viernes, 20 de noviembre de 2015

Romance


Para Jimena Muñiz Fernández y Mael Muñiz Vega.

           Sus penas lloró el buen conde,
que, con ver todo a lo lejos,
el combate halló perdido,
pues sus guerreros huyeron.
           Y, al saberse en la derrota,
miró con tristeza al cielo,
y suspiró por los suyos,
por su gente y por sus deudos.
           Y, recordando a su esposa,
que era moza, y era bueno
que la cuidasen los suyos,
quiso morir con empeño.
           Y, al ver que desfallecía
ente el empuje violento
del enemigo indolente,
se dice que esto le oyeron:
           -Habré de blandir la espada
por el amor de mi pueblo,
por la gente de mis villas
y por mi buen primogénito.

           La vida dejo enterrada,
si es preciso, en el momento
en que a arrebatarme vienen
cuanto soy y lo que tengo.
           Y, porque no soy cobarde,
querrá batirse el acero
y dar muerte a los que pueda
antes de encontrarme muerto.
           Que ha e alcanzarme la muerte
con el honor que defiendo,
aunque, entrando en la refriega,
el temor me torna en hielo.
           No quisieron que quedase
solo el conde y protegieron
su vida con mucha sangre
los mejores de su séquito.
           Los más osados lucharon,
los más valientes murieron,
otros quedaron heridos
y al conde todos sirvieron.

           Y, acabada la batalla,
estando en peligro el reino,
el rey llegó con los suyos,
porque quiso socorrerlo.
           Y todavía las damas
cantan en sus aposentos
el romance que relata
sus palabras y contentos:
           -Sabe el conde, no lo dudo,
mostrar valor combatiendo,
que es cierto, según lo miro,
lo mucho que me dijeron.
           Puede mostrarse gallardo
y esconde firme su miedo,
la fuerza alzando con fuerza,
luchando con gran esmero.
           Y, por ser hombre tan digno,
digo yo que honrarle quiero,
y quiero tenerle cerca,
y cerca tenerlo espero.

           De modo que he de llamarlo
a la corte, donde puedo
dar honor a su grandeza,
si es caballero tan bueno.
           Habló el rey ante los suyos,
que, haciendo su juramento,
quiso hacerlo hombre más grande
para darle mayor premio.
           Y premio fue hacerlo amigo,
reconociendo sus méritos,
que en verdad no fueron pocos
por el valor de su pecho.
           Ya en la corte se aposenta,
y en la capital del reino,
pues es vasallo querido
ayuda en todo el gobierno.
           Y, por ser hombre de mucho,
y, entre todos, hombre bueno,
vino a decirle la infanta
las palabras que os comento:

           -No me miréis con asombro
si me atrevo a decir esto,
que el amor me vuelve loca
y en la locura me atrevo:
           por vuestro amor vivo presa
y he de decir que me muero,
pues que sois hombre valiente
al que quiere todo el reino.
           Y, pues casasteis con otra,
reclamaros yo no puedo,
no siendo que le deis muerte
para gozarme en mi lecho.
           Y, ya que soy vuestra infanta,
hacer debéis lo que ordeno,
que, si no, he de castigaros,
pues el rey es vuestro dueño.
           -Señora, quien siente amores
-le dijo el conde resuelto-,
nunca dirá semejantes
ni nublados desaciertos.

           Y, pues vos me lo decís,
dejadme que llame al clérigo
y os advierta del pecado
en el que estáis, según veo.
           Pues pensad que si la muerte
Dios os manda en el momento
en que estamos, vuestro sitio
es arder en el infierno.
           Pensad, ya que sois infanta,
que me debéis un respeto,
pero también a mi esposa
y al pequeño primogénito.
           -No pienses que será fácil
deshacer lo que he dispuesto,
que, si no haces lo que digo,
podré abrasarte en mi fuego.
           Piensa que el amor me guía,
piensa que es un loco ciego,
y que en la locura ordena,
y que soy quien obedezco.

           Podrás sufrir si haces caso
del amor que sientes, y ello
a costa de que te enfrentas
con la dama de este reino.
           Pues puedo darte la muerte,
puedo hacerte prisionero,
puedo quitarte la vida
o condenarte al destierro.
           Al rey encontró el buen conde,
que quiso, no sin recelo,
contarle lo sucedido,
pues era preciso hacerlo.
           Y el conde, que lo quería,
tras escuchar el suceso,
comprendió que era la niña
capaz de tan graves hechos.
           Pero era su niña al cabo,
la dama mayor del reino
desde que murió la madre
que le había dado el pecho.

           Y el rey contestóle al conde:
-Ya veremos lo que haremos,
que no es un asunto fácil
para ordenar bien mi reino.
           Y no pasó una semana,
y hallaron tristes y muertos
a la condesa y al niño,
tras tomar fuerte veneno.
           Y el conde pidió justicia,
y el rey lo expulsó del reino
diciendo que la locura
nublaba el juicio discreto.
           Y juró vengarse el conde,
y pedir supo a su séquito
el rey que le dieran muerte,
pues el conde es traicionero.
           En tanto, la tierna infanta,
su amor viendo por los suelos,
arrojóse de una torre,
sobre las aguas del Duero.


2015 © José Ramón Muñiz Álvarez

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