José
Ramón Muñiz Álvarez
“MEDITACIONES
SOBRE LA MUERTE DE
DON
QUIJOTE DE LA
MANCHA”
Existen
los paisajes desolados que oyeron el silencio de las nieves: son
cumbres olvidadas sin testigo que ascienden hacia el cielo
inalcanzable, son valles donde todo se consume después de que los
besos de la helada destrozan, con sus lánguidas caricias, la vida
que retira sus legiones, quizás rincones bellos donde el aire parece
hacerse hielo con la noche. Existen los lugares que se rinden,
llegada la invernada, pues se sienten vencidos por el beso de un
otoño que juega amenazante con la espada que agita su bravura,
convocando los truenos y las lluvias que el futuro pregona para meses
venideros, los meses de tremendos vendavales, si no es que las
heladas piden cielos azules como el mar inmaculado.
Veréis
al azulón cuando levanta su vuelo por la altura en esa fuga que
quiere el horizonte despejado donde los lagos hablan de la vida y
hierven, agradables, los susurros que cantan brisas plácidas y
dulces, meciéndose en un bosque perezoso que sabe de los pardos y
los ocres, vistiendo los otoños sin el susto que suelen en el norte
las comarcas. Y el ágil estornino, siempre negro, tan triste y tan
oscuro, que dibuja sus olas en el aire, esas mareas que se hacen
elegantes, majestuosas como una danza fina en pleno vuelo, sobre ese
azul que mira el alba bella, si no es que ya el ocaso sospechoso
presenta su color en lo lejano, con oros agotados, esos oros que
pinta sin aliento el horizonte.
Podréis
sentir la lástima que sienten acaso los ancianos cuando miran por
las ventanas tristes, cuando llueve, cuando las lluvias vienen con
sus ecos callados, melancólicos y suaves, como ese final tenue y sin
apuro que viene, con la muerte, inadvertido, como el sonido leve que
desata las hojas de las ramas en el árbol desnudo, cuando pierde su
follaje. Y sentiréis dolor al ver que el día se vuelve perezoso y
que bosteza con esa lentitud sobre las plazas que oyeron los rumores
del verano, con gesto receloso ante los gritos que suelen prometer
las plenitudes que nunca podrán ser, porque septiembre se vuelve un
asesino desbocado que quiere asesinar cada parcela de luz y de
alegría en los jardines.
Y al
fin comprenderéis esa metáfora que esconde lo que esconde con esa
educación y esa finura que nadie quiere ver, porque, si oculta, con
ánimo benévolo, el destino, podéis imaginar el desenlace que
ignoran los que saben evidente la suerte inevitable que, a la postre,
podremos alcanzar los que seguimos la senda en este valle desolado.
Sabréis al fin la magia del soneto que dicta sus tristezas con el
ritmo del suave endecasílabo que muere, como ese caballero en la
derrota que pierde, ya postrado en el camino, la luz de la esperanza
que lo guía, la fe que empuja todas sus acciones y el ínfimo
suspiro que profiere, dejando la batalla, renunciando, después del
sacrificio y el cansancio.
Cervantes
sabe hablarnos del Quijote, del fin de su locura y de su muerte, y el
caso es que el hidalgo murió en cama, con justo juicio, triste,
arrepentido, gozando buena muerte, según dicen, llorado por los
suyos, pues los suyos no fueron gente mala y lo lloraron, que quiso
hacerlo Sancho en la escalera, lo mismo que lo hicieron su sobrina y
el ama que cuidaba de su casa. Y, en todo caso, somos en la vida como
el Quijote mismo, cuando, triste, dejó su vida atrás y entregó el
alma sobre ese lecho blando y siempre limpio, distinto de las muchas
privaciones sufridas en las viejas correrías, pues era un hombre
bueno en su locura, violento con los malos unas veces, mas lleno de
saberes y razones en esa tozudez que le fue propia.
Mas
no existirá un cielo que nos quiera ni un Dios que nos acoja, tras
la muerte, si es cierto que las gentes de este tiempo vivimos sin la
fe de los ancestros que amaron los principios elevados con ánimo
valiente, siempre noble, corriendo los caminos del destino, variable
en la fortuna que, engañosa, jugó con el azar de aquellos hombres
que yacen en la tierra tras los siglos. Y es justo ser prudente donde
puede servir de alguna cosa la prudencia: nosotros no queremos la
limosna de tétricos sermones que nos mientan, hablando de otro mundo
y de otra vida, de un claro renacer donde la altura se muestra tan
azul como las nubes que gozan las miradas de los ángeles, que un
ángel, más o menos, nunca ofrece la fe que arde en los ojos de los
ciegos.
2014
© José Ramón Muñiz Álvarez
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