viernes, 21 de noviembre de 2014

Drama


José Ramón Muñiz Álvarez
LA ESPERANZA DE DON DIEGOOLOS CONSEJOS DE IRENE
(Breve drama en verso en que, jinetes en
sus caballos, apartados de los
demás cazadores, dos primos discurren sobre la
naturaleza del
amor)


El conde, que está nervioso con la planificación de una fiesta que culminará en una gran cacería, busca por la inmensa mansión familiar a don Diego, su primogénito, al que quiere tener al tanto de todos los pormenores con los que se va a celebrar este importante evento. La casa palacial es grande y denota el poder y la riqueza de una familia tan importante como respetada, con grandes salones en cuyas paredes se ven los blasones y escudos, además de algunos retratos de los ancestros más ilustres de la casa.

EL CONDE-. No pienso yo que esté bien
que ese muchacho nos deje
y de su casa se aleje
en su incesante vaivén.
SIRVIENTE-. Diez veces, si no son cien,
esta semana ha salido.
Dice que está malherido
por los males del amor.
EL CONDE-. Siendo persona de honor
¿en qué lío anda metido?
SIRVIENTE-. ¡Dice amar con sentimiento
a una dama que, sin calma,
le ha prometido hasta el alma
puesta en las manos del viento!
¡Por ella pierde el aliento
cada noche y cada día!
EL CONDE-. ¡Un hombre de nombradía
que del palacio se va!
LA CONDESA-. ¡Quién sabe dónde estará!
No lo he visto en todo el día…

Una de las sirvientas se acerca, dejando sus quehaceres para informar a la condesa, que, al parecer, puesta ya en antecedentes, ve venir el peligro para la estirpe del orgullo de su casa y quiere saber más sobre las relaciones que su hijo sostiene con esa mujer de la villa, a la que, según se dice, un caballero ha abandonado. La criada se inclina con una cortés reverencia ante la mirada indiferente de su señora, inmensamente poderosa y rica, que sabe que los criados son gente a la que no se debe mostrar ni afectos ni cercanías, con el fin de que no dejen de portarse como tales.

CRIADA-. ¿No lo sabéis? Pues don Diego
ha escrito versos, señora,
desde la luz de la aurora
hasta el ocaso y su fuego.
LA CONDESA-. Esto no es cosa de juego.
CRIADA-. Se le parte el corazón…
LA CONDESA-. ¡¡Mas qué aciaga situación!!
¡¡Tal amor me contraría,
que no sé lo que daría
para calmar esta aflicción!!
CRIADA-. Ha mandado a los sirvientes
a llevar ese mensaje.
LA CONDESA-. Siendo quien es hace ultraje
a su linaje y sus gentes.
CRIADA-. Son sus versos relucientes
como el oro a la alborada.
LA CONDESA-. ¿Y es la dama enamorada
Doña Clara del Castaño?
CRIADA-. No he de deciros engaño:
es ella.
LA CONDESA-. ¡¡Mala jugada!!

El de la condesa es un carácter fuerte y muy dado a impacientarse, por lo que esta levanta la voz más, incluso, que su marido, sabiendo que su hijo se regala a las andadas y que es muy posible que esto le traiga problemas. A pesar de que los criados no tienen culpa alguna, ella suele tratarlos con no poco despotismo, como si su obligación fuera mirar por la honra y el honor de la casa y del descabezado primogénito, que se sirve sin ninguna preocupación a los rumores de la plebe, que, ociosa, gusta de comentar sus correrías y sus desmanes por los pueblos de la zona.

LA CONDESA-. ¡¡¿Para qué tanto servicio
si no se lo que sucede?!!
Nadie decírmelo puede,
que nadie cumple su oficio.
SIRVIENTE-. Siempre decís que es un vicio
hacer comentario alguno,
y que nunca fue oportuno
hablar de nobles señores.
LA CONDESA-. ¡¡No me haréis grandes favores
con esa actitud ninguno!!
SIRVIENTE-. No es, señora, culpa mía,
que no he de saberlo yo,
que, si el conde se marchó,
yo trabajo todo el día.
LA CONDESA-. Es hablar con osadía
decir tal, pues bien lo sabes,
que quiero en casos tan graves
de todo estar informada.
SIRVIENTE-. Él se fue de madrugada
llevando todas sus llaves.

El sirviente se va, dejando solos al conde y a la condesa, los cuales discuten sobre los sucesos que últimamente traen de cabeza a toda la gente en la casa palacial que habita la familia desde hace siglos. La condesa, con gesto autoritario, suele ponerse muy nerviosa cuando discute con su marido, hombre de carácter no mucho más calmado, por cierto, que parece ensañarse con la inmadurez del muchacho, que deja su lugar y su casa para buscar ciertas aventuras que lo hacen estar en las lenguas de todos los mentideros de la comarca, cosa que su padre entiende como muy seria.

LA CONDESA-. ¡Debo ocuparme, lo sé,
de cada cosa que pasa
en esta mezquina casa
según lo que aquí se ve!
EL CONDE-. Tengo claro lo que haré
cuando por fin vuelva aquí.
LA CONDESA-. ¡Has de castigarlo, sí!
¡Pero no te hará gran caso,
que sabe, según es caso,
burlarse de ti y de mí!
EL CONDE-. ¡Le pondré la mano encima
si no se diera a razones!
LA CONDESA-. No hará caso a tus sanciones…
He de llamar a su prima.
Su juventud la aproxima
al carácter de don Diego.
EL CONDE-. ¡Tal vez apague su fuego,
cosa difícil de hacer!
LA CONDESA-. Ella es sabia y es mujer.
Habrá de atender mi ruego.

Entre tanto, doña Clara, sentada en una de las sillas discretas de su palacete, en compañía de doña Luisa, sirvienta suya desde hace ya bastantes años, mujer que siempre le ha dado consejos y que teme por ella, tras los sucesos ocurridos, demostrando un marcado instinto protector, le explica sus profundos sentimientos amorosos por don Diego, del que se dice que es perteneciente a familia de alta cuna y con carácter orgulloso. Doña Luisa se preocupa especialmente por la joven, todavía inocente, a pesar de haberla dejado en el más ruin de los abandonos un caballero vil y sin hombría.

DOÑA CLARA-. Dejada de un caballero,
dejada de su promesa,
perdida de amores, presa
del odio del mundo entero,
ahora a don Diego quiero,
pues esta conciencia loca
es codicia de su boca,
de su pecho y corazón,
que el amor la sinrazón
de mis locuras provoca.
Y no sé lo que ha de ser
de la triste suerte mía.
DOÑA LUISA-. Piensa con calma, sé fría,
que por algo eres mujer.
Dios te dará en entender
que suelen decir falacia
las gentes cuya desgracia
los lleva a ser descreídos.
DOÑA CLARA-. ¿Son acaso mis sentidos?
DOÑA LUÍSA-. Es su lenguaje y su audacia.

Se echa a ver con claridad la enorme desconfianza que siente doña Luisa por doña Clara, y cómo intenta advertirla de los enormes problemas que pueden desencadenarse si vuelve a cometer el mismo error. Doña Clara, sin embargo, ilusionada ante la posibilidad de llenar en su espíritu el triste hueco que ha quedado en su interior, después de tan grave ruptura, parece no comprender que la gente de alcurnia, con su orgullo y sus intereses, busca para sus hijos matrimonios distintos, desdeñando a las mujeres que ya han sido desfloradas de manera tan peregrina.

DOÑA LUISA-. Y, porque sientes amor,
porque sientes ilusiones,
te dispone a sus traiciones
con su engaño sin favor.
DOÑA CLARA-. No espero de él el dolor
que otra vez me vio tan triste,
que su mirada reviste
con el amor verdadero.
DOÑA LUISA-. Será el amor lo primero
que te arrebaten.
DOÑA CLARA-. Insiste.
Suele decir por amores
lo que le dictan mis cabellos
que cuidan mirares bellos
donde alumbran resplandores.
Habla de muchos colores
en la aurora de mis labios.
DOÑA LUISA-. Esos conceptos son sabios,
y, si con ello delira,
se dispone a la mentira
para causar más agravios.

Doña Luisa, que habla como una madre, muestra gran severidad hacia la muchacha cuando la reprende, intentando darle a ver las mejores razones, a las que ella, enamorada y desenfrenada, se resiste de manera constante, defendiendo a ese tal don Diego, del que doña Luisa sabe poco menos que su nobleza y linaje, al ser gente de la que se habla mucho en la comarca: toda la villa sabe quién es y teme y respeta a esta gente poderosa y adinerada que tiene casa, tierras y privilegios, amén de la amistad del mismo soberano de la nación, quien ya les ha visitado.

DOÑA LUISA-. Hablemos con seriedad,
pues dice la edad avara
que toda emoción es cara
ante tan cruel sociedad.
DOÑA CLARA-. Entiende que la verdad
que habita en el corazón
es la voz de una pasión
que me hiere en este estado.
DOÑA LUISA-. Ya pudo aquel desgraciado
dejarte con su traición…
DOÑA CLARA-. No entiendes, quiero vivir,
quiero tener mejor suerte.
DOÑA LUISA-. Debes en esto ser fuerte
para evitarlo y seguir:
él solo te hará sufrir
con su maldad y su engaño,
que será tal desengaño
terrible para tu pecho.
DOÑA CLARA-. No habré de sentir despecho.
DOÑA LUISA-. ¡Es ese amor tan extraño!

El amor ha prendido fuertemente en el corazón de doña Clara, que poco dispuesta a entender la situación real, se abandona en manos de sus fantasías. Y bien es cierto que los enamorados se vuelven excesivamente sensibles y son propensos a la exageración cuando se escuchan sus palabras, en un lenguaje desmedidamente poético y distinto del usual. De hecho, la poesía es una locura que llena los corazones de estas gentes, cegando, las más veces, su cerebro, que parece abrasado por las llamaradas de la pasión o que queda mismamente escarchado por la helada de los desdenes.

DOÑA CLARA-. Tan extraño que es, a fe,
que siento que he de morir,
pues es todo un sinvivir
el amor que imaginé.
Y no sé qué le escuché,
que sabe ser trovador
para robarme el amor
con la cadencia de un verso.
DOÑA LUISA-. ¡Es un muchacho perverso!
DOÑA CLARA-. ¡No comprendes!
DOÑA LUISA-. ¡Qué valor!
Con voluntad de engañarte,
con la intención de tenerte,
busca primero encenderte
para luego abandonarte.
Esas palabras son arte
y esa intención es artera,
que su amor es la quimera
que te verá desgraciada.
DOÑA CLARA-. No quiero verme dejada
y el corazón desespera...

Doña Luisa va mostrándose cada vez más desesperada ante la insistencia de la muchacha, una joven terca, a su parecer, pues, en realidad, si ha sido dejada ya por un hombre, debería considerar la necesidad de ser más prudente y de mostrar mayor desconfianza a la gente que se acerca con pretensiones amorosas. Ella, por su parte, no piensa de manera racional, sino que se abandona al sueño aventurero de vivir ese amor que primero le había negado un hombre que supo deslumbrarla y que fue, no obstante, la persona equivocada. Está experimentando este amor como si fuera la vez primera.

Pero tú me ayudarás,
pues que sabes tantas cosas.
DOÑA LUISA-. Si son gentes orgullosas,
digo que te engañarás,
pues que en sus manos querrás
ser, como el quiere, el amor,
y habrás de sentir dolor
por ser tan solo su amante.
DOÑA CLARA-. Muriera por un instante
en sus manos.
DOÑA LUISA-. ¡Por favor!
No tiene ningún sentido
que nadie quiera morir.
DOÑA CLARA-. Sabes qué quiero decir.
DOÑA LUISA-. Es cierto que te he entendido.
Pero el amor nunca ha sido
algo sano, que la gente,
por amores siempre miente
o dice barbaridades.
DOÑA CLARA-. Tú conoces mis bondades.
DOÑA LUISA-. Sé que eres pura, inocente.

Inmediatamente se escuchan los golpes que llaman impacientes a la puerta de la pequeña y discreta mansión de doña Clara, que, en escuchando esos golpes, se impacienta enormemente, pensando que puede ser el amor de su vida, imaginando una visita inesperada del galán que le ha prometido amores y que le dice que la quiere. Más prudente, doña Luisa, que desciende con cuidado por la escalera hasta los portales, deja ver cierto escepticismo en esa mirada suya, prudente, racional y previsora, no sin falta de razón, porque debe siempre la razón refrenar los ánimos impetuosos.

MENSAJERO-. Pues me han pedido, señora,
que os deje aquí este mensaje,
os lo entrego y sigo el viaje,
que no ha de tener demora.
DOÑA CLARA-. Es cierto que me enamora
quien esta carta me envía.
MENSAJERO-. Me dijo que sois el día
que alimenta su pesar.
DOÑA LUISA-. ¡¡No debierais escuchar
tan imprudente osadía!!
MENSAJERO-. Mirad, señora, ese verso,
pues os envía tristeza
envuelta en esa belleza
que recubre un mal perverso.
Y una nota en el reverso
de su puño él escribió
donde dice, digo yo,
que, de la sierra a la vega,
su pensamiento os entrega,
pues sois vos quien lo mató.

Embargada por la emoción, sabiendo que el escrito es, indudablemente, de don Diego, doña Clara se muestra impaciente: brilla su mirada, las manos le tiemblan, una gota de sudor frío corre su frente y su corazón se acelera en el pecho de una manera violenta, como si el tiempo fuera a finalizar en cualquier momento, o, mejor dicho, como si no quedasen en el universo segundos ni minutos para leer ese escrito, un simple papel con unos versos en los que, en ese momento, se está cifrando todo, absolutamente todo, para la fe y las esperanzas de la dama. Entrega a doña Luisa el poema:

DOÑA CLARA-. Tú que sabes declamar
estos versos de hermosura,
elévalos con dulzura
que me pueda deleitar.
Y, pues me pueden matar
conceptos tan elevados,
quede todo a
tus cuidados
si me da muerte el escrito.
DOÑA LUISA-. Este amor está maldito.
DOÑA CLARA-. Dime sus versos osados.
DOÑA LUISA (leyendo)-. Dice así: “Señora mía,
hermosura de unos ojos
que me miran con enojos,
sin la menor cortesía.
Sabed que sois dueña mía
y ante vos rindo el honor.
Debo entregaros mi amor,
testimonio de mi mal,
que nunca conocí igual
en el placer y el dolor”.

Según el mensajero se ha ido, la impaciencia de doña Clara se acelera más, y la lectura del poema la agita de una manera que parece que podría morir en cualquier momento por la mera impresión que los versos están produciendo quién sabe si en su oído, si en su mente o en ese espíritu ingenuo cuya voluntad solamente puede ser ya la de entregarse a lo que venga. Esto más las palabras contenidas en el verso parecen despertar un excesivo instinto de prudencia en doña Luisa, quien, tal vez, nunca haya sido objeto de estos poemas y siente celos del éxito de doña Clara en las cuestiones amorosas.

DOÑA CLARA-. ¿Tal me dice?
DOÑA LUISA-. Cielos, sí.
DOÑA CLARA-. ¿Y es ventura?
DOÑA LUISA-. No lo creo.
DOÑA CLARA-. ¿Es esto amor?
DOÑA LUISA-. Según veo.
Es un loco frenesí.
Es vuestra muerte.
DOÑA CLARA-. Pues di
lo que quieras, mas le quiero
y ha de saber que yo muero
entregada a tanto amor.
DOÑA LUISA-. Ha de causarte dolor.
DOÑA CLARA-. Es el dolor que prefiero.
Sigue leyendo el escrito.
Pues dice: “Vos sois amor,
ilusión, vida y dolor,
emoción, pasión, delito.
Y vive por vos marchito
el corazón en el pecho,
pues el desdén al acecho
me causa infelicidad.”
DOÑA CLARA-. ¡¡¡¡Es amor!!!!
DOÑA LUISA-. ¡¡¡¡No es la verdad!!!!
DOÑA CLARA-. ¡¡¡¡Estáis llena de despecho!!!!

La postura de doña Clara es la de la mujer inocente que desconoce los peligros de entregarse a estas pasiones, por más que ya ha tenido una aventura fallida que la ha puesto en la boca de todos los villanos de la zona, imaginando que doña Luisa, o bien por su falta de hermosura, que no es tal, o bien por la falta de alguna cualidad determinada, de momento no ha tenido la oportunidad de ser amada por un caballero, razón por la que pretende acizañar a todo el que goza de una dicha que, al parecer, a ella se le está negando. Finalmente, decide contestar a la carta del muchacho:

DOÑA CLARA-. He de mandarle recado
con respuesta a este mensaje,
pues es noble su linaje
y ya muere enamorado.
DOÑA LUISA-. Ese verso bien rimado
no es el fruto del amor,
mas arte del trovador
me parece, según miro,
pues es cuestión de un suspiro
si él es fácil rimador.
Y pues encuentra la rima,
puede con gracia burlar
a una dama, a todo un mar,
si la rima no escatima.
DOÑA CLARA-. Es su espíritu una sima
que merece gran consuelo,
que su amor merece el cielo
sobre todo lo existente,
y es su amor un gran presente.
DON LUISA-. Es ave de raudo vuelo.

Doña Clara, emocionada por la carta que le han traído, a pesar de que el mensajero ya se fue y doña Luisa le da tan sensatos consejos, explicándole que las rimas no deben tomarse en serio ni deben interpretarse nunca como testimonio de un amor verdadero, se dispone a responder. De una habitación contigua saca el material necesario para que Luisa siga al dictado sus palabras, por eso pone en su mano pluma y tintero y coloca el papel sobre una mesa de la estancia en la que doña Luisa aguarda para escribir lo que se le ordene, a pesar de no estar de acuerdo:

DOÑA CLARA-. Apunta bien lo que digo.
DOÑA LUISA-. Claro está que apuntaré.
DOÑA CLARA-. Comienzo ya, que diré
qué has de escribir a mi amigo.
Escribid: “Pues sois mendigo
por el amor traicionero,
sabed que el amor que espero
es un amor de verdad,
lleno de luz y lealtad,
brillante como un lucero.
Que cobra sentido el mundo
donde os hago principal,
que tanto amor sin igual
no es en el orden segundo.
Y pues el labio fecundo
de vuestro ingenio hace mía
la palabra y la poesía
con que os he de responder,
sabed que os he de querer
y os regalo el alma mía.”

Ante el talento de la muchacha, su amiga, doña Luisa, queda sorprendida, mirándola unos instantes, como si se hubiese quedado atónita, pero enseguida reacciona y va tomando nota de los versos que se le dictan, aunque extraños, pero bellos. En ellos, desde luego, queda reflejada la ingenua actitud con la que doña Clara se entrega a los amores de don Diego, quien, como si fuera un verdadero don Juan Tenorio, ha dejado flechado su corazón con una pasión irrefrenable. Tras una breve pausa que sirve para que doña Clara tome aliento suficiente, después de un leve suspiro, prosigue el dictado:

Por eso llega este escrito,
ya que no va por mi mano,
con un amor soberano,
firme ya como el granito.
Y sabed que es gran delito
el que acaso cometéis,
que a fe que el amor podéis
traicionar con bizarría,
dejando en la nieve fría
la flor que con vos habéis.
Yo estaré ya en vuestro aliento,
en vuestra voz, vuestra gala,
como el alba que se iguala
con la mañana en el viento.
Y, pues queréis ser sustento
del amor que es siempre amor,
perdonad, si no es mejor
el estilo en que se escribe
el amor que se concibe
como palabra de amor.”

Acabada la redacción, doña Luisa enrolla el pliego que ha escrito, consciente de que su labor será llevar esta carta a la casa de don Diego y aguardar del muchacho la respuesta, dentro, se supone, de lo que son los tópicos del amor cortés, con el consabido temor de no ser correspondido, poniendo a la dama siempre en el papel de dueña del corazón de un amante que ya no puede hacer sino rendirse a tan desesperada pasión. Doña Clara, sabedora de que es preciso que la carta no acabe en manos de criados y sirvientes, dice así a doña Luisa:

DOÑA CLARA-. Sabemos las dos que es bueno
ser discretos, cuidadosos,
y mostrarnos recelosos
ante todo el que es ajeno.
Y pues me dieron veneno
de amores y enamorada
sueño en la noche callada
la ventura de un amor,
quiero yo que el trovador
sienta mi voz embargada.
Y don Diego, enamorado,
habrá de entregarse, en fin,
pues él será el paladín
del amor que me ha jurado.
Al verme yo en este estado,
entregaré mi razón,
la alegría y la ilusión
con que me siento morir,
porque el amor no es vivir
aunque lata el corazón.

En la casa de los padres de don Diego, un criado intenta aconsejar al conde sobre cómo debe actuar con un asunto tan delicado como el de su hijo, que parece estar a punto de comprometer el nombre de la familia al acercarse y pretender a doña Clara, cosa que se ha convertido en comento general de todos los plebeyos de la zona. El conde, que conoce el carácter de su hijo, está indignado ante la noticia recibida acerca de la veracidad de los rumores que han llegado a sus oídos sobre la relación de un muchacho de tal alcurnia y una mujer abandonada ya por un galán sin gran vergüenza no dignidad.

EL CONDE-. De modo que es todo cierto.
EL CRIADO-. Todo cierto, mi señor.
EL CONDE-. ¡Siempre hablando del amor,
y era un joven tan despierto!
¡Predicar en el desierto
hago yo si se lo digo,
y, pues la voz de un amigo
la de un padre no ha de ser,
no sé lo que puedo hacer!
EL CRIADO-. Negadle, en fin, vuestro abrigo.
Tal vez quitándole el pan
se sienta el joven forzado.
EL CONDE-. ¡No se sentirá obligado,
que yo lo sé, por Satán!
¡A saber lo que dirán
esas gentes de la villa!
EL CRIADO-. ¡Será grande la mancilla
y es preciso separarlos!
EL CONDE-. ¡Eso está bien, apartarlos,
eso es grande maravilla!

Pero no podría faltar tampoco el comentario de la condesa, puesto que, como madre, ella no deja de tener vigilado a su retoño, pretendiendo siempre cuidarlo y protegerlo de los no pocos peligros que suele haber en esta vida. De hecho, ella ya tiene en marcha, por el bien de su hijo, alguna de las maquinaciones más inteligentes, que solazan al conde mientras le explica los motivos por los que ha decidido llamar a la cacería que celebrarán esa misma mañana a la prima del muchacho, dama conocida por el nombre de doña Irene de Carranza, a la que todos consideran bella y de notable ingenio.

LA CONDESA-. No te preocupes, que yo,
sabiendo todo del caso,
he dado ya el primer paso
y habré de arreglarlo.
EL CONDE-. ¡¡¡No!!!
¡Qué vas a hacer!
LA CONDESA-. Si buscó
de esa mujer compañía
y en adorarla porfía,
pues con ella se entretiene,
valdrá el consejo de Irene,
que vendrá a la cacería.
EL CONDE-. No parece mala idea…
¿Y es seguro que vendrá?
LA CONDESA-. Muy pronto se la verá,
y es preciso que la crea.
EL CONDE-. Esperemos que así sea,
pues que debe ser así,
y, en viendo lo que yo vi,
pues parece obsesionado,
después de que hayan hablado,
lo pensará para sí.

La condesa está verdaderamente satisfecha con la posibilidad de una entrevista entre doña Irene de Carranza y su hijo don Diego. Sabe que ella es una mujer que ejerce una verdadera influencia sobre su heredero y que, con todo este trajín de amoríos, lo mejor es siempre ser prudente: contradecir al muchacho sería hacer que se llenase de coraje y llegase incluso a la locura, siendo mejor que las cosas se desencadenen con mayor tranquilidad y calma, pues lo ideal es que el curso natural de las cosas permita a don Diego razonar adecuadamente y comprender lo nociva que es esta relación.

LA CONDESA-. Siempre dije que es Irene
una mujer de valía.
EL CONDE-. Es racional.
LA CONDESA-. Es muy fría,
cosa que bien nos conviene.
EL CONDE-. Es una virtud que tiene,
pues en ella la frialdad
es virtud y no maldad,
que siempre dijo a don Diego
que se apartase del fuego
de la propia tosquedad.
LA CONDESA-. Piensa bien lo que ha de hacer,
y es mujer inteligente.
EL CONDE-. Es sensata, independiente,
y es, en fin, una mujer.
LA CONDESA-. Si sabe darse a valer,
convencerá a ese locuelo,
que don Diego es un mozuelo
que poca cabeza tiene.
EL CONDE-. Siempre hizo caso de Irene.
LA CONDESA-. Con saberlo me consuelo.

Y por fin se escuchan los rumores confusos que tienen lugar antes de comenzar esas cacerías que en los siglos ya pasados organizaban, para amenizar sus eventos sociales, las gentes de la más rancia nobleza, luciendo, como quien quiere ser visto en un carnaval, las mejores hermosuras y las más altas galas que dan fe del abolengo. Son estas situaciones en las que la gente, pendientes los unos de los otros, hablan, a veces en demasía, de los demás, pues siempre donde hay nobles van los rumores con ellos y lo que dejan de hacer o hacen es algo que siempre llama la atención.

DON FERNANDO-. Ya despunta el nuevo día
y se admira la belleza
del sol, cuya sutileza
alumbra la helada fría.
Y arranca la cacería
y corren, con gran apuro,
por este suelo tan duro,
en su yegua caballeros,
esos jinetes ligeros.
DON PEDRO-. A seguirlos me apresuro:
La caza es placer hermoso
para quien quiere que el viento
roce alegre, con su aliento,
el rostro más alevoso.
DON FERNANDO-. Don Diego se ve gozoso
de su prima acompañado.
DON PEDRO-. Dicen que está enamorado,
y es enojoso el suceso.
DON FERNANDO-. Es un muchacho travieso
y un tanto desarreglado.

Don Fernando y don Pedro observan a la pareja dichosa que forman los dos primos, don Diego y doña Irene de Carranza, los cuales se pierden alegre y distraídamente, dejando de seguir a los demás cazadores, que avanzan al galope tendido, ambicionando sus mejores presas por entre los campos y las colinas del conde. Poco a poco, los dos muchachos se pierden entre malezas más densas para buscar la discreción y el ambiente silencioso y amable que piden las conversaciones en confianza, pues el tema del que han de hablar es un asunto serio que necesita del ambiente más apropiado.

DON FERNANDO-. ¿No parece que se van
por ese oscuro camino?
DON PEDRO-. Algo dicen, adivino,
pues que ocupados están.
DON FERNANDO-. ¡Quién sabe!
DON PEDRO-. Se perderán
para hablar de confidencias:
son pretendidas ausencias
para hablar de lo privado.
DON FERNANDO-. La cacería han dejado.
DON PEDRO-. Es cosa de sus conciencias.
DON FERNANDO-. Pues os digo yo, señor,
que e tiene el conde interés.
DON PEDRO-. Lo avisará don Andrés,
que es hacerle gran favor.
DON FERNANDO-. Pues han tenido el valor,
el conde los reñirá.
DON PEDRO-. No lo creo, pues ya está
pactado que sea así.
DON FERNANDO-. ¿¡Que se vayan por allí!?
DON PEDRO-. Eso al conde gustará.

Los condes, a caballo, se han ido quedando rezagados de todo el grupo de cazadores a la espera de que les cuenten algunos sirvientes y amigos leales a la casa como se van desarrollando los acontecimientos, y, como es lógico, permanecen muy pendientes de los sucesos en lo tocante a la sobrina doña Irene y el joven Diego, a los que han perdido de vista. Estos no están ya con el grupo, y don Andrés de Bastida, amigo de la familia desde tantos años, quien está al corriente del problema y las aspiraciones de los condes, viene a traerles la buena noticia: los primos se han ido a un lugar menos concurrido.

EL CONDE-. Decid, buen Andrés, decid.
DON ANDRÉS-. Dicen que ya ha sucedido:
por el bosque se han metido.
LA CONDESA-. Te lo dije.
EL CONDE-. Soy feliz.
Inclinaré la cerviz
ante ese ingenio valiente
con que podéis a la gente
dominar en forma tal.
LA CONDESA-. Ved que es algo natural.
EL CONDE-. Sed, mi señora, consciente:
Doña Irene, que es mayor,
habrá de hablarle, pues Diego
está inmerso en ese fuego
que confunde con amor.
LA CONDESA-. Ha de hacernos el favor
de darle su buen consejo.
EL CONDE-. Pues sabed que estoy perplejo
de vuestro saber hacer,
que es astucia de mujer.
LA CONDESA-. Pues vos sois mi claro espejo.

Don Diego de Montalbán, sabiendo que es momento apropiado para ello, acompañado de doña Irene de Carranza, prima y confidente suya, quien, tras separarse del grupo, ha seguido a su pariente a un claro, olvidándose de los placeres cinegéticos, pero sin desmontarse el uno de la yegua overa y la otra de ese corcel blanco, de crines puras y hermosas, cuando ondean, llevados por la mano invisible de la brisa, explica sus preocupaciones a tan distinguida mujer, quien, atenta, sacia su curiosidad al escuchar las razones que han enlodado el corazón de don Diego:

DON DIEGO-. Pues digo que ella es aliento
del amor más encendido,
he de quedar suspendido
en tan noble pensamiento.
DOÑA IRENE-. Pero, como corre el viento
de la sierra a la llanura,
me dirás que su hermosura
te ha llenado de tristeza,
porque se vuelve aspereza
el temor que te apresura.
DON DIEGO-. ¡Mala cosa es la mujer
cuando son cosas de amores,
que no pueden los señores
tal batalla defender!
DOÑA IRENE-. ¿Y la podré conocer
y podré ver sus ojuelos?
DON DIEGO-. Los mares verás y cielos
en que ya la brisa fría
la claridad de otro día
admira en sus raudos vuelos.

La soledad elegida por los dos jóvenes todavía se ve perturbada por el griterío y el bullicio de los demás nobles, quienes, agitados, se lanzan a cabalgar alegremente por los campos, por los montes y colinas de estas zonas boscosas, mientras sus corceles pisan, inclementes, las aguas de los charcos que quedan todavía, tras las lluvias de la noche. El ladrido de los perros, el sonido de los cuernos y el vocerío de los monteros, amén de los disparos, no siempre tan atinados como debieran, se van haciendo progresivamente más lejanos, hasta que la naturaleza es la verdadera protagonista de este marco discreto:

Siempre el amor es osado
y se lanza a la aventura,
pues le gusta la locura
y es un ángel descarriado.
DOÑA IRENE-. Conviene ser moderado
con esas raras pasiones,
peligrosas emociones
que habrán de llenar la mente
de quien por amor se ausente
de su juicio y sus razones.
DON DIEGO-. Y, pues es ella el perfume
en que miro perfecciones
que me enseñan las lecciones
en que todo se resume.
Será preciso que sume
a su encanto la honradez
de la que dudan, tal vez,
estas gentes que, adivinas,
mueven las lenguas mezquinas
con tan cruel insensatez.

El lugar parece sereno y apropiado para la discusión amena y fluida por estos lugares de intensos verdes en los que da gusto perderse, sospechando hontanares y fuentes de aguas puras que brotan donde crece el helecho, tejiendo sus densos sotobosques, paraíso virgen donde se esconden los raposos. De fondo, se escucha el canto de las aves y el sonido rumoroso de los arroyuelos, que corren, lentos, ante la hojarasca malherida y moribunda que se rinde ante las evidencias del otoño. Este ambiente ayuda enormemente a la charla abierta y sin tapujos.

DON DIEGO-. Y yo, que siempre la sueño,
yo que por ella vivo,
me vuelvo lamento esquivo,
si de ella quise ser dueño.
Y puede el pecho pequeño
ser mil mares de dolor:
quiere el honor ser honor,
y, pues el honor lo pide,
bueno será que me olvide
de sus labios y su amor.
Porque dicen que en los brazos
se abalanzó de un amante
y que lo quiso, constante,
regalando sus abrazos.
Y siento que soy pedazos
del hombre que otra vez fui,
porque yazgo triste y, si
la cosa que digo es cierta,
dudo yo que la convierta
en el amor que sentí.

En tanto que los dos muchachos se han perdido por los vericuetos y veredas circundantes de la zona, alejados del estrépito de los caballos y los cuernos, el vocerío y los ladridos, a cierta distancia del resto de los cazadores, todavía en la compañía de don Andrés, que se ha rezagado unos pasos y los sigue en silencio, prudente como es él, para permitir que el matrimonio hable de sus cosas de familia, los condes especulan con la posibilidad de que todo ha de salir bien y que don Diego desechará este amor que tan mal viene a las conveniencias de su linaje.

EL CONDE-. Tal vez resulte, no sé.
LA CONDESA-. Siempre tuvo mucha maña.
EL CONDE-. Me parece cosa extraña,
pero así lo esperaré.
LA CONDESA-. Ella es lista.
EL CONDE-. Bien se ve,
que lo tiene dominado,
y eso es bueno.
LA CONDESA-. Yo he pensado
que, pues mira por don Diego,
puedo entregarle ese juego
de diamantes que me has dado:
preciso es estar a bien
con la gente que conviene.
EL CONDE-. Contento estoy con Irene.
No mostraré mi desdén.
Y es preciso que le den
no un regalo, sino mil,
pues que a don Diego un abril
le lleva y es más despierta.
LA CONDESA-. Pienso yo que es cosa cierta.
EL CONDE-. Deshará ese amor febril.

Los condes se han detenido a la vera del cristalino arroyuelo, cuyas aguas son ahora escasas y parecen enterradas en las hojas amarillentas y pardas que se desprenden de las ramas de los árboles que están a los lados. Don Andrés, a pesar de su prudencia, puede, en efecto, acercarse a los condes, dados los vínculos de confianza y amistad que existen entre ellos, y no renuncia a hacerlo, pues el tiempo de la mañana ha ido corriendo poco a poco y quizás sea ya la hora de que los dos muchachos aparezcan, pues llevan bastantes horas sin ver a los dos primos, que no están con la comitiva.

DON ANDRÉS-. Parece que están tardando
los muchachos.
LA CONDESA-. Bien está:
ella lo convencerá.
EL CONDE-. Me lo estoy imaginando.
Mil razones irá hilando
para que, dándose cuenta,
comprenda que es dura afrenta
la que le hará a su linaje.
DON ANDRÉS-. Habrá de darle coraje.
LA CONDESA-. Más vale que se resienta:
si sigue con ese amor,
logrará hacerse gran daño,
que pienso que no me engaño:
le causará gran dolor.
DON ANDRÉS-. Es en un hombre de honor
lo más propio la prudencia,
pues que dicen que es la ciencia
que ha de entender el sensato.
EL CONDE-. ¡Si se empeña yo lo mato,
pues colmará mi paciencia!

Tras una breve pausa en que doña Irene, que no suele callarse sus opiniones las más de las veces, ha mirado no sin cierto escepticismo a su primo, reanudan el camino, dirigiéndose por esas veredas estrechas que van entrando más y más en los reinos de la vegetación más intensa, esa vegetación en la que se acumulan los helechos y los arbustos bajo los troncos de los recios castaños del paisaje. Pero en doña Irene, ante todo, queda mucho del espíritu romántico que llenó su alocada juventud, pues solamente las mujeres pueden ser astutas y románticas al mismo tiempo:

DON DIEGO-. ¡Oh, raro rayo que hiere
con el fuego de su llama,
que, si ella es hermosa dama,
es justo que desespere!
Y es cierto que el pecho muere
pensando en la nombradía
que defiende mi hidalguía,
pues mi padre hizo lo mismo
y, a las puertas del abismo,
mi abuelo lo mismo hacía.
DOÑA IRENE-. De modo que es el honor
lo que esperas defender,
pues piensas que esa mujer
ha de restarle valor.
DON DIEGO-. Muy pronto seré señor
de estas tierras en que cazas,
y son grandes amenazas
las que su fama han pintado
como fuego envenenado.
DOÑA IRENE-. ¿Y dices que amor abrazas?

La mirada de doña Irene no suele ocultar su actitud, cargada de sinceridad y de cierta crítica no siempre amable, molesta, en la mayoría de los casos, porque, en más de una ocasión, se hace necesario decir algo que no será del agrado del otro. Esa mirada sospechosa la entiende muy bien don Diego, quien, al escuchar las palabras de doña Irene, comienza a comprender la reprimenda que se le viene encima, pues sigue esas ideas tópicas y correctas, sin querer arrojarse a la locura con el arranque doliente del ánimo despechado. Sin embargo, don Diego nunca dudará del alto valor del honor familiar.

DOÑA IRENE-. Yo diría que, goloso,
sigue acaso tu placer
la belleza de mujer
con ánimo lujurioso.
Que quien se muestra amoroso
con la mujer, es galante,
olvidando en el instante
los peligros de la fama,
si es que todo es por su dama
y de su dama es amante.
No es el amor verdadero
cuando se dice que honor
y fama son un valor
que sobre el amor va primero.
Y es que esa falta de esmero
es propia de quien no siente
sino el azote doliente
de la carne, que no es alma,
que os hace perder la calma,
mas no es amor.
DON DIEGO-. ¡Sed prudente!

Ella, aunque enternecida con las cosas de su primo, al que de verdad aprecia, adopta ante él una postura de superioridad. Muchas veces la actitud de doña Irene es bastante represiva con la imagen de los hombres desamorados, como si considerase cobardes a los hombres que no defienden aquello que quieren, pues en doña Irene vemos esa imagen alta y poderosa de la mujer acostumbrada a opinar, a gobernar y a imponer su criterio. Parece que a su lado don Diego es un hombre fatuo que no comprende las razones más elementales y que queda a merced de unos argumentos con un comentario:

DON DIEGO-. Siempre supe que es verdad
que el amor no es cosa buena,
dado que el alma envenena
y mancha la dignidad.
DOÑA IRENE-. Y es que suele ser maldad
la de los murmuradores,
pues son flacos los favores
que espera de quien murmuran,
pues mentiras aventuran
con sus extraños rumores.
El caso es que si la quieres
que defiendas corresponde
a esa dama.
DON DIEGO-. ¡¡Soy un conde,
para tan bajos quehaceres!!
¡¿Hablar yo con mercaderes
de una mujer?!
DOÑA IRENE-. Si es amor
lo que sientes, es mejor
que razones por la dama,
pues en ella se derrama
la ilusión de tu favor.

La tonalidad de la discusión que mantienen los dos primos va, por momentos, caminos de convertirse en una riña en la que doña Irene parece dar una lección a don Diego, quien no deja de mostrarse sorprendido con las palabras de la muchacha, las cuales le parecen un tanto dadas a la barbarie, al contener pensamientos un tanto raros. Sin embargo, cierto es que como hombre de nobleza debe cuidarse del amor, pasión no recomendable en quienes están destinados a matrimonios por política que engrandezcan la riqueza y la fama de sus casas.

DOÑA IRENE-. Esa mujer desdichada
ha de ser tu protegida,
si es que es cierto que rendida
queda el alma enamorada.
DON DIEGO-. ¿Pero si ya fue gozada
por algún bajo galán
qué será del qué dirán
y de la palabrería?
DOÑA IRENE-. Si ella tiene nombradía,
otros la defenderán.
Y has de saber que también
tienen mujeres amantes
de sus desgracias causantes.
DON DIEGO-. Pues no les hace gran bien.
DOÑA IRENE-. No la trates con desdén:
ámala, si es lo que quieres,
mas no hieras a mujeres
cuya fama está indefensa.
DON DIEGO-. No he de hacerle yo una ofensa,
por ello no desesperes.

Atentos a su conversación, embebidos en los argumentos en que se quedan, como siempre, abstraídos, porque suelen los nobles quedarse embebidos si es que toca hablar de los amores, dejándose llevar por el paso caprichoso de los equinos, están ahora en una zona poblada de malezas donde se escucha cómo vivaquea un pequeño arroyuelo nacido de la piedra limpia y clara al lado de la cual recita una mozuela, sentada mientras se va llenando el cántaro, que no ha advertido todavía la presencia de los jinetes escapados de la cacería. Su voz es suave, cadenciosa y dulce:

ALDEANA (recitando)-. “No muy lejos del arroyo
vino el señor don Rodrigo
a bajar de su caballo,
que era bello su rocino.
-No temáis, la moza bella
-a la muchacha le dijo,
que la vio donde la fuente
hace camino hasta el río-
sino escuchad mis palabras
pues estas son las que os digo:
sois vos una moza bella,
yo tal vez un peregrino
que en el sendero se pierde,
en busca del albedrío.
En pos del amor hermoso,
de Cupido soy testigo,
y, como testigo suyo,
tal vez el mismo Cupido,
que en esto doy en amaros
y en pediros aquí mismo.”

Son bellos los cantos de estas gentes que llenan las campiñas de la zona y a los nobles les suele gustar escuchar estas canciones, propias de las gentes villanas, cierto, de un paisanaje de campesinos muy probablemente analfabetos, a los que, sin embargo, no les falta una honda sensibilidad para la poesía. Por eso se quedan callados, escuchando la voz de la niña, quien sigue con el canto de su romance, informando a un auditorio imaginario, ya que ignora que el conde y su prima escuchan su canción, del destino extraño y curioso de don Rodrigo y la muchacha:

ALDEANA (recitando)-. “La niña, que, con el cántaro,
junto a la orilla del río,
escuchara al caballero
y las palabras que dijo,
con salero y gallardía,
otras palabras le ha dicho:
-Mal hacéis, el caballero,
que montado en el rocino,
sin pudor pedís mi mano,
mi honradez y mi destino.
Y, si es que queréis amores,
querrá el altar bendecirlos,
si acaso tenéis dinero
y el valor para mediros
en discusión con mi padre,
pues debe dar él permiso.
-No digáis, señora mía,
que es sentimiento mezquino
el amor que por vos siento,
pues ante vos yo me humillo.”

Estas historias romanceadas que canta el populacho desde los tiempos medievales son romances llenos de belleza y hermosura, mostrando, a pesar de los pesares, un enorme primitivismo en sus tiradas, y, en ocasiones, presentan historias de tipo épico, pero también episodios novelescos llenos de fantasía y capaces de excitar las sensibilidades románticas. Los dos aristócratas parecen no atreverse a interrumpir el canto de la moza que ya ha llenado su cántaro y sigue cantando o recitando estos versos con soltura y fluidez, ignorante de que la están escuchando.

ALDEANA (recitando)-. “Estas palabras airado
el caballero le dijo,
y ella escuchó su comento
y le dijo de improviso:
-No nace el amor de pronto
ni es el fruto de un capricho,
que no vuela en la arboleda
el Amor, flechero niño.
Y, pues jugáis con engaños,
como advertencia os lo digo:
no habéis de intentar burlaros
de quien se pone al abrigo
de un padre que fue soldado
y, en defensa de sus hijos,
dará muerte al que haga falta,
pues es un hombre bravío.
Temed así sus razones
y seguid vuestro camino,
pues que tanta lozanía
no cataréis con buen tino."

La mozuela, deja de cantar de golpe, sintiéndose cortada por la presencia de los jóvenes a caballo, que tras la vegetación arbustiva han permanecido en silencio, trasladados a otros mundos, a reinos ficticios, suspendiendo sus preocupaciones por unos breves instantes. Y es de decir que estas gentes aldeanas suelen mostrarse reservadas no ya a los extraños, sino a los nobles, especialmente a los señores de la zona, que por lo general, suelen llevar sus tierras y negocios con gran autoridad.

DOÑA IRENE-. Son bellos estos romances
que nos hablan de pasiones,
que suelen ser las canciones
hermosas como los lances.
DON DIEGO-. Sabe el pueblo, en sus alcances,
guardar siempre en la memoria
la belleza de una historia
de amor que, tan bien contada,
llena la pura alborada
con su sonido y su gloria.
Sin embargo ya ha corrido
el sol por el ancho cielo,
que la escarcha vio en el suelo
romper su hielo vencido.
DOÑA IRENE-. Ya la mañana ha corrido
y hemos de tornar al fin,
desde este extraño confín
al jardín de tu palacio,
que siendo corto el espacio,
pronto hallaré tu jardín.

Mientras tanto, la madre de don Diego, la condesa, está sentada en el rico comedor, con todos sus invitados, acompañando a su marido, cuando aparecen unos sirvientes que le hacen ciertas indicaciones, cosa que debe ser importante, pues ella abandona la mesa. En una sala contigua, se produce el encuentro entre doña Luisa, que está custodiada por dos criados que se niegan a soltarla, hasta que la condesa, a quien le entregan la carta, se ve ante la muchacha, sensiblemente más joven.

LA CONDESA-. De modo que vos sois Clara.
DOÑA LUISA-. Mi nombre es Luisa, señora.
LA CONDESA-. Podremos hablar ahora,
que no es la ocasión avara.
Esta tarde se prepara
una fiesta en esta casa,
y vos sabéis lo que pasa
cuando hay tantos invitados.
SIRVIENTE-. Vino con muchos cuidados
con una carta que abrasa:
su contenido son versos
que contienen los amores
que se dicen con valores
entre bellos y perversos.
LA CONDESA-. Dadme la carta.
SIRVIENTE-. Los versos
vienen escritos aquí.
LA CONDESA-. Podremos mirar así
el mensaje contenido.
SIRVIENTE-. Un amor enloquecido.
LA CONDESA-. A ver lo que pone aquí.

La condesa, mujer acostumbrada al poder no tiene pudor alguno en desplegar la carta y mirar con curiosidad unas letras que no son para ella. Por otra parte, doña Luisa, nerviosa, muestra en su gesto el interés por escapar de una situación tan violenta y tan embarazosa, sintiéndose casi una prisionera en las manos de los dos sirvientes, que la retienen, como si de la justicia y un reo de muerte se tratara, ante la majestuosa presencia de la condesa, quien, sin despecho ni odio, comienza a leer, recitando de manera pausada, al pasear, tras sus elegantes lentes, la vista por el escrito:

LA CONDESA-. Vero bello es lo que digo,
y en buena letra se mira,
que es un verso que suspira
por el amor de un amigo.
Dice aquí:Pues sois mendigo
por el amor traicionero,
sabed que el amor que espero
es un amor de verdad,
lleno de luz y lealtad,
brillante como un lucero.
DOÑA LUISA-. La carta, señora mía,
es un escrito amoroso
que concibió con reposo
doña Clara.
LA CONDESA-. Es osadía.
Y por su letra diría
que parece amor sincero,
bello amor, aunque no espero
que la cosa venga así.
DOÑA LUISA-. Razón tenéis.
LA CONDESA-. Ved aquí
que será lo que yo quiero.

La condesa arroja al suelo la carta en numerosos pedazos y hace una señal para que acompañen fuera a doña Luisa, en un gesto violento, casi como echándola del palacio, al que, desde luego, ha sido una osadía venir, dado que los condes se oponen a este amor entre doña Clara y don Diego. Después se retira para seguir, según es su obligación, despachando a los invitados en la fiesta y para poner fin a su comida. Un brillo en su mirada deja ver que se ha quedado contenta después de haber puesto en su lugar a la infeliz doña Luisa, la amiga de doña Clara. Tras haberle contado lo ocurrido, esta le dice:

DOÑA CLARA-. Quiere el amor ser amor,
y no podrán separar
lo que el fuego ha de juntar
en cenizas y dolor.
No ha de faltar el valor,
si, como es cierto, su llama
es el amor que derrama
al entregarme su fe,
que donde quiera me iré
si él ha de hacerme su dama.
Y, pues el amor convoca
a esta rara situación,
he de dar mi corazón
donde me pida su boca.
Que este amor me vuelve loca,
y, convertida en entrega,
siento el amor que me llega,
siento esa daga de plata
que el corazón arrebata
al tiempo que ofrece y niega.

2014 © José Ramón Muñiz Álvarez

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