viernes, 20 de noviembre de 2015

Ringstrasse-Viena

José Ramón Muñiz Álvarez
 “ESTAMPAS DE LA RINGSTRASSE
Historia de un viaje lleno
de magia y de
poesía

DEDICATORIA

Quiere esta prosa (poesía de todos modos, que no deja nunca la poesía de ser la gran meta de los aficionados a escribir) ser un recuerdo de un viaje entrañable a una ciudad maravillosa. Hay lugares a los que uno va por accidente, rincones que uno descubre por casualidad, sitios donde uno quisiera no haber estado nunca y también ciudades a las que siempre quiso ir uno y, una vez visitadas, de las que uno regresa con el firme convencimiento de que es necesario regresar, que hay que volver. Por eso esta prosa (poesía de todos modos) busca no alejarse demasiado de lo lírico, permaneciendo así en un tono evocador que conviene para resaltar ese cierto subjetivismo, tan conveniente para expresar lo personal, lo propio, lo vivencial. No debemos olvidar que en todo ese subjetivismo es productivo, pues no existe experiencia humana que no sea, en último término, una vivencia de lo más personal. Y a esta prosa (poesía de todos modos) quiero unir algunos versos, corregidos tras el viaje, en el nuevo destino que tienen los desterrados, aquellos que, para tener trabajo, acaban tendiendo que escapar del lugar donde están sus verdaderos hogares.
Con respecto a los dedicatarios, son los mismos personajes que el viajero va encontrando en su camino por esa Viena mañanera, tardiega y nocturna en la que uno se pierde en una aventura irrepetible. Estos son personas anónimas a las que el caminante ha visto llegar y con los que ha compartido, a veces, escasos momentos, antes de seguir su ruta y olvidarse y ser olvidado de estas personas a las que ha tratado recientemente y con las que ha compartido templanza, exquisita educación y una enorme cordialidad. Pero esta prosa (poesía de todos modos, no he de dejar de repetirlo) no puede dejar de destacar que, si bien no están presentes en  el inicio de este viaje, este viaje fue también la búsqueda de buenos amigos y de personas bien conocidas, gentes de gran cultura y talento que han tenido la condescendencia de recibir al caminante con un ánimo hospitalario que, en todo caso, podría parecer inmerecido.
De este modo, mi prosa sobre la ciudad (poesía de todas las formas, ya que se suele escribir sobre Viena con una clara propensión a lo musical y hacia lo lírico) debe no ignorar tanto al público anónimo que me ha rodeado en Viena como el nombre de grandes personas a las que es necesario enviar, desde la lejana España, un  abrazo profundo y sentido. Ellos son los señores Peter Schmidt, con quien pude compartir un rato de cafetería, un viaje en metro, otro en autocar y una tarde en un heuriger; el profesor Erich Schagerl,  miembro de la Filarmónica, que me llevó en su coche a conocer los bosques vieneses y el monte Kahlenberg, quien me llevó a su casa, donde escuché la maestría de su violín; Zhou Hao, el aplicado estudiante de violín del virtuoso filarmónico, que también estuvo con nosotros compartiendo una cena griega, y el compositor Albin Fries, a quien debo agradecer una tarde inolvidable en su despacho, la grandeza de su ópera “Nora” y la visita al teatro que alberga la Wiener Staatsoper, que es una de las más elevadas instituciones del arte a nivel mundial. De no ser por ellos, tal vez nunca me hubiese decidido a esta pequeña aventura. Bueno, nunca es mucho decir.

José Ramón Muñiz Álvarez
 “ESTAMPAS DE LA RINGSTRASSE
Historia de un viaje lleno
de magia y de
poesía

INTROITO

Los viajes que emprendemos las gentes interinas, si acaso es nuestro oficio la enseñanza, no suelen ser por gusto, pues pueden los destinos tornarse una morada melancólica. Por eso el desterrado lamenta su destierro, sus meses de ostracismo en la esperanza de puentes y de fiestas que quieren prometernos regresos tan fugaces como alegres.
Quizás son los festivos un aliciente extraño, tal vez una mentira bondadosa que ayuda a que los días se abrevien y el destierro parezca, en todo caso, soportable. De todos modos, amo los pueblos conocidos en un peregrinar por esta España tan pobre como triste, que llora y que se burla de sus miserias viejas y las nuevas.
Y debo agradecerles a esos destinos grises poder tener el pan que me alimenta, poder beber el vino que endulza, algunas veces, los labios que codician sus sabores. Mas cierto es que los viajes resultan muy distintos cuando uno los elige, cuando corre, buscando en ellos sueños extraños y dichosos que pudo urdir la mente a su capricho.
Y es cierto que el dinero no es mucho, pero siento las ganas de viajar a otros lugares, dejando atrás Castilla, la tierra siempre triste, como un verano seco en campos áridos. Y quiero, aunque la adore, dejar atrás Asturias, la tierra siempre verde, cuyas playas me ofrecen su belleza, relajan cada baño, mostrando un horizonte inalcanzable.
No es esto que reniegue, no es esto que yo busque dejar atrás la tierra como suelen las gentes resentidas, mostrando su desprecio hacia las cosas propias, a lo nuestro. El caso es que el planeta se vuelve más pequeño, que quiere uno dejar estos rincones y ver otros lugares, hablar con otras gentes, perderse en las ciudades más exóticas.
España tiene historia, y es algo que no dudo (no habré de rechazar lo que es tan nuestro), mas buena es esa marcha que deja que encontremos lugares diferentes en el mundo. Europa es continente pequeño, pero, al tiempo, son muchas y variadas las naciones que tiene en su regazo, naciones tan hermosas que pueden compararse con la nuestra.
Y Viena no es mal sitio: acaso se me antoja la Roma de unos tiempos más modernos, más bella que París, Milán, Berlín o Praga, que habrán de perdonarme, si comparo. De modo que esa Viena podrá ser, en mis sueños, el viaje que programe el peregrino que busca lo lejano, que busca los hechizos perdidos en los siglos de la historia.
Después de la grandeza que quiso Carlomagno, llegó el momento para el Sacro Imperio, que vino a desarmarse, dejando que Austria misma se hiciera la heredera de su historia. Pudieran ser sus calles la Roma de otro tiempo, la Roma que mantuvo en sus centurias la huella de otra Roma que fue dominadora de todas las naciones en sus días.
Y vengo de esa Viena que muestra la hermosura de sus palacios bellos y edificios, el fasto del barroco que grita desatado en medio de los bosques de Germania. Y vengo de esa Viena que sabe siempre dulce, mostrando el lado amable de sus gentes, tabernas y violines, quizás cafés y tiendas que viven a caballo entre dos tiempos.
Os juro que es así, y el caso es que lo he visto: en Viena hay un ambiente tan curioso que mezcla lo más propio, lo autóctono y lo suyo al genio de lo más cosmopolita. Sabed que los imperios impregnan sus ciudades de sana variedad y de buen gusto, y es Viena la que ofrece tal vez el gran ejemplo de tantas tradiciones confundidas.
Dejadme, pues, que os diga anécdotas de un viaje que enciende la emoción en el recuerdo, pues tiene tal encanto la gracia danubiana que quiere uno quedarse para siempre. Dejadme que os comente la forma en que el austriaco se muestra acogedor con los de fuera, gustando de mezclarse, de hablar con los turistas que admiran la belleza de la zona.
Ofrezco este relato como el que tiene ganas de hacer un homenaje a gentes nobles que habitan en la Europa lejana, pero bella, que queda en la otra parte de los Alpes. Y acaso al que leyere la mágica aventura de hallarse entre alemanes verdaderos, si es cierto, como pienso, que son los verdaderos, los únicos y ciertos alemanes.

I

El viaje empieza tarde, pues es noche: el cielo está nublado y yo lo miro desde los ventanales de mi casa, fijándome en las luces de los faros. La costa es tan hermosa que da pena dejarla atrás, perderla algunos días, buscando una aventura en otras tierras. Y entonces se me ocurre que este viaje, capricho en todo caso, es como un reto, buscando la belleza de otros siglos.
Las horas van pasando lentamente. Y queda la maleta preparada para el momento mágico en que inicie la marcha a esos rincones apartados. Tal vez la medianoche viene bella, sabiéndome impaciente, en todo caso, pues quiero dejar ya la Asturias mía. Habré de ir a Gijón, de donde salgo, sabiendo que me esperan muchas horas, camino de Madrid, hasta Barajas.
Los viajes de este tipo son cansados. El interino sabe, desde luego, dejar correr el tiempo, relajarse sentado en su lugar, sin gran apuro. Y no es fácil dormir, pues es incómodo pasar las horas lentas, esas horas que habrán de transcurrir en carretera. Habremos de llegar primero a Oviedo. Y luego, ya en Madrid, hay tres paradas que se hacen, como siempre, interminables.
El autocar alcanza su destino. El aeropuerto es grande, diferente, distinto de otros muchos, más pequeños, quién sabe si hasta menos ostentosos. Y son muchas las horas que me quedan hasta poder partir, pues esas horas de espera son acaso más cansadas. Y las cafeterías tienen precios que habré de definir como indecentes, un robo en suma, si he de ser sincero.
Pagar caro el café no es lo más duro. Son muchas horas ya sin tomar nada, dejando atrás Gijón y las Asturias, Candás y las bellezas de la costa. También un bocadillo es cosa buena, si hay hambre sobre todo, mas no es digno comer un pan más seco que la piedra. Y sobra tiempo hasta emprender el viaje: primero facturar, luego otra espera, y, al fin, en el avión, a ver qué pasa.

Y, ya en el aire, todo es diferente. Es bello ver los valles y las sierras, los bosques y los ríos, las ciudades, desde la ventanilla, en las alturas. Las casas, los jardines, los caminos parecen alejarse, si subimos y vemos cómo encogen las parcelas. Los campos del verano piden agua, pues ya termina agosto y están secos, heridos por la fuerza del verano.
Alguna nube queda por debajo. En cambio, en el verano, lo frecuente serán los cielos siempre despejados que dejan ver el suelo y sus paisajes. Y puedo ver extensas plantaciones, los ríos cuyo nombre no sospecho, ciudades cuyos nombres he estudiado. Buscamos ascender en ese mapa que tiene al norte el alto Pirineo, para volar después sobre los Alpes.
Los Alpes son agrestes, imponentes. También se ven los ríos y los lagos, de un verde tan intenso como hermoso, que brillan bajo el sol más encendido. Y hay valles y quebradas con ciudades, pequeñas poblaciones y hasta cotas de enorme elevación, cumbres nevadas. Y hay hielo y se divisan los glaciares: quién sabe, pues sospecho que es el Ródano la mancha blanquecina que contemplo.
Volar sobre los Alpes emociona. Pensar que allí debajo está la vida de gentes diferentes a las nuestras, personas tan amantes de lo auténtico. Son autosuficientes y trabajan con gran abnegación, porque su esfuerzo les brinda la más sana independencia. Son nobles como el aire saludable que pueden respirar en las alturas, amantes de los bosques y los montes.
Es fácil sospechar lo que se acerca: la iglesia de San Carlos y su plaza, la vieja catedral en pleno centro, la música en las calles, por doquiera. Y, en tanto se avecina esa hermosura, la magia natural y los abetos que llenan bosques grandes allí abajo. Pues esos bosques deben ser rincones perdidos en la Suiza más abrupta, más bella, más salvaje, más agreste.

Dejemos las montañas y acerquémonos: podremos ver, llegando ya al destino, desde la altura inmensa, los azules que dan brillo al Danubio desde lejos. Pensar que no es azul es algo lógico, pues Johann lo hizo bello con un título que exhala, que rezuma la poesía. Pero es azul el río algunas veces, si acaso lo miramos desde Kahlenberg, si vamos en avión a gran altura.
Y Viena está delante del Danubio. Podemos verla inmensa, majestuosa, señora que se siente con grandeza, que mira con un gesto desdeñoso. Parece, desde el aire, principesca, preclara como lo es la digna historia que da mayores glorias a su nombre. Y el vuelo nos reserva la sorpresa de hallar esa grandeza en los jardines que vemos en Schönbrunn, en el descenso.
Y al fin tomamos tierra en suelo austriaco. ¿Es esta la belleza de los siglos, poblada de palacios y de historia, que tanta fama dio a tan gran imperio? Mas no estamos en Viena todavía, pues no está el aeropuerto en esa Viena de historias, de memorias y pasado. Llegamos hasta Schwehat, donde tengo que hallar al conductor que ha de llevarme, siguiendo la autopista, a mi destino.
Después, en el hotel, miro la alcoba: no es buena, desde luego, no es un lujo, mas no hace falta más, porque la vida no se hace en el hotel, se vive fuera, siguiendo los caminos y las calles. Decido que no es bueno perder tiempo, que tengo que salir, andar sereno, mirar esos lugares, la belleza. Y, libre de maletas y equipajes, me voy a conocer la dulce Viena, su brillo, los encantos más secretos.
Por fin estoy en Austria y es magnífico. Y sigo caminando por la acera, llegando a sorprenderme de la higiene que tiene esta ciudad de buena gente. Las calles españolas desesperan a costa de estar sucias, de estar llenas de cigarrillos tristes y colillas. Quizás los fumadores abundantes que tiene Viena son considerados y quieren ver hermosa cada plaza.

El sol invade el aire y los espacios: la tarde muestra todos sus rigores y el aire pesa más de lo que suele, pues es tierra interior en el verano. El cielo que hay en Austria me recuerda los cielos castellanos, tan azules, más puros y más limpios que los mares. Empieza uno a sudar con tanto fuego, camino de una plaza memorable, no lejos de la Viena más antigua.
Y nace la emoción en el espíritu: la torre de la vieja San Esteban saluda al fondo, muestra su belleza, sabiendo que camino decidido. Y entonces, al mirar a la derecha, descubre uno la iglesia más hermosa que pudo diseñar el genio humano: la iglesia de San Carlos y el estanque. Y anoto en el cuaderno algunos versos que puedan ser esbozo de esa idea que arranca del placer de lo explorado.
Mis rápidos apuntes os lo dicen: “La vieja catedral de San Esteban reposa el sueño triste de los tiempos que corren, sin apuro, como el río. La advierto allí, lejana, majestuosa, como una emperatriz, como una reina que enseña la grandeza de su torre. Pero he de ver la plaza, ver acaso su gracia y su belleza, ese barroco que luce la Karlskirche ante el estanque.
Y sigo caminando lentamente. Y, entonces, se descubre el auditorio que tienen las orquestas más brillantes que goza nuestra Viena engalanada. Detrás, en la Ringstrasse, la Staatsoper, lugar de culto para los amantes del arte y la belleza con mayúsculas. Y sigo en el avance y llego a Hofburg, y, entrando por el Parque de los Héroes, descubro la belleza de su cúpula…”
El tiempo ha detenido su camino. Y puede uno pensar que los Habsburgo mantienen su poder, sientan el trono de tantos territorios como hubieron. Y entonces nace un algo en los adentros y quiere uno escribir sus impresiones, después de regresar a ese pasado. ¡Qué bellos esos tiempos que se pierden, buscando un siglo atrás el imposible de estar en un momento no vivido!
¡¡Al fin estoy en Viena, ya he llegado!!

II

Quien busca, en plena tarde, las calles más insignes, no tarda en encontrarlas en esta ciudad llena de edificios que tienen su valor, que tienen su belleza. Son estos edificios las piedras de la historia que quedan de un imperio que vio su ocaso ya en otra centuria, lejana, sí, perdida, dormida en el olvido del sueño de la nada. Y los historiadores, que suelen ser curiosos, podrían deleitarnos, narrarnos los sucesos de otros siglos en esta Viena mágica que advierto delirante, acaso decadente: los ricos eran ricos y alzaban sus mansiones, los pórticos barrocos que tienen los palacios de la zona, aun antes de adentrarnos en esa Viena antigua que existe en la Ringstrasse. Y, entrando en la Ringstrasse, son todo monumentos, la Viena de otras épocas, jardines de belleza incuestionable, palacios como el Kinski, las calles que conducen a algún lugar recóndito, perdido, si es el caso, entre las construcciones que son interesantes, como el Café Central, todo un emblema, o como las callejas estrechas y calladas de tiempos sin recuerdo.
Las gentes que caminan avanzan sin apuro, pisando suelos grises de calles peatonales que se ofrecen quizás como el más bello de todos los paseos que puede mostrar Austria. Y, en medio de estas gentes, como un austriaco más, avanzo y me sorprendo, camino y me deleito en las fachadas de raros palacetes de un tiempo tan confuso como ese estilo extraño. La tarde, que es hermosa, tan bella como pocas, castiga con los rayos de un sol enardecido que maltrata al hombre que camina, al joven que se sienta y al viejo sudoroso. La sed nos acribilla, nos hace vernos débiles y obliga a que paremos, buscando algún refresco en una tienda, quizás en algún bar, pues hay cafeterías que tienen buena pinta. Acaso un vino blanco no baste al caminante, pero es obligatorio probar todo lo bueno que la vida ofrece a los viajeros que emprenden tan a gusto su aventura. Y el vino que me sirven recuerda al albariño que habréis probado en Vigo, no lejos de esa ría tan hermosa que oyó cantar susurros y versos desatados a todos los segreles.
Y el vino que me sirven es dulce y menos ácido, pues se hace más goloso llegado al paladar que lo disfruta, pues, si es el vino bueno, tampoco es menester ponerse especialista. Y así, probando el vino, descanso unos instantes, volviendo a recordar al cuervo inesperado que se posa, no lejos, en Karlsplatz, sereno, sosegado, tranquilo al ver la gente. El vino sabe bien, si es bueno,  en todas partes, y el vino que hay en Viena no envidia cualidades de otros vinos, pues son los buenos vinos que da la tierra fértil, preñada por la mano que trabaja. Y pienso que, en los heurigger, podré probar el vino famoso de la zona, oyendo las canciones más alegres, las letras más amargas que, más que hablar de vida, nos hablan de la muerte. El vals, en sus orígenes, nació donde se cantan canciones de este tipo, probando el vino bueno que el otoño concede al campesino que sufre trabajando las tierras heredadas. Y, amante de la música, podré notar en falta las óperas y el fuego que enciende con tesón la Filarmónica, lejana en estos días de sol y de verano, si tocan en Salzburgo.
Y así, al probar el vino, empiezo a imaginarme dichoso entre estas gentes que beben en silencio y que comentan momentos de este día que va desvaneciendo sus luces y sus brillos. Después de darme gusto con ese vino dulce, quisiera caminar, dejarme a la deriva por las calles, perderme en una vuelta, buscando los jardines, mirando las mansiones. Y entonces me apetece llamar a un viejo amigo, decirle al buen Rimada que pude disfrutar de un vino suave como es el albariño y en un lugar lejano, distante de su tierra. Lo llamo por teléfono, mas no ha de contestarme: quizás está ocupado, vendiendo las pinturas que se exponen en bares donde para y bebe, como todos, el vino de Galicia. Yo sé que, si pudiera, también se escaparía, llegando con apuro, para asistir conmigo a ese espectáculo que es ver la noche triste en ese cielo bello, igual que el castellano. En Viena, los palacios parecen más hermosos si el sol está cayendo, si todo se engalana con la noche y mira las estrellas que acuden presurosas al cielo más oscuro.
Y, al fin, salgo a la calle, me pierdo por la zona y aprendo a entretenerme con los escaparates más diversos, la gente que va y viene, la luz que se diluye, besando las fachadas. Parece que es prudente tener algún cuidado, pues no es bueno extraviarse en un lugar como este en que el idioma nos hace no entender a quienes nos ayudan, si explican un camino. Supongo que hace falta tener un  callejero para poder moverme por esta ciudad grande, tan hermosa, magnífica y romántica que puede embelesarme con toda su belleza. Encuentro un viejo kiosco cercano a la Staatsoper, donde comprar la guía, tal vez el callejero que me ayude, que sirva al caminante que busca, peregrino, lugares azarosos. La joven que me atiende, amable como pocas, conoce bien mi lengua, y hablamos un ratito en castellano. Después me voy tranquilo, siguiendo mi camino, contento con la compra. Es útil, según pienso, poder tener idea de todo lo que admiro, y hallar también las rutas que interesan en esta ciudad grande, acaso majestuosa que ve la tarde-noche.

III

La iglesia de San Carlos Borromeo me vuelve a contemplar, mientras la miro, tomando una jarrita de cerveza, pues hay una taberna al aire libre, y puede uno beber mientras contempla la clara majestad de esa fachada. Un viejo profesor de los de Oviedo se acerca hasta la barra y lo saludo formal, con la correcta cortesía. Hablamos brevemente unos minutos y sigo disfrutando la cerveza. Beber me lleva a estar algo contento, pues siempre pienso en la literatura, si bebo y si contemplo cualquier cosa que tenga una belleza sugerente. Quien ama la poesía la pretende por donde va su paso, a todas horas, y el alma de poeta enajenado me lleva, repentino, a la escritura de versos que se apuran en la mente. El caso es escribirlos, porque luego podré arreglar con ellos un soneto que tenga perfección y buena maña:

Sospecha de un septiembre, pero esquiva,
la brisa alcanza el suelo, los cristales,
la imagen de barrocos ventanales
que la hacen decadente, pero altiva.
La Viena de otros siglos sigue viva
entre esas hojarascas imperiales
que saben de calores estivales,
si van, como un otoño, a la deriva.
El sol se pierde y todo es oro viejo
que busca el sueño, el eco y el reposo
en una noche bella y estrellada.
Y siguen reflejando con su espejo
las aguas del estanque silencioso
la iglesia de San Carlos, su fachada.

Si sigo de este modo en este viaje y apunto en mi cuaderno tales cosas pudiera hacer un libro, aunque discreto, contando las más raras impresiones que ofrece esta ciudad acogedora. Y quiero desmentir lo que se ha dicho de todos los que habitan esta tierra: no pienso que sean fríos, como dicen. Los miro y me parecen gente noble, con alma generosa, acogedora, con todos los que vienen, hechizados, buscando un imposible que se cumple.
De pronto ya no veo lo que escribo: la noche se ha cerrado y en la altura saludan las estrellas temblorosas. En Viena cae la noche antes de tiempo y es hora de encontrar un restaurante, pues no he comido nada en todo el día. Y entonces me doy cuenta de un letrero, pasando más allá de la Ringstrasse, que anuncia el escalope vienés, que es obligado al visitante. La cena en soledad es un momento de calma y reflexión en la aventura.
La cena vendrá bien, como el descanso, tras horas de camino por las calles, llegado ya al hotel, que queda lejos. Allí podré cambiarme los zapatos, que no eran ni muy nuevos ni muy viejos, después de que rompieran cuando andaba buscando los lugares más insignes. De todos modos, tengo unos playeros y es bueno pisar cómodo en los viajes. Mañana será el día de ponerlos y hacer camino en busca de lo bello.
Hay tiempo, en el hotel, para otro escrito, quizás acelerado, pues muy pronto querrá el cansancio convertirse en sueño. Comienzo a redactar otro soneto, después de haber hablado con mis padres y un rápido saludo a mis hermanos. Los versos se suceden fácilmente:

El cielo es siempre puro en el verano
en esta Viena hermosa que visito,
y el hielo se adivina de granito
en un invierno gris pero lejano.
La escarcha tomará ese suelo llano,
el viento que se lanza con su grito,
la lluvia repentina en un escrito
que versa de este tiempo más lozano.
No habrán de derrotarla las nevadas,
pues es ciudad que vive del hechizo,
del arte de la música más pura…
Y vientos que sugieren las heladas
y tiempos para el llanto y el granizo
no habrán de arrebatar esa hermosura.

Y es cierto que me lleno de fatiga, después de caminar por esas calles, por los rincones más inesperados, donde no falta, como en los más célebres, la magia de explorar estos lugares. Y entonces me desnudo, prometiéndome guardar las fuerzas para, de mañana, salir a caminar y verlo todo. Habré de levantarme muy temprano. El sol llega primero y huye pronto, si vamos a paisajes alejados, buscando el este, desde la península. Acabo la jornada entre las mantas, tumbado sobre lecho y agobiado por el calor violento de la noche, pensando en este viaje repentino, un viaje agotador y emocionante que pronto desemboca en un bostezo. El caso es descansar junto a la almohada.
Mas no puedo dormir, y es necesario. Comprendo que, aunque siente la fatiga, mi cuerpo tiene ganas de aventura. Y entonces me decido y doy un salto, pues quiero ver la vida de esa Viena nocturna en que se esconden mil promesas. Entonces, al ducharme, me imagino que ignoro muchas cosas, que es preciso pensar en qué lugares son propicios al hombre que camina peregrino. Es miércoles y sé que es la costumbre en muchos sitios cerrar cuando la noche se avecina. Serán algunas jarras, poca cosa, si es cierto que encontramos algo abierto, tal vez junto a San Carlos Borromeo. Deambulo nuevamente sin un rumbo.

IV

“La iglesia de San Carlos es una iglesia enorme, de estética barroca, que tiene una fachada impresionante, tan bella como extraña, con su cúpula, la cúpula que aporta su verde blanquecino, muy frecuente cuando en los edificios de importancia se elevan esos techos que miran con orgullo  con grandeza, haciendo ostentación innecesaria. Y adoro esa fachada. Y sé del arquitecto que fue un hombre importante ya en su siglo: von Erlarch, que no suena, según dicen, a muchos entendidos, a gentes que escribieron del arte de lugares como Italia. Sabed que este von Erlach también supo inspirarse en lo italiano, y que la iglesia sigue mostrándose imponente, cuando la noche se abre a las estrellas y cierra al sol su paso, vengándose por tantas alboradas.”
Anoto estas palabras en mi diario, bebiendo más cerveza y contemplando la mágica fachada, sus blancos y sus verdes, esa cúpula, tan grande como hermosa, y un joven que se acerca con un aire de rara timidez parece decir algo que no comprendo bien, dado el idioma. Pasamos al inglés, que no domino, y entonces, con trabajo, comprendo algunas cosas que me dice: es uno de esos músicos de Viena que viven en las calles, y no tiene dinero, que quiere que le pague una cerveza. En Viena son comunes estos músicos. Por cierto, que la gente los adora, no ocurre como ocurre aquí, en España, lugar donde los ven como mendigos. Le pago una cerveza y conversamos: se me hace ya más fácil seguir lo que me dice, mezclando el alemán a otros idiomas, y dice que es de Chequia, de Bohemia, igual que el mariscal, el gran Radetszky. Y hablamos de la guerra de otros siglos, del buen soldado Schwejk y de otras cosas. Así quiere enseñarme unas postales e indica que las mande desde España después de mi regreso, que no hay prisa. Por fin, la lluvia fina, la lluvia semejante al fino “orbayu”, frecuente en las Asturias, nos hace abandonar la vieja plaza, Kalrsplatz, donde tomábamos cerveza en una mesa puesta al aire libre. Camino hacia el hotel, hacia la cama, pensando que ya el día ha terminado, y habré de confesarlo: el tiempo en Viena sabe siempre a poco.
Camino desde el centro de la bendita plaza, buscando, por las calles, perdido en la ciudad desconocida, debajo de esa lluvia que es tan nuestra. Los asturianos somos propicios a mojarnos y el agua nos deleita por donde nos perdemos, caprichosos, buscando nuestro albergue en otras zonas. Y entonces me doy cuenta: no sigo hacia el hotel, no voy a Schaefergasse, pues he tomado acaso otro camino, ya fuera de lo que era la muralla. Y pienso que ahora sigo por una calle extensa que suele ser la sede de lo que son las ferias y mercados: Naschmarkt es el lugar en que me pierdo. Los puestos se prolongan en esta calle larga, igual que los vagones de un tren interminable en esas vías que quedan circundadas por aceras. Es noche y los sonidos que suelen ser frecuentes en horas de mercado no llenan, con su vida, estos vagones callados, melancólicos, serenos. Y siento, bajo el cielo que llena de fragancias la lluvia perezosa, que no he dejado atrás la Asturias mía, tan solo me he alejado hasta esta tierra. Tal vez un asturiano no pueda ser del todo foráneo, entre estas gentes, si sabe disfrutar de este mercado cuando la noche cae sobre los vivos.
Al fin, en el hotel, cansado de la andanza, después de tantas horas, intento conciliar, con gran trabajo, el sueño que no viene, de momento. Descubro entre mis cosas esa dichosa guía comprada en aquel kiosco, y advierto, al ver las fotos que contiene, que he visto muchas cosas esta tarde: he visto la Staatsoper, he visto, por ejemplo, la plaza de San Carlos, la iglesia y su barroco desbordante, y el templo del Concierto de Año Nuevo. También he visto Hofburg, y, lejos, he admirado, acaso la Volksoper a distancia, si no me he confundido, al divisarla, buscando tal vez cosas diferentes. Son esas horas raras que vienen reflexivas, que tientan a la gente, llevándola a balances arbitrarios sobre las horas previas, sobre el día. Los párpados ya pesan y es hora de dormir, de hallar descanso, después de tantas horas de camino.
El pobre peregrino que se rinde, que entrega, indigno, todo su cansancio, podrá soñar con esa Viena inmensa, con todas las sorpresas que ha tenido, buscando a la deriva, sin acierto, tal vez con un desorden que no es malo, pues todo en la aventura se improvisa. También bosteza Viena, pues es tarde, y no son los bullicios en la ciudad hermosa molestos como en urbes más movidas: los coches no se escuchan, van despacio, sin prisa, y quienes siguen en orden su camino son gentes que no tienen espíritu de juerga ni quieren la bullanga de otros sitios. La aurora avisará con su venida.


2015 © José Ramón Muñiz Álvarez

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