viernes, 18 de mayo de 2012

CANTOS PARA CANGAS DE ONIS


Los oros halló bermejos

Los oros halló bermejos
el color de la alborada,
sobre la nieve cuajada,
de los montes a los lejos,
cuando los raros reflejos
de su luz, sobre el Auseva,
hallaron la hermosa cueva
en que duerme, peregrina,
la imagen de la Santina,
sobre las aguas del Deva.
Por eso el alba luciente,
hizo su rizo más bello,
provocando aquel destello,
enseñándose en la fuente,
si, al correr por el torrente,
el agua fresca renueva,
donde está la hermosa cueva
en que duerme, peregrina,
la imagen de la Santina,
sobre las aguas del Deva.
Y, entre densos avellanos,
vencieron pardo y rojizo,
que el otoño primerizo
fue tiñendo los manzanos,
entre montes soberanos,
donde, por mucho que llueva,
guarecida está la cueva
donde duerme, peregrina,
la imagen de la Santina,
sobre las aguas del Deva.
Y es que las enamoradas
de los mozos más hermosos
en los caños rumorosos
beben siempre ilusionadas,
que, al estar esperanzadas,
gustarán de hacer la prueba
de beber bajo la cueva
donde duerme, peregrina,
la imagen de la Santina,
sobre las aguas del Deva.
Y corre en los siete caños,
sin agotarse, constante
ese hontanar incesante,
de brillos claros y extraños,
pues, al pasar de los años,
con todo el agua que lleva,
bullendo sigue en la cueva
donde duerme, peregrina,
la imagen de la Santina,
sobre las aguas del Deva.
 

Soneto I

Los hielos van cuajando, del granizo,
donde la aurora halló su claro espejo,
que gusta el alba clara, en oro viejo,
brindar el resplandor que la deshizo.

Testigo de su brillo vio el hechizo,
no lejos de la iglesia, el verde tejo,
amigo de sus llamas y el reflejo
que teje la mañana en cada rizo.

Torrente que quebró la madrugada
y vio el paisaje del desfiladero,
Abamia de su sueño se despierta.

Asturias brilla más con la alborada,
y el verde es de sus prados verdadero
ante la aurora que abre su ancha puerta.

Soneto II

Dejad que corra el alba por los cielos
y muestre la belleza en las montañas.
Dejad que traiga luz sobre las brañas
donde cuajó la nieve en nuevos hielos.

Dejad que ardan las brisas y sus velos
alumbren, entre bestias y alimañas,
los bosques silenciosos, las entrañas
del robledal que pisa firmes suelos.

Dejad que en verso corra la alegría,
y el Sella cobre mágicos castillos
del sol, del alba clara y sus afluentes.

Dejad que quiebre, llena de osadía,
la noche y que, forzando sus pestillos,
sus pórticos sean luces ascendentes.

Soneto III

El alba enciende el cielo más hermoso
las cumbres remontando con bravura,
y, raudo, la silueta más oscura
recorta bajo un cielo luminoso.

El brillo de las nieves, luminoso,
con el pincel más raro se apresura,
y se oye el arroyuelo que murmura,
mirando la mañana, rumoroso.

No tarda desde el valle la neblina
que se alza, de mañana, sin pudores,
ardid de la belleza del paisaje.

La luz es, tras la niebla, coralina,
pausada, con extraños resplandores,
cubriendo sierras llenas de coraje.

Soneto IV

Un rizo hizo en el aire, una cabriola
que dibujó elegante aquel overo
donde la luz del alba el mundo entero
alegre descubrió, si estaba sola.

El mar la saludó, y, ola con ola,
pintó por fin la vela del velero,
brillando y encendiendo su sendero,
destello que se vuelve caracola.

El carro de la aurora, clara estrella,
miraron en la altura el arroyuelo,
el bosque, las lagunas silenciosas,

Sus llamas, miró alegre el viejo Sella,
y brillos despertó feliz el cielo
que quiso nuevas flores olorosas.

Soneto V

Las nieves se acumulan y el granizo,
llegado ya el invierno, cuando el día
despierta tarde, con la brisa fría,
e irradia la grandeza del macizo.

Se admira, desde Cangas, el hechizo
del aire fresco, si a la noche enfría,
de tanta vertical, pura osadía,
y danzan los ocasos con su rizo.

Descansa el aire en el Cornión callado
y deja que las nubes, con presteza,
espacios corran sobre la nevada.

La noche llega, llega el aire helado,
la escarcha, que refleja la belleza
y el brillo de la luz de la alborada.

La escarcha, perezosa, se acercaba

La aurora, perezosa, se acercaba.
La escarcha de la helada se deshizo,
mirando, en lo lejano, los colores
del alba silenciosa, que, serena,
llegó con un bostezo entre sus labios.

Las brisas refrescaron el ambiente,
y el aire cristalino de la zona,
cuajado de humedades, vio, de pronto,
la luz de la mañana junto al Sella.

La aurora, silenciosa, se asomaba.
Y no se oyó cantar, entre los árboles,
al mirlo y al jilguero, a los gorriones,
que suelen concertar sus bellos trinos,
cuando el verano aprieta con violencia.

El oro distinguió las altas sierras
cortando sus siluetas con su beso,
y, al fin, corrió la aurora las mansiones
que el tiempo les concede a sus caballos.

La aurora, caprichosa, despertaba.
Y reflejó su gracia y su hermosura
sobre el espejo claro del arroyo,
bañado por las rosas agradables
que admiran tanto brillo entre sus aguas.

Muy pronto, las mozuelas de la villa,
dichosas como lo es la edad que tienen,
saldrán, hasta la fuente, con el cántaro,
sintiendo en su piel blanca tanto frío.

Soneto VI

Más altos vio los montes el viajero
que quiso aventurarse en esta tierra,
y el canto oyó si, en un grito de guerra,
las tribus convocaba, pendenciero.

Y al árabe combate el duro acero
y el pecho con coraje, en plena sierra,
y el fuego y el valor la tropa cierra,
no lejos de un fatal desfiladero.

La gruta donde duerme la Santina
el sueño de los siglos de la historia
es honra de esta tierra, felizmente.

Galana como el sol hoy la imagina,
en una cueva oscura, la memoria
si no es la devoción de tanta gente.

Soneto VII

Llegó el aliento hermoso del deshielo,
y así fue el agua libre en la hondonada,
que pronto se deshizo la nevada
corriendo como arroyo por el suelo.

Los verdes vuelven a ese terciopelo
de prados jubilosos que, cuajada,
los tuvo prisioneros la invernada,
sujetos al color de claros hielos.

La calma anida aquí, donde, dorados,
las tardes reflejaron los espejos
del curso del arroyo que camina.

La paz de los rincones apartados
disfruta el lago Enol, mirando, lejos,
las peñas santas, entre la neblina.

Soneto VIII
Dejó el aliento claro del verano
sobre las hojas densas el rocío
y, tras la lluvia, vino el viento frío
que los granizos trajo de su mano.
Los montes admiró, corriendo el llano,
y desplomó su voz, tras el estío,
haciendo de aquel reino un señorío
donde mostrar su imperio más ufano.
República sin fe, reino perdido,
el fruto del manzano vive amargo
en un otoño gris que ya es su dueño.
Los árboles, ya dados al letargo,
sumidos en el halo del olvido,
esconde la estación, profundo sueño.

Soneto IX

La escarcha silenciosa de la helada
cuajó sobre las hierbas, en el prado,
y sueña ya el hayedo, cuando, helado,
desciende, lenta siempre, la nevada.

El agua del arroyo alborotada
se torna mortecino y, acallado,
al Güeña corre limpio, despojado,
el Deva, que nació de una cascada.

De Pome a Covadonga es el ocaso
un vuelo luminoso que se agota,
dejando que la noche se derrame.

Los hielos y la nieve lento paso
permiten a través de esta derrota,
en reinos de cristal que el viento lame.

Más bella fue la nevada

Miró, desde los Urrieles,
el color que se encendía
el sol, cuando amanecía,
al correr de sus corceles.
Y agitando sus pinceles
en la sierra recortada,
más bella fue la nevada
que, cuajando silenciosa,
la luz reflejó dichosa
de la callada alborada.

Y dejó que, alegre y pura,
volase la aurora bella,
reflejándose en el Sella,
quebrando la noche oscura.
Pues, ante tanta hermosura,
mirando la luz callada,
más bella fue la nevada
que, cuajando silenciosa,
la luz reflejó dichosa
de la callada alborada.

Y pudo hallar en el brillo
del nacer de la mañana,
la caricia soberana,
cuando se alza su castillo.
Escondido ya el autillo
en su lúgubre morada,
más bella fue la nevada
que, cuajando silenciosa,
la luz reflejó dichosa
de la callada alborada.

Y el hayedo malherido
pudo en Pome de las hielos
y el granizo de los cielos,
de la brisa y de su gemido.
Y es que, viéndose vencido
por el aire de la helada,
más bella fue la nevada
que, cuajando silenciosa,
la luz reflejó dichosa
de la callada alborada.

Y los árboles en Llueves
vio desnudos, derrotados,
por los vientos arrasados,
si no lo fue por las nieves.
Siendo las horas más breves
en los días de invernada,
más bella fue la nevada
que, cuajando silenciosa,
la luz reflejó dichosa
de la callada alborada.

Soneto X

Un brillo fue tan solo, que, perplejo,
la aurora hiló de sol, llanto escondido,
vuelo de amor, que supo, malherido,
flotar sobre las ondas del espejo:

El alba sobre el Sella alzó el reflejo
del sol al despertar, claro encendido,
velo de luz, que tiembla, dolorido,
al ver sobre las aguas su bermejo.

El Sella amó la aurora con la hilada
del alba que nos trajo el nuevo día,
haciendo cristalina la corriente.

El alba fue en sus aguas luz dorada
que irradia con colores su alegría,
jugando con las sombras en el Puente.

Soneto XI

Llenó el octubre el cielo de alboradas
que tarde se asomaron a la altura,
la fronda saludando, siempre oscura,
herida por el viento y las heladas.

Dejó el otoño gris perlas doradas
en esos cielos llenos de aventura,
y en Pome, despojando la espesura,
sus luces vio del todo derrotadas.

Hermoso, con sus pardos y rojizos,
sintió el hayedo brisas, con apuro,
que, prestas, desnudaron su ropaje.

Desnudo, fue cubierto de granizos,
dejado a la merced del hielo puro,
que supo hacerse dueño del paisaje.

Soneto XII

Dejaron esparcidas por los suelos
los vientos hojas pardas y marrones,
heridas por las brisas y aquilones,
gemidos pronunciados sin consuelo.

Las alas a la altura de los cielos
temiendo los oscuros nubarrones
alzaron los hermosos azulones,
anuncio de nevadas y de hielos.

El Sella los despide perezoso
bajo una aurora débil y tardía,
cansada, de bermejos apagados.

El Sella, regresando, a su reposo
después de ver que trajo el nuevo día
los vientos del otoño silencioso.

Soneto XIII

El cielo azul, las densas nubaradas
enseña el agua pura y cristalina
que duerme su reposo en el Ercina,
dorado con las bellas alboradas.

Contempla, silencioso, la quebrada
y el beso de las lluvias adivina,
si no es la niebla densa y peregrina
que, de lo lejos, hace su llegada.

El claro firmamento, en primavera,
mayores luces quiere en el paisaje,
y las montañas se hacen más hermosas.

La luz del sol, el brillo raudo espera
el lago cuando el alba, con coraje,
jazmines une alegre a rosas rojas.
Soneto XIV

Las cuevas nos ofrecen, del concejo,
los raros testimonios de un pasado
lejano ya y difícil, distanciado,
precioso como brillo de oro viejo.

Esconden en sus sombras el reflejo
de tribus cazadoras, donde, airado,
las huellas arrancó, malhumorado,
el viento, de los siglos fiel espejo.

Secretos enterrados en la nada,
dejados como nave a la deriva,
callados, resignados al olvido,

El Buxu, al ofrecernos su morada,
nos habla en una lengua tan esquiva
que puede ser idioma no entendido. 

Soneto XV

La helada alcanzó el agua cristalina
no lejos de la gruta, y el Auseva
los cantos oyó hermosos, pues el Deva
cantó con voz dichosa y peregrina.

Cuajó en la superficie coralina
del cielo el resplandor, donde se eleva
buscando las bellezas de la cueva
el sol que los espacios ilumina.

Dejó el alba correr a sus corceles
buscando el mediodía en lo lejano,
sus luces levantando por la altura.

Un lienzo dibujó con sus pinceles
que, en el nublado cielo del verano,
con luz quiso arrancar la sombra oscura.

Soneto XVI

Dejó el aire, a la noche, siempre fría,
la escarcha sobre el agua de los lagos,
y teme ya el Enol que vientos vagos
sus aguas hielen a la luz del día.

Lloró el Ercina toda la osadía
del aire y de la nieve, los amagos
que avisan del invierno los estragos
que el viejo hayedo triste se temía.

Igual llora el Bricial con la dulzura
que lame en el verano el alma tierna,
callada de sus mágicos espejos.

Bricial, Enol y Ercina, clara frescura,
se quejan de ese invierno que gobierna,
después de ver partir a los vencejos. 

Soneto XVII

Los musgos alcanzó la hiriente helada,
pues, húmedos, callados en lo oscuro,
tapices verdes fueron en el muro
que bajo un chorro sueña la invernada.

Los alcanzó su mano envenenada
del aire del invierno cruel y duro,
cincel en el Auseva, siempre puro,
allí donde es caliza la escarpada.

La luz de la mañana, siempre fría,
se mira en la corriente que la lleva,
con un murmullo dulce como el rezo.

Y corre la alborada con el día
si, con el alba débil, en la Cueva
adora a la Santina en un bostezo.

Del hielo corrió la altura
Del cielo corrió la altura
y, mezclando sus pinceles,
dejó sus bellos colores
la llama del sol valiente,
deshaciendo las heladas,
desanudando las nieves
y dando rienda, dichosa,
a sus más bravos corceles,
no lejos de los lugares
donde el molinero muele,
donde el labriego cosecha
y el enamorado muere,
porque los enamorados,
sin morir, lamentan siempre,
la desdicha que los llena,
los afanes que padecen.
Del cielo corrió la altura,
descubriendo, tras el Sueve,
los viejos Picos de Europa,
sus cumbres bellas y agrestes,
el alba, cuando nacía,
para hallarse, de repente,
con los callados espejos
que bullen donde las fuentes,
que, reflejando la plata
que con el oro se mece
en los lienzos de la aurora,
como presumidas suelen,
saben mostrar más riqueza
de la riqueza que tienen,
en un bostezo callado
que hace su paso de sierpe.
Del cielo corrió la altura
y, con sus bellos corceles,
vino alegre la mañana,
que de luz los ojos hiere,
si no hiere a la Santina,
pues en una cueva duerme
en el sueño de tantos siglos,
esperando que despierten
del invierno los paisajes,
de sombras amaneceres,
de hielos las nuevas flores
y del pasado un presente
que no olvide las hazañas
que a los jóvenes sorprenden,
de las gentes lugareñas,
sobre sarracenas huestes.

Soneto XVIII

El hielo, amontonado como quiera,
la aurora ve alcanzar el aire muerto,
y, viendo sus colores bien despierto,
mezquino al contemplar, se desespera.

Los Picos de la extensa cordillera
custodian, entre nieve, su desierto,
dejando libre el paso por el puerto,
después de entrada ya la primavera.

Y Asturias está llena del hechizo
que admira la belleza, en las alturas,
que lucen, con orgullo, las nevadas.

Parecen un cristal que se deshizo
las aguas del arroyo, yendo puras,
al mar de las espumas agitadas.

Soneto XIX

Nos muestra el aire siempre despejado
que el cielo quiere en tardes otoñales
los montes asomados a cordales,
de donde el Sella llega aletargado.

Detrás del Puente llora, condenado,
su curso, que, con densos robledales,
hayedos encontró, tras verticales
pendientes que los siglos han labrado.

El viento quiso fresco la nevada
que brilla en las alturas montañosas
que el pueblo mira desde lo lejano.

Y bello es el color de la enriscada
que mira, vivarachas y gozosas,
las aguas apuradas hacia el llano. 

Soneto XX
Las nieves y el granizo en lo lejano
podréis mirar en horas invernales,
y pardos hallaréis los robledales,
hayedos y los bosques de avellano.
El monte Vindio, lejos el verano,
la nieve espera, si sus verticales
la quieren acoger, y los cristales
del hielo de la escarcha soberano.
Del lobo ya escuchan los aullidos
terribles, quejumbrosos, lastimeros,
desde la lejanía pronunciados.
Los mezcla el aire a míseros sonidos,
a llantos misteriosos y agoreros
que el viento entona sobre los collados.

No encontró, tras la vieja ventana,

No encontró, tras la vieja ventana,
los paisajes heridos de antaño,
ni los cauces crecidos que suelen
desbordarse, al llegar el deshielo.

Pero halló la blancura más pura
en los reinos helados que llenan
las nevadas que toman las cumbres
y los prados que alcanza el granizo.

Y por fin comprendió que el paraje
reflejaba sus ánimos íntimos,
que el lugar desolado expresaba,
con sus árticos brillos, su duelo.

Porque aquellos rincones helados,
al partir con su vuelo las aves,
eran sólo un desierto de nieves
que acarician la piel con dureza.

Porque aquellos rincones remotos,
al dejarlos los raudos pinzones,
eran lienzos sin vida y sin alma,
arenales de llanto en el viento.

Porque aquellos paisajes vencidos,
al dormirse en su largo letargo,
no invitaban a amar a la vida,
aunque en ellos hubiera algo hermoso.

Soneto XXI

Se esconden los tesoros más hermosos
en un regazo dulce, en la montaña,
no lejos del pastor y de la braña
que beben en arroyos rumorosos.

Asturias tiene cielos más brumosos
que el alba cuya luz el mundo baña,
y no llega hasta el fondo, con su saña,
en los desfiladeros cavernosos.

Se admiran los helechos abundantes
y densos sotobosques acallados
que quiere la humedad en cada valle.

Las lluvias son aquí siempre constantes,
si no los Picos, aunque ya nevados,
mirando a Covadonga con detalle.

Soneto XXII

El sol voló a sus anchas y el sendero
que corre por la altura halló su brillo
en un amanecer claro y sencillo
de vientos otoñales y aguacero.

Hirió el agua la piedra y el lucero
que ve al rebeco bravo, al cervatillo,
lamió del mediodía aquel castillo,
sin ver el fondo del desfiladero.

Y busca el arroyuelo sombra oscura,
llegado hasta la cueva en que caminos
procura, cristalino, bajo tierra.

La vega del Enol y su hermosura
admira, con sus pasos peregrinos,
el joven que se pierde por la sierra. 

Soneto XXIII

La lluvia no es extraña a las colinas
hermosas de las tierras asturianas,
dormidas a las horas más tempranas
en densas humedades coralinas.

Las mira, con sus brasas coralinas,
el alba al despertar por las mañanas,
dejando, con sus luces soberanas,
reflejos en las hierbas peregrinas.

Del tiempo medieval, dice la gente
leyendas del ayer y el Puente Viejo
se admira bajo el cielo soberano.

Y sigue aguas abajo la corriente
que el sol refleja, mágico y bermejo,
detrás de la obra augusta del romano.

Soneto XXIV

Después de ver que, ausentes sus colores,
perdió, contra la sombra, el sol sus bríos,
dejaron los rincones más sombríos
las aves donde mueren ya las flores.

Las alas extendieron ruiseñores,
buscando, peregrinos, nuevos ríos,
y Cangas queda atrás y, con los fríos,
las lluvias llenan ya los corredores.

El alba alborotaron, con sus brillos,
las nieves y el granizo, a la mañana,
haciendo de sus luces su reflejo.

La aurora despertó donde, sencillos,
esperan su mirada soberana,
sedientas del color del oro viejo.

Soneto XXV

La historia no tendrá mejor testigo
que el Priena y el Auseva en el debate,
si no es el agua clara, donde bate,
temores infundiendo al enemigo:

el aire en su semblante por amigo,
hallar supo el valiente en el combate,
dejando que la furia se desate
con una cueva sólo por abrigo.

Las rosas deshojó en las praderías
la sangre derramada del cristiano,
cansado, moribundo, malherido.

Mas pudo, en esas locas correrías,
mostrar valor, coraje soberano,
la furia de un arrojo decidido.

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