lunes, 2 de enero de 2017

El canto del autillo en la buhardilla



"El canto del autillo en la buhardilla"

        Los troncos de los árboles, ya muertos, les sirven de mansión a los mochuelos que habitan lo profundo de los bosques. El cárabo es más tímido, si acaso, pues vuela sigiloso, entre los robles, cazando ratoncillos y batracios. En cambio, la lechuza y el autillo no temen instalarse en las buhardillas, de las casonas viejas de la aldea.
        El mes de abril, que suele ser lluvioso, también tiene sus tardes encendidas de sol y luz, de magia entre los árboles. Mas, al llegar el brillo del ocaso, se escuchan los autillos en los parques, que llaman al amor en plena noche. Los más supersticiosos tienen miedo, y dicen que convoca al aquelarre de brujas en los montes colindantes.
        De niño, en la buhardilla de la abuela, sentí la voz crispada del autillo, su grito lastimero, para algunos. Jamás pensé que fuera una criatura maligna cuyo grito desgarrado, volara, amenazante, con la brisa. Tal vez, al ser un niño, imaginaba que su llamada dulce, vivaracha, tenía el colorido de otros trinos.
        Los niños tienen grandes cualidades para formar su imagen de las cosas, a costa de ignorar tantos secretos. Y quiso mi inocencia caprichosa pensar que era el autillo, entre las sombras, como el cuclillo, oculto en la hojarasca. Difícil es, no en vano, ver cuclillos, por más que en primavera se les oye cantar entre las densas arboledas.
        No es raro en la niñez ser tan curioso, pues es, en esta edad, cada detalle como un descubrimiento inesperado. Por eso pregunté a la vieja anciana, de rostro bello y pelo blanquecino, pendiente del fogón en la cocina. Y dijo que era el pájaro del agua, criatura singular que, cada noche, las lluvias prevenía en su llamada.
        Y cuántas veces, siempre fantasioso, tomaba, en la mesilla de mi tío, cuartillas de papel, y dibujaba siluetas del autillo y la lechuza. Y viendo ya cercanos esos meses que llegan calurosos, en verano, por la ventana abierta, los buscaba. Mis ojos exploraban en la sombra los vuelos que rizaban en la nada sus grandes alas ricas en sigilo.
        La anciana falleció dejando un hueco que no podré llenar en muchos años, y no podré volver a la buhardilla: sus dueños la arreglaron y vendieron a nuevos propietarios que no quieren amar el canto viejo del autillo. Mas, al llegar abril, siempre lo escucho, y anima en mi a ese niño que otras veces hurgaba en los misterios de la sombra.
        El mundo cambia, y cambian los lugares, y pueblos de otras épocas lejanas se fueron transformando lentamente. Las villas de los viejos pescadores también han alterado su apariencia, tomando un aire acaso más urbano. Y es fácil recordar esas fachadas antiguas y las calles empedradas que fueron dando paso a otros ambientes.
        No son las mismas ya, tras tantos años, las vistas de rincones apartados donde se admiran altos edificios. Pero, según nos vamos, caminando, sin prisa, a las afueras, ese tiempo parece conservarse en el entorno. Los campos, las colinas, el arroyo, los densos eucaliptos en el monte se pueden contemplar igual que entonces.
        Llegado junio, en días despejados, es grato deambular cuando oscurece, mirar el sol, hundido en la distancia. Es bello deleitarse con nostalgias de tiempos que, si no fueron mejores, tal vez imaginamos más felices. Es la niñez que vuelve, es el momento de revivir al niño que no existe, pues lo hemos encerrado en lo profundo.
        Y, tras ponerse el sol, con sus dorados, sentado sobre un banco en San Antonio, descubro las estrellas en la altura. No hay duda de que es todo un espectáculo, cuando la brisa baña ese montículo, borrando los rigores de la tarde. Y, entonces, encendiendo el cigarrillo, regreso por veredas que la luna me deja adivinar entre la sombra.
        En la estación existe un parque humilde, sereno, con sus sauces melancólicos, que lloran desde el brillo de la aurora. Allí se escucha el canto del autillo, quimérico y extraño, casi mágico, y entonces el recuerdo se hace intenso. La brisa ha refrescado el aire puro, y el grillo, en su concierto interminable, le da acompañamiento al viejo autillo.
        Llamando a los amores, el reclamo de la rapaz nocturna nos sugiere los sueños de las noches de la infancia.  Poblado de dragones y de gárgolas, el mundo era tal vez más sugerente, mirado con los ojos de un chicuelo. También el mar, entonces, era abismo de rémoras, marrajos y piratas y las mansiones eran un castillo.
        Después se esconderá el viejo mochuelo, y el canto de los cárabos del monte se irá apagando allá, en lo más profundo. La Fuente de los Ángeles murmura, risueña en primavera, mientras canta feliz, entre las ramas, un jilguero. La calma llena el aire, y el paisaje se admira con el alba que despierta con claras llamaradas de alegría.
        Al fin se pueden ver, en cualquier parte, cuando el hurón se esconde y los raposos, el pardo de la piel de los tritones. No suelen esconderse en lo profundo del manantial alegre y vivaracho, donde los capturaban los muchachos. También, de niño, yo jugué a cazarlos en los abrevaderos de las bestias y en las corrientes claras de las fuentes.
        El canto del autillo se ha perdido, pero es posible ver, y las urracas, los cuervos y arrendajos recortan con sus alas cada soplo. El aire se hace amigo del cuclillo, del raro picachuelo y sus colores, bajo la vigilancia de la aurora. También acechan, rápido, el cernícalo y, fuerte, el poderoso ratonero, desde el tendido eléctrico, en los campos.
        Pasaron esos años tan idílicos de casas encantadas, de misterios, de juegos infantiles en el patio. Y entonces era bello el sol al alba, la lluvia en los cristales y los charcos formados en la vieja carretera. El universo entero se enseñaba cuajado de sutiles maravillas en los lugares más insospechados.
        El canto del autillo en la buhardilla, la luz de las estrellas en los cielos y el ruido de los grillos son promesa. Y el tiempo transcurrido se ha perdido, mas vuelve a suscitar, en la memoria, vivencias que conserva el alma vieja. Herido ya el espíritu cansado por una juventud tan agitada, la infancia sigue viva, sin embargo.

2005 © José Ramón Muñiz Álvarez: “Los arqueros del alba”

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