viernes, 11 de mayo de 2012

CANGAS DE ONIS Y COVADONGA


Dedicado a la familia Cantora de Cangas de Onis y a Israel Rodríguez

Brilló en el suelo la helada

         Brilló en el suelo la helada
cuando, con la brisa fría,
otra mañana nacía
sobre la blanca nevada.
Y en el aire reflejada,
entre pinceles oscuros,
mostró sus colores puros,
sus destellos, sus dorados,
sus castillos elevados
entre la luz de sus muros.
         Y, al arder el firmamento
ante tan clara belleza,
la noche, con su firmeza,
dejó un tono ceniciento.
Y, traicionada del viento,
la aurora, con más apuros,
mostró sus colores puros,
sus destellos, sus dorados,
sus castillos elevados
entre la luz de sus muros.
         Y, entre los montes y llanos
sucumbieron a su hechizo,
entre nieves y granizo,
los macizos más lejanos.
Y en los frutos soberanos
del manzano, ya maduros,
mostró sus colores puros,
sus destellos, sus dorados,
sus castillos elevados
entre la luz de sus muros.
         Y, al recorrer cada sierra,
de los cielos soberana,
se deshizo en la mañana,
en el cielo que la cierra,
que, por el cielo y la tierra,
dejando corales duros,
mostró sus colores puros,
sus destellos, sus dorados,
sus castillos elevados
entre la luz de sus muros.
         Y brilló la luz más bella
sobre la nieve y el hielo,
desde la altura del cielo,
ante las aguas del Sella.
Y, reflejo que destella
en los valles más oscuros,
mostró sus colores puros,
sus destellos, sus dorados,
sus castillos elevados
entre la luz de sus muros.

Soneto I

         El aire que alzó el vuelo con la helada
recorre el prado verde, el ancho suelo,
heraldo de la lluvia y el deshielo
que quiebran el rigor de la nevada.
         Bosteza la montaña ayer aislada
bajo el color azul del claro cielo,
y luce de la hierba el terciopelo
en prados que contemplan la alborada.
         Los valles de la zona son hermosos
por la humedad que llena los parajes
del verde más intenso en primavera.
         Y corren los arroyos rumorosos
las vegas, las colinas, los paisajes,
dichosos, al lanzarse a su carrera.

Soneto II

         Las gentes asturianas se aventuran,
por más que vivan lejos de esta tierra,
queriendo conocer, en plena sierra
las cumbres que alboradas apresuran.
         Arroyos cristalinos que murmuran
las horas ven pasar donde el sol yerra,
detrás de los cordales donde cierra
misterios en las nieves que se apuran.
         Castillos son poblados de maleza,
cortando el paso siempre al enemigo,
las cumbres aguerridas y altos montes.
         Baluartes son de fe, de la grandeza,
si dan al lugareño noble abrigo,
cerrando los estrechos horizontes.

Soneto III

         Nació en Cangas la aurora, pues los gallos,
en un corral vulgar, detrás del muro,
dichosos la saludan con apuro
sirviendo al sol, si son buenos vasallos.
         Soltó el alba luciente sus caballos,
rasgando ese tapiz, triste y oscuro,
alegres en el aire fresco y puro,
de noches que se acaban con sus rayos.
         La luz del sol besó el Puente Romano
y, al destronar la negra madrugada,
sus llamas esparció en los verdes suelos.
         Discurre el Sella, lento y soberano,
mirando en lo lejano la alborada,
que crece en las alturas de los cielos.

Soneto IV

         Dejó, entre brisas frescas, la mañana
la escarcha de la helada, con el día,
y halló el voz del agua, siempre fría,
lanzándose en torrente sin desgana.
         La luz ardió a lo lejos, y, temprana,
al tiempo que las nieves deshacía,
las bellas emociones descubría
con aires de grandeza soberana.
         Y nunca sospechó el arte callado
que queda sepultado en una cueva
que cierra, sin pudor, tanta negrura.
         Al lado está el bisonte del venado,
y juntos los caballos, rara prueba
que El Buxu guarda en su mansión oscura.

Soneto V

         El sol mira, al nacer de la alborada,
la sierra que acaricia el alto cielo,
el prado ante la vega, el arroyuelo,
la cueva ensordecida, la cascada.
         Su luz va deshaciendo la nevada,
llegados ya los meses de deshielo,
y corren los arroyos por el suelo,
ya libres de la nieve y de la helada.
         Caudales de suspiros peregrinos
las aguas son, si vibran rumorosas,
debajo del chorrón, donde se estrella.
         Después, atardeceres coralinos
verán correr las aguas silenciosas
al Güeña, que camina lento al Sella.

Soneto VI

         Principio dio a la luz de la hermosura
el brillo que las aguas transparentes,
dibujos de color, raras serpientes,
trazando sobre el curso de agua pura.
         Miradlo discurrir, mientras se apura,
nacido allá en Sajambre de las fuentes,
que, en cauce ya asturiano, ve lucientes
las luces con el alba en noche oscura.
         Hermosas son y amantes de la estrella
que en ellas se refleja tras el día
las aguas que del cielo son espejos.
         Del monte más lejano llega el Sella,
batiéndose en la nieve helada y fría,
la aurora describiendo en sus reflejos.

Soneto VII

         Las nieves besa el campo, que, sereno,
con calma, aguarda hielos y tristeza,
no lejos de la furia y la aspereza
de cumbres que temiera el agareno.
         Un sol que a sus crepúsculos, de lleno,
desciende, aletargado en su firmeza,
su luz enciende, bello en la maleza,
herido del invierno y su veneno.
         De nuevo están los lagos congelados,
eternos prisioneros de ese hechizo
que torna sus silencios en reposos.
         Y callan los acebos derrotados,
vencidos por las horas de granizo,
por vientos peregrinos y quejosos.

Soneto VIII

         No hay nada más hermoso que las fuentes
que duermen en silencio sus reposos,
calladas ante arroyos silenciosos,
que corren y se lanzan en torrentes.
         Despiertan, con sus aires complacientes,
los brillos de la aurora y, perezosos,
alegres, los hayedos misteriosos,
despiertan con sus llamas refulgentes,
         No hay fuente que no cuente con su "xana"
ni abuela que no cante, por las noches,
leyendas de los cuélebres de antaño.
         La luz llega después, y, a la mañana,
nublado, el cielo mezcla los derroches
del oro con el brillo más extraño.

Soneto IX

         El cielo pudo al alba en un destello,
detrás de los oscuros nubarrones,
el vuelo de los pardos azulones
amar con atención, pues era bello.
         Atento miró un sol, absorto en ello,
y, huyendo de la nieve y las prisiones,
seguidos de los míseros gorriones,
los gansos vio volar, de largo cuello.
         En bosques otoñales, con el día,
al corzo, siempre tímido, amenaza
la voz de los ladridos de los perros.
         Tal vez veréis, en plena serranía,
buscando los rebecos al que caza,
si no es que se ha perdido por los cerros.

Soneto X

         Manchadas, muchas veces, por las nieves,
se admiran esas cumbres asturianas,
distantes, majestuosas y lejanas,
cubiertas por neblinas siempre leves.
         Los bosques solitarios, aunque breves,
consumen en las horas más tempranas
las gotas del rocío, a las mañanas,
del monte que las gentes dicen Llueves.
         Son estos los lugares donde, ardiente,
la furia es el orgullo más ufano
que no quiere a cobardes ni traidores.
         La rabia, entre las cumbres y torrentes
se oyó, siglos atrás, del asturiano
la cólera ante nuevos invasores.

Soneto XI

         El oro que encontraron en los ríos
las gentes de estos valles apartados
los buscan otros donde, remansados,
se aplacan del arroyo tantos bríos.
         No importa ya el rigor de los estíos
ni el aire ni los vientos más airados,
que siendo estos metales codiciados,
por ellos se soportan duros fríos.
         La llama del sol mismo encendería
reflejos que mostrasen su hermosura,
tejiendo sus destellos en cadena:
         La luz tienen del cielo, el alba fría,
el brillo de los astros en la altura,
por más que de la orilla son arena.

Soneto XII

         El sol con el deshielo las nevadas
deshizo a su placer sobre el Auseva,
que sabe, bullicioso, cuando nieva,
las aguas admirar ya liberadas.
         Testigo de las viejas alboradas,
las deja bajo el chorro de la cueva,
y el cauce rumoroso que las lleva,
las aguas ve correr alborotadas.
         Y corren bajo viejos castañares,
si, en busca de lejanos horizontes,
la costa añoran, nunca tan lejana,
         pues, libres, los arroyos a los mares
discurren, a la vera de los montes,
al ver la luz febril de la mañana.

El oro, con la mañana

         El oro, con la mañana,
con sus colores extraños,
brilló con extraño brillo,
sobre viejos avellanos,
         cuando del sol la belleza,
sobre los bosques y claros,
juntó su rica paleta
a los pinceles nevados
          (si pinceles son las nieves
que se admiran en los llanos
desde donde ver las sierras,
nevadas incluso en marzo),
         para dar claras corrientes
al Sella, cuando a su paso,
encuentra, llegado a Cangas
el viejo Puente Romano.
         Y el oro hallaron los ojos
que jamás lo sospecharon,
caminando hacia la fuente,
junto a la cadera el cántaro,
         mientras, alegre la falda,
si no lo es el desparpajo
de la boca tierna y fina,
con sus pasos va danzando,
         que tiernas canciones canta
la voz que siempre envidiaron
de los contornos la xana
y de los bosques los pájaros,
         las niñas más envidiosas
y los jilgueros callados,
al llegar la primavera,
advertidos de su paso.
         No pudo ser más hermosa
la voz que el aire alcanzando,
le da un vuelo más ligero,
llevándolo suave y raudo,
         porque, amiga de la brisa,
de ella vive enamorado
el viento por ser el viento,
el aire por ser osado,
         que, si es modesta villana,
deja al viento, como hermano,
que sus dulces senos roce
por los senderos callados,
         por los que a la fuente llega,
viendo paisajes nevados
que el Sella muy bien conoce,
tras correrlos siempre raudo.

Soneto XIII
         La luz vieron del sol y el alba clara
los lagos junto al campo silencioso,
en un paisaje agreste, prodigioso
que el viento de la noche desampara.
         Y no diréis jamás que fuera avara
la luz del sol, haciendo más hermoso
el brillo de su fuego luminoso
allí donde la aurora se agotara.
         Despierta Covadonga de su sueño,
inmersa en anchos mares de rocío,
amante de los densos avellanos.
         La brisa se levanta con empeño,
y el aire a la alborada del estío
es suave ante los Picos soberanos.

A veces, si me asomo a la ventana
        
         A veces, si me asomo a la ventana,
corriendo, sin apuro, las cortinas,
y el cielo se presenta despejado,
se admiran, a lo lejos, las montañas
del Sueve, ya en la tierra de Colunga,
y el Pienzo, majestuoso ante mis ojos,
revela la belleza de las sierras
que rozan con sus picos cada nube.
         El Sueve está muy cerca de la costa,
y, en comunión, convive con los mares,
uniéndose la playa y la montaña,
cantiles infinitos que sorprenden
a quien se acerca y mira, desde cumbres
de vértigo, alcanzadas con esfuerzo,
con rabia, con dolor y con coraje,
si no es temor en otras ocasiones.
         No lejos, Covadonga, con sus lagos,
tan claros como el día, si no es noche,
si no reflejan, claras, las estrellas
que lucen amparando a los que duermen,
descubre otras bellezas más violentas,
una ambición mayor hacia los cielos
que quieren conquistar los altos picos
que quedan entre Asturias y Cantabria.
         El monte, desde niño, me ha gustado,
por más que yo proceda de la costa
y alcancen las ventanas de mi casa
la espuma de ese mar embravecido
que baña, alegre, el norte con sus olas,
airadas unas veces y otras tiernas,
como lo es una madre con los hijos,
si riñe o con amor los acaricia.
         Y, entonces, me imagino en las alturas,
entre los prados verdes de los montes
que miran ese mar siempre fecundo
que sigue alimentando pescadores;
y pienso en esas nubes que recorren
kilómetros enteros y se pierden
sin un destino fijo, porque el aire
las lleva, sin esfuerzo, a donde quiere.
         El monte, desde niño, me ha gustado,
y siempre, en el cristal de la ventana,
el Pienzo, en lo lejano, me recuerda
las viejas enriscadas de los Picos
que sienten el abrazo de las nieves,
el agua del Chorrón en el Auseva
o el alba que despierta, silenciosa,
no lejos de la cueva de la Virgen.

Soneto XIV

         Hay sombra en los hayedos escondidos
que en Pome ven las luces matinales,
el alba clara en meses otoñales
de prados como siempre, humedecidos.
         Y el níscalo en los barros removidos
la aurora mira en reinos celestiales,
sospecha de las nieves infernales
que entierran los picachos aguerridos.
         Muy pronto partirán los azulones,
cruzando, en su volar, el cielo entero,
manchado por las nubes peregrinas.
         Oscuras son del cielo las mansiones,
y calla el agua en el desfiladero
que esculpen las cascadas cristalinas.

La niña de Parres

         La halló la alborada
de claros destellos,
caminos cruzando,
pasando senderos.
         Y, haciendo camino,
no lejos del pueblo,
la nieve del monte
miraba, a lo lejos.
         La niña de Parres,
de claros cabellos,
sus labios dejaba
besar a los vientos.
         Y, siempre temprano,
con ojos atentos
la nieve del monte
miraba, a lo lejos.
         Vencida del frío,
por el duro invierno,
temblaban sus piernas,
temblaba su cuerpo.
         Pero ella, cantando
romances y versos,
la nieve del monte
miraba, a lo lejos.
         Un cántaro blanco,
más claro que el hielo,
llevaba la niña
por el barrio viejo.
         Y, al ir con apuro
los pies más ligeros,
la nieve del monte
miraba, a lo lejos.
         Al ver que bajaba
con aire risueño,
los mozos del barrio
saludaron prestos.
         Y ella, presuntuosa,
fingiendo no verlos,
la nieve del monte
miraba, a lo lejos.
         Y a Cangas llegaba,
cuando, lisonjeros,
toda su hermosura
gritaron los vientos.
         Y, sin darles coba,
dejando el concejo,
la nieve del monte
miraba, a lo lejos.

Soneto XV

         Dejó de descender, entre montañas,
febril, cuando, al cruzar desfiladeros,
labraba con sus aguas los senderos,
el Sella empobrecido entre las brañas.
         Atrás quedó el valor de sus hazañas,
que, falto de las lluvias y aguaceros,
le pide al Dobra besos verdaderos,
si tienen los otoños malas mañas.
         Dejó atrás sus baluartes el verano,
herido por las brisas atrevidas
que tornan, alevosas, a esta tierra.
         No quiso madrugar el sol temprano
que ayer halló sus luces encendidas,
al asomarse, joven, tras la sierra.

Soneto XVI

         Pues nunca fueron cielos despejados,
la herida sospecho, en la brisa fría,
que alzó, con la alborada que nacía,
baluartes de coral, reinos callados.
         Detrás de cielos densos y nublados,
miró, desde el Enol, la luz del día,
el oro que cuajaba, que ascendía,
dejando su reflejo en verdes prados.
         Dichoso halló, después de la batalla
el brillo de la aurora en plena sierra,
y oyó del agua clara el dulce arrullo.
         Los cielos asturianos son grisalla,
valor, coraje, grito que en la guerra,
su fuego agreste enseña con orgullo.

Soneto XVII

         Dormido está en el tronco el viejo autillo
que tiene en las buhardillas la morada,
custodio de su sueño a la alborada,
lugar donde establece su castillo.
         No en vano, ya el crepúsculo sencillo
su basa agota en oro alborotada,
y siente, al despertar, la voz dorada
del último reflejo de su brillo.
         Del cuélebre a los nietos el anciano,
forzando muchas veces la memoria,
les habla con amor, cerca del fuego.
         Dragones son de un tiempo muy lejano,
según en Cangas dicen, y su historia
les narra, fatigado, con sosiego.

Soneto XVIII

         No huyó a un lugar más cálido el vencejo
por verse de estas sierras desterrado,
si no que teme siempre el viento helado
que cuaja sobre el prado su reflejo.
         Los Picos, donde el sol se hace bermejo,
cansados como el alba sobre el prado,
esperan, en su sueño aletargado
a ser en la invernada claro espejo.
         De un verde que cautiva la mirada,
si advierte el cristalino en cada brizna
de hierba o en las hojas de avellano.
         Pero es hermosa siempre la nevada,
el brillo del sol gris, tras la llovizna,
la calma tras los meses de verano.

Soneto XIX

         Relinchos pronunció la madrugada,
quebradas sus mansiones en el cielo,
y, raudo, descendió granizo y hielo
que quiso saludar otra alborada.
         La luz del sol su yegua vio apurada
si, al galopar valiente el verde suelo,
manchó el tapiz de caro terciopelo,
bordado por la llama alborotada.
         Pinceles de oro bello la espesura
cubrieron bajo el cielo ceniciento
de Abamia, cuando el día se encendía.
         El tejo la grandeza de la altura
admira en el azul del firmamento
que sabe cómo nace el nuevo día.

Soneto XX

         En Cangas, donde duermen las malezas
la calma de las densas humedades,
esperan las frondosas soledades,
colmadas de paciencia y de tristezas.
         Cuajadas por silencios y bellezas,
reflejan las escarchas las edades,
y el viento, que es travieso, sus maldades
ensaya con sus juegos y torpezas.
         Más denso, más poblado mira el cielo
el cúmulo de nubes que se enseña,
granizos avisando, nieve y hielo.
         Muy pronto ese torrente se despeña,
llenando de blancura todo el suelo,
igual que allá en los Picos cada peña.

Soneto XXI

         Las manos de un orfebre con maestría
supieron, con su método sencillo,
la vieja cruz de roble, en un castillo,
vestir de luz dorada como el día.
         La luz, que en oro bello se encendía,
la forja obedeció bajo el martillo,
dejando que volara cada brillo,
robado a la mañana que nacía.
         Los brazos de la cruz más orgullosa,
que muestra, en pedrería, su tesoro,
de roble pasó a joya, y es riqueza.
         La dice el asturiano más hermosa,
cuajada de metal, presa en el oro
que canta de estas gentes su nobleza.

Soneto XXII

         Tesoro es, bajo el cielo, del indiano,
la casa de Sarmiento, que, elevada,
la cúpula resalta en la fachada,
luciente con el brillo más temprano.
         Recibe, desde el alba, en el verano,
la luz del sol, feliz cuando, apurada,
del techo la pintura bien trazada,
sus tonos brinda al aire soberano.
         Aquí las golondrinas dulces quejas
dedican al calor que el cielo abrasa
y el suelo cuando es mayo caluroso.
         Y luce la palmera tras las rejas
de los jardines bellos de la casa,
promesa de la paz y del reposo.

Soneto XXIII

         El tejo hirió el color con la espesura,
haciendo más intenso, más hermoso,
el verde de estas tierras, silencioso,
sereno al proyectar su sombra oscura.
         La brisas lo acarician con dulzura,
pues dio la mejor muerte al valeroso,
si ser valiente supo el alevoso,
bebiendo su veneno en la tortura.
         Custodio es en Abamia de la puerta
del templo a Santa Eulalia consagrado,
que aguarda, silenciosa, la alborada.
         Dormido, la mirada bien despierta
mantiene, vigilando lo sagrado
y el fuego de la piedra allí labrada.

Soneto XXIV

         Nos llega con pereza, cuando enfría,
la luz del sol, el brillo de mañana,
y, si es en el verano más temprana,
retrasa en el otoño el nuevo día.
        La luz del sol es pues melancolía
de sueños otoñales, si engalana
sus brillos en la niebla soberana
que cubre la mediana lejanía.
         Lejano queda el monte, ya nevado,
de donde el queso traen de Gamonedo,
de fuerte gusto a valle y enriscada.
         En Cangas la mañana del mercado
nos sabe a lluvia fresca en el hayedo
y a niebla que despierta la alborada.
 
Soneto XXV

         Las cimas de los montes aguerridos
reciben las nevadas más tempranas,
y brillan, al llegar de las mañanas,
con sus colores claros y encendidos.
         Los dulces manantiales los sonidos
apagan de las aguas que lozanas
en cántaros las mozas asturianas
recogen en rincones escondidos.
         Lugares y villorrios apartados
presienten del invierno la tristeza
no lejos del Cornión, entre granizo.
         Los campos en las nieves enterrados
podrán mostrar la luz de su belleza
si los contempla el sol tras el macizo.

2011 © José Ramón Muñiz Álvarez
"Las nieves y el granizo en lo lejano"
“El tejo hirió el color con la espesura”

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