. Y el grito que convoca sus amores da luz a cada noche en
primavera, del modo en que los cuentos de difuntos asustan a las
viejas en noviembre.
2014
© José Ramón Muñiz Álvarez
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