miércoles, 14 de diciembre de 2016

La verdad de don Cipriano



José Ramón Muñiz Álvarez
"LA VERDAD DE DON CIPRIANO" O "LA ESPADA DEL
VALIENTE"

ESTAMPA PRIMERA Y ÚNICA

La acción en una de esas plazas de la Castilla de los tiempos del Siglo de Oro. Estamos en la España triste y decadente que vio morir a Góngora y que supo de las desdichas de Quevedo, en tiempos de Olivares: son años de decadencia marcados por la desgana de unos reyes, los Austrias menores, en que la mayoría de los pobladores del suelo patrio sufren bajo el yugo de la pobreza. Pero el esplendor no falta en los palacios, en las fachadas y en el vestir de la mayoría de los personajes que llenan las calles, pues, si bien muchos no tienen que llevarse a la boca, bastantes son los que salen a lucir sus ricos ropajes, que el caso es aparentar. Es mediodía y las gentes pasean por la zona, mientras los comerciantes, por cierto, gritan al mundo sus productos a viva voz, como si quedase alguien con cuartos para poder comprar lo que se desea y no se puede tener. Los espectadores tienen frente a sí los portales barrocos del palacio que tiene doña Clara, mujer famosa en la zona por su belleza y nombradía. Un águila ilustra el escudo de su estirpe, hermosamente esculpido en piedra, sobre la ventana principal del palacio de la casona. A la izquierda se ve la fachada de la iglesia, románica, por cierto, pero con torres que muestran ventanas ojivales. A la derecha está la puerta del mesón, que también sirve de posada a los caminantes.

Escena I

Dos alguaciles han entrado en la bodega, olvidando su deber de mantener el orden en la villa. Entre tanto, vemos acercarse a un lazarillo que acompaña a un viejo ciego, a quien indica el paso al interior de la posada, porque, como en todo tiempo, los ciegos también tienen derecho a un buen trago de tinto (y los lazarillos a hurtadillas). Por el lugar pasean los caballeros, luciendo sus negras capas y el blanco acero de sus armas. Pasa con su doncella doña Clara, sin percatarse de las gentes que la siguen.

DONCELLA-. Quiere el amor convertir
vuestra hermosura en dureza.
DOÑA CLARA-. He de tener más firmeza
que quien tal ha de decir.
DONCELLA-. Vos no sabéis qué es sufrir
el dolor de los amores.
DOÑA CLARA-. Dejemos a esos señores
con sus cartas imprudentes.
DONCELLA-. Son caballeros valientes
que piden vuestros favores.
DOÑA CLARA-. ¿Y la carta que decía?
Repetidmela de nuevo.
DONCELLA-. Decía así: "Mientras bebo
la esperanza y su alegría,
busco yo la luz del día
en el sol de vuestros ojos,
porque se vuelven enojos
los desdenes que me dicen
los ojos que contradicen
unos rigores tan flojos.
Y vuestro labio bermejo
ama el sol cuando amanece".
DOÑA CLARA-. Verso de un loco parece
que lo grita ante el espejo.
Ha de quejarse, perplejo,
el que se muestra juicioso
de ese decir alevoso
que tanto quiere decir.
DONCELLA-. Por vos jura combatir
a su rival.
DOÑA CLARA-. ¡Qué impetuoso!
¡Los hombres y su locura!
¡Su culto a la terquedad!
DONCELLA-. Ya quisiera yo en verdad
que por mí la desventura,
pretendiendo mi hermosura,
alcanzara algún galán.
DOÑA CLARA-. Ignoras en lo que están
los deseos alevosos
de comediantes sarnosos
que se acobardan y van.
"Por vos moriré, señora"
dicen los muy fanfarrones
en sonetos y canciones,
desde el ocaso a la aurora.
Pero si llega la hora
y es preciso combatir,
quien de amor quiere morir,
al punto se va corriendo.
DONCELLA-. ¡Señora, que estáis diciendo!
¡Si no dejan de sufrir!

Escena II

Las damas se retiran a su palacio. Don Cipriano, hombre de alcurnia, tal como lo denota la elegancia de sus nobles vestimentas (es ese caballero presuntuoso que luce hermosísimas puñetas y una gorguera muy floreada, tras largas horas de trabajo con el más fino ganchillo), acompañado de Lorenzo, su fiel sirviente, discreto como el solo, por cierto, y humilde como el que más (el digno saco que lleva sobre una pobre camisa es regalo de su señor) se han detenido a dialogar en medio de la calle.

DON CIPRIANO-. Ella es la estrella brillante
que arde en el cielo cautiva.
LORENZO-. Sois un alma a la deriva
que se pierde en el instante.
DON CIPRIANO-. Ella es la fe delirante
que causa mi perdición.
LORENZO-. No entreguéis a una ilusión
vuestra callada esperanza.
DON CIPRIANO-. Siento su amor una danza
que estremece el corazón.
LORENZO-. Sabed, señor, que es locura
lo que acabáis de decir.
DON CIPRIANO-. Dejadme solo morir
por hallar tal hermosura.
LORENZO-. No merece su figura,
como decís, tanto honor.
DON CIPRIANO-. Ella es hija del amor
que conduce al desatino.
LORENZO-. Sabed, señor, que el destino
no os dará mayor favor.
DON CIPRIANO-. Dejadme triste y dolido
si este daño habéis de hacer.
LORENZO-. Mas os quiero hacer saber
del mundo en que habéis nacido.
DON CIPRIANO-. Yo soy un hombre vencido
en las lides amorosas.
LORENZO-. Olvidemos estas cosas
y hablemos de algo mejor.
DON CIPRIANO-. ¿Es poca cosa el amor
que abre heridas dolorosas?
LORENZO-. En todo caso, diré,
mi señor, que no es lo sano.
DON CIPRIANO-. Vive alegre el que está ufano
de sentir lo que yo sé.
LORENZO-. La sensatez no se os ve,
y perdonad lo que obligo.
DON CIPRIANO-. Vivo triste y sin testigo
de este dolor que padezco.
LORENZO-. Os escucho y palidezco,
que el amor no es buen abrigo.
DON CIPRIANO-. No es buen amigo el amor,
puesto que el amor obliga.
LORENZO-. Pues dejad esa fatiga,
que ha de ser fin del dolor.
DON CIPRIANO-. Hiere al que siente el ardor
de la lucha de su pecho.
LORENZO-Pues sentís ese despecho
bien será que lo olvidéis.
DON CIPRIANO-¿Tal de decís? Mal hacéis,
que me mantengo derecho.

Escena III

Entran en el lugar dos caballeros de la nobleza local. Visten de modo elegante, mostrando sus mostachos poblados y negros, tal cual se espera en gentes de origen español, la mirada es también oscura, pero brillante, y por la limpieza de las gorgueras y el estampado de su saco se deduce que proceden de la más rancia nobleza. Parecen llegar alterados, puesto el puño en el pomo de sus espadas. Tras ellos llega el escudero, que tiene apariencia sucia y un gesto bastante pícaro. Tras la entrada de estos personajes, Lorenzo y don Cipriano permanecen callados.

ESCUDERO-. Dijo el amor la verdad
a los que saben de amor,
que el que lo sabe mejor
llora su mal en verdad.
CABALLERO I-. Sabed vos que la lealtad
no la dudo en doña Clara,
que, si dicen que es avara
en las artes amorosas,
podrán rosas olorosas
unir lo que nos separa.
CABALLERO II-. Mal decís, que nunca es bien
pensar que una mujer venda
el amor como una prenda
cuando os muestra su desdén.
ESCUDERO-. Y sabed que hay quienes ven
un error en los amores,
pues las mujeres mejores
pierden al hombre más bueno,
pues que son puro veneno,
si es que niegan sus favores.
CABALLERO I-. Quiera el el alba discernir
lo que no entrega el amor,
porque darse a su favor
nunca es sano discurrir.
Pero, puestos a morir
(que ya estoy enamorado),
si ya vivo enamorado,
quiero tener mi tormento
en la paz del sentimiento,
como todo trastornado.
ESCUDERO-. Es el amor la locura
que envidia la insensatez,
y es el amor, a la vez,
esa callada frescura,
la que llora la dulzura
de un amor que se suplica,
pues toda vida se explica
como razón del amor,
cuando es el mayor dolor.
CABALLERO I-. Es el que a mí me salpica.
CABALLERO II-. Sabed bien que doña Clara
es mujer nada vulgar.
DON CIPRIANO-. ¡A quién hubo de nombrar,
que el corazón se me para!
¡Qué destino me depara
este amor al que me entrego!
LORENZO-. ¡Callad, señor, porque llego
a entender lo que sucede!
DON CIPRIANO-. ¿Buscar sus amores puede?
CABALLERO I-. ¡Qué comenta este borrego!

Don Cipriano, que se da por aludido, desenvaina el acero: la suya es esa espada de color plateado con bruñido mango y cazoleta que luce sus mejores colores a la luz del sol y que podría atemorizar a los mismos piratas del Caribe. El otro caballero cruza con él la espada, en una actitud, no ya de defenderse ni de aceptar el desafío, sino de emprender la guerra que andaba buscando.

ESCUDERO-. Señores, es tontería
morir por una mujer.
LORENZO-. Bien os pudiérais tener,
que tal es gran osadía.
CABALLERO II-. No insistáis en la porfía,
si no queréis pronta muerte.
LORENZO-. No ha de tener mejor suerte
el que en la muerte se empeña.
DON CIPRIANO-. ¡He de morir por mi dueña!
CABALLERO I-. ¡He de causaros la muerte!
DON CIPRIANO-. Decid, señor, la verdad.
CABALLERO I-. ¿Qué verdad, que no os entiendo?
DON CIPRIANO-. La que vos estáis mintiendo
con tamaña mezquindad.
LORENZO-. ¡Hacednos caso, callad,
porque vendrá la justicia!
ESCUDERO-. Será desgraciada albricia
vuestra muerte, en realidad.
ESCUDERO-. Dejad de hablar tonterías
y tened vuestras espadas.
LORENZO-. Haced caso, pues calladas
pasan las horas, los días.
ESCUDERO-. Olvidad esas porfías
por razones del amor
y pensad que es el dolor
lo que anida esta experiencia.
DON CIPRIANO-. ¡Que calle vuestra imprudencia,
porque soy hombre de honor!
Nadie dirá que cobarde
supo mi pecho callar,
que dispuesto está a matar
a quien de mí no se guarde.
CABALLERO I-. Siento esa furia, pues arde
la locura de mi pecho,
y, pues siendo mi derecho
el que me impulsa a la lucha,
sabed vos que quien escucha
os escucha con despecho.
ESCUDERO-. No ha de ser, señores míos,
que os batáis de esta manera.
DON CIPRIANO-. Luchemos y que uno muera
y muestre el otro sus bríos.
CABALLERO II-. Raros discursos vacíos
para quien ha de morir.
CABALLERO I-. Si nos vamos a batir,
muramos con dignidad,
que no ha de pedir piedad
gente que sabe morir.

Escena IV

Don Cirpiano y el otro caballero vuelven a enzarzarse con la espada: el uno apunta con el filo al cuello del otro, mientras que el caballero enrolla su manto al brazo con la intención de protejerse bien de los estoques con los que don Cipriano pueda intentar herirlo. Pronto se asoman a la ventana doña Clara y la doncella, que empiezan a quejarse del espectáculo bochornoso a voces, mientras los alguaciles, como cubas, presencian, desde la puerta del mesón, al lado del mesonero y los curiosos, todo el espectáculo, sin decir nada y sin disposición de intervenir.

DONCELLA-. ¡Basta ya, señores míos
de montar tanta alharaca!
DOÑA CLARA-. ¡Dejad descansar a todos
y cese tanta bullanga!
CABALLERO II-. ¡Señores, hacedles caso,
que lo pide doña Clara!
LORENZO-. ¡Dejad lo que estáis haciendo,
señor, y guardad la espada!
ESCUDERO-. ¡Ved que os mira la justicia!
DON CIPRIANO-. ¡No he de pararme por nada!
DONCELLA-. ¡Cuidado! Podéis heriros
cuando jugáis con las armas!
DOÑA CLARA-. ¡Dejad de hacer lo que hacéis.
porque los vecinos hablan,
que siempre gentes comentan!
CABALLERO I-. ¡No de frenarme por nada,
que es el amor quien me guía!
LORENZO-. ¡Qué gente más trastornada!
ESCUDERO-. Dejemos pues que se maten
o los detengan los guardias.
DONCELLA-. ¿¡Es que nadie va a frenarlos!?
DOÑA CLARA-. ¿¡Es que nadie va a hacer nada
por que paren esos locos!?
CABALLERO I-. En la lucha, doña Clara,
quiere morir hoy mi pecho,
que lo piden las entrañas.
DON CIPRIANO-. ¡Hoy moriréis, malandrín,
por la virtud de mi espada,
que tiene puño de acero
y es su hoja toledana!
DONCELLA-. ¡Dichosa gente alocada
que se bate y que, afanada,
grita el nombre y apellidos
de la más honesta dama!
DOÑA CLARA-. ¿Dichosa gente? ¡Maldita!
CABALLERO I-. Quiere el desdén que así salgan
al pecho herido de amores
las hieles tristes y amargas.
LORENZO-. ¡Dejemos las tonterías!
ESCUDERO-. ¡Acabad con esta farsa!
DOÑA CLARA-. ¡Ha de burlarse la gente
de mi alcurnia y de mi casa
por culpa de estos patanes!
DONCELLA-. ¡Haced caso a doña Clara!
CABALLERO II-. ¡Y ved que los aguaciles
no intentan frenar en nada
a estos locos imprudentes!
LORENZO-. ¡Le ha alcanzado una estocada
en el brazo!
DON CIPRIANO-. ¡Muerto quedo!
LORENZO-. ¡Calma, señor, que no es nada!

Escena V

Doña Clara y la doncella se recogen de la ventana de inmediato, asustadas por el percance, y mientras el primer caballero se echa hacia atrás, con gesto severo, suponiendo que va a ser detenido, tal vez, por los alguaciles, los otros socorren a don Cipriano, que, austado, piensa que se va a morir.

DON CIPRIANO-. ¡Oh, triste y aciago destino,
cuando, robando la calma,
huye del cuerpo ya el alma,
tras un necio desatino!
Y pongo fin al camino
miserable de la vida,
que, tras esta sacudida,
solo me resta el dolor
de morir por un amor
que el alma tuvo encendida.
Pero, puestos a acabar,
quiero tener la alegría
de que diga con el día
mi voz su triste pesar...
LORENZO-. Dejad, señor, de penar,
que no es herida tan mala.
DON CIRPRIANO-. Y al morir, sé que se iguala
doña Clara con el rayo
que corre, como el caballo
que sus relinchos exhala.
¡Oh, triste morir de amor!
CABALLERO II-. No habléis, señor, de la muerte,
pues habéis tenido suerte,
tras mostrar ese furor.
DON CIPRIANO-. Pide el amor el valor
que yace ya en la derrota,
pues esta vida se agota
tras un largo sufrimiento.
ESCUDERO-. Escuchadnos un momento.
DON CIPRIANO-. Va mi vida, gota a gota.
CABALLERO II-. Pensad que es solo una herida,
pues que la espada, sin daño,
solo os rozó.
DON CIPRIANO-. ¡Vil engaño,
cuando se acaba la vida!
Ya se va el alma encendida
por el amor más hermoso,
pues que en el rostro gozoso
de doña Clara os diré
que toda la dicha hallé
para morir orgulloso.
CABALLERO I-. Dejad ya las tonterías,
pues que solo estáis herido,
y sabed que os he advertido
para el resto de los días.
Dejad a esas damas frías
y esquivas a las que yo
solo he de amar, porque no
juzgo justo que busquéis
a quien así pretendéis,
puesto que las quiero yo.

Escena VI

Aparecen por la puerta del palacio la doncella y doña Clara, con unas vendas en la mano, en la intención de ayudar a don Cipriano, quien todavía no ha sido capaz de alzarse del suelo. Don Cipriano se emociona al ser atendido por las dos beldades, frente a la gran contrariedad del primer caballero, que huye.

DON CIPRIANO-. Claro es acaso el veneno
del amor que me enajena,
pues, si el amor me envenena,
todo en ella se hace bueno.
Y, si vivo de amor lleno,
no me hará falta, señora,
el auxilio que no implora
quien, lleno de amor, no pide,
porque la muerte le impide
el amor que en él aflora.
¡Oh, rara pasión de amor!
Porque es la sed al sediento
lo que encciende el sentimiento
que le arranca su dolor...
DOÑA CLARA-. Menos poesía, señor,
donde es caridad cristiana
lo que, en hora tan temprana,
consagráis vos a Cupido,
que no es amor ni lo ha sido.
DON CIPRIANO-. Escuchadme vos, lozana...
Todo el amor que me enciende
arde en mí con señorío,
de donde brota este brío
que es un río y os defiende.
DONCELLA-. Tales amores no entiende
la señora a la que habláis,
y así os pide que queráis
dejar esta falsa al fin.
DON CIPRIANO-. ¡Cómo puede un serafín
decir eso! ¡Me matáis!
ESCUDERO-. Agradeced, don Cipriano,
el bien que se os hace y ved
que esperan de vos merced,
ya que se os tiende esta mano.
DON CIPRIANO-. Es imperio soberano
el sentirme agradecido
con el amor encendido
que me mira entre sus brazos.
LORENZO-. No confundáis los abrazos
y haced caso a su pedido:
dejad señor a esta dama
y a su callada doncella,
pues insiste en la querella
contra cuanto se derrama.
Y si es cierto que no os ama
la señora que seguís,
por lo que aquí recibís,
el socorro que ella os da,
es justo dejarla ya.
DON CIPRIANO-. ¿He de hacer lo que pedís?
Ella es la estrella brillante
que arde en el cielo cautiva.
LORENZO-. Sois un alma a la deriva
que se pierde en el instante.
DON CIPRIANO-. Ella es la fe delirante
que causa mi perdición.
LORENZO-. No entreguéis a una ilusión
vuestra callada esperanza.
DON CIPRIANO-. Siento su amor una danza
que estremece el corazón.

TELÓN

 2016 © José Ramón Muñiz Álvarez

No hay comentarios:

Publicar un comentario