jueves, 13 de noviembre de 2014

El castigo merecido


José Ramón Muñiz Álvarez
EL CASTIGO MERECIDO” O “EL AMOR SIN ESPERANZAS”
(drama compuesto en verso para solazar
a los curiosos que
lean estos versos inspirados y
terribles)

Escena I

Don Pascual aguarda a una dama. Tras varios días de espera, con la impaciencia que siempre hay en estos casos, el lugar de la cita es un rincón verdaderamente inhóspito, una vieja posada, mansión ya para el raposo y las lechuzas que saben guarecerse en las ruinas que están a las afueras de los pueblos y donde las gentes aldeanas inventan fantasmas que nunca existieron y en los que todos acaban creyendo, tras contar, al amor de la lumbre, aquellas historias espeluznantes. El viento, en todo caso, la insistencia de la lluvia, la humedad del barro removido y el frío que cala hasta lo más profundo del alma hacen deseable estar en otra parte, pero es mucho lo que estaba en juego, y, si bien no cree en los ideales de estado, apetecen los ducados prometidos por aquella gente adinerada que tanto le insistió para que no dejara de asistir. Lo cierto es que hacía mucho que no se veía el miedo en su rostro.

Escena II

Llega Carlota, dama de extraordinaria belleza y gran elegancia, cuyos ropajes denotan su estatus cortesano, por más que ahora se la vea en un lugar tan apartado y siniestro, el esperable, en realidad, para las confabulaciones y las malas artes de aquellas gentes que pretenden hacer el mal. Don Pascual, sorprendido de verla, se acerca temeroso, sin entender todavía de qué se trata todo el lío en el que, en verdad, se está metiendo.

CARLOTA-. ¿Sois vos don Pascual Lorente?
PASCUAL-. Señora, a vuestro servicio.
CARLOTA-. Sois hombre con mal oficio,
mas os tendré bien presente.
¿Seréis discreto y prudente
con las cosas que diré?
PASCUAL-. Discreto seré yo a fe,
que las cosas que digáis,
donde bien las escucháis,
yo bien me las callaré.
CARLOTA-. Al conde espero, y quisiera
hablar con él un momento,
sobre un hondo pensamiento
que su pecho desespera.
PASCUAL-. Tal vez el conde os espera
con amor, pues os aviso,
que he escuchado de improviso
a quien vino a contratarme.
CARLOTA-. Con él habré de encontrarme
en el lugar donde él quiso:
esta posada sombría,
que, si se mira despacio,
nada tiene de palacio,
pues le falta la alegría,
que en esta ruina vacía
quiere el conde, por amor,
haciendo gala y favor,
recibir a quien es dama
que en sus manos se derrama
por el poder del amor.
PASCUAL (aparte)-. De modo que esta doncella
es el traidor que decía,
pues que muerte merecía,
mas es una mujer bella…
CARLOTA-. Formularé mi querella
cuando llegue, y os advierto
que todo peligro es cierto
con lo que vos escuchéis.
PASCUAL-. No quiero que os preocupéis,
que soy un hombre despierto.

Escena III

Los golpes de las contraventanas del edificio abandonado no mitigan el aspecto pavoroso de aquel paisaje desolado al que no hubiera acudido ni el diablo para la peor de las fabulaciones. Sin embargo, de entre la oscuridad, emergen, con rapidez, dos figuras, dos sombras que delatan, lejanamente, formas humanas. Sin duda alguna, el conde ha llegado y no viene solo. Su acompañante, guiado por el instinto de la desconfianza, se esconde en el embozo de su capa, larga y elegante, dándole un toque siniestro a la frente noble de un hombre anciano, de pelo encanecido, de rostro tal vez honrado. Por eso don Pascual cree prudente cubrirse también, envolviéndose en su capa y amparándose en la oscuridad y su sombrero de anchas alas.

CARLOTA (al conde)-. ¿Cómo ha tardado el amor
en venir a mi presencia,
que llora el alma de ausencia
su presencia y su favor?
EL CONDE-. Me convertís en traidor
de cuanto debo, en verdad,
al poder y majestad,
que, en palabras de mujer,
me ofrecéis con el poder
que ambiciona una beldad.
CARLOTA-. Mas venís con compañía,
que no sé quien ha venido
donde mi pecho encendido
siente acaso que se enfría.
Porque pena el alma mía
si confundís este espacio
con el más digno palacio
que en la zona pueda haber.
EL CONDE-. Si atacáis vos el poder
siempre es prudente ir despacio.
Y no puedo yo citar
en los jardines hermosos
los ánimos alevosos
que el poder quieren cambiar.
De todas formas, hallar
el amor es oportuno
incluso donde ninguno
diría que es zona bella,
que entiendo vuestra querella.
CARLOTA-. Es lugar inoportuno.
Mas sois pasión desatada
que se regala a mis ojos
y que me llena de enojos
al tenerme enamorada.
Y si la noche pasada
pude escucharos, señor,
hablándome del amor
y de toda su ternura,
querrá al fin vuestra bravura
la firmeza de mi amor.
Que, si queréis ser valido,
mi fe, mi valor y yo
os daremos lo que vio
la gloria del mundo entero,
que primero será el fuero,
del rey, la gran ligereza,
pues que, siendo rey, tropieza
en dejar a otro mandar,
y renuncia a gobernar.
EL CONDE-. Mas me dejáis de una pieza.

El conde se queda por un momento atónito y vuelve la mirada hacia el compañero embozado que con él está, que lo mira con un severo gesto de desaprobación. Casi se percibe el temblor del joven conde, tal vez hombre inexperto en asuntos tan extraños como este, en que se habla del rey que debe ser derrocado por que deja a otros que gobiernen y se le ofrece el poder a él.

Que no quiero ser privado,
que ya sabéis, mi señora,
que admiro como la aurora
vuestro brillo enajenado.
Y obedezco enamorado,
no por alguna ambición,
porque quiere el corazón
con el vuestro la aventura,
regalado a la andadura
de la más alta traición.
Y es que al rey traicionaré
si es que vos me lo pedís.
CARLOTA-. Eso que vos me decís
justo es lo que os pediré.
EL CONDE-. Si vos lo pedís, lo haré,
mas no por ser yo el valido,
que es por verme consumido
en vuestro dulce rigor,
esperando que el amor
no se muestre resentido.
CARLOTA-. Haréis bien, pues los amores
piden siempre el sacrificio,
pues son el sufrido oficio
que hoy os saca los colores.
Y pensad que los señores
que dicen que el amorío
vive con gana y con brío,
suelen no contradecirse,
porque todo es referirse
a aumentar su señorío.

Carlota, mostrando que es hábil en estos ardides y muestra el lenguaje más ambiguo y sugerente que tiene la seducción verbal, parece acercarse al conde y tomarle del brazo, ejerciendo sobre él una dominancia casi hipnótica, semejante a la de ciertas serpientes que saben controlar a sus presas con la mirada. Él la contempla hechizado.

CARLOTA-. ¡Oh, raro canto de amor
que en mi pecho canta el canto
con el que enciende el encanto
de mi vida y mi valor!
Y, pues vive ese rigor
que vos decís en mi pecho,
es que alimenta el despecho
que os hace quererme más,
que, entre todas las demás,
solo a vos tengo derecho.
Y, puestos a imaginar,
vuestro amor casi imagino,
entre sincero y mezquino,
por el poder alcanzar.
Y, si al rey quiere engañar
el ingenio que tenéis,
mirad, señor, lo que hacéis,
que vuestro amor, como el mío,
cobra con alto señorío
por el amor que tenéis.
Por eso os diré que vi
el amor y la ambición
en vuestros ojos, razón
por la que todo sentí.
EL CONDE-. ¿Traicionaréis al rey?
CARLOTA-. Sí,
para entregaros su tierra,
porque en el mundo no yerra
el que quiere, por amor,
arrancarle a su señor
lo que ganó con la guerra.
Y, si lo queréis saber,
quien aquí tengo con vos
es don Pascual, que, por Dios,
sabrá bien lo que hay que hacer.
Pues él ha de convencer
al rey, no muy decidido,
y por eso es que ha venido
a esta secreta entrevista
donde el amor, a la vista,
habla feliz y encendido.

Don Pascual, el hombre de aspecto dudoso, mal afeitado, flaco, como si hubiese sido comido por el hambre, con la capa raída, da un paso al frente y hace ante el conde una de estas torpes reverencias que son exageradas y denotan una falta de contacto con la corte. No cabe duda de que todo el que lo viera, con la gorguera sucia, pensaría que se trata de un bribón de los que beben vino aguado a bajo precio en los mesones de Castilla.

PASCUAL-. Yo soy, señor, un mandado
que política no sabe,
y pienso que es caso grave,
pero que está bien pagado.
Y, tras cambiar el privado,
al rey le valdrá esta suerte,
porque basta que yo acierte,
y es que, en menos de un suspiro,
en acertando yo el tiro,
hallará raudo la muerte.
EL REY (descubriéndose)-. No tenéis de Dios perdón.
CARLOTA (asustada)-. ¿Quién es él?
EL CONDE-. Es el rey mismo,
que os ha de dar el abismo
como premio a la traición.
CARLOTA-. Mas decidme la razón
que tuerce vuestros amores,
si decís que son favores
que en deuda el pecho ofrecía.
EL CONDE-. Callad ya, señora mía,
que son graves los rigores.

Al escuchar estas palabras, mientras el corazón del conde se agita en el pecho, tras haber llegado a tal situación, mortificado por la conciencia y las dudas, don Pascual desaparece con agilidad, igual que las aves nocturnas, cuando, tímidas, levantan el vuelo ante el paso del hombre. Y Carlota, aterrorizada, todavía no acierta a lanzar sobre su amante esa mirada acusatoria de las mujeres que son delatadas. Por otra parte, el rey se muestra severo:

EL REY-. Y, pues esta es la manera
en que queréis conspirar,
el conde os hará probar
la vieja espada que espera.
CARLOTA (al conde)-. Es vuestro amor la quimera
que me descubre y me mata,
que la vida me arrebata,
cuando quise, vive Dios,
la privanza para vos.
EL REY-. La justicia se desata.
EL CONDE-. Mas, si vos queréis, señora,
salvar la vida, os diré
que ante el rey yo pediré…
CARLOTA-. Triste el alma se enamora.
Antes que llegue la aurora
veréis mi belleza muerta,
y mientras el sol despierta
sentiréis perder mi amor,
pero vos sois el traidor
y no sé por qué.
EL CONDE-. Despierta:
pues hay mil conspiradores,
el ánimo traicionero
pide grandeza y dinero
no el color de los amores.
Me has mentido…
CARLOTA-. Los señores
son gente cuyo abolengo
es tan alto que prevengo
que vos peligráis también.
EL REY-. Él es un hombre de bien,
que en gran estima lo tengo.
Y el perdón tendréis, tal vez,
porque el conde lo ha pedido,
que serme fiel ha sabido
y he de hacerle esta merced.
Si dudas tenéis, sabed
que puedo daros la muerte
y cambiar también la suerte
de quien espera morir.
EL CONDE-. Basta solo con decir
lo que se os pide, sed fuerte.

Carlota, que comprende que no tiene escapatoria, suspende en el vacío la mirada, como resignándose a una suerte que ya le da igual, supuesto que la muerte la está rondando y ya no existe escapatoria para ella. Aceptando su destino, parece a punto de desvanecerse, sus piernas flojean y su voz se debilita y se hace progresivamente más tenue.

EL REY-. Decid quién os ha mandado
conspirar y viviréis.
CARLOTA-. ¿Acaso no lo sabéis?
Pero decirlo es osado.
Y así, desasosegado
por la envidia, codicioso,
el espíritu ostentoso
quiso tener la privanza,
y procuré en esta andanza
ese honor.
EL REY-. ¡Es asombroso!
¡¿Quién lo hubiera de decir?!
Porque no era imaginable,
EL CONDE-. ¡Pero soy hombre intachable!
¡No se puede concebir!
Y no puedo yo mentir
la amistad y las lealtades,
que son siempre falsedades
las cosas que os escuché.
CARLOTA-. Yo os amaba…
EL CONDE-. Pues se ve…
EL REY (a Carlota)-. Todo en vos son mezquindades.

El rey desenvaina la espada y la coloca ante el cuello de Carlota, quien tiembla con las ansias de la muerte, esperando ya la última estocada. Se percibe en ella solamente temor, sin resentimientos ni rencores, mientras el conde parece nervioso, viendo la situación que se presenta.

EL CONDE (al rey)-. Siento por ella ternura,
pues es solo una mujer
que, ambicionando el poder,
ha llegado a la locura.
CARLOTA-. Y porque yo estoy segura
de tal generosidad,
hoy os pido, majestad,
pues el perdón no pedí,
que me deis la muerte, sí,
donde os pago con verdad.
EL REY-. No sé lo que debo hacer.
EL CONDE-. Prometisteis perdonar
aquello que me hizo hablar
en contra de esta mujer.

El rey, que permanece dubitativo durante unos instantes, como si la resolución de un dilema se hubiese complicado más de la cuenta, está a punto de envainar la espada, pero cambia entonces de opinión y coloca de nuevo el filo del arma en la blanca piel del cuello de Carlota, cuya respiración se acelera progresivamente.

EL REY-. Su maldad pudiera ser,
un veneno, mas son dos.
Y ha de morir, vive Dios,
porque va contra la ley
hacer la traición al rey.
y el amor daros a vos.
CARLOTA (al conde)-. Espero que os divirtáis
con este juego y mentira,
que el amor por vos suspira,
viendo que lo condenáis.
EL CONDE (al rey)-. La mujer a quien matáis
es causa de esta desgracia,
mas podéis mostrar la gracia
que os pido yo.
EL REY-. No es así,
si quiere mentirme a mí.
EL CONDE-. ¿No es injusto?
EL REY-. Y es falacia.
Y, si es que queréis perdón,
con vos acaso he tenido
quizás el mayor cumplido
si os perdonó mi intención.
Tal vez esa salvación
pueda yo considerar,
mas lo tengo que pensar
y no me inclino por ello,
que mujer de rostro bello,
siempre sabe traicionar.
Además he de saber
dónde arrestar al traidor
que mandó que a su señor
pudiera osada ofender.
Cuando venga a suceder
que prendan al criminal,
juzgaré yo el bien y el mal
y daré mi decisión,
puesto que dar mi perdón
no es una cosa trivial.

Carlota, esperanzada por unos instantes, mira con ojos risueños al rey, soñando una salvación que todavía no está tan clara, mientras el conde se ve confuso y el rey mira, bajo su poblado ceño canoso, con gesto severo.

CARLOTA-. Debéis ser justo, señor,
puesto que vos sois el rey.
EL REY-. Justo soy y así es la ley.
CARLOTA-. ¿Mostraréis vuestro favor?
Porque me embarga un dolor
que es saber pronta la muerte.
EL REY-. Siempre duele al que la advierte,
que es cosa muy rigurosa.
CARLOTA-. ¿Y no me veis temerosa
a la espera de esa suerte?
¿Y vos, conde, enamorado?
¿Me dejaréis suplicar?
¿Ya no queréis ayudar
a quien habéis arrojado?
Porque mi pecho callado
siente el alma despechada,
pues la dejáis arrojada
a esta muerte sin contento.
EL CONDE-. Decir eso es muy violento.
CARLOTA-. ¡Pobre de la enamorada!

Carlota cae al suelo, mostrando una desesperación mayor, casi como si empezase a tomar conciencia de que es muy probable que el rey no la perdone. Durante unos segundos permanece suspendida, intentando asimilarlo todo, hasta que su ánimo turbado parece recobrar la sensatez y la calma que antes mostraba, para intentar manipular a su amante, quien la mira horrorizado.

CARLOTA-. Yo, que daros los poderes
quería, yo que quería
que fueseis la luz del día.
EL CONDE (nervioso)-. Son mentiras de mujeres.
CARLOTA-. Como la víbora hieres
al decirme cosa así.
EL CONDE-. Pero no será por mí
que os miréis en este caso.
CARLOTA-. Vamos, conde, paso a paso,
y sacadme ya de aquí.
EL REY-. Apurará su morir
con ese vil comentario.
EL CONDE-. Es un impulso primario,
pues que la vemos sufrir.
EL REY-. No se puede concebir
una maldad semejante.
La mataré en este instante
por decir tal.
CARLOTA-. ¡Un momento!
¡Quiero decir lo que siento
a gente tan importante!
EL CONDE-. Yo podría interceder
en vuestro favor, señora,
mas así no se mejora
vuestro destino.
CARLOTA-. ¡A saber!
Ya no me puede doler,
condenada así a morir,
lo que me puedan decir
y lo que quieran hacerme.
Así no he de retorcerme
suplicando un sinvivir.
Que un sinvivir imagino
mi destino encarcelada,
de las salas alejada
de la corte, y vaticino
que no he de lograr favor
para quitar el rigor
que ya pesa sobre mí.
De esta manera…
EL CONDE (enérgico)-. ¡¡¡¡No!!!!
CARLOTA (enérgica)-. ¡¡¡¡Sí!!!!
¡¡¡¡La muerte será un favor!!!!

El grado de histrionismo de Carlota es cada vez más ascendente, hasta el punto de rayar en lo grotesco, haciéndose cada vez más claro su carácter insincero, casi como si, de golpe, hubiese perdido la razón. La mirada doliente, aterrada como el gesto desencajado, las voces demasiado alzadas, evidencian que está actuando, que no dice la verdad.

EL REY-. Parece que está alterada,
que ha perdido la cordura,
pues el alma se tortura
para no conseguir nada.
Y sí que está enajenada,
sí que se admira sentida,
que abomina de la vida
que está a punto de perder.
EL CONDE-. Sed piadoso, que es mujer.
CARLOTA-. Siento mi sangre encendida.
Vos, majestad, sois la gloria
del poder en la nación,
y, pues veis tan torpe acción,
borradme ya la memoria.
Porque al quitar de la historia
a este pecho malo y cruel
haréis justicia con él,
y al tiempo seréis injusto,
que no es cosa de mi gusto
morir yo librando a aquél.
Que, si por mi vida espera,
si pide por mí, pretende
lo que en su inocencia entiende
como amor… ¡Qué más quisiera!
Pero es todo una quimera,
pues, si quiere la corona,
a la muerte me abandona
quien debiera ser mi amor.
EL CONDE-. Esto me causa dolor.
CARLOTA-. A mí más me desazona.

Carlota se hinca de rodillas en un afán cada vez más tragicómico, sin todavía obtener el efecto que está buscando, ese preciso efecto que buscan los actores sobre las tablas, cuando, al hacer sus monólogos poéticos, parecen querer llevar una emoción especial que subraya las palabras del poema, lleno de ingenio y de imágenes sugerentes, a través de la modulación de su voz, de los timbres de su voz, de las inflexiones de una voz que es tan importante como el arte y el genio del poeta, si se trata de que los corazones se rindan y rompan en mil aplausos.

EL CONDE-. Hablar así no es prudente.
CARLOTA (al rey)-. No respetéis mi belleza,
cortadme ya la cabeza
y acabemos prontamente.
Que cuando libre la mente
vuele ya de estos pesares,
se alzará sobre los mares
y las naciones en guerra
para ver, sobre la tierra,
a ese Dios en sus altares.
Que ese Dios será el amigo
que me devuelva la calma
cuando, robándome el alma,
diga su voz mi castigo.
Porque el alma irá al amigo
que conmigo conspiró,
el que todo preparó
y luego para salvarse
me acusa, para librarse,
que por él ya muero yo.
Que me siento abandonada
en tan dura situación,
perturbada la razón
y ante la muerte dejada.
EL CONDE-. Señor, os digo…
EL REY-. No es nada…,
dejadla llorar.
EL CONDE (arrebatado)-. Os pido
que, sin dar al mal olvido,
si la vais a castigar,
podáis acaso librar
su vida.

El rey, cada vez más severo, mira al joven conde, hombre verdaderamente enamorado, que suplica con la mirada, que siente que pierde la última expectativa de salvar a su dama, y hace de pronto un gesto de rechazo que el conde se niega a aceptar. El soberano no ha caído en la trampa que les tiende Carlota. Por eso toma la palabra:

EL REY (serio)-. No he decidido
Pero si os pide el amor
que cumpláis un mal consejo,
no de un rey, sino de un viejo,
tomad consejo mejor.
Porque no se da a un traidor
elevados sentimientos,
pues los altos pensamientos
se nos llegan a nublar.
Conde, dejad de pensar
en los romances y cuentos…
Y sabed, amigo mío,
que nunca nadie perdona
al que los suyos traiciona,
y habéis de pensarlo en frío.
EL CONDE-. Premiad con esto mi brío,
que lo pide su perdón.
EL REY-. No olvidéis esta lección
de quien sabe gobernar:
preciso es siempre matar
a quien comete traición.

Carlota comienza a percibir, a pesar de sus fingimientos, que la decisión del rey es firme y que no se salvará, y, en un intento de continuar su juego, sigue su actuación de una manera desesperada, mientras el rey se dispone a matarla con la espada.

CARLOTA-. Entonces debo morir,
pues el destino me ofrece
lo que el culpable merece,
sin poderse resistir.
Y, aunque me haya de sentir,
triste, sola y desolada,
entiendo que, ajusticiada,
me dan merecido daño
por la maldad y el engaño.
EL CONDE (resignado)-. Habéis de ser tierra helada.
CARLOTA-. En todo caso diré
que, si he de ser solo tierra,
esta muerte no me aterra:
con valor la aceptaré.
Es justo, pues traicioné
al rey, que, siendo señor,
es quien tiene más valor
en estos feudos, y digo
que en la esperanza me abrigo
de morir sin más dolor.
EL CONDE-. No turbes tu pensamiento
con idea semejante,
y piensa que, en este instante,
vale tu arrepentimiento.
Dinos pues que está sediento
tu espíritu de la vida
para salvarte.

De pronto el rey envaina su espada, lo que permite respirar a Carlota y al joven conde, pero el rey mantiene sobre ella una mirada que la culpa, la mirada que la acusa, la mirada que la condena y la escoge para la muerte:

EL REY-. Perdida
ya la sé, y, emparedada,
tendrá la última morada
por su maldad merecida.
EL CONDE-. Justa es la muerte que espera
a tan trágica mujer,
mas pienso que no ha de ser,
porque mi amor desespera.
Porque, si acaso yo diera
camino franco a su paso,
sería el mundo algo escaso
para que escape mejor.
EL REY-. ¡Eso es traición!
EL CONDE (alterado)-. ¡Y es amor
y pasión en que me abraso!

Carlota no acababa de comprender que el conde está amenazando con su espada al rey, para darle espacio y tiempo para que escape de la furia de este soberano que, de manera nada injusta, a decir verdad, quiere castigar el carácter perverso de la hermosa joven, que se ha bastado para poner a no pocos cortesanos e importantes nobles en contra del mismo rey. Tal vez el conde no ha pensado bien, porque es evidente que esto podrá costarle no ya su posición, sino la vida, en aras de un amor que ya no tiene posibilidad alguna…

CARLOTA (al conde)-. En fin, diré que es amor
el de quien sabe arriesgarse,
pues eso es precipitarse
a la muerte y el dolor.
Y pues es blando favor
la muerte por el acero,
de vuestra espada la espero,
que si dicta el rey la muerte,
podéis endulzar mi suerte.
EL CONDE-. ¡¡¡¡Huye, Carlota, te quiero!!!!
CARLOTA-. No habré de fingir ya más,
pues que la muerte me espera,
y no importa que me hiera
vuestro filo.
EL CONDE-. Tú te irás.
EL REY-. Por vida de Satanás
que has de soltar esa espada,
o sufrirá sepultada
contigo dentro de un muro.
EL CONDE (dudando)-. Me pongo en un duro apuro.
EL REY (sereno)-. Dámela y no pasa nada…
CARLOTA-. No te enfrentes con el rey,
que es la magna autoridad,
pues tal es su majestad
que se antepone a la ley.
EL CONDE-. Si entrego la espada al rey
ella tendrá que morir,
y, pues es todo sufrir,
ya no sé si he de salvarme.
EL REY-. Esa espada has de entregarme.
CARLOTA (temblando)-. Solo me resta morir…

El conde, abatido ante la imposibilidad de dar un buen final a esta amarga situación, comprendiendo que solo empeora las circunstancias, entrega su espada al monarca, con la vista echada al suelo y el ánimo casi tan desolado como el de Carlota, quien, tendida sobre el suelo, sufre un profundo desmayo. Lentamente cae el TELÓN.

FIN

2014 © José Ramón Muñiz Álvarez


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