“Las sendas han de alzarse hacia las
cumbres”
No puedo
imaginarme las sendas y caminos dejados al capricho
del helecho, comidos por arbustos que enredan, cuando crecen, el paso de las
gentes hacia el monte. A veces imagino que un día esas veredas podrán morir, al
fin, perder su pista, calladas, enterradas, igual que el sotobosque que crece
entre los viejos castañares.
Será que los pastores que
habitan esas zonas montañosas no quieren ya cuidar de los caminos, o acaso que
las gentes no quieren ya cuidar de los terrenos que heredan de los viejos
olvidados. Pensad, de todos modos, que el alma del camino es el espíritu de
todo lo que alcanza a ver el hombre, de todo lo que admira la gente que camina
en el sendero, si admira, en los caminos, la belleza.
En todo caso, digo que son
tan importantes las sendas de los montes como el carácter mismo de las gentes
que habitan poblaciones que quedan a la vera de la sierra. Yo sé que cada
cumbre parece más difícil, si pide más altura, si pide que ascendamos por la
cuesta que opone sus durezas a nuestra voluntad de haber llegado.
Y nada de esto es cierto:
lo cierto es que la gente desconoce que lo que dificulta nuestro acceso son
esos matorrales que lo cierran. No en vano, las alturas apetecen a costa de ser
retos meritorios. La gente necesita de obstáculos tremendos que los dejen
crecer como el acebo en pleno monte y alzarse como suelen los pinares, erguirse
como el roble, hallar un mundo de vientos que pretendan abatirlos.
Pero hay en los caminos un
misterio sagrado, venturoso, capaz de ir más allá de donde el siglo que corre
con sus gestos arbitrarios (los nuestros son los siglos extraños y arbitrarios
de la historia). Quizás, si investigasen los más sabios, sabrían que el camino,
igual que las criaturas que vivieron en tiempos alejados de los nuestros, son
viejos, son ancianos, conocen la paciencia desusada.
Y es fácil la derrota si
llegan los olvidos y pueden con nosotros, forzándonos, quitándonos, tal vez lo
más auténtico, la esencia, lo más noble que tenemos: nosotros mismos somos
aquello que miramos, nosotros generamos el mundo que advertimos, pues somos un
camino hacia la cima.
Los altos edificios y
enormes vanidades que hallamos en las urbes también son testimonio de una vida
que llena sus afanes en intentos de hallar esas alturas que liberan. El hombre
es afanoso y así he de describirlo, pues busca lo más alto, quizás como las
aves, mas, sin alas, queriendo alcanzar cotas que le fueron negadas al nacer
para la tierra.
Las sendas han de alzarse
hacia las cumbres.
2015 © José
Ramón Muñiz Álvarez
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