José
Ramón Muñiz Álvarez
“LA
ESPERANZA
DE
DON
DIEGO”
O
“LOS
CONSEJOS
DE
IRENE”
(Breve
drama en verso en que, jinetes en
sus
caballos, apartados de los
demás
cazadores, dos primos discurren sobre la
naturaleza
del
amor)
El conde, que
está nervioso con la planificación de una fiesta que culminará en
una gran cacería, busca por la inmensa mansión familiar a don
Diego, su primogénito, al que quiere tener al tanto de todos los
pormenores con los que se va a celebrar este importante evento. La
casa palacial es grande y denota el poder y la riqueza de una familia
tan importante como respetada, con grandes salones en cuyas paredes
se ven los blasones y escudos, además de algunos retratos de los
ancestros más ilustres de la casa.
EL CONDE-. No
pienso yo que esté bien
que ese muchacho
nos deje
y de su casa se
aleje
en su incesante
vaivén.
SIRVIENTE-. Diez
veces, si no son cien,
esta semana ha
salido.
Dice que está
malherido
por los males del
amor.
EL CONDE-. Siendo
persona de honor
¿en qué lío anda
metido?
SIRVIENTE-. ¡Dice
amar con sentimiento
a una dama que, sin
calma,
le ha prometido
hasta el alma
puesta en las manos
del viento!
¡Por ella pierde
el aliento
cada noche y cada
día!
EL CONDE-. ¡Un
hombre de nombradía
que del palacio se
va!
LA CONDESA-. ¡Quién
sabe dónde estará!
No lo he visto en
todo el día…
Una de las
sirvientas se acerca, dejando sus quehaceres para informar a la
condesa, que, al parecer, puesta ya en antecedentes, ve venir el
peligro para la estirpe del orgullo de su casa y quiere saber más
sobre las relaciones que su hijo sostiene con esa mujer de la villa,
a la que, según se dice, un caballero ha abandonado. La criada se
inclina con una cortés reverencia ante la mirada indiferente de su
señora, inmensamente poderosa y rica, que sabe que los criados son
gente a la que no se debe mostrar ni afectos ni cercanías, con el
fin de que no dejen de portarse como tales.
CRIADA-. ¿No lo
sabéis? Pues don Diego
ha escrito versos,
señora,
desde la luz de la
aurora
hasta el ocaso y su
fuego.
LA CONDESA-. Esto
no es cosa de juego.
CRIADA-. Se le
parte el corazón…
LA CONDESA-. ¡¡Mas
qué aciaga situación!!
¡¡Tal amor me
contraría,
que no sé lo que
daría
para calmar esta
aflicción!!
CRIADA-. Ha mandado
a los sirvientes
a llevar ese
mensaje.
LA CONDESA-. Siendo
quien es hace ultraje
a su linaje y sus
gentes.
CRIADA-. Son sus
versos relucientes
como el oro a la
alborada.
LA CONDESA-. ¿Y es
la dama enamorada
Doña Clara del
Castaño?
CRIADA-. No he de
deciros engaño:
es ella.
LA CONDESA-. ¡¡Mala
jugada!!
El de la condesa
es un carácter fuerte y muy dado a impacientarse, por lo que esta
levanta la voz más, incluso, que su marido, sabiendo que su hijo se
regala a las andadas y que es muy posible que esto le traiga
problemas. A pesar de que los criados no tienen culpa alguna, ella
suele tratarlos con no poco despotismo, como si su obligación fuera
mirar por la honra y el honor de la casa y del descabezado
primogénito, que se sirve sin ninguna preocupación a los rumores de
la plebe, que, ociosa, gusta de comentar sus correrías y sus
desmanes por los pueblos de la zona.
LA CONDESA-.
¡¡¿Para qué tanto servicio
si no se lo que
sucede?!!
Nadie decírmelo
puede,
que nadie cumple su
oficio.
SIRVIENTE-. Siempre
decís que es un vicio
hacer comentario
alguno,
y que nunca fue
oportuno
hablar de nobles
señores.
LA CONDESA-. ¡¡No
me haréis grandes favores
con esa actitud
ninguno!!
SIRVIENTE-. No es,
señora, culpa mía,
que no he de
saberlo yo,
que, si el conde se
marchó,
yo trabajo todo el
día.
LA CONDESA-. Es
hablar con osadía
decir tal, pues
bien lo sabes,
que quiero en casos
tan graves
de todo estar
informada.
SIRVIENTE-. Él se
fue de madrugada
llevando todas sus
llaves.
El sirviente se
va, dejando solos al conde y a la condesa, los cuales discuten sobre
los sucesos que últimamente traen de cabeza a toda la gente en la
casa palacial que habita la familia desde hace siglos. La condesa,
con gesto autoritario, suele ponerse muy nerviosa cuando discute con
su marido, hombre de carácter no mucho más calmado, por cierto, que
parece ensañarse con la inmadurez del muchacho, que deja su lugar y
su casa para buscar ciertas aventuras que lo hacen estar en las
lenguas de todos los mentideros de la comarca, cosa que su padre
entiende como muy seria.
LA CONDESA-. ¡Debo
ocuparme, lo sé,
de cada cosa que
pasa
en esta mezquina
casa
según lo que aquí
se ve!
EL CONDE-. Tengo
claro lo que haré
cuando por fin
vuelva aquí.
LA CONDESA-. ¡Has
de castigarlo, sí!
¡Pero no te hará
gran caso,
que sabe, según es
caso,
burlarse de ti y de
mí!
EL CONDE-. ¡Le
pondré la mano encima
si no se diera a
razones!
LA CONDESA-. No
hará caso a tus sanciones…
He de llamar a su
prima.
Su juventud la
aproxima
al carácter de don
Diego.
EL CONDE-. ¡Tal
vez apague su fuego,
cosa difícil de
hacer!
LA CONDESA-. Ella
es sabia y es mujer.
Habrá de atender
mi ruego.
Entre tanto,
doña Clara, sentada en una de las sillas discretas de su palacete,
en compañía de doña Luisa, sirvienta suya desde hace ya bastantes
años, mujer que siempre le ha dado consejos y que teme por ella,
tras los sucesos ocurridos, demostrando un marcado instinto
protector, le explica sus profundos sentimientos amorosos por don
Diego, del que se dice que es perteneciente a familia de alta cuna y
con carácter orgulloso. Doña Luisa se preocupa especialmente por la
joven, todavía inocente, a pesar de haberla dejado en el más ruin
de los abandonos un caballero vil y sin hombría.
DOÑA CLARA-.
Dejada de un caballero,
dejada de su
promesa,
perdida de amores,
presa
del odio del mundo
entero,
ahora a don Diego
quiero,
pues esta
conciencia loca
es codicia de su
boca,
de su pecho y
corazón,
que el amor la
sinrazón
de mis locuras
provoca.
Y no sé lo que ha
de ser
de la triste suerte
mía.
DOÑA LUISA-.
Piensa con calma, sé fría,
que por algo eres
mujer.
Dios te dará en
entender
que suelen decir
falacia
las gentes cuya
desgracia
los lleva a ser
descreídos.
DOÑA CLARA-. ¿Son
acaso mis sentidos?
DOÑA LUÍSA-. Es
su lenguaje y su audacia.
Se echa a ver
con claridad la enorme desconfianza que siente doña Luisa por doña
Clara, y cómo intenta advertirla de los enormes problemas que pueden
desencadenarse si vuelve a cometer el mismo error. Doña Clara, sin
embargo, ilusionada ante la posibilidad de llenar en su espíritu el
triste hueco que ha quedado en su interior, después de tan grave
ruptura, parece no comprender que la gente de alcurnia, con su
orgullo y sus intereses, busca para sus hijos matrimonios distintos,
desdeñando a las mujeres que ya han sido desfloradas de manera tan
peregrina.
DOÑA LUISA-. Y,
porque sientes amor,
porque sientes
ilusiones,
te dispone a sus
traiciones
con su engaño sin
favor.
DOÑA CLARA-. No
espero de él el dolor
que otra vez me vio
tan triste,
que su mirada
reviste
con el amor
verdadero.
DOÑA LUISA-. Será
el amor lo primero
que te arrebaten.
DOÑA CLARA-.
Insiste.
Suele decir por
amores
lo que le dictan
mis cabellos
que cuidan mirares
bellos
donde alumbran
resplandores.
Habla de muchos
colores
en la aurora de mis
labios.
DOÑA LUISA-. Esos
conceptos son sabios,
y, si con ello
delira,
se dispone a la
mentira
para causar más
agravios.
Doña Luisa, que
habla como una madre, muestra gran severidad hacia la muchacha cuando
la reprende, intentando darle a ver las mejores razones, a las que
ella, enamorada y desenfrenada, se resiste de manera constante,
defendiendo a ese tal don Diego, del que doña Luisa sabe poco menos
que su nobleza y linaje, al ser gente de la que se habla mucho en la
comarca: toda la villa sabe quién es y teme y respeta a esta gente
poderosa y adinerada que tiene casa, tierras y privilegios, amén de
la amistad del mismo soberano de la nación, quien ya les ha
visitado.
DOÑA LUISA-.
Hablemos con seriedad,
pues dice la edad
avara
que toda emoción
es cara
ante tan cruel
sociedad.
DOÑA CLARA-.
Entiende que la verdad
que habita en el
corazón
es la voz de una
pasión
que me hiere en
este estado.
DOÑA LUISA-. Ya
pudo aquel desgraciado
dejarte con su
traición…
DOÑA CLARA-. No
entiendes, quiero vivir,
quiero tener mejor
suerte.
DOÑA LUISA-. Debes
en esto ser fuerte
para evitarlo y
seguir:
él solo te hará
sufrir
con su maldad y su
engaño,
que será tal
desengaño
terrible para tu
pecho.
DOÑA CLARA-. No
habré de sentir despecho.
DOÑA LUISA-. ¡Es
ese amor tan extraño!
El amor ha
prendido fuertemente en el corazón de doña Clara, que poco
dispuesta a entender la situación real, se abandona en manos de sus
fantasías. Y bien es cierto que los enamorados se vuelven
excesivamente sensibles y son propensos a la exageración cuando se
escuchan sus palabras, en un lenguaje desmedidamente poético y
distinto del usual. De hecho, la poesía es una locura que llena los
corazones de estas gentes, cegando, las más veces, su cerebro, que
parece abrasado por las llamaradas de la pasión o que queda
mismamente escarchado por la helada de los desdenes.
DOÑA CLARA-. Tan
extraño que es, a fe,
que siento que he
de morir,
pues es todo un
sinvivir
el amor que
imaginé.
Y no sé qué le
escuché,
que sabe ser
trovador
para robarme el
amor
con la cadencia de
un verso.
DOÑA LUISA-. ¡Es
un muchacho perverso!
DOÑA CLARA-. ¡No
comprendes!
DOÑA LUISA-. ¡Qué
valor!
Con voluntad de
engañarte,
con la intención
de tenerte,
busca primero
encenderte
para luego
abandonarte.
Esas palabras son
arte
y esa intención es
artera,
que su amor es la
quimera
que te verá
desgraciada.
DOÑA CLARA-. No
quiero verme dejada
y el corazón
desespera...
Doña Luisa va
mostrándose cada vez más desesperada ante la insistencia de la
muchacha, una joven terca, a su parecer, pues, en realidad, si ha
sido dejada ya por un hombre, debería considerar la necesidad de ser
más prudente y de mostrar mayor desconfianza a la gente que se
acerca con pretensiones amorosas. Ella, por su parte, no piensa de
manera racional, sino que se abandona al sueño aventurero de vivir
ese amor que primero le había negado un hombre que supo deslumbrarla
y que fue, no obstante, la persona equivocada. Está experimentando
este amor como si fuera la vez primera.
Pero tú me
ayudarás,
pues que sabes
tantas cosas.
DOÑA LUISA-. Si
son gentes orgullosas,
digo que te
engañarás,
pues que en sus
manos querrás
ser, como el
quiere, el amor,
y habrás de sentir
dolor
por ser tan solo su
amante.
DOÑA CLARA-.
Muriera por un instante
en sus manos.
DOÑA LUISA-. ¡Por
favor!
No tiene ningún
sentido
que nadie quiera
morir.
DOÑA CLARA-. Sabes
qué quiero decir.
DOÑA LUISA-. Es
cierto que te he entendido.
Pero el amor nunca
ha sido
algo sano, que la
gente,
por amores siempre
miente
o dice
barbaridades.
DOÑA CLARA-. Tú
conoces mis bondades.
DOÑA LUISA-. Sé
que eres pura, inocente.
Inmediatamente
se escuchan los golpes que llaman impacientes a la puerta de la
pequeña y discreta mansión de doña Clara, que, en escuchando esos
golpes, se impacienta enormemente, pensando que puede ser el amor de
su vida, imaginando una visita inesperada del galán que le ha
prometido amores y que le dice que la quiere. Más prudente, doña
Luisa, que desciende con cuidado por la escalera hasta los portales,
deja ver cierto escepticismo en esa mirada suya, prudente, racional y
previsora, no sin falta de razón, porque debe siempre la razón
refrenar los ánimos impetuosos.
MENSAJERO-. Pues me
han pedido, señora,
que os deje aquí
este mensaje,
os lo entrego y
sigo el viaje,
que no ha de tener
demora.
DOÑA CLARA-. Es
cierto que me enamora
quien esta carta me
envía.
MENSAJERO-. Me dijo
que sois el día
que alimenta su
pesar.
DOÑA LUISA-. ¡¡No
debierais escuchar
tan imprudente
osadía!!
MENSAJERO-. Mirad,
señora, ese verso,
pues os envía
tristeza
envuelta en esa
belleza
que recubre un mal
perverso.
Y una nota en el
reverso
de su puño él
escribió
donde dice, digo
yo,
que, de la sierra a
la vega,
su pensamiento os
entrega,
pues sois vos quien
lo mató.
Embargada por la
emoción, sabiendo que el escrito es, indudablemente, de don Diego,
doña Clara se muestra impaciente: brilla su mirada, las manos le
tiemblan, una gota de sudor frío corre su frente y su corazón se
acelera en el pecho de una manera violenta, como si el tiempo fuera a
finalizar en cualquier momento, o, mejor dicho, como si no quedasen
en el universo segundos ni minutos para leer ese escrito, un simple
papel con unos versos en los que, en ese momento, se está cifrando
todo, absolutamente todo, para la fe y las esperanzas de la dama.
Entrega a doña Luisa el poema:
DOÑA CLARA-. Tú
que sabes declamar
estos versos de
hermosura,
elévalos con
dulzura
que me pueda
deleitar.
Y, pues me pueden
matar
conceptos tan
elevados,
quede todo a
tus cuidados
si me da muerte el
escrito.
DOÑA LUISA-. Este
amor está maldito.
DOÑA CLARA-. Dime
sus versos osados.
DOÑA LUISA
(leyendo)-. Dice así: “Señora mía,
hermosura de unos
ojos
que me miran con
enojos,
sin la menor
cortesía.
Sabed que sois
dueña mía
y ante vos rindo el
honor.
Debo entregaros mi
amor,
testimonio de mi
mal,
que nunca conocí
igual
en el placer y el
dolor”.
Según el
mensajero se ha ido, la impaciencia de doña Clara se acelera más, y
la lectura del poema la agita de una manera que parece que podría
morir en cualquier momento por la mera impresión que los versos
están produciendo quién sabe si en su oído, si en su mente o en
ese espíritu ingenuo cuya voluntad solamente puede ser ya la de
entregarse a lo que venga. Esto más las palabras contenidas en el
verso parecen despertar un excesivo instinto de prudencia en doña
Luisa, quien, tal vez, nunca haya sido objeto de estos poemas y
siente celos del éxito de doña Clara en las cuestiones amorosas.
DOÑA CLARA-. ¿Tal
me dice?
DOÑA LUISA-.
Cielos, sí.
DOÑA CLARA-. ¿Y
es ventura?
DOÑA LUISA-. No lo
creo.
DOÑA CLARA-. ¿Es
esto amor?
DOÑA LUISA-. Según
veo.
Es un loco frenesí.
Es vuestra muerte.
DOÑA CLARA-. Pues
di
lo que quieras, mas
le quiero
y ha de saber que
yo muero
entregada a tanto
amor.
DOÑA LUISA-. Ha de
causarte dolor.
DOÑA CLARA-. Es el
dolor que prefiero.
Sigue leyendo el
escrito.
Pues dice: “Vos
sois amor,
ilusión, vida y
dolor,
emoción, pasión,
delito.
Y vive por vos
marchito
el corazón en el
pecho,
pues el desdén al
acecho
me causa
infelicidad.”
DOÑA CLARA-.
¡¡¡¡Es amor!!!!
DOÑA LUISA-.
¡¡¡¡No es la verdad!!!!
DOÑA CLARA-.
¡¡¡¡Estáis llena de despecho!!!!
La postura de
doña Clara es la de la mujer inocente que desconoce los peligros de
entregarse a estas pasiones, por más que ya ha tenido una aventura
fallida que la ha puesto en la boca de todos los villanos de la zona,
imaginando que doña Luisa, o bien por su falta de hermosura, que no
es tal, o bien por la falta de alguna cualidad determinada, de
momento no ha tenido la oportunidad de ser amada por un caballero,
razón por la que pretende acizañar a todo el que goza de una dicha
que, al parecer, a ella se le está negando. Finalmente, decide
contestar a la carta del muchacho:
DOÑA CLARA-. He de
mandarle recado
con respuesta a
este mensaje,
pues es noble su
linaje
y ya muere
enamorado.
DOÑA LUISA-. Ese
verso bien rimado
no es el fruto del
amor,
mas arte del
trovador
me parece, según
miro,
pues es cuestión
de un suspiro
si él es fácil
rimador.
Y pues encuentra la
rima,
puede con gracia
burlar
a una dama, a todo
un mar,
si la rima no
escatima.
DOÑA CLARA-. Es su
espíritu una sima
que merece gran
consuelo,
que su amor merece
el cielo
sobre todo lo
existente,
y es su amor un
gran presente.
DON LUISA-. Es ave
de raudo vuelo.
Doña Clara,
emocionada por la carta que le han traído, a pesar de que el
mensajero ya se fue y doña Luisa le da tan sensatos consejos,
explicándole que las rimas no deben tomarse en serio ni deben
interpretarse nunca como testimonio de un amor verdadero, se dispone
a responder. De una habitación contigua saca el material necesario
para que Luisa siga al dictado sus palabras, por eso pone en su mano
pluma y tintero y coloca el papel sobre una mesa de la estancia en la
que doña Luisa aguarda para escribir lo que se le ordene, a pesar de
no estar de acuerdo:
DOÑA CLARA-.
Apunta bien lo que digo.
DOÑA LUISA-. Claro
está que apuntaré.
DOÑA CLARA-.
Comienzo ya, que diré
qué has de
escribir a mi amigo.
Escribid: “Pues
sois mendigo
por el amor
traicionero,
sabed que el amor
que espero
es un amor de
verdad,
lleno de luz y
lealtad,
brillante como un
lucero.
Que cobra sentido
el mundo
donde os hago
principal,
que tanto amor sin
igual
no es en el orden
segundo.
Y pues el labio
fecundo
de vuestro ingenio
hace mía
la palabra y la
poesía
con que os he de
responder,
sabed que os he de
querer
y os regalo el alma
mía.”
Ante el talento
de la muchacha, su amiga, doña Luisa, queda sorprendida, mirándola
unos instantes, como si se hubiese quedado atónita, pero enseguida
reacciona y va tomando nota de los versos que se le dictan, aunque
extraños, pero bellos. En ellos, desde luego, queda reflejada la
ingenua actitud con la que doña Clara se entrega a los amores de don
Diego, quien, como si fuera un verdadero don Juan Tenorio, ha dejado
flechado su corazón con una pasión irrefrenable. Tras una breve
pausa que sirve para que doña Clara tome aliento suficiente, después
de un leve suspiro, prosigue el dictado:
“Por eso llega
este escrito,
ya que no va por mi
mano,
con un amor
soberano,
firme ya como el
granito.
Y sabed que es gran
delito
el que acaso
cometéis,
que a fe que el
amor podéis
traicionar con
bizarría,
dejando en la nieve
fría
la flor que con vos
habéis.
Yo estaré ya en
vuestro aliento,
en vuestra voz,
vuestra gala,
como el alba que se
iguala
con la mañana en
el viento.
Y, pues queréis
ser sustento
del amor que es
siempre amor,
perdonad, si no es
mejor
el estilo en que se
escribe
el amor que se
concibe
como palabra de
amor.”
Acabada la
redacción, doña Luisa enrolla el pliego que ha escrito, consciente
de que su labor será llevar esta carta a la casa de don Diego y
aguardar del muchacho la respuesta, dentro, se supone, de lo que son
los tópicos del amor cortés, con el consabido temor de no ser
correspondido, poniendo a la dama siempre en el papel de dueña del
corazón de un amante que ya no puede hacer sino rendirse a tan
desesperada pasión. Doña Clara, sabedora de que es preciso que la
carta no acabe en manos de criados y sirvientes, dice así a doña
Luisa:
DOÑA CLARA-.
Sabemos las dos que es bueno
ser discretos,
cuidadosos,
y mostrarnos
recelosos
ante todo el que es
ajeno.
Y pues me dieron
veneno
de amores y
enamorada
sueño en la noche
callada
la ventura de un
amor,
quiero yo que el
trovador
sienta mi voz
embargada.
Y don Diego,
enamorado,
habrá de
entregarse, en fin,
pues él será el
paladín
del amor que me ha
jurado.
Al verme yo en este
estado,
entregaré mi
razón,
la alegría y la
ilusión
con que me siento
morir,
porque el amor no
es vivir
aunque lata el
corazón.
En la casa de
los padres de don Diego, un criado intenta aconsejar al conde sobre
cómo debe actuar con un asunto tan delicado como el de su hijo, que
parece estar a punto de comprometer el nombre de la familia al
acercarse y pretender a doña Clara, cosa que se ha convertido en
comento general de todos los plebeyos de la zona. El conde, que
conoce el carácter de su hijo, está indignado ante la noticia
recibida acerca de la veracidad de los rumores que han llegado a sus
oídos sobre la relación de un muchacho de tal alcurnia y una mujer
abandonada ya por un galán sin gran vergüenza no dignidad.
EL CONDE-. De modo
que es todo cierto.
EL CRIADO-. Todo
cierto, mi señor.
EL CONDE-. ¡Siempre
hablando del amor,
y era un joven tan
despierto!
¡Predicar en el
desierto
hago yo si se lo
digo,
y, pues la voz de
un amigo
la de un padre no
ha de ser,
no sé lo que puedo
hacer!
EL CRIADO-.
Negadle, en fin, vuestro abrigo.
Tal vez quitándole
el pan
se sienta el joven
forzado.
EL CONDE-. ¡No se
sentirá obligado,
que yo lo sé, por
Satán!
¡A saber lo que
dirán
esas gentes de la
villa!
EL CRIADO-. ¡Será
grande la mancilla
y es preciso
separarlos!
EL CONDE-. ¡Eso
está bien, apartarlos,
eso es grande
maravilla!
Pero no podría
faltar tampoco el comentario de la condesa, puesto que, como madre,
ella no deja de tener vigilado a su retoño, pretendiendo siempre
cuidarlo y protegerlo de los no pocos peligros que suele haber en
esta vida. De hecho, ella ya tiene en marcha, por el bien de su hijo,
alguna de las maquinaciones más inteligentes, que solazan al conde
mientras le explica los motivos por los que ha decidido llamar a la
cacería que celebrarán esa misma mañana a la prima del muchacho,
dama conocida por el nombre de doña Irene de Carranza, a la que
todos consideran bella y de notable ingenio.
LA CONDESA-. No te
preocupes, que yo,
sabiendo todo del
caso,
he dado ya el
primer paso
y habré de
arreglarlo.
EL CONDE-. ¡¡¡No!!!
¡Qué vas a hacer!
LA CONDESA-. Si
buscó
de esa mujer
compañía
y en adorarla
porfía,
pues con ella se
entretiene,
valdrá el consejo
de Irene,
que vendrá a la
cacería.
EL CONDE-. No
parece mala idea…
¿Y es seguro que
vendrá?
LA CONDESA-. Muy
pronto se la verá,
y es preciso que la
crea.
EL CONDE-.
Esperemos que así sea,
pues que debe ser
así,
y, en viendo lo que
yo vi,
pues parece
obsesionado,
después de que
hayan hablado,
lo
pensará
para
sí.
La condesa está
verdaderamente satisfecha con la posibilidad de una entrevista entre
doña Irene de Carranza y su hijo don Diego. Sabe que ella es una
mujer que ejerce una verdadera influencia sobre su heredero y que,
con todo este trajín de amoríos, lo mejor es siempre ser prudente:
contradecir al muchacho sería hacer que se llenase de coraje y
llegase incluso a la locura, siendo mejor que las cosas se
desencadenen con mayor tranquilidad y calma, pues lo ideal es que el
curso natural de las cosas permita a don Diego razonar adecuadamente
y comprender lo nociva que es esta relación.
LA CONDESA-.
Siempre dije que es Irene
una mujer de valía.
EL CONDE-. Es
racional.
LA CONDESA-. Es muy
fría,
cosa que bien nos
conviene.
EL CONDE-. Es una
virtud que tiene,
pues en ella la
frialdad
es virtud y no
maldad,
que siempre dijo a
don Diego
que se apartase del
fuego
de la propia
tosquedad.
LA CONDESA-. Piensa
bien lo que ha de hacer,
y es mujer
inteligente.
EL CONDE-. Es
sensata, independiente,
y es, en fin, una
mujer.
LA CONDESA-. Si
sabe darse a valer,
convencerá a ese
locuelo,
que don Diego es un
mozuelo
que poca cabeza
tiene.
EL CONDE-. Siempre
hizo caso de Irene.
LA CONDESA-. Con
saberlo me consuelo.
Y por fin se
escuchan los rumores confusos que tienen lugar antes de comenzar esas
cacerías que en los siglos ya pasados organizaban, para amenizar sus
eventos sociales, las gentes de la más rancia nobleza, luciendo,
como quien quiere ser visto en un carnaval, las mejores hermosuras y
las más altas galas que dan fe del abolengo. Son estas situaciones
en las que la gente, pendientes los unos de los otros, hablan, a
veces en demasía, de los demás, pues siempre donde hay nobles van
los rumores con ellos y lo que dejan de hacer o hacen es algo que
siempre llama la atención.
DON FERNANDO-. Ya
despunta el nuevo día
y se admira la
belleza
del sol, cuya
sutileza
alumbra la helada
fría.
Y arranca la
cacería
y corren, con gran
apuro,
por este suelo tan
duro,
en su yegua
caballeros,
esos jinetes
ligeros.
DON PEDRO-. A
seguirlos me apresuro:
La caza es placer
hermoso
para quien quiere
que el viento
roce alegre, con su
aliento,
el rostro más
alevoso.
DON FERNANDO-. Don
Diego se ve gozoso
de su prima
acompañado.
DON PEDRO-. Dicen
que está enamorado,
y es enojoso el
suceso.
DON FERNANDO-. Es
un muchacho travieso
y un tanto
desarreglado.
Don Fernando y
don Pedro observan a la pareja dichosa que forman los dos primos, don
Diego y doña Irene de Carranza, los cuales se pierden alegre y
distraídamente, dejando de seguir a los demás cazadores, que
avanzan al galope tendido, ambicionando sus mejores presas por entre
los campos y las colinas del conde. Poco a poco, los dos muchachos se
pierden entre malezas más densas para buscar la discreción y el
ambiente silencioso y amable que piden las conversaciones en
confianza, pues el tema del que han de hablar es un asunto serio que
necesita del ambiente más apropiado.
DON FERNANDO-. ¿No
parece que se van
por ese oscuro
camino?
DON PEDRO-. Algo
dicen, adivino,
pues que ocupados
están.
DON FERNANDO-.
¡Quién sabe!
DON PEDRO-. Se
perderán
para hablar de
confidencias:
son pretendidas
ausencias
para hablar de lo
privado.
DON FERNANDO-. La
cacería han dejado.
DON PEDRO-. Es cosa
de sus conciencias.
DON FERNANDO-. Pues
os digo yo, señor,
que e tiene el
conde interés.
DON PEDRO-. Lo
avisará don Andrés,
que es hacerle gran
favor.
DON FERNANDO-. Pues
han tenido el valor,
el conde los
reñirá.
DON PEDRO-. No lo
creo, pues ya está
pactado que sea
así.
DON FERNANDO-.
¿¡Que se vayan por allí!?
DON PEDRO-. Eso al
conde gustará.
Los condes, a
caballo, se han ido quedando rezagados de todo el grupo de cazadores
a la espera de que les cuenten algunos sirvientes y amigos leales a
la casa como se van desarrollando los acontecimientos, y, como es
lógico, permanecen muy pendientes de los sucesos en lo tocante a la
sobrina doña Irene y el joven Diego, a los que han perdido de vista.
Estos no están ya con el grupo, y don Andrés de Bastida, amigo de
la familia desde tantos años, quien está al corriente del problema
y las aspiraciones de los condes, viene a traerles la buena noticia:
los primos se han ido a un lugar menos concurrido.
EL CONDE-. Decid,
buen Andrés, decid.
DON ANDRÉS-. Dicen
que ya ha sucedido:
por el bosque se
han metido.
LA CONDESA-. Te lo
dije.
EL CONDE-. Soy
feliz.
Inclinaré la
cerviz
ante ese ingenio
valiente
con que podéis a
la gente
dominar en forma
tal.
LA CONDESA-. Ved
que es algo natural.
EL CONDE-. Sed, mi
señora, consciente:
Doña Irene, que es
mayor,
habrá de hablarle,
pues Diego
está inmerso en
ese fuego
que confunde con
amor.
LA CONDESA-. Ha de
hacernos el favor
de darle su buen
consejo.
EL CONDE-. Pues
sabed que estoy perplejo
de vuestro saber
hacer,
que es astucia de
mujer.
LA CONDESA-. Pues
vos sois mi claro espejo.
Don Diego de
Montalbán, sabiendo que es momento apropiado para ello, acompañado
de doña Irene de Carranza, prima y confidente suya, quien, tras
separarse del grupo, ha seguido a su pariente a un claro, olvidándose
de los placeres cinegéticos, pero sin desmontarse el uno de la yegua
overa y la otra de ese corcel blanco, de crines puras y hermosas,
cuando ondean, llevados por la mano invisible de la brisa, explica
sus preocupaciones a tan distinguida mujer, quien, atenta, sacia su
curiosidad al escuchar las razones que han enlodado el corazón de
don Diego:
DON DIEGO-. Pues
digo que ella es aliento
del amor más
encendido,
he de quedar
suspendido
en tan noble
pensamiento.
DOÑA IRENE-. Pero,
como corre el viento
de la sierra a la
llanura,
me dirás que su
hermosura
te ha llenado de
tristeza,
porque se vuelve
aspereza
el temor que te
apresura.
DON DIEGO-. ¡Mala
cosa es la mujer
cuando son cosas de
amores,
que no pueden los
señores
tal batalla
defender!
DOÑA IRENE-. ¿Y
la podré conocer
y podré ver sus
ojuelos?
DON DIEGO-. Los
mares verás y cielos
en que ya la brisa
fría
la claridad de otro
día
admira en sus
raudos vuelos.
La soledad
elegida por los dos jóvenes todavía se ve perturbada por el
griterío y el bullicio de los demás nobles, quienes, agitados, se
lanzan a cabalgar alegremente por los campos, por los montes y
colinas de estas zonas boscosas, mientras sus corceles pisan,
inclementes, las aguas de los charcos que quedan todavía, tras las
lluvias de la noche. El ladrido de los perros, el sonido de los
cuernos y el vocerío de los monteros, amén de los disparos, no
siempre tan atinados como debieran, se van haciendo progresivamente
más lejanos, hasta que la naturaleza es la verdadera protagonista de
este marco discreto:
Siempre el amor es
osado
y se lanza a la
aventura,
pues le gusta la
locura
y es un ángel
descarriado.
DOÑA IRENE-.
Conviene ser moderado
con esas raras
pasiones,
peligrosas
emociones
que habrán de
llenar la mente
de quien por amor
se ausente
de su juicio y sus
razones.
DON DIEGO-. Y, pues
es ella el perfume
en que miro
perfecciones
que me enseñan las
lecciones
en que todo se
resume.
Será preciso que
sume
a su encanto la
honradez
de la que dudan,
tal vez,
estas gentes que,
adivinas,
mueven las lenguas
mezquinas
con tan cruel
insensatez.
El lugar parece
sereno y apropiado para la discusión amena y fluida por estos
lugares de intensos verdes en los que da gusto perderse, sospechando
hontanares y fuentes de aguas puras que brotan donde crece el
helecho, tejiendo sus densos sotobosques, paraíso virgen donde se
esconden los raposos. De fondo, se escucha el canto de las aves y el
sonido rumoroso de los arroyuelos, que corren, lentos, ante la
hojarasca malherida y moribunda que se rinde ante las evidencias del
otoño. Este ambiente ayuda enormemente a la charla abierta y sin
tapujos.
DON DIEGO-. Y yo,
que siempre la sueño,
yo que por ella
vivo,
me vuelvo lamento
esquivo,
si de ella quise
ser dueño.
Y puede el pecho
pequeño
ser mil mares de
dolor:
quiere el honor ser
honor,
y, pues el honor lo
pide,
bueno será que me
olvide
de sus labios y su
amor.
Porque dicen que en
los brazos
se abalanzó de un
amante
y que lo quiso,
constante,
regalando sus
abrazos.
Y siento que soy
pedazos
del hombre que otra
vez fui,
porque yazgo triste
y, si
la cosa que digo es
cierta,
dudo yo que la
convierta
en el amor que
sentí.
En tanto que los
dos muchachos se han perdido por los vericuetos y veredas
circundantes de la zona, alejados del estrépito de los caballos y
los cuernos, el vocerío y los ladridos, a cierta distancia del resto
de los cazadores, todavía en la compañía de don Andrés, que se ha
rezagado unos pasos y los sigue en silencio, prudente como es él,
para permitir que el matrimonio hable de sus cosas de familia, los
condes especulan con la posibilidad de que todo ha de salir bien y
que don Diego desechará este amor que tan mal viene a las
conveniencias de su linaje.
EL CONDE-. Tal vez
resulte, no sé.
LA CONDESA-.
Siempre tuvo mucha maña.
EL CONDE-. Me
parece cosa extraña,
pero así lo
esperaré.
LA CONDESA-. Ella
es lista.
EL CONDE-. Bien se
ve,
que lo tiene
dominado,
y eso es bueno.
LA CONDESA-. Yo he
pensado
que, pues mira por
don Diego,
puedo entregarle
ese juego
de diamantes que me
has dado:
preciso es estar a
bien
con la gente que
conviene.
EL CONDE-. Contento
estoy con Irene.
No mostraré mi
desdén.
Y es preciso que le
den
no un regalo, sino
mil,
pues que a don
Diego un abril
le lleva y es más
despierta.
LA CONDESA-. Pienso
yo que es cosa cierta.
EL CONDE-. Deshará
ese amor febril.
Los condes se
han detenido a la vera del cristalino arroyuelo, cuyas aguas son
ahora escasas y parecen enterradas en las hojas amarillentas y pardas
que se desprenden de las ramas de los árboles que están a los
lados. Don Andrés, a pesar de su prudencia, puede, en efecto,
acercarse a los condes, dados los vínculos de confianza y amistad
que existen entre ellos, y no renuncia a hacerlo, pues el tiempo de
la mañana ha ido corriendo poco a poco y quizás sea ya la hora de
que los dos muchachos aparezcan, pues llevan bastantes horas sin ver
a los dos primos, que no están con la comitiva.
DON ANDRÉS-.
Parece que están tardando
los muchachos.
LA CONDESA-. Bien
está:
ella lo convencerá.
EL CONDE-. Me lo
estoy imaginando.
Mil razones irá
hilando
para que, dándose
cuenta,
comprenda que es
dura afrenta
la que le hará a
su linaje.
DON ANDRÉS-. Habrá
de darle coraje.
LA CONDESA-. Más
vale que se resienta:
si sigue con ese
amor,
logrará hacerse
gran daño,
que pienso que no
me engaño:
le causará gran
dolor.
DON ANDRÉS-. Es en
un hombre de honor
lo más propio la
prudencia,
pues que dicen que
es la ciencia
que ha de entender
el sensato.
EL CONDE-. ¡Si se
empeña yo lo mato,
pues colmará mi
paciencia!
Tras una breve
pausa en que doña Irene, que no suele callarse sus opiniones las más
de las veces, ha mirado no sin cierto escepticismo a su primo,
reanudan el camino, dirigiéndose por esas veredas estrechas que van
entrando más y más en los reinos de la vegetación más intensa,
esa vegetación en la que se acumulan los helechos y los arbustos
bajo los troncos de los recios castaños del paisaje. Pero en doña
Irene, ante todo, queda mucho del espíritu romántico que llenó su
alocada juventud, pues solamente las mujeres pueden ser astutas y
románticas al mismo tiempo:
DON DIEGO-. ¡Oh,
raro rayo que hiere
con el fuego de su
llama,
que, si ella es
hermosa dama,
es justo que
desespere!
Y es cierto que el
pecho muere
pensando en la
nombradía
que defiende mi
hidalguía,
pues mi padre hizo
lo mismo
y, a las puertas
del abismo,
mi abuelo lo mismo
hacía.
DOÑA IRENE-. De
modo que es el honor
lo que esperas
defender,
pues piensas que
esa mujer
ha de restarle
valor.
DON DIEGO-. Muy
pronto seré señor
de estas tierras en
que cazas,
y son grandes
amenazas
las que su fama han
pintado
como fuego
envenenado.
DOÑA IRENE-. ¿Y
dices que amor abrazas?
La mirada de
doña Irene no suele ocultar su actitud, cargada de sinceridad y de
cierta crítica no siempre amable, molesta, en la mayoría de los
casos, porque, en más de una ocasión, se hace necesario decir algo
que no será del agrado del otro. Esa mirada sospechosa la entiende
muy bien don Diego, quien, al escuchar las palabras de doña Irene,
comienza a comprender la reprimenda que se le viene encima, pues
sigue esas ideas tópicas y correctas, sin querer arrojarse a la
locura con el arranque doliente del ánimo despechado. Sin embargo,
don Diego nunca dudará del alto valor del honor familiar.
DOÑA IRENE-. Yo
diría que, goloso,
sigue acaso tu
placer
la belleza de mujer
con ánimo
lujurioso.
Que quien se
muestra amoroso
con la mujer, es
galante,
olvidando en el
instante
los peligros de la
fama,
si es que todo es
por su dama
y de su dama es
amante.
No es el amor
verdadero
cuando se dice que
honor
y fama son un valor
que sobre el amor
va primero.
Y es que esa falta
de esmero
es propia de quien
no siente
sino el azote
doliente
de la carne, que no
es alma,
que os hace perder
la calma,
mas no es amor.
DON DIEGO-. ¡Sed
prudente!
Ella, aunque
enternecida con las cosas de su primo, al que de verdad aprecia,
adopta ante él una postura de superioridad. Muchas veces la actitud
de doña Irene es bastante represiva con la imagen de los hombres
desamorados, como si considerase cobardes a los hombres que no
defienden aquello que quieren, pues en doña Irene vemos esa imagen
alta y poderosa de la mujer acostumbrada a opinar, a gobernar y a
imponer su criterio. Parece que a su lado don Diego es un hombre
fatuo que no comprende las razones más elementales y que queda a
merced de unos argumentos con un comentario:
DON DIEGO-. Siempre
supe que es verdad
que el amor no es
cosa buena,
dado que el alma
envenena
y mancha la
dignidad.
DOÑA IRENE-. Y es
que suele ser maldad
la de los
murmuradores,
pues son flacos los
favores
que espera de quien
murmuran,
pues mentiras
aventuran
con sus extraños
rumores.
El caso es que si
la quieres
que defiendas
corresponde
a esa dama.
DON DIEGO-. ¡¡Soy
un conde,
para tan bajos
quehaceres!!
¡¿Hablar yo con
mercaderes
de una mujer?!
DOÑA IRENE-. Si es
amor
lo que sientes, es
mejor
que razones por la
dama,
pues en ella se
derrama
la ilusión de tu
favor.
La tonalidad de
la discusión que mantienen los dos primos va, por momentos, caminos
de convertirse en una riña en la que doña Irene parece dar una
lección a don Diego, quien no deja de mostrarse sorprendido con las
palabras de la muchacha, las cuales le parecen un tanto dadas a la
barbarie, al contener pensamientos un tanto raros. Sin embargo,
cierto es que como hombre de nobleza debe cuidarse del amor, pasión
no recomendable en quienes están destinados a matrimonios por
política que engrandezcan la riqueza y la fama de sus casas.
DOÑA IRENE-. Esa
mujer desdichada
ha de ser tu
protegida,
si es que es cierto
que rendida
queda el alma
enamorada.
DON DIEGO-. ¿Pero
si ya fue gozada
por algún bajo
galán
qué será del qué
dirán
y de la palabrería?
DOÑA IRENE-. Si
ella tiene nombradía,
otros la
defenderán.
Y has de saber que
también
tienen mujeres
amantes
de sus desgracias
causantes.
DON DIEGO-. Pues no
les hace gran bien.
DOÑA IRENE-. No la
trates con desdén:
ámala, si es lo
que quieres,
mas no hieras a
mujeres
cuya fama está
indefensa.
DON DIEGO-. No he
de hacerle yo una ofensa,
por ello no
desesperes.
Atentos a su
conversación, embebidos en los argumentos en que se quedan, como
siempre, abstraídos, porque suelen los nobles quedarse embebidos si
es que toca hablar de los amores, dejándose llevar por el paso
caprichoso de los equinos, están ahora en una zona poblada de
malezas donde se escucha cómo vivaquea un pequeño arroyuelo nacido
de la piedra limpia y clara al lado de la cual recita una mozuela,
sentada mientras se va llenando el cántaro, que no ha advertido
todavía la presencia de los jinetes escapados de la cacería. Su voz
es suave, cadenciosa y dulce:
ALDEANA
(recitando)-. “No muy lejos del arroyo
vino el señor don
Rodrigo
a bajar de su
caballo,
que era bello su
rocino.
-No temáis, la
moza bella
-a la muchacha le
dijo,
que la vio donde la
fuente
hace camino hasta
el río-
sino escuchad mis
palabras
pues estas son las
que os digo:
sois vos una moza
bella,
yo tal vez un
peregrino
que en el sendero
se pierde,
en busca del
albedrío.
En pos del amor
hermoso,
de Cupido soy
testigo,
y, como testigo
suyo,
tal vez el mismo
Cupido,
que en esto doy en
amaros
y en pediros aquí
mismo.”
Son bellos los
cantos de estas gentes que llenan las campiñas de la zona y a los
nobles les suele gustar escuchar estas canciones, propias de las
gentes villanas, cierto, de un paisanaje de campesinos muy
probablemente analfabetos, a los que, sin embargo, no les falta una
honda sensibilidad para la poesía. Por eso se quedan callados,
escuchando la voz de la niña, quien sigue con el canto de su
romance, informando a un auditorio imaginario, ya que ignora que el
conde y su prima escuchan su canción, del destino extraño y curioso
de don Rodrigo y la muchacha:
ALDEANA
(recitando)-. “La niña, que, con el cántaro,
junto a la orilla
del río,
escuchara al
caballero
y las palabras que
dijo,
con salero y
gallardía,
otras palabras le
ha dicho:
-Mal hacéis, el
caballero,
que montado en el
rocino,
sin pudor pedís mi
mano,
mi honradez y mi
destino.
Y, si es que
queréis amores,
querrá el altar
bendecirlos,
si acaso tenéis
dinero
y el valor para
mediros
en discusión con
mi padre,
pues debe dar él
permiso.
-No digáis, señora
mía,
que es sentimiento
mezquino
el amor que por vos
siento,
pues ante vos yo me
humillo.”
Estas historias
romanceadas que canta el populacho desde los tiempos medievales son
romances llenos de belleza y hermosura, mostrando, a pesar de los
pesares, un enorme primitivismo en sus tiradas, y, en ocasiones,
presentan historias de tipo épico, pero también episodios
novelescos llenos de fantasía y capaces de excitar las
sensibilidades románticas. Los dos aristócratas parecen no
atreverse a interrumpir el canto de la moza que ya ha llenado su
cántaro y sigue cantando o recitando estos versos con soltura y
fluidez, ignorante de que la están escuchando.
ALDEANA
(recitando)-. “Estas palabras airado
el caballero le
dijo,
y ella escuchó su
comento
y le dijo de
improviso:
-No nace el amor de
pronto
ni es el fruto de
un capricho,
que no vuela en la
arboleda
el Amor, flechero
niño.
Y, pues jugáis con
engaños,
como advertencia os
lo digo:
no habéis de
intentar burlaros
de quien se pone al
abrigo
de un padre que fue
soldado
y, en defensa de
sus hijos,
dará muerte al que
haga falta,
pues es un hombre
bravío.
Temed así sus
razones
y seguid vuestro
camino,
pues que tanta
lozanía
no cataréis con
buen tino."
La mozuela, deja
de cantar de golpe, sintiéndose cortada por la presencia de los
jóvenes a caballo, que tras la vegetación arbustiva han permanecido
en silencio, trasladados a otros mundos, a reinos ficticios,
suspendiendo sus preocupaciones por unos breves instantes. Y es de
decir que estas gentes aldeanas suelen mostrarse reservadas no ya a
los extraños, sino a los nobles, especialmente a los señores de la
zona, que por lo general, suelen llevar sus tierras y negocios con
gran autoridad.
DOÑA IRENE-. Son
bellos estos romances
que nos hablan de
pasiones,
que suelen ser las
canciones
hermosas como los
lances.
DON DIEGO-. Sabe el
pueblo, en sus alcances,
guardar siempre en
la memoria
la belleza de una
historia
de amor que, tan
bien contada,
llena la pura
alborada
con su sonido y su
gloria.
Sin embargo ya ha
corrido
el sol por el ancho
cielo,
que la escarcha vio
en el suelo
romper su hielo
vencido.
DOÑA IRENE-. Ya la
mañana ha corrido
y hemos de tornar
al fin,
desde este extraño
confín
al jardín de tu
palacio,
que siendo corto el
espacio,
pronto hallaré tu
jardín.
Mientras tanto,
la madre de don Diego, la condesa, está sentada en el rico comedor,
con todos sus invitados, acompañando a su marido, cuando aparecen
unos sirvientes que le hacen ciertas indicaciones, cosa que debe ser
importante, pues ella abandona la mesa. En una sala contigua, se
produce el encuentro entre doña Luisa, que está custodiada por dos
criados que se niegan a soltarla, hasta que la condesa, a quien le
entregan la carta, se ve ante la muchacha, sensiblemente más joven.
LA CONDESA-. De
modo que vos sois Clara.
DOÑA LUISA-. Mi
nombre es Luisa, señora.
LA CONDESA-.
Podremos hablar ahora,
que no es la
ocasión avara.
Esta tarde se
prepara
una fiesta en esta
casa,
y vos sabéis lo
que pasa
cuando hay tantos
invitados.
SIRVIENTE-. Vino
con muchos cuidados
con una carta que
abrasa:
su contenido son
versos
que contienen los
amores
que se dicen con
valores
entre bellos y
perversos.
LA CONDESA-. Dadme
la carta.
SIRVIENTE-. Los
versos
vienen escritos
aquí.
LA CONDESA-.
Podremos mirar así
el mensaje
contenido.
SIRVIENTE-. Un amor
enloquecido.
LA CONDESA-. A ver
lo que pone aquí.
La condesa,
mujer acostumbrada al poder no tiene pudor alguno en desplegar la
carta y mirar con curiosidad unas letras que no son para ella. Por
otra parte, doña Luisa, nerviosa, muestra en su gesto el interés
por escapar de una situación tan violenta y tan embarazosa,
sintiéndose casi una prisionera en las manos de los dos sirvientes,
que la retienen, como si de la justicia y un reo de muerte se
tratara, ante la majestuosa presencia de la condesa, quien, sin
despecho ni odio, comienza a leer, recitando de manera pausada, al
pasear, tras sus elegantes lentes, la vista por el escrito:
LA CONDESA-. Vero
bello es lo que digo,
y en buena letra se
mira,
que es un verso que
suspira
por
el
amor
de
un
amigo.
Dice
aquí:
“Pues
sois
mendigo
por el amor
traicionero,
sabed que el amor
que espero
es un amor de
verdad,
lleno de luz y
lealtad,
brillante
como
un
lucero.”
DOÑA LUISA-. La
carta, señora mía,
es un escrito
amoroso
que concibió con
reposo
doña Clara.
LA CONDESA-. Es
osadía.
Y por su letra
diría
que parece amor
sincero,
bello amor, aunque
no espero
que la cosa venga
así.
DOÑA LUISA-. Razón
tenéis.
LA CONDESA-. Ved
aquí
que será lo que yo
quiero.
La condesa
arroja al suelo la carta en numerosos pedazos y hace una señal para
que acompañen fuera a doña Luisa, en un gesto violento, casi como
echándola del palacio, al que, desde luego, ha sido una osadía
venir, dado que los condes se oponen a este amor entre doña Clara y
don Diego. Después se retira para seguir, según es su obligación,
despachando a los invitados en la fiesta y para poner fin a su
comida. Un brillo en su mirada deja ver que se ha quedado contenta
después de haber puesto en su lugar a la infeliz doña Luisa, la
amiga de doña Clara. Tras haberle contado lo ocurrido, esta le dice:
DOÑA CLARA-.
Quiere el amor ser amor,
y no podrán
separar
lo que el fuego ha
de juntar
en cenizas y dolor.
No ha de faltar el
valor,
si, como es cierto,
su llama
es el amor que
derrama
al entregarme su
fe,
que donde quiera me
iré
si él ha de
hacerme su dama.
Y, pues el amor
convoca
a esta rara
situación,
he de dar mi
corazón
donde me pida su
boca.
Que este amor me
vuelve loca,
y, convertida en
entrega,
siento el amor que
me llega,
siento esa daga de
plata
que el corazón
arrebata
al tiempo que
ofrece y niega.
2014 © José Ramón
Muñiz Álvarez
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