José
Ramón Muñiz Álvarez
"LA
VERDAD DE DON CIPRIANO" O "LA ESPADA DEL
VALIENTE"
ESTAMPA
PRIMERA Y ÚNICA
La
acción en una de esas plazas de la Castilla de los tiempos del Siglo de Oro.
Estamos en la España triste y decadente que vio morir a Góngora y que supo de
las desdichas de Quevedo, en tiempos de Olivares: son años de decadencia
marcados por la desgana de unos reyes, los Austrias menores, en que la mayoría
de los pobladores del suelo patrio sufren bajo el yugo de la pobreza. Pero el
esplendor no falta en los palacios, en las fachadas y en el vestir de la
mayoría de los personajes que llenan las calles, pues, si bien muchos no tienen
que llevarse a la boca, bastantes son los que salen a lucir sus ricos ropajes,
que el caso es aparentar. Es mediodía y las gentes pasean por la zona, mientras
los comerciantes, por cierto, gritan al mundo sus productos a viva voz, como si
quedase alguien con cuartos para poder comprar lo que se desea y no se puede
tener. Los espectadores tienen frente a sí los portales barrocos del palacio
que tiene doña Clara, mujer famosa en la zona por su belleza y nombradía. Un
águila ilustra el escudo de su estirpe, hermosamente esculpido en piedra, sobre
la ventana principal del palacio de la casona. A la izquierda se ve la fachada
de la iglesia, románica, por cierto, pero con torres que muestran ventanas
ojivales. A la derecha está la puerta del mesón, que también sirve de posada a
los caminantes.
Escena
I
Dos
alguaciles han entrado en la bodega, olvidando su deber de mantener el orden en
la villa. Entre tanto, vemos acercarse a un lazarillo que acompaña a un viejo
ciego, a quien indica el paso al interior de la posada, porque, como en todo
tiempo, los ciegos también tienen derecho a un buen trago de tinto (y los
lazarillos a hurtadillas). Por el lugar pasean los caballeros, luciendo sus
negras capas y el blanco acero de sus armas. Pasa con su doncella doña Clara,
sin percatarse de las gentes que la siguen.
DONCELLA-.
Quiere el amor convertir
vuestra
hermosura en dureza.
DOÑA
CLARA-. He de tener más firmeza
que
quien tal ha de decir.
DONCELLA-.
Vos no sabéis qué es sufrir
el
dolor de los amores.
DOÑA
CLARA-. Dejemos a esos señores
con
sus cartas imprudentes.
DONCELLA-.
Son caballeros valientes
que
piden vuestros favores.
DOÑA
CLARA-. ¿Y la carta que decía?
Repetidmela
de nuevo.
DONCELLA-.
Decía así: "Mientras bebo
la
esperanza y su alegría,
busco
yo la luz del día
en
el sol de vuestros ojos,
porque
se vuelven enojos
los
desdenes que me dicen
los
ojos que contradicen
unos
rigores tan flojos.
Y
vuestro labio bermejo
ama
el sol cuando amanece".
DOÑA
CLARA-. Verso de un loco parece
que
lo grita ante el espejo.
Ha
de quejarse, perplejo,
el
que se muestra juicioso
de
ese decir alevoso
que
tanto quiere decir.
DONCELLA-.
Por vos jura combatir
a
su rival.
DOÑA
CLARA-. ¡Qué impetuoso!
¡Los
hombres y su locura!
¡Su
culto a la terquedad!
DONCELLA-.
Ya quisiera yo en verdad
que
por mí la desventura,
pretendiendo
mi hermosura,
alcanzara
algún galán.
DOÑA
CLARA-. Ignoras en lo que están
los
deseos alevosos
de
comediantes sarnosos
que
se acobardan y van.
"Por
vos moriré, señora"
dicen
los muy fanfarrones
en
sonetos y canciones,
desde
el ocaso a la aurora.
Pero
si llega la hora
y
es preciso combatir,
quien
de amor quiere morir,
al
punto se va corriendo.
DONCELLA-.
¡Señora, que estáis diciendo!
¡Si
no dejan de sufrir!
Escena
II
Las
damas se retiran a su palacio. Don Cipriano, hombre de alcurnia, tal como lo
denota la elegancia de sus nobles vestimentas (es ese caballero presuntuoso que
luce hermosísimas puñetas y una gorguera muy floreada, tras largas horas de
trabajo con el más fino ganchillo), acompañado de Lorenzo, su fiel sirviente,
discreto como el solo, por cierto, y humilde como el que más (el digno saco que
lleva sobre una pobre camisa es regalo de su señor) se han detenido a dialogar
en medio de la calle.
DON
CIPRIANO-. Ella es la estrella brillante
que
arde en el cielo cautiva.
LORENZO-.
Sois un alma a la deriva
que
se pierde en el instante.
DON
CIPRIANO-. Ella es la fe delirante
que
causa mi perdición.
LORENZO-.
No entreguéis a una ilusión
vuestra
callada esperanza.
DON
CIPRIANO-. Siento su amor una danza
que
estremece el corazón.
LORENZO-.
Sabed, señor, que es locura
lo
que acabáis de decir.
DON
CIPRIANO-. Dejadme solo morir
por
hallar tal hermosura.
LORENZO-.
No merece su figura,
como
decís, tanto honor.
DON
CIPRIANO-. Ella es hija del amor
que
conduce al desatino.
LORENZO-.
Sabed, señor, que el destino
no
os dará mayor favor.
DON
CIPRIANO-. Dejadme triste y dolido
si
este daño habéis de hacer.
LORENZO-.
Mas os quiero hacer saber
del
mundo en que habéis nacido.
DON
CIPRIANO-. Yo soy un hombre vencido
en
las lides amorosas.
LORENZO-.
Olvidemos estas cosas
y
hablemos de algo mejor.
DON
CIPRIANO-. ¿Es poca cosa el amor
que
abre heridas dolorosas?
LORENZO-.
En todo caso, diré,
mi
señor, que no es lo sano.
DON
CIPRIANO-. Vive alegre el que está ufano
de
sentir lo que yo sé.
LORENZO-.
La sensatez no se os ve,
y
perdonad lo que obligo.
DON
CIPRIANO-. Vivo triste y sin testigo
de
este dolor que padezco.
LORENZO-.
Os escucho y palidezco,
que
el amor no es buen abrigo.
DON
CIPRIANO-. No es buen amigo el amor,
puesto
que el amor obliga.
LORENZO-.
Pues dejad esa fatiga,
que
ha de ser fin del dolor.
DON
CIPRIANO-. Hiere al que siente el ardor
de
la lucha de su pecho.
LORENZO-Pues
sentís ese despecho
bien
será que lo olvidéis.
DON
CIPRIANO-¿Tal de decís? Mal hacéis,
que
me mantengo derecho.
Escena
III
Entran
en el lugar dos caballeros de la nobleza local. Visten de modo elegante, mostrando
sus mostachos poblados y negros, tal cual se espera en gentes de origen
español, la mirada es también oscura, pero brillante, y por la limpieza de las
gorgueras y el estampado de su saco se deduce que proceden de la más rancia
nobleza. Parecen llegar alterados, puesto el puño en el pomo de sus espadas.
Tras ellos llega el escudero, que tiene apariencia sucia y un gesto bastante
pícaro. Tras la entrada de estos personajes, Lorenzo y don Cipriano permanecen
callados.
ESCUDERO-.
Dijo el amor la verdad
a
los que saben de amor,
que
el que lo sabe mejor
llora
su mal en verdad.
CABALLERO
I-. Sabed vos que la lealtad
no
la dudo en doña Clara,
que,
si dicen que es avara
en
las artes amorosas,
podrán
rosas olorosas
unir
lo que nos separa.
CABALLERO
II-. Mal decís, que nunca es bien
pensar
que una mujer venda
el
amor como una prenda
cuando
os muestra su desdén.
ESCUDERO-.
Y sabed que hay quienes ven
un
error en los amores,
pues
las mujeres mejores
pierden
al hombre más bueno,
pues
que son puro veneno,
si
es que niegan sus favores.
CABALLERO
I-. Quiera el el alba discernir
lo
que no entrega el amor,
porque
darse a su favor
nunca
es sano discurrir.
Pero,
puestos a morir
(que
ya estoy enamorado),
si
ya vivo enamorado,
quiero
tener mi tormento
en
la paz del sentimiento,
como
todo trastornado.
ESCUDERO-.
Es el amor la locura
que
envidia la insensatez,
y
es el amor, a la vez,
esa
callada frescura,
la
que llora la dulzura
de
un amor que se suplica,
pues
toda vida se explica
como
razón del amor,
cuando
es el mayor dolor.
CABALLERO
I-. Es el que a mí me salpica.
CABALLERO
II-. Sabed bien que doña Clara
es
mujer nada vulgar.
DON
CIPRIANO-. ¡A quién hubo de nombrar,
que
el corazón se me para!
¡Qué
destino me depara
este
amor al que me entrego!
LORENZO-.
¡Callad, señor, porque llego
a
entender lo que sucede!
DON
CIPRIANO-. ¿Buscar sus amores puede?
CABALLERO
I-. ¡Qué comenta este borrego!
Don
Cipriano, que se da por aludido, desenvaina el acero: la suya es esa espada de
color plateado con bruñido mango y cazoleta que luce sus mejores colores a la
luz del sol y que podría atemorizar a los mismos piratas del Caribe. El otro
caballero cruza con él la espada, en una actitud, no ya de defenderse ni de
aceptar el desafío, sino de emprender la guerra que andaba buscando.
ESCUDERO-.
Señores, es tontería
morir
por una mujer.
LORENZO-.
Bien os pudiérais tener,
que
tal es gran osadía.
CABALLERO
II-. No insistáis en la porfía,
si
no queréis pronta muerte.
LORENZO-.
No ha de tener mejor suerte
el
que en la muerte se empeña.
DON
CIPRIANO-. ¡He de morir por mi dueña!
CABALLERO
I-. ¡He de causaros la muerte!
DON
CIPRIANO-. Decid, señor, la verdad.
CABALLERO
I-. ¿Qué verdad, que no os entiendo?
DON
CIPRIANO-. La que vos estáis mintiendo
con
tamaña mezquindad.
LORENZO-.
¡Hacednos caso, callad,
porque
vendrá la justicia!
ESCUDERO-.
Será desgraciada albricia
vuestra
muerte, en realidad.
ESCUDERO-.
Dejad de hablar tonterías
y
tened vuestras espadas.
LORENZO-.
Haced caso, pues calladas
pasan
las horas, los días.
ESCUDERO-.
Olvidad esas porfías
por
razones del amor
y
pensad que es el dolor
lo
que anida esta experiencia.
DON
CIPRIANO-. ¡Que calle vuestra imprudencia,
porque
soy hombre de honor!
Nadie
dirá que cobarde
supo
mi pecho callar,
que
dispuesto está a matar
a
quien de mí no se guarde.
CABALLERO
I-. Siento esa furia, pues arde
la
locura de mi pecho,
y,
pues siendo mi derecho
el
que me impulsa a la lucha,
sabed
vos que quien escucha
os
escucha con despecho.
ESCUDERO-.
No ha de ser, señores míos,
que
os batáis de esta manera.
DON
CIPRIANO-. Luchemos y que uno muera
y
muestre el otro sus bríos.
CABALLERO
II-. Raros discursos vacíos
para
quien ha de morir.
CABALLERO
I-. Si nos vamos a batir,
muramos
con dignidad,
que
no ha de pedir piedad
gente
que sabe morir.
Escena
IV
Don
Cirpiano y el otro caballero vuelven a enzarzarse con la espada: el uno apunta
con el filo al cuello del otro, mientras que el caballero enrolla su manto al
brazo con la intención de protejerse bien de los estoques con los que don
Cipriano pueda intentar herirlo. Pronto se asoman a la ventana doña Clara y la
doncella, que empiezan a quejarse del espectáculo bochornoso a voces, mientras
los alguaciles, como cubas, presencian, desde la puerta del mesón, al lado del
mesonero y los curiosos, todo el espectáculo, sin decir nada y sin disposición
de intervenir.
DONCELLA-.
¡Basta ya, señores míos
de
montar tanta alharaca!
DOÑA
CLARA-. ¡Dejad descansar a todos
y
cese tanta bullanga!
CABALLERO
II-. ¡Señores, hacedles caso,
que
lo pide doña Clara!
LORENZO-.
¡Dejad lo que estáis haciendo,
señor,
y guardad la espada!
ESCUDERO-.
¡Ved que os mira la justicia!
DON
CIPRIANO-. ¡No he de pararme por nada!
DONCELLA-.
¡Cuidado! Podéis heriros
cuando
jugáis con las armas!
DOÑA
CLARA-. ¡Dejad de hacer lo que hacéis.
porque
los vecinos hablan,
que
siempre gentes comentan!
CABALLERO
I-. ¡No de frenarme por nada,
que
es el amor quien me guía!
LORENZO-.
¡Qué gente más trastornada!
ESCUDERO-.
Dejemos pues que se maten
o
los detengan los guardias.
DONCELLA-.
¿¡Es que nadie va a frenarlos!?
DOÑA
CLARA-. ¿¡Es que nadie va a hacer nada
por
que paren esos locos!?
CABALLERO
I-. En la lucha, doña Clara,
quiere
morir hoy mi pecho,
que
lo piden las entrañas.
DON
CIPRIANO-. ¡Hoy moriréis, malandrín,
por
la virtud de mi espada,
que
tiene puño de acero
y
es su hoja toledana!
DONCELLA-.
¡Dichosa gente alocada
que
se bate y que, afanada,
grita
el nombre y apellidos
de
la más honesta dama!
DOÑA
CLARA-. ¿Dichosa gente? ¡Maldita!
CABALLERO
I-. Quiere el desdén que así salgan
al
pecho herido de amores
las
hieles tristes y amargas.
LORENZO-.
¡Dejemos las tonterías!
ESCUDERO-.
¡Acabad con esta farsa!
DOÑA
CLARA-. ¡Ha de burlarse la gente
de
mi alcurnia y de mi casa
por
culpa de estos patanes!
DONCELLA-.
¡Haced caso a doña Clara!
CABALLERO
II-. ¡Y ved que los aguaciles
no
intentan frenar en nada
a
estos locos imprudentes!
LORENZO-.
¡Le ha alcanzado una estocada
en
el brazo!
DON
CIPRIANO-. ¡Muerto quedo!
LORENZO-.
¡Calma, señor, que no es nada!
Escena
V
Doña
Clara y la doncella se recogen de la ventana de inmediato, asustadas por el
percance, y mientras el primer caballero se echa hacia atrás, con gesto severo,
suponiendo que va a ser detenido, tal vez, por los alguaciles, los otros
socorren a don Cipriano, que, austado, piensa que se va a morir.
DON
CIPRIANO-. ¡Oh, triste y aciago destino,
cuando,
robando la calma,
huye
del cuerpo ya el alma,
tras
un necio desatino!
Y
pongo fin al camino
miserable
de la vida,
que,
tras esta sacudida,
solo
me resta el dolor
de
morir por un amor
que
el alma tuvo encendida.
Pero,
puestos a acabar,
quiero
tener la alegría
de
que diga con el día
mi
voz su triste pesar...
LORENZO-.
Dejad, señor, de penar,
que
no es herida tan mala.
DON
CIRPRIANO-. Y al morir, sé que se iguala
doña
Clara con el rayo
que
corre, como el caballo
que
sus relinchos exhala.
¡Oh,
triste morir de amor!
CABALLERO
II-. No habléis, señor, de la muerte,
pues
habéis tenido suerte,
tras
mostrar ese furor.
DON
CIPRIANO-. Pide el amor el valor
que
yace ya en la derrota,
pues
esta vida se agota
tras
un largo sufrimiento.
ESCUDERO-.
Escuchadnos un momento.
DON
CIPRIANO-. Va mi vida, gota a gota.
CABALLERO
II-. Pensad que es solo una herida,
pues
que la espada, sin daño,
solo
os rozó.
DON
CIPRIANO-. ¡Vil engaño,
cuando
se acaba la vida!
Ya
se va el alma encendida
por
el amor más hermoso,
pues
que en el rostro gozoso
de
doña Clara os diré
que
toda la dicha hallé
para
morir orgulloso.
CABALLERO
I-. Dejad ya las tonterías,
pues
que solo estáis herido,
y
sabed que os he advertido
para
el resto de los días.
Dejad
a esas damas frías
y
esquivas a las que yo
solo
he de amar, porque no
juzgo
justo que busquéis
a
quien así pretendéis,
puesto
que las quiero yo.
Escena
VI
Aparecen
por la puerta del palacio la doncella y doña Clara, con unas vendas en la mano,
en la intención de ayudar a don Cipriano, quien todavía no ha sido capaz de
alzarse del suelo. Don Cipriano se emociona al ser atendido por las dos
beldades, frente a la gran contrariedad del primer caballero, que huye.
DON
CIPRIANO-. Claro es acaso el veneno
del
amor que me enajena,
pues,
si el amor me envenena,
todo
en ella se hace bueno.
Y,
si vivo de amor lleno,
no
me hará falta, señora,
el
auxilio que no implora
quien,
lleno de amor, no pide,
porque
la muerte le impide
el
amor que en él aflora.
¡Oh,
rara pasión de amor!
Porque
es la sed al sediento
lo
que encciende el sentimiento
que
le arranca su dolor...
DOÑA
CLARA-. Menos poesía, señor,
donde
es caridad cristiana
lo
que, en hora tan temprana,
consagráis
vos a Cupido,
que
no es amor ni lo ha sido.
DON
CIPRIANO-. Escuchadme vos, lozana...
Todo
el amor que me enciende
arde
en mí con señorío,
de
donde brota este brío
que
es un río y os defiende.
DONCELLA-.
Tales amores no entiende
la
señora a la que habláis,
y
así os pide que queráis
dejar
esta falsa al fin.
DON
CIPRIANO-. ¡Cómo puede un serafín
decir
eso! ¡Me matáis!
ESCUDERO-.
Agradeced, don Cipriano,
el
bien que se os hace y ved
que
esperan de vos merced,
ya
que se os tiende esta mano.
DON
CIPRIANO-. Es imperio soberano
el
sentirme agradecido
con
el amor encendido
que
me mira entre sus brazos.
LORENZO-.
No confundáis los abrazos
y
haced caso a su pedido:
dejad
señor a esta dama
y
a su callada doncella,
pues
insiste en la querella
contra
cuanto se derrama.
Y
si es cierto que no os ama
la
señora que seguís,
por
lo que aquí recibís,
el
socorro que ella os da,
es
justo dejarla ya.
DON
CIPRIANO-. ¿He de hacer lo que pedís?
Ella
es la estrella brillante
que
arde en el cielo cautiva.
LORENZO-.
Sois un alma a la deriva
que
se pierde en el instante.
DON
CIPRIANO-. Ella es la fe delirante
que
causa mi perdición.
LORENZO-.
No entreguéis a una ilusión
vuestra
callada esperanza.
DON
CIPRIANO-. Siento su amor una danza
que
estremece el corazón.
TELÓN
2016 © José Ramón Muñiz Álvarez
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