sábado, 28 de enero de 2017

La Herbosa

José Ramón Muñiz Álvarez
LAS RUTAS POR LAS COSTAS DE CARREÑO
(Desde la isla de la Herbosa a
Candás)

         La Herbosa duerme en calma junto a mares serenos como el agua de un remanso, y, oyendo el tremolar del agua clara, contempla el vuelo raudo de gaviotas que giran, juguetonas, en el aire, dejándose llevar en el vacío, no lejos de las rocas de sus muros. Es bello contemplarla desde el cabo, sentado junto al faro, si la aurora presenta, mensajera, su llegada de dulce claridad, de paz idílica, dejando el alboroto tempestuoso para los meses grises del invierno, que gustan de las olas que se encrespan.
         Las lanchas han salido antes que el alba: se admiran sus colores, siempre vivos, que suelen destacar en días claros, según la aurora bella se levanta. Las olas donde va quedando el surco que pintan los pinceles de su popa se manchan con el blanco de la espuma. Las redes traerán toda la abundancia que piden las familias de la zona cuando el verano enciende su belleza. Quién sabe lo que ocurre en lo profundo, debajo de esa extensa superficie que teje al azul denso ciertos verdes. Las algas forman bosques, enredándose.
         Los más madrugadores se sorprenden de ver esos cantiles verticales desde los mares bellos que navegan. También el caminante se sorprende de ver esos prodigios caprichosos desde un lugar tan alto como es este. Y, llena de un orgullo soberano, se muestra ante las olas la Gaviera. Y tiene la Gaviera la belleza de todas las estampas asturianas que copian los pintores en sus lienzos. Parece que es un trozo de la sierra llevado hasta la costa y engastado tras la pared que mira al mar abierto.
         Y no faltan turistas en la zona: es lógico, sabiendo su belleza, pues muestra, inalterable, pese al tiempo, su fuerza, su violencia, su ternura. Mirar al mar aquí, cuando las olas levantan su soberbia alegremente, movidas por los vientos agresivos también es un placer para románticos. ¡El mar es siempre un ser tan alterable! En cambio, ya no abunda, como antaño la pesca que brindaba la riqueza. Se fue extinguiendo y nadie quiso verlo, después de ser un coto tan fecundo, tan rico para el hombre que lo explota.
         Mirando hacia el Poniente, en días claros, se puede adivinar el Cabo Vidio, tan bello y tan agreste como Peñas, luciendo su otro faro con orgullo. También está Avilés, aunque más cerca, donde, por tierra, corren los caminos que cruzan el rincón de Valliniello. En la otra dirección, se ve, cercana, la roca que semeja una tortuga, y, a penas separada de otro cabo, se muestra en primer término, valiente frente a esos mares, llenos de caprichos, que suelen sacudir, ola tras ola las rocas de estos raros litorales.
         Tras este promontorio que, soberbio, recibe cada golpe, si hay galerna, se pueden ver también Candás y Luanco. Primero vemos Luanco, y, a lo lejos, Candás, donde destaca San Antonio, paisaje que antecede al cabo Torres, un mágico lugar donde hubo un castro. Pasado ya Gozón, se ve Carreño, y luego ya Gijón, pero la vista pudiera hallar, en días despejados, Colunga y su montaña, que es la sierra del Sueve, donde, desde tiempo antiguo, se ven los asturcones a sus anchas, gozando libres en las praderías.
         En esa dirección, yendo por tierra, querrá el camino que se vuelve asfalto, llevaros a Ferrero y de allí a Viodo, bajando por las cuestas empinadas, hasta encontrar más tarde, a la subida, la mina de carbón que abandonaron las gentes de otros tiempos más difíciles. Más tarde, el peregrino ve Bañugues, con playa singular, de gran belleza, lugar para el descanso merecido después de caminar tantos kilómetros. Y, al reanudar la marcha, por fin Luanco, la villa cuyo puerto muestra el aire de aquellos viejos pueblos marineros.
         Y, cerca de Candás, está Antromero. Un mísero arroyuelo los separa, los une al mismo tiempo, y los desune, marcando bien los límites que existen entre estos dos concejos enemigos quién sabe ya por qué, cosas de antaño que tornan los vecinos en rivales. Pasado el bar del Hórreo, en Antromero, bajando por la cuesta, están calmadas las aguas del arroyo remansado. Y luego, el camposanto donde tienen dejados a su sueño a los difuntos los vivos de las tierras candasinas. (Llegamos a Carreño, finalmente).
         Candás, con tradiciones marineras tan viejas y famosas, como algunas de las que se jactaron tantos años las gentes de Gozón, con sano orgullo, ya casi no es lugar de pescadores. Las gentes se alimentan de la industria, la industria le da vida a su comercio. Aquí todo ha sufrido grandes cambios: la villa, el puerto, parques y caminos no son lo que antes fueron, tras las décadas. Si el cambio es a mejor, no sé decirlo: también se echan de menos ciertas cosas que quedan enterradas con los años.
         Pero ésto es ya Candás, ya hemos llegado…
        Alegre en apariencia, su bullicio parece el de un lugar de bebedores y gentes que pasean, a la tarde, porque el lugar y el clima lo permiten. Las gentes más piadosas, sin embargo, que suelen ser las viejas, las más veces, acuden a las misas en la iglesia. Las calles están llenas de locales. En ellas, los vecinos comedidos, y alguno que se excede con los vasos, tributan culto al vino y a la sidra. Y quedan quienes cantan las canciones que otrora se escuchó a los marineros.
         Las músicas y cantos que se escuchan evocan una historia ya lejana.

 “Las rutas por las costas de Carreño”
2012 ©  José Ramón Muñiz Álvarez

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