"El canto del autillo en la buhardilla"
Los troncos
de los árboles, ya muertos, les sirven de mansión a los mochuelos que habitan
lo profundo de los bosques. El cárabo es más tímido, si acaso, pues vuela
sigiloso, entre los robles, cazando ratoncillos y batracios. En cambio, la
lechuza y el autillo no temen instalarse en las buhardillas, de las casonas
viejas de la aldea.
El mes de
abril, que suele ser lluvioso, también tiene sus tardes encendidas de sol y
luz, de magia entre los árboles. Mas, al llegar el brillo del ocaso, se
escuchan los autillos en los parques, que llaman al amor en plena noche. Los
más supersticiosos tienen miedo, y dicen que convoca al aquelarre de brujas en
los montes colindantes.
De niño, en
la buhardilla de la abuela, sentí la voz crispada del autillo, su grito
lastimero, para algunos. Jamás pensé que fuera una criatura maligna cuyo grito
desgarrado, volara, amenazante, con la brisa. Tal vez, al ser un niño,
imaginaba que su llamada dulce, vivaracha, tenía el colorido de otros trinos.
Los niños
tienen grandes cualidades para formar su imagen de las cosas, a costa de
ignorar tantos secretos. Y quiso mi inocencia caprichosa pensar que era el
autillo, entre las sombras, como el cuclillo, oculto en la hojarasca. Difícil
es, no en vano, ver cuclillos, por más que en primavera se les oye cantar entre
las densas arboledas.
No es raro
en la niñez ser tan curioso, pues es, en esta edad, cada detalle como un
descubrimiento inesperado. Por eso pregunté a la vieja anciana, de rostro bello
y pelo blanquecino, pendiente del fogón en la cocina. Y dijo que era el pájaro
del agua, criatura singular que, cada noche, las lluvias prevenía en su
llamada.
Y cuántas veces, siempre fantasioso, tomaba, en la mesilla de mi tío, cuartillas de papel, y dibujaba siluetas del autillo y la lechuza. Y viendo ya cercanos esos meses que llegan calurosos, en verano, por la ventana abierta, los buscaba. Mis ojos exploraban en la sombra los vuelos que rizaban en la nada sus grandes alas ricas en sigilo.
Y cuántas veces, siempre fantasioso, tomaba, en la mesilla de mi tío, cuartillas de papel, y dibujaba siluetas del autillo y la lechuza. Y viendo ya cercanos esos meses que llegan calurosos, en verano, por la ventana abierta, los buscaba. Mis ojos exploraban en la sombra los vuelos que rizaban en la nada sus grandes alas ricas en sigilo.
La anciana
falleció dejando un hueco que no podré llenar en muchos años, y no podré volver
a la buhardilla: sus dueños la arreglaron y vendieron a nuevos propietarios que
no quieren amar el canto viejo del autillo. Mas, al llegar abril, siempre lo
escucho, y anima en mi a ese niño que otras veces hurgaba en los misterios de
la sombra.
El mundo
cambia, y cambian los lugares, y pueblos de otras épocas lejanas se fueron
transformando lentamente. Las villas de los viejos pescadores también han
alterado su apariencia, tomando un aire acaso más urbano. Y es fácil recordar
esas fachadas antiguas y las calles empedradas que fueron dando paso a otros
ambientes.
No son las
mismas ya, tras tantos años, las vistas de rincones apartados donde se admiran
altos edificios. Pero, según nos vamos, caminando, sin prisa, a las afueras,
ese tiempo parece conservarse en el entorno. Los campos, las colinas, el
arroyo, los densos eucaliptos en el monte se pueden contemplar igual que
entonces.
Llegado
junio, en días despejados, es grato deambular cuando oscurece, mirar el sol,
hundido en la distancia. Es bello deleitarse con nostalgias de tiempos que, si
no fueron mejores, tal vez imaginamos más felices. Es la niñez que vuelve, es
el momento de revivir al niño que no existe, pues lo hemos encerrado en lo
profundo.
Y, tras
ponerse el sol, con sus dorados, sentado sobre un banco en San Antonio,
descubro las estrellas en la altura. No hay duda de que es todo un espectáculo,
cuando la brisa baña ese montículo, borrando los rigores de la tarde. Y,
entonces, encendiendo el cigarrillo, regreso por veredas que la luna me deja
adivinar entre la sombra.
En la
estación existe un parque humilde, sereno, con sus sauces melancólicos, que
lloran desde el brillo de la aurora. Allí se escucha el canto del autillo,
quimérico y extraño, casi mágico, y entonces el recuerdo se hace intenso. La
brisa ha refrescado el aire puro, y el grillo, en su concierto interminable, le
da acompañamiento al viejo autillo.
Llamando a
los amores, el reclamo de la rapaz nocturna nos sugiere los sueños de las
noches de la infancia. Poblado de dragones y de gárgolas, el mundo era
tal vez más sugerente, mirado con los ojos de un chicuelo. También el mar,
entonces, era abismo de rémoras, marrajos y piratas y las mansiones eran un
castillo.
Después se
esconderá el viejo mochuelo, y el canto de los cárabos del monte se irá
apagando allá, en lo más profundo. La Fuente de los Ángeles murmura, risueña en
primavera, mientras canta feliz, entre las ramas, un jilguero. La calma llena
el aire, y el paisaje se admira con el alba que despierta con claras llamaradas
de alegría.
Al fin se
pueden ver, en cualquier parte, cuando el hurón se esconde y los raposos, el
pardo de la piel de los tritones. No suelen esconderse en lo profundo del
manantial alegre y vivaracho, donde los capturaban los muchachos. También, de
niño, yo jugué a cazarlos en los abrevaderos de las bestias y en las corrientes
claras de las fuentes.
El canto
del autillo se ha perdido, pero es posible ver, y las urracas, los cuervos y
arrendajos recortan con sus alas cada soplo. El aire se hace amigo del
cuclillo, del raro picachuelo y sus colores, bajo la vigilancia de la aurora. También
acechan, rápido, el cernícalo y, fuerte, el poderoso ratonero, desde el tendido
eléctrico, en los campos.
Pasaron
esos años tan idílicos de casas encantadas, de misterios, de juegos infantiles
en el patio. Y entonces era bello el sol al alba, la lluvia en los cristales y
los charcos formados en la vieja carretera. El universo entero se enseñaba
cuajado de sutiles maravillas en los lugares más insospechados.
El canto
del autillo en la buhardilla, la luz de las estrellas en los cielos y el ruido
de los grillos son promesa. Y el tiempo transcurrido se ha perdido, mas vuelve
a suscitar, en la memoria, vivencias que conserva el alma vieja. Herido ya el
espíritu cansado por una juventud tan agitada, la infancia sigue viva, sin
embargo.
2005 ©
José Ramón Muñiz Álvarez: “Los arqueros del alba”
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