José
Ramón Muñiz Álvarez
“EL
CASTIGO MERECIDO” O “EL AMOR SIN ESPERANZAS”
(drama
compuesto en verso para solazar
a
los curiosos que
lean
estos versos inspirados y
terribles)
Escena
I
Don
Pascual aguarda a una dama. Tras varios días de espera, con la
impaciencia que siempre hay en estos casos, el lugar de la cita es un
rincón verdaderamente inhóspito, una vieja posada, mansión ya para
el raposo y las lechuzas que saben guarecerse en las ruinas que están
a las afueras de los pueblos y donde las gentes aldeanas inventan
fantasmas que nunca existieron y en los que todos acaban creyendo,
tras contar, al amor de la lumbre, aquellas historias espeluznantes.
El viento, en todo caso, la insistencia de la lluvia, la humedad del
barro removido y el frío que cala hasta lo más profundo del alma
hacen deseable estar en otra parte, pero es mucho lo que estaba en
juego, y, si bien no cree en los ideales de estado, apetecen los
ducados prometidos por aquella gente adinerada que tanto le insistió
para que no dejara de asistir. Lo cierto es que hacía mucho que no
se veía el miedo en su rostro.
Escena
II
Llega
Carlota, dama de extraordinaria belleza y gran elegancia, cuyos
ropajes denotan su estatus cortesano, por más que ahora se la vea en
un lugar tan apartado y siniestro, el esperable, en realidad, para
las confabulaciones y las malas artes de aquellas gentes que
pretenden hacer el mal. Don Pascual, sorprendido de verla, se acerca
temeroso, sin entender todavía de qué se trata todo el lío en el
que, en verdad, se está metiendo.
CARLOTA-.
¿Sois vos don Pascual Lorente?
PASCUAL-.
Señora, a vuestro servicio.
CARLOTA-.
Sois hombre con mal oficio,
mas
os tendré bien presente.
¿Seréis
discreto y prudente
con
las cosas que diré?
PASCUAL-.
Discreto seré yo a fe,
que
las cosas que digáis,
donde
bien las escucháis,
yo
bien me las callaré.
CARLOTA-.
Al conde espero, y quisiera
hablar
con él un momento,
sobre
un hondo pensamiento
que
su pecho desespera.
PASCUAL-.
Tal vez el conde os espera
con
amor, pues os aviso,
que
he escuchado de improviso
a
quien vino a contratarme.
CARLOTA-.
Con él habré de encontrarme
en
el lugar donde él quiso:
esta
posada sombría,
que,
si se mira despacio,
nada
tiene de palacio,
pues
le falta la alegría,
que
en esta ruina vacía
quiere
el conde, por amor,
haciendo
gala y favor,
recibir
a quien es dama
que
en sus manos se derrama
por
el poder del amor.
PASCUAL
(aparte)-.
De
modo
que
esta
doncella
es
el traidor que decía,
pues
que muerte merecía,
mas
es una mujer bella…
CARLOTA-.
Formularé mi querella
cuando
llegue, y os advierto
que
todo peligro es cierto
con
lo que vos escuchéis.
PASCUAL-.
No quiero que os preocupéis,
que
soy un hombre despierto.
Escena
III
Los
golpes de las contraventanas del edificio abandonado no mitigan el
aspecto pavoroso de aquel paisaje desolado al que no hubiera acudido
ni el diablo para la peor de las fabulaciones. Sin embargo, de entre
la oscuridad, emergen, con rapidez, dos figuras, dos sombras que
delatan, lejanamente, formas humanas. Sin duda alguna, el conde ha
llegado y no viene solo. Su acompañante, guiado por el instinto de
la desconfianza, se esconde en el embozo de su capa, larga y
elegante, dándole un toque siniestro a la frente noble de un hombre
anciano, de pelo encanecido, de rostro tal vez honrado. Por eso don
Pascual cree prudente cubrirse también, envolviéndose en su capa y
amparándose en la oscuridad y su sombrero de anchas alas.
CARLOTA
(al conde)-. ¿Cómo ha tardado el amor
en
venir a mi presencia,
que
llora el alma de ausencia
su
presencia y su favor?
EL
CONDE-. Me convertís en traidor
de
cuanto debo, en verdad,
al
poder y majestad,
que,
en palabras de mujer,
me
ofrecéis con el poder
que
ambiciona una beldad.
CARLOTA-.
Mas venís con compañía,
que
no sé quien ha venido
donde
mi pecho encendido
siente
acaso que se enfría.
Porque
pena el alma mía
si
confundís este espacio
con
el más digno palacio
que
en la zona pueda haber.
EL
CONDE-. Si atacáis vos el poder
siempre
es prudente ir despacio.
Y
no puedo yo citar
en
los jardines hermosos
los
ánimos alevosos
que
el poder quieren cambiar.
De
todas formas, hallar
el
amor es oportuno
incluso
donde ninguno
diría
que es zona bella,
que
entiendo vuestra querella.
CARLOTA-.
Es lugar inoportuno.
Mas
sois pasión desatada
que
se regala a mis ojos
y
que me llena de enojos
al
tenerme enamorada.
Y
si la noche pasada
pude
escucharos, señor,
hablándome
del amor
y
de toda su ternura,
querrá
al fin vuestra bravura
la
firmeza de mi amor.
Que,
si queréis ser valido,
mi
fe, mi valor y yo
os
daremos lo que vio
la
gloria del mundo entero,
que
primero será el fuero,
del
rey, la gran ligereza,
pues
que, siendo rey, tropieza
en
dejar a otro mandar,
y
renuncia a gobernar.
EL
CONDE-. Mas me dejáis de una pieza.
El
conde se queda por un momento atónito y vuelve la mirada hacia el
compañero embozado que con él está, que lo mira con un severo
gesto de desaprobación. Casi se percibe el temblor del joven conde,
tal vez hombre inexperto en asuntos tan extraños como este, en que
se habla del rey que debe ser derrocado por que deja a otros que
gobiernen y se le ofrece el poder a él.
Que
no quiero ser privado,
que
ya sabéis, mi señora,
que
admiro como la aurora
vuestro
brillo enajenado.
Y
obedezco enamorado,
no
por alguna ambición,
porque
quiere el corazón
con
el vuestro la aventura,
regalado
a la andadura
de
la más alta traición.
Y
es que al rey traicionaré
si
es que vos me lo pedís.
CARLOTA-.
Eso que vos me decís
justo
es lo que os pediré.
EL
CONDE-. Si vos lo pedís, lo haré,
mas
no por ser yo el valido,
que
es por verme consumido
en
vuestro dulce rigor,
esperando
que el amor
no
se muestre resentido.
CARLOTA-.
Haréis bien, pues los amores
piden
siempre el sacrificio,
pues
son el sufrido oficio
que
hoy os saca los colores.
Y
pensad que los señores
que
dicen que el amorío
vive
con gana y con brío,
suelen
no contradecirse,
porque
todo es referirse
a
aumentar su señorío.
Carlota,
mostrando que es hábil en estos ardides y muestra el lenguaje más
ambiguo y sugerente que tiene la seducción verbal, parece acercarse
al conde y tomarle del brazo, ejerciendo sobre él una dominancia
casi hipnótica, semejante a la de ciertas serpientes que saben
controlar a sus presas con la mirada. Él la contempla hechizado.
CARLOTA-.
¡Oh, raro canto de amor
que
en mi pecho canta el canto
con
el que enciende el encanto
de
mi vida y mi valor!
Y,
pues vive ese rigor
que
vos decís en mi pecho,
es
que alimenta el despecho
que
os hace quererme más,
que,
entre todas las demás,
solo
a vos tengo derecho.
Y,
puestos a imaginar,
vuestro
amor casi imagino,
entre
sincero y mezquino,
por
el poder alcanzar.
Y,
si al rey quiere engañar
el
ingenio que tenéis,
mirad,
señor, lo que hacéis,
que
vuestro amor, como el mío,
cobra
con alto señorío
por
el amor que tenéis.
Por
eso os diré que vi
el
amor y la ambición
en
vuestros ojos, razón
por
la que todo sentí.
EL
CONDE-. ¿Traicionaréis al rey?
CARLOTA-.
Sí,
para
entregaros su tierra,
porque
en el mundo no yerra
el
que quiere, por amor,
arrancarle
a su señor
lo
que ganó con la guerra.
Y,
si lo queréis saber,
quien
aquí tengo con vos
es
don Pascual, que, por Dios,
sabrá
bien lo que hay que hacer.
Pues
él ha de convencer
al
rey, no muy decidido,
y
por eso es que ha venido
a
esta secreta entrevista
donde
el amor, a la vista,
habla
feliz y encendido.
Don
Pascual, el hombre de aspecto dudoso, mal afeitado, flaco, como si
hubiese sido comido por el hambre, con la capa raída, da un paso al
frente y hace ante el conde una de estas torpes reverencias que son
exageradas y denotan una falta de contacto con la corte. No cabe duda
de que todo el que lo viera, con la gorguera sucia, pensaría que se
trata de un bribón de los que beben vino aguado a bajo precio en los
mesones de Castilla.
PASCUAL-.
Yo soy, señor, un mandado
que
política no sabe,
y
pienso que es caso grave,
pero
que está bien pagado.
Y,
tras cambiar el privado,
al
rey le valdrá esta suerte,
porque
basta que yo acierte,
y
es que, en menos de un suspiro,
en
acertando yo el tiro,
hallará
raudo la muerte.
EL
REY (descubriéndose)-. No tenéis de Dios perdón.
CARLOTA
(asustada)-. ¿Quién es él?
EL
CONDE-. Es el rey mismo,
que
os ha de dar el abismo
como
premio a la traición.
CARLOTA-.
Mas decidme la razón
que
tuerce vuestros amores,
si
decís que son favores
que
en deuda el pecho ofrecía.
EL
CONDE-. Callad ya, señora mía,
que
son graves los rigores.
Al
escuchar estas palabras, mientras el corazón del conde se agita en
el pecho, tras haber llegado a tal situación, mortificado por la
conciencia y las dudas, don Pascual desaparece con agilidad, igual
que las aves nocturnas, cuando, tímidas, levantan el vuelo ante el
paso del hombre. Y Carlota, aterrorizada, todavía no acierta a
lanzar sobre su amante esa mirada acusatoria de las mujeres que son
delatadas. Por otra parte, el rey se muestra severo:
EL
REY-. Y, pues esta es la manera
en
que queréis conspirar,
el
conde os hará probar
la
vieja espada que espera.
CARLOTA
(al conde)-. Es vuestro amor la quimera
que
me descubre y me mata,
que
la vida me arrebata,
cuando
quise, vive Dios,
la
privanza para vos.
EL
REY-. La justicia se desata.
EL
CONDE-. Mas, si vos queréis, señora,
salvar
la vida, os diré
que
ante el rey yo pediré…
CARLOTA-.
Triste el alma se enamora.
Antes
que llegue la aurora
veréis
mi belleza muerta,
y
mientras el sol despierta
sentiréis
perder mi amor,
pero
vos sois el traidor
y
no sé por qué.
EL
CONDE-. Despierta:
pues
hay mil conspiradores,
el
ánimo traicionero
pide
grandeza y dinero
no
el color de los amores.
Me
has mentido…
CARLOTA-.
Los señores
son
gente cuyo abolengo
es
tan alto que prevengo
que
vos peligráis también.
EL
REY-. Él es un hombre de bien,
que
en gran estima lo tengo.
Y
el perdón tendréis, tal vez,
porque
el conde lo ha pedido,
que
serme fiel ha sabido
y
he de hacerle esta merced.
Si
dudas tenéis, sabed
que
puedo daros la muerte
y
cambiar también la suerte
de
quien espera morir.
EL
CONDE-. Basta solo con decir
lo
que se os pide, sed fuerte.
Carlota,
que comprende que no tiene escapatoria, suspende en el vacío la
mirada, como resignándose a una suerte que ya le da igual, supuesto
que la muerte la está rondando y ya no existe escapatoria para ella.
Aceptando su destino, parece a punto de desvanecerse, sus piernas
flojean y su voz se debilita y se hace progresivamente más tenue.
EL
REY-. Decid quién os ha mandado
conspirar
y viviréis.
CARLOTA-.
¿Acaso no lo sabéis?
Pero
decirlo es osado.
Y
así, desasosegado
por
la envidia, codicioso,
el
espíritu ostentoso
quiso
tener la privanza,
y
procuré en esta andanza
ese
honor.
EL
REY-. ¡Es asombroso!
¡¿Quién
lo hubiera de decir?!
Porque
no era imaginable,
EL
CONDE-. ¡Pero soy hombre intachable!
¡No
se puede concebir!
Y
no puedo yo mentir
la
amistad y las lealtades,
que
son siempre falsedades
las
cosas que os escuché.
CARLOTA-.
Yo os amaba…
EL
CONDE-. Pues se ve…
EL
REY (a Carlota)-. Todo en vos son mezquindades.
El
rey desenvaina la espada y la coloca ante el cuello de Carlota, quien
tiembla con las ansias de la muerte, esperando ya la última
estocada. Se percibe en ella solamente temor, sin resentimientos ni
rencores, mientras el conde parece nervioso, viendo la situación que
se presenta.
EL
CONDE (al rey)-. Siento por ella ternura,
pues
es solo una mujer
que,
ambicionando el poder,
ha
llegado a la locura.
CARLOTA-.
Y porque yo estoy segura
de
tal generosidad,
hoy
os pido, majestad,
pues
el perdón no pedí,
que
me deis la muerte, sí,
donde
os pago con verdad.
EL
REY-. No sé lo que debo hacer.
EL
CONDE-. Prometisteis perdonar
aquello
que me hizo hablar
en
contra de esta mujer.
El
rey, que permanece dubitativo durante unos instantes, como si la
resolución de un dilema se hubiese complicado más de la cuenta,
está a punto de envainar la espada, pero cambia entonces de opinión
y coloca de nuevo el filo del arma en la blanca piel del cuello de
Carlota, cuya respiración se acelera progresivamente.
EL
REY-. Su maldad pudiera ser,
un
veneno, mas son dos.
Y
ha de morir, vive Dios,
porque
va contra la ley
hacer
la traición al rey.
y
el amor daros a vos.
CARLOTA
(al conde)-. Espero que os divirtáis
con
este juego y mentira,
que
el amor por vos suspira,
viendo
que lo condenáis.
EL
CONDE (al rey)-. La mujer a quien matáis
es
causa de esta desgracia,
mas
podéis mostrar la gracia
que
os pido yo.
EL
REY-. No es así,
si
quiere mentirme a mí.
EL
CONDE-. ¿No es injusto?
EL
REY-. Y es falacia.
Y,
si es que queréis perdón,
con
vos acaso he tenido
quizás
el mayor cumplido
si
os perdonó mi intención.
Tal
vez esa salvación
pueda
yo considerar,
mas
lo tengo que pensar
y
no me inclino por ello,
que
mujer de rostro bello,
siempre
sabe traicionar.
Además
he de saber
dónde
arrestar al traidor
que
mandó que a su señor
pudiera
osada ofender.
Cuando
venga a suceder
que
prendan al criminal,
juzgaré
yo el bien y el mal
y
daré mi decisión,
puesto
que dar mi perdón
no
es una cosa trivial.
Carlota,
esperanzada por unos instantes, mira con ojos risueños al rey,
soñando una salvación que todavía no está tan clara, mientras el
conde se ve confuso y el rey mira, bajo su poblado ceño canoso, con
gesto severo.
CARLOTA-.
Debéis ser justo, señor,
puesto
que vos sois el rey.
EL
REY-. Justo soy y así es la ley.
CARLOTA-.
¿Mostraréis vuestro favor?
Porque
me embarga un dolor
que
es saber pronta la muerte.
EL
REY-. Siempre duele al que la advierte,
que
es cosa muy rigurosa.
CARLOTA-.
¿Y no me veis temerosa
a
la espera de esa suerte?
¿Y
vos, conde, enamorado?
¿Me
dejaréis suplicar?
¿Ya
no queréis ayudar
a
quien habéis arrojado?
Porque
mi pecho callado
siente
el alma despechada,
pues
la dejáis arrojada
a
esta muerte sin contento.
EL
CONDE-. Decir eso es muy violento.
CARLOTA-.
¡Pobre de la enamorada!
Carlota
cae al suelo, mostrando una desesperación mayor, casi como si
empezase a tomar conciencia de que es muy probable que el rey no la
perdone. Durante unos segundos permanece suspendida, intentando
asimilarlo todo, hasta que su ánimo turbado parece recobrar la
sensatez y la calma que antes mostraba, para intentar manipular a su
amante, quien la mira horrorizado.
CARLOTA-.
Yo, que daros los poderes
quería,
yo que quería
que
fueseis la luz del día.
EL
CONDE
(nervioso)-.
Son
mentiras
de
mujeres.
CARLOTA-.
Como la víbora hieres
al
decirme cosa así.
EL
CONDE-. Pero no será por mí
que
os miréis en este caso.
CARLOTA-.
Vamos, conde, paso a paso,
y
sacadme ya de aquí.
EL
REY-. Apurará su morir
con
ese vil comentario.
EL
CONDE-. Es un impulso primario,
pues
que la vemos sufrir.
EL
REY-. No se puede concebir
una
maldad semejante.
La
mataré en este instante
por
decir tal.
CARLOTA-.
¡Un momento!
¡Quiero
decir lo que siento
a
gente tan importante!
EL
CONDE-. Yo podría interceder
en
vuestro favor, señora,
mas
así no se mejora
vuestro
destino.
CARLOTA-.
¡A saber!
Ya
no me puede doler,
condenada
así a morir,
lo
que me puedan decir
y
lo que quieran hacerme.
Así
no he de retorcerme
suplicando
un sinvivir.
Que
un sinvivir imagino
mi
destino encarcelada,
de
las salas alejada
de
la corte, y vaticino
que
no he de lograr favor
para
quitar el rigor
que
ya pesa sobre mí.
De
esta manera…
EL
CONDE
(enérgico)-.
¡¡¡¡No!!!!
CARLOTA
(enérgica)-.
¡¡¡¡Sí!!!!
¡¡¡¡La
muerte será un favor!!!!
El
grado de histrionismo de Carlota es cada vez más ascendente, hasta
el punto de rayar en lo grotesco, haciéndose cada vez más claro su
carácter insincero, casi como si, de golpe, hubiese perdido la
razón. La mirada doliente, aterrada como el gesto desencajado, las
voces demasiado alzadas, evidencian que está actuando, que no dice
la verdad.
EL
REY-. Parece que está alterada,
que
ha perdido la cordura,
pues
el alma se tortura
para
no conseguir nada.
Y
sí que está enajenada,
sí
que se admira sentida,
que
abomina de la vida
que
está a punto de perder.
EL
CONDE-. Sed piadoso, que es mujer.
CARLOTA-.
Siento mi sangre encendida.
Vos,
majestad, sois la gloria
del
poder en la nación,
y,
pues veis tan torpe acción,
borradme
ya la memoria.
Porque
al quitar de la historia
a
este pecho malo y cruel
haréis
justicia con él,
y
al tiempo seréis injusto,
que
no es cosa de mi gusto
morir
yo librando a aquél.
Que,
si por mi vida espera,
si
pide por mí, pretende
lo
que en su inocencia entiende
como
amor… ¡Qué más quisiera!
Pero
es todo una quimera,
pues,
si quiere la corona,
a
la muerte me abandona
quien
debiera ser mi amor.
EL
CONDE-. Esto me causa dolor.
CARLOTA-.
A mí más me desazona.
Carlota
se hinca de rodillas en un afán cada vez más tragicómico, sin
todavía obtener el efecto que está buscando, ese preciso efecto que
buscan los actores sobre las tablas, cuando, al hacer sus monólogos
poéticos, parecen querer llevar una emoción especial que subraya
las palabras del poema, lleno de ingenio y de imágenes sugerentes, a
través de la modulación de su voz, de los timbres de su voz, de las
inflexiones de una voz que es tan importante como el arte y el genio
del poeta, si se trata de que los corazones se rindan y rompan en mil
aplausos.
EL
CONDE-. Hablar así no es prudente.
CARLOTA
(al rey)-. No respetéis mi belleza,
cortadme
ya la cabeza
y
acabemos prontamente.
Que
cuando libre la mente
vuele
ya de estos pesares,
se
alzará sobre los mares
y
las naciones en guerra
para
ver, sobre la tierra,
a
ese Dios en sus altares.
Que
ese Dios será el amigo
que
me devuelva la calma
cuando,
robándome el alma,
diga
su voz mi castigo.
Porque
el alma irá al amigo
que
conmigo conspiró,
el
que todo preparó
y
luego para salvarse
me
acusa, para librarse,
que
por él ya muero yo.
Que
me siento abandonada
en
tan dura situación,
perturbada
la razón
y
ante la muerte dejada.
EL
CONDE-. Señor, os digo…
EL
REY-. No es nada…,
dejadla
llorar.
EL
CONDE (arrebatado)-. Os pido
que,
sin dar al mal olvido,
si
la vais a castigar,
podáis
acaso librar
su
vida.
El
rey, cada vez más severo, mira al joven conde, hombre verdaderamente
enamorado, que suplica con la mirada, que siente que pierde la última
expectativa de salvar a su dama, y hace de pronto un gesto de rechazo
que el conde se niega a aceptar. El soberano no ha caído en la
trampa que les tiende Carlota. Por eso toma la palabra:
EL
REY
(serio)-.
No
he
decidido…
Pero
si os pide el amor
que
cumpláis un mal consejo,
no
de un rey, sino de un viejo,
tomad
consejo mejor.
Porque
no se da a un traidor
elevados
sentimientos,
pues
los altos pensamientos
se
nos llegan a nublar.
Conde,
dejad de pensar
en
los romances y cuentos…
Y
sabed, amigo mío,
que
nunca nadie perdona
al
que los suyos traiciona,
y
habéis de pensarlo en frío.
EL
CONDE-. Premiad con esto mi brío,
que
lo pide su perdón.
EL
REY-. No olvidéis esta lección
de
quien sabe gobernar:
preciso
es siempre matar
a
quien comete traición.
Carlota
comienza a percibir, a pesar de sus fingimientos, que la decisión
del rey es firme y que no se salvará, y, en un intento de continuar
su juego, sigue su actuación de una manera desesperada, mientras el
rey se dispone a matarla con la espada.
CARLOTA-.
Entonces debo morir,
pues
el destino me ofrece
lo
que el culpable merece,
sin
poderse resistir.
Y,
aunque me haya de sentir,
triste,
sola y desolada,
entiendo
que, ajusticiada,
me
dan merecido daño
por
la maldad y el engaño.
EL
CONDE (resignado)-. Habéis de ser tierra helada.
CARLOTA-.
En todo caso diré
que,
si he de ser solo tierra,
esta
muerte no me aterra:
con
valor la aceptaré.
Es
justo, pues traicioné
al
rey, que, siendo señor,
es
quien tiene más valor
en
estos feudos, y digo
que
en la esperanza me abrigo
de
morir sin más dolor.
EL
CONDE-. No turbes tu pensamiento
con
idea semejante,
y
piensa que, en este instante,
vale
tu arrepentimiento.
Dinos
pues que está sediento
tu
espíritu de la vida
para
salvarte.
De
pronto el rey envaina su espada, lo que permite respirar a Carlota y
al joven conde, pero el rey mantiene sobre ella una mirada que la
culpa, la mirada que la acusa, la mirada que la condena y la escoge
para la muerte:
EL
REY-. Perdida
ya
la sé, y, emparedada,
tendrá
la última morada
por
su maldad merecida.
EL
CONDE-. Justa es la muerte que espera
a
tan trágica mujer,
mas
pienso que no ha de ser,
porque
mi amor desespera.
Porque,
si acaso yo diera
camino
franco a su paso,
sería
el mundo algo escaso
para
que escape mejor.
EL
REY-. ¡Eso es traición!
EL
CONDE (alterado)-. ¡Y es amor
y
pasión en que me abraso!
Carlota
no acababa de comprender que el conde está amenazando con su espada
al rey, para darle espacio y tiempo para que escape de la furia de
este soberano que, de manera nada injusta, a decir verdad, quiere
castigar el carácter perverso de la hermosa joven, que se ha bastado
para poner a no pocos cortesanos e importantes nobles en contra del
mismo rey. Tal vez el conde no ha pensado bien, porque es evidente
que esto podrá costarle no ya su posición, sino la vida, en aras de
un amor que ya no tiene posibilidad alguna…
CARLOTA
(al conde)-. En fin, diré que es amor
el
de quien sabe arriesgarse,
pues
eso es precipitarse
a
la muerte y el dolor.
Y
pues es blando favor
la
muerte por el acero,
de
vuestra espada la espero,
que
si dicta el rey la muerte,
podéis
endulzar mi suerte.
EL
CONDE-. ¡¡¡¡Huye, Carlota, te quiero!!!!
CARLOTA-.
No habré de fingir ya más,
pues
que la muerte me espera,
y
no importa que me hiera
vuestro
filo.
EL
CONDE-. Tú te irás.
EL
REY-. Por vida de Satanás
que
has de soltar esa espada,
o
sufrirá sepultada
contigo
dentro de un muro.
EL
CONDE (dudando)-. Me pongo en un duro apuro.
EL
REY (sereno)-. Dámela y no pasa nada…
CARLOTA-.
No te enfrentes con el rey,
que
es la magna autoridad,
pues
tal es su majestad
que
se antepone a la ley.
EL
CONDE-. Si entrego la espada al rey
ella
tendrá que morir,
y,
pues es todo sufrir,
ya
no sé si he de salvarme.
EL
REY-. Esa espada has de entregarme.
CARLOTA
(temblando)-. Solo me resta morir…
El
conde, abatido ante la imposibilidad de dar un buen final a esta
amarga situación, comprendiendo que solo empeora las circunstancias,
entrega su espada al monarca, con la vista echada al suelo y el ánimo
casi tan desolado como el de Carlota, quien, tendida sobre el suelo,
sufre un profundo desmayo. Lentamente cae el TELÓN.
FIN
2014
© José Ramón Muñiz Álvarez
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