José Ramón Muñiz Álvarez
“ESTAMPAS DE LA RINGSTRASSE ”
Historia de un viaje lleno
de magia y de
poesía
“DEDICATORIA”
Quiere esta prosa (poesía
de todos modos, que no deja nunca la poesía de ser la gran meta de los
aficionados a escribir) ser un recuerdo de un viaje entrañable a una ciudad
maravillosa. Hay lugares a los que uno va por accidente, rincones que uno
descubre por casualidad, sitios donde uno quisiera no haber estado nunca y
también ciudades a las que siempre quiso ir uno y, una vez visitadas, de las
que uno regresa con el firme convencimiento de que es necesario regresar, que
hay que volver. Por eso esta prosa (poesía de todos modos) busca no alejarse
demasiado de lo lírico, permaneciendo así en un tono evocador que conviene para
resaltar ese cierto subjetivismo, tan conveniente para expresar lo personal, lo
propio, lo vivencial. No debemos olvidar que en todo ese subjetivismo es
productivo, pues no existe experiencia humana que no sea, en último término, una
vivencia de lo más personal. Y a esta prosa (poesía de todos modos) quiero unir
algunos versos, corregidos tras el viaje, en el nuevo destino que tienen los
desterrados, aquellos que, para tener trabajo, acaban tendiendo que escapar del
lugar donde están sus verdaderos hogares.
Con respecto a los
dedicatarios, son los mismos personajes que el viajero va encontrando en su
camino por esa Viena mañanera, tardiega y nocturna en la que uno se pierde en
una aventura irrepetible. Estos son personas anónimas a las que el caminante ha
visto llegar y con los que ha compartido, a veces, escasos momentos, antes de
seguir su ruta y olvidarse y ser olvidado de estas personas a las que ha
tratado recientemente y con las que ha compartido templanza, exquisita
educación y una enorme cordialidad. Pero esta prosa (poesía de todos modos, no
he de dejar de repetirlo) no puede dejar de destacar que, si bien no están
presentes en el inicio de este viaje,
este viaje fue también la búsqueda de buenos amigos y de personas bien conocidas,
gentes de gran cultura y talento que han tenido la condescendencia de recibir
al caminante con un ánimo hospitalario que, en todo caso, podría parecer
inmerecido.
De este modo, mi prosa
sobre la ciudad (poesía de todas las formas, ya que se suele escribir sobre
Viena con una clara propensión a lo musical y hacia lo lírico) debe no ignorar
tanto al público anónimo que me ha rodeado en Viena como el nombre de grandes
personas a las que es necesario enviar, desde la lejana España, un abrazo profundo y sentido. Ellos son los
señores Peter Schmidt, con quien pude compartir un rato de cafetería, un viaje
en metro, otro en autocar y una tarde en un heuriger; el profesor Erich
Schagerl, miembro de la Filarmónica , que me
llevó en su coche a conocer los bosques vieneses y el monte Kahlenberg, quien
me llevó a su casa, donde escuché la maestría de su violín; Zhou Hao, el
aplicado estudiante de violín del virtuoso filarmónico, que también estuvo con
nosotros compartiendo una cena griega, y el compositor Albin Fries, a quien
debo agradecer una tarde inolvidable en su despacho, la grandeza de su ópera
“Nora” y la visita al teatro que alberga la Wiener Staatsoper , que es una
de las más elevadas instituciones del arte a nivel mundial. De no ser por
ellos, tal vez nunca me hubiese decidido a esta pequeña aventura. Bueno, nunca
es mucho decir.
José Ramón Muñiz Álvarez
“ESTAMPAS DE LA RINGSTRASSE ”
Historia de un viaje lleno
de magia y de
poesía
INTROITO
Los
viajes que emprendemos las gentes interinas, si acaso es nuestro oficio la
enseñanza, no suelen ser por gusto, pues pueden los destinos tornarse una
morada melancólica. Por eso el desterrado lamenta su destierro, sus meses de
ostracismo en la esperanza de puentes y de fiestas que quieren prometernos
regresos tan fugaces como alegres.
Quizás
son los festivos un aliciente extraño, tal vez una mentira bondadosa que ayuda
a que los días se abrevien y el destierro parezca, en todo caso, soportable. De
todos modos, amo los pueblos conocidos en un peregrinar por esta España tan
pobre como triste, que llora y que se burla de sus miserias viejas y las
nuevas.
Y
debo agradecerles a esos destinos grises poder tener el pan que me alimenta,
poder beber el vino que endulza, algunas veces, los labios que codician sus
sabores. Mas cierto es que los viajes resultan muy distintos cuando uno los
elige, cuando corre, buscando en ellos sueños extraños y dichosos que pudo
urdir la mente a su capricho.
Y
es cierto que el dinero no es mucho, pero siento las ganas de viajar a otros
lugares, dejando atrás Castilla, la tierra siempre triste, como un verano seco
en campos áridos. Y quiero, aunque la adore, dejar atrás Asturias, la tierra
siempre verde, cuyas playas me ofrecen su belleza, relajan cada baño, mostrando
un horizonte inalcanzable.
No
es esto que reniegue, no es esto que yo busque dejar atrás la tierra como
suelen las gentes resentidas, mostrando su desprecio hacia las cosas propias, a
lo nuestro. El caso es que el planeta se vuelve más pequeño, que quiere uno
dejar estos rincones y ver otros lugares, hablar con otras gentes, perderse en
las ciudades más exóticas.
España
tiene historia, y es algo que no dudo (no habré de rechazar lo que es tan
nuestro), mas buena es esa marcha que deja que encontremos lugares diferentes
en el mundo. Europa es continente pequeño, pero, al tiempo, son muchas y
variadas las naciones que tiene en su regazo, naciones tan hermosas que pueden
compararse con la nuestra.
Y
Viena no es mal sitio: acaso se me antoja la Roma de unos tiempos más modernos, más bella que
París, Milán, Berlín o Praga, que habrán de perdonarme, si comparo. De modo que
esa Viena podrá ser, en mis sueños, el viaje que programe el peregrino que
busca lo lejano, que busca los hechizos perdidos en los siglos de la historia.
Después
de la grandeza que quiso Carlomagno, llegó el momento para el Sacro Imperio,
que vino a desarmarse, dejando que Austria misma se hiciera la heredera de su
historia. Pudieran ser sus calles la
Roma de otro tiempo, la Roma que mantuvo en sus centurias la huella de
otra Roma que fue dominadora de todas las naciones en sus días.
Y
vengo de esa Viena que muestra la hermosura de sus palacios bellos y edificios,
el fasto del barroco que grita desatado en medio de los bosques de Germania. Y
vengo de esa Viena que sabe siempre dulce, mostrando el lado amable de sus
gentes, tabernas y violines, quizás cafés y tiendas que viven a caballo entre
dos tiempos.
Os
juro que es así, y el caso es que lo he visto: en Viena hay un ambiente tan
curioso que mezcla lo más propio, lo autóctono y lo suyo al genio de lo más
cosmopolita. Sabed que los imperios impregnan sus ciudades de sana variedad y
de buen gusto, y es Viena la que ofrece tal vez el gran ejemplo de tantas
tradiciones confundidas.
Dejadme,
pues, que os diga anécdotas de un viaje que enciende la emoción en el recuerdo,
pues tiene tal encanto la gracia danubiana que quiere uno quedarse para
siempre. Dejadme que os comente la forma en que el austriaco se muestra
acogedor con los de fuera, gustando de mezclarse, de hablar con los turistas
que admiran la belleza de la zona.
Ofrezco
este relato como el que tiene ganas de hacer un homenaje a gentes nobles que
habitan en la Europa
lejana, pero bella, que queda en la otra parte de los Alpes. Y acaso al que
leyere la mágica aventura de hallarse entre alemanes verdaderos, si es cierto,
como pienso, que son los verdaderos, los únicos y ciertos alemanes.
I
El
viaje empieza tarde, pues es noche: el cielo está nublado y yo lo miro desde
los ventanales de mi casa, fijándome en las luces de los faros. La costa es tan
hermosa que da pena dejarla atrás, perderla algunos días, buscando una aventura
en otras tierras. Y entonces se me ocurre que este viaje, capricho en todo
caso, es como un reto, buscando la belleza de otros siglos.
Las
horas van pasando lentamente. Y queda la maleta preparada para el momento
mágico en que inicie la marcha a esos rincones apartados. Tal vez la medianoche
viene bella, sabiéndome impaciente, en todo caso, pues quiero dejar ya la Asturias mía. Habré de ir
a Gijón, de donde salgo, sabiendo que me esperan muchas horas, camino de
Madrid, hasta Barajas.
Los
viajes de este tipo son cansados. El interino sabe, desde luego, dejar correr
el tiempo, relajarse sentado en su lugar, sin gran apuro. Y no es fácil dormir,
pues es incómodo pasar las horas lentas, esas horas que habrán de transcurrir
en carretera. Habremos de llegar primero a Oviedo. Y luego, ya en Madrid, hay
tres paradas que se hacen, como siempre, interminables.
El
autocar alcanza su destino. El aeropuerto es grande, diferente, distinto de
otros muchos, más pequeños, quién sabe si hasta menos ostentosos. Y son muchas
las horas que me quedan hasta poder partir, pues esas horas de espera son acaso
más cansadas. Y las cafeterías tienen precios que habré de definir como
indecentes, un robo en suma, si he de ser sincero.
Pagar
caro el café no es lo más duro. Son muchas horas ya sin tomar nada, dejando
atrás Gijón y las Asturias, Candás y las bellezas de la costa. También un
bocadillo es cosa buena, si hay hambre sobre todo, mas no es digno comer un pan
más seco que la piedra. Y sobra tiempo hasta emprender el viaje: primero
facturar, luego otra espera, y, al fin, en el avión, a ver qué pasa.
Y,
ya en el aire, todo es diferente. Es bello ver los valles y las sierras, los
bosques y los ríos, las ciudades, desde la ventanilla, en las alturas. Las
casas, los jardines, los caminos parecen alejarse, si subimos y vemos cómo
encogen las parcelas. Los campos del verano piden agua, pues ya termina agosto
y están secos, heridos por la fuerza del verano.
Alguna
nube queda por debajo. En cambio, en el verano, lo frecuente serán los cielos
siempre despejados que dejan ver el suelo y sus paisajes. Y puedo ver extensas
plantaciones, los ríos cuyo nombre no sospecho, ciudades cuyos nombres he
estudiado. Buscamos ascender en ese mapa que tiene al norte el alto Pirineo,
para volar después sobre los Alpes.
Los
Alpes son agrestes, imponentes. También se ven los ríos y los lagos, de un
verde tan intenso como hermoso, que brillan bajo el sol más encendido. Y hay
valles y quebradas con ciudades, pequeñas poblaciones y hasta cotas de enorme
elevación, cumbres nevadas. Y hay hielo y se divisan los glaciares: quién sabe,
pues sospecho que es el Ródano la mancha blanquecina que contemplo.
Volar
sobre los Alpes emociona. Pensar que allí debajo está la vida de gentes
diferentes a las nuestras, personas tan amantes de lo auténtico. Son
autosuficientes y trabajan con gran abnegación, porque su esfuerzo les brinda
la más sana independencia. Son nobles como el aire saludable que pueden
respirar en las alturas, amantes de los bosques y los montes.
Es
fácil sospechar lo que se acerca: la iglesia de San Carlos y su plaza, la vieja
catedral en pleno centro, la música en las calles, por doquiera. Y, en tanto se
avecina esa hermosura, la magia natural y los abetos que llenan bosques grandes
allí abajo. Pues esos bosques deben ser rincones perdidos en la Suiza más abrupta, más
bella, más salvaje, más agreste.
Dejemos
las montañas y acerquémonos: podremos ver, llegando ya al destino, desde la
altura inmensa, los azules que dan brillo al Danubio desde lejos. Pensar que no
es azul es algo lógico, pues Johann lo hizo bello con un título que exhala, que
rezuma la poesía. Pero es azul el río algunas veces, si acaso lo miramos desde
Kahlenberg, si vamos en avión a gran altura.
Y
Viena está delante del Danubio. Podemos verla inmensa, majestuosa, señora que
se siente con grandeza, que mira con un gesto desdeñoso. Parece, desde el aire,
principesca, preclara como lo es la digna historia que da mayores glorias a su
nombre. Y el vuelo nos reserva la sorpresa de hallar esa grandeza en los
jardines que vemos en Schönbrunn, en el descenso.
Y
al fin tomamos tierra en suelo austriaco. ¿Es esta la belleza de los siglos,
poblada de palacios y de historia, que tanta fama dio a tan gran imperio? Mas
no estamos en Viena todavía, pues no está el aeropuerto en esa Viena de
historias, de memorias y pasado. Llegamos hasta Schwehat, donde tengo que
hallar al conductor que ha de llevarme, siguiendo la autopista, a mi destino.
Después,
en el hotel, miro la alcoba: no es buena, desde luego, no es un lujo, mas no
hace falta más, porque la vida no se hace en el hotel, se vive fuera, siguiendo
los caminos y las calles. Decido que no es bueno perder tiempo, que tengo que
salir, andar sereno, mirar esos lugares, la belleza. Y, libre de maletas y
equipajes, me voy a conocer la dulce Viena, su brillo, los encantos más
secretos.
Por
fin estoy en Austria y es magnífico. Y sigo caminando por la acera, llegando a
sorprenderme de la higiene que tiene esta ciudad de buena gente. Las calles
españolas desesperan a costa de estar sucias, de estar llenas de cigarrillos
tristes y colillas. Quizás los fumadores abundantes que tiene Viena son
considerados y quieren ver hermosa cada plaza.
El
sol invade el aire y los espacios: la tarde muestra todos sus rigores y el aire
pesa más de lo que suele, pues es tierra interior en el verano. El cielo que
hay en Austria me recuerda los cielos castellanos, tan azules, más puros y más
limpios que los mares. Empieza uno a sudar con tanto fuego, camino de una plaza
memorable, no lejos de la Viena
más antigua.
Y
nace la emoción en el espíritu: la torre de la vieja San Esteban saluda al
fondo, muestra su belleza, sabiendo que camino decidido. Y entonces, al mirar a
la derecha, descubre uno la iglesia más hermosa que pudo diseñar el genio
humano: la iglesia de San Carlos y el estanque. Y anoto en el cuaderno algunos
versos que puedan ser esbozo de esa idea que arranca del placer de lo
explorado.
Mis
rápidos apuntes os lo dicen: “La vieja
catedral de San Esteban reposa el
sueño triste de los tiempos que
corren, sin apuro, como el río. La
advierto allí, lejana, majestuosa, como
una emperatriz, como una reina que
enseña la grandeza de su torre. Pero he de ver la plaza, ver acaso su gracia y su
belleza, ese barroco que luce la
Karlskirche ante el
estanque.
Y sigo caminando
lentamente. Y, entonces, se descubre el auditorio que tienen las orquestas más
brillantes que goza nuestra Viena engalanada. Detrás, en la Ringstrasse , la Staatsoper ,
lugar de culto para los amantes del arte y la belleza con mayúsculas. Y sigo en
el avance y llego a Hofburg, y, entrando por el Parque de los Héroes,
descubro la belleza de su cúpula…”
El
tiempo ha detenido su camino. Y puede uno pensar que los Habsburgo mantienen su
poder, sientan el trono de tantos territorios como hubieron. Y entonces nace un
algo en los adentros y quiere uno escribir sus impresiones, después de regresar
a ese pasado. ¡Qué bellos esos tiempos que se pierden, buscando un siglo atrás
el imposible de estar en un momento no vivido!
¡¡Al
fin estoy en Viena, ya he llegado!!
II
Quien
busca, en plena tarde, las calles más insignes, no tarda en encontrarlas en
esta ciudad llena de edificios que tienen su valor, que tienen su belleza. Son
estos edificios las piedras de la historia que quedan de un imperio que vio su
ocaso ya en otra centuria, lejana, sí, perdida, dormida en el olvido del sueño
de la nada. Y los historiadores, que suelen ser curiosos, podrían deleitarnos,
narrarnos los sucesos de otros siglos en esta Viena mágica que advierto
delirante, acaso decadente: los ricos eran ricos y alzaban sus mansiones, los
pórticos barrocos que tienen los palacios de la zona, aun antes de adentrarnos
en esa Viena antigua que existe en la Ringstrasse. Y ,
entrando en la Ringstrasse , son todo monumentos, la Viena de otras épocas,
jardines de belleza incuestionable, palacios como el Kinski, las calles que
conducen a algún lugar recóndito, perdido, si es el caso, entre las
construcciones que son interesantes, como el Café Central, todo un emblema, o
como las callejas estrechas y calladas de tiempos sin recuerdo.
Las
gentes que caminan avanzan sin apuro, pisando suelos grises de calles
peatonales que se ofrecen quizás como el más bello de todos los paseos que
puede mostrar Austria. Y, en medio de estas gentes, como un austriaco más,
avanzo y me sorprendo, camino y me deleito en las fachadas de raros palacetes
de un tiempo tan confuso como ese estilo extraño. La tarde, que es hermosa, tan
bella como pocas, castiga con los rayos de un sol enardecido que maltrata al
hombre que camina, al joven que se sienta y al viejo sudoroso. La sed nos
acribilla, nos hace vernos débiles y obliga a que paremos, buscando algún
refresco en una tienda, quizás en algún bar, pues hay cafeterías que tienen
buena pinta. Acaso un vino blanco no baste al caminante, pero es obligatorio
probar todo lo bueno que la vida ofrece a los viajeros que emprenden tan a
gusto su aventura. Y el vino que me sirven recuerda al albariño que habréis
probado en Vigo, no lejos de esa ría tan hermosa que oyó cantar susurros y
versos desatados a todos los segreles.
Y
el vino que me sirven es dulce y menos ácido, pues se hace más goloso llegado
al paladar que lo disfruta, pues, si es el vino bueno, tampoco es menester ponerse
especialista. Y así, probando el vino, descanso unos instantes, volviendo a
recordar al cuervo inesperado que se posa, no lejos, en Karlsplatz, sereno, sosegado, tranquilo al ver la gente. El vino
sabe bien, si es bueno, en todas partes,
y el vino que hay en Viena no envidia cualidades de otros vinos, pues son los
buenos vinos que da la tierra fértil, preñada por la mano que trabaja. Y pienso
que, en los heurigger, podré probar
el vino famoso de la zona, oyendo las canciones más alegres, las letras más
amargas que, más que hablar de vida, nos hablan de la muerte. El vals, en sus
orígenes, nació donde se cantan canciones de este tipo, probando el vino bueno
que el otoño concede al campesino que sufre trabajando las tierras heredadas.
Y, amante de la música, podré notar en falta las óperas y el fuego que enciende
con tesón la Filarmónica ,
lejana en estos días de sol y de verano, si tocan en Salzburgo.
Y
así, al probar el vino, empiezo a imaginarme dichoso entre estas gentes que
beben en silencio y que comentan momentos de este día que va desvaneciendo sus
luces y sus brillos. Después de darme gusto con ese vino dulce, quisiera
caminar, dejarme a la deriva por las calles, perderme en una vuelta, buscando
los jardines, mirando las mansiones. Y entonces me apetece llamar a un viejo
amigo, decirle al buen Rimada que pude disfrutar de un vino suave como es el
albariño y en un lugar lejano, distante de su tierra. Lo llamo por teléfono,
mas no ha de contestarme: quizás está ocupado, vendiendo las pinturas que se
exponen en bares donde para y bebe, como todos, el vino de Galicia. Yo sé que,
si pudiera, también se escaparía, llegando con apuro, para asistir conmigo a
ese espectáculo que es ver la noche triste en ese cielo bello, igual que el
castellano. En Viena, los palacios parecen más hermosos si el sol está cayendo,
si todo se engalana con la noche y mira las estrellas que acuden presurosas al
cielo más oscuro.
Y,
al fin, salgo a la calle, me pierdo por la zona y aprendo a entretenerme con
los escaparates más diversos, la gente que va y viene, la luz que se diluye,
besando las fachadas. Parece que es prudente tener algún cuidado, pues no es
bueno extraviarse en un lugar como este en que el idioma nos hace no entender a
quienes nos ayudan, si explican un camino. Supongo que hace falta tener un callejero para poder moverme por esta ciudad
grande, tan hermosa, magnífica y romántica que puede embelesarme con toda su
belleza. Encuentro un viejo kiosco cercano a la Staatsoper ,
donde comprar la guía, tal vez el callejero que me ayude, que sirva al
caminante que busca, peregrino, lugares azarosos. La joven que me atiende,
amable como pocas, conoce bien mi lengua, y hablamos un ratito en castellano.
Después me voy tranquilo, siguiendo mi camino, contento con la compra. Es útil,
según pienso, poder tener idea de todo lo que admiro, y hallar también las
rutas que interesan en esta ciudad grande, acaso majestuosa que ve la
tarde-noche.
III
La
iglesia de San Carlos Borromeo me vuelve a contemplar, mientras la miro,
tomando una jarrita de cerveza, pues hay una taberna al aire libre, y puede uno
beber mientras contempla la clara majestad de esa fachada. Un viejo profesor de
los de Oviedo se acerca hasta la barra y lo saludo formal, con la correcta
cortesía. Hablamos brevemente unos minutos y sigo disfrutando la cerveza. Beber
me lleva a estar algo contento, pues siempre pienso en la literatura, si bebo y
si contemplo cualquier cosa que tenga una belleza sugerente. Quien ama la
poesía la pretende por donde va su paso, a todas horas, y el alma de poeta
enajenado me lleva, repentino, a la escritura de versos que se apuran en la
mente. El caso es escribirlos, porque luego podré arreglar con ellos un soneto
que tenga perfección y buena maña:
Sospecha de un septiembre,
pero esquiva,
la brisa alcanza el suelo, los cristales,
la imagen de barrocos ventanales
que la hacen decadente, pero altiva.
entre esas hojarascas imperiales
que saben de calores estivales,
si van, como un otoño, a la deriva.
El
sol se pierde y todo es oro viejo
que busca el sueño, el eco y el reposo
en una noche bella y estrellada.
Y siguen reflejando con su
espejo
las aguas del estanque silencioso
la iglesia de San Carlos, su fachada.
Si
sigo de este modo en este viaje y apunto en mi cuaderno tales cosas pudiera
hacer un libro, aunque discreto, contando las más raras impresiones que ofrece
esta ciudad acogedora. Y quiero desmentir lo que se ha dicho de todos los que
habitan esta tierra: no pienso que sean fríos, como dicen. Los miro y me
parecen gente noble, con alma generosa, acogedora, con todos los que vienen,
hechizados, buscando un imposible que se cumple.
De
pronto ya no veo lo que escribo: la noche se ha cerrado y en la altura saludan
las estrellas temblorosas. En Viena cae la noche antes de tiempo y es hora de
encontrar un restaurante, pues no he comido nada en todo el día. Y entonces me
doy cuenta de un letrero, pasando más allá de la Ringstrasse ,
que anuncia el escalope vienés, que es obligado al visitante. La cena en
soledad es un momento de calma y reflexión en la aventura.
La
cena vendrá bien, como el descanso, tras horas de camino por las calles,
llegado ya al hotel, que queda lejos. Allí podré cambiarme los zapatos, que no
eran ni muy nuevos ni muy viejos, después de que rompieran cuando andaba
buscando los lugares más insignes. De todos modos, tengo unos playeros y es
bueno pisar cómodo en los viajes. Mañana será el día de ponerlos y hacer camino
en busca de lo bello.
Hay
tiempo, en el hotel, para otro escrito, quizás acelerado, pues muy pronto
querrá el cansancio convertirse en sueño. Comienzo a redactar otro soneto,
después de haber hablado con mis padres y un rápido saludo a mis hermanos. Los
versos se suceden fácilmente:
El cielo es siempre puro en
el verano
en esta Viena hermosa que visito,
y el hielo se adivina de granito
en un invierno gris pero lejano.
La
escarcha tomará ese suelo llano,
el viento que se lanza con su grito,
la lluvia repentina en un escrito
que versa de este tiempo más lozano.
No
habrán de derrotarla las nevadas,
pues es ciudad que vive del hechizo,
del arte de la música más pura…
Y
vientos que sugieren las heladas
y tiempos para el llanto y el granizo
no habrán de arrebatar esa hermosura.
Y
es cierto que me lleno de fatiga, después de caminar por esas calles, por los
rincones más inesperados, donde no falta, como en los más célebres, la magia de
explorar estos lugares. Y entonces me desnudo, prometiéndome guardar las
fuerzas para, de mañana, salir a caminar y verlo todo. Habré de levantarme muy
temprano. El sol llega primero y huye pronto, si vamos a paisajes alejados,
buscando el este, desde la península. Acabo la jornada entre las mantas,
tumbado sobre lecho y agobiado por el calor violento de la noche, pensando en
este viaje repentino, un viaje agotador y emocionante que pronto desemboca en
un bostezo. El caso es descansar junto a la almohada.
Mas
no puedo dormir, y es necesario. Comprendo que, aunque siente la fatiga, mi
cuerpo tiene ganas de aventura. Y entonces me decido y doy un salto, pues quiero
ver la vida de esa Viena nocturna en que se esconden mil promesas. Entonces, al
ducharme, me imagino que ignoro muchas cosas, que es preciso pensar en qué
lugares son propicios al hombre que camina peregrino. Es miércoles y sé que es
la costumbre en muchos sitios cerrar cuando la noche se avecina. Serán algunas
jarras, poca cosa, si es cierto que encontramos algo abierto, tal vez junto a
San Carlos Borromeo. Deambulo nuevamente sin un rumbo.
IV
“La iglesia de San Carlos
es una iglesia enorme, de estética barroca, que tiene una fachada
impresionante, tan bella como extraña, con su cúpula, la cúpula que aporta su
verde blanquecino, muy frecuente cuando en los edificios de importancia se
elevan esos techos que miran con orgullo
con grandeza, haciendo ostentación innecesaria. Y adoro esa fachada. Y
sé del arquitecto que fue un hombre importante ya en su siglo: von Erlarch, que
no suena, según dicen, a muchos entendidos, a gentes que escribieron del arte
de lugares como Italia. Sabed que este von Erlach también supo inspirarse en lo
italiano, y que la iglesia sigue mostrándose imponente, cuando la noche se abre
a las estrellas y cierra al sol su paso, vengándose por tantas alboradas.”
Anoto
estas palabras en mi diario, bebiendo más cerveza y contemplando la mágica
fachada, sus blancos y sus verdes, esa cúpula, tan grande como hermosa, y un
joven que se acerca con un aire de rara timidez parece decir algo que no
comprendo bien, dado el idioma. Pasamos al inglés, que no domino, y entonces,
con trabajo, comprendo algunas cosas que me dice: es uno de esos músicos de
Viena que viven en las calles, y no tiene dinero, que quiere que le pague una
cerveza. En Viena son comunes estos músicos. Por cierto, que la gente los
adora, no ocurre como ocurre aquí, en España, lugar donde los ven como
mendigos. Le pago una cerveza y conversamos: se me hace ya más fácil seguir lo
que me dice, mezclando el alemán a otros idiomas, y dice que es de Chequia, de
Bohemia, igual que el mariscal, el gran Radetszky. Y hablamos de la guerra de
otros siglos, del buen soldado Schwejk y de otras cosas. Así quiere enseñarme
unas postales e indica que las mande desde España después de mi regreso, que no
hay prisa. Por fin, la lluvia fina, la lluvia semejante al fino “orbayu”,
frecuente en las Asturias, nos hace abandonar la vieja plaza, Kalrsplatz, donde tomábamos cerveza en
una mesa puesta al aire libre. Camino hacia el hotel, hacia la cama, pensando
que ya el día ha terminado, y habré de confesarlo: el tiempo en Viena sabe
siempre a poco.
Camino
desde el centro de la bendita plaza, buscando, por las calles, perdido en la
ciudad desconocida, debajo de esa lluvia que es tan nuestra. Los asturianos
somos propicios a mojarnos y el agua nos deleita por donde nos perdemos,
caprichosos, buscando nuestro albergue en otras zonas. Y entonces me doy
cuenta: no sigo hacia el hotel, no voy a Schaefergasse, pues he tomado acaso
otro camino, ya fuera de lo que era la muralla. Y pienso que ahora sigo por una
calle extensa que suele ser la sede de lo que son las ferias y mercados:
Naschmarkt es el lugar en que me pierdo. Los puestos se prolongan en esta calle
larga, igual que los vagones de un tren interminable en esas vías que quedan
circundadas por aceras. Es noche y los sonidos que suelen ser frecuentes en
horas de mercado no llenan, con su vida, estos vagones callados, melancólicos,
serenos. Y siento, bajo el cielo que llena de fragancias la lluvia perezosa,
que no he dejado atrás la
Asturias mía, tan solo me he alejado hasta esta tierra. Tal
vez un asturiano no pueda ser del todo foráneo, entre estas gentes, si sabe
disfrutar de este mercado cuando la noche cae sobre los vivos.
Al
fin, en el hotel, cansado de la andanza, después de tantas horas, intento
conciliar, con gran trabajo, el sueño que no viene, de momento. Descubro entre
mis cosas esa dichosa guía comprada en aquel kiosco, y advierto, al ver las
fotos que contiene, que he visto muchas cosas esta tarde: he visto la Staatsoper , he visto, por ejemplo, la plaza de San
Carlos, la iglesia y su barroco desbordante, y el templo del Concierto de Año
Nuevo. También he visto Hofburg, y,
lejos, he admirado, acaso la
Volksoper a
distancia, si no me he confundido, al divisarla, buscando tal vez cosas
diferentes. Son esas horas raras que vienen reflexivas, que tientan a la gente,
llevándola a balances arbitrarios sobre las horas previas, sobre el día. Los
párpados ya pesan y es hora de dormir, de hallar descanso, después de tantas
horas de camino.
El
pobre peregrino que se rinde, que entrega, indigno, todo su cansancio, podrá
soñar con esa Viena inmensa, con todas las sorpresas que ha tenido, buscando a
la deriva, sin acierto, tal vez con un desorden que no es malo, pues todo en la
aventura se improvisa. También bosteza Viena, pues es tarde, y no son los
bullicios en la ciudad hermosa molestos como en urbes más movidas: los coches
no se escuchan, van despacio, sin prisa, y quienes siguen en orden su camino
son gentes que no tienen espíritu de juerga ni quieren la bullanga de otros
sitios. La aurora avisará con su venida.
2015 © José
Ramón Muñiz Álvarez
No hay comentarios:
Publicar un comentario