sábado, 26 de mayo de 2012

EL LIBRO DE LOS FRESNOS (I)

El granizo

          
El granizo alborotado
Descendió del alto cielo,
Derramándose en un vuelo
Sobre el prado, ya nevado,
Y su sonido agitado
Nos sorprendió, bullicioso,
En el lecho silencioso
Donde amantes, beso a beso,
Callada tú, yo travieso,
Lo escuchamos en reposo.
           Despertaba el nuevo día
Sobre montañas y valles,
Pero el granizo en las calles,
Lleno de melancolía,
Nos llenaba de alegría
En el tálamo gozoso,
En el lecho delicioso
Donde amantes, beso a beso,
Callada tú, yo travieso,
Lo escuchamos en reposo.
           Sonaba tras los cristales
Su desafinado ruido,
Su desgarrado sonido,
Sus canciones invernales,
Rozando los ventanales
De nuestro amor rumoroso,
De nuestro palacio hermoso
Donde amantes, beso a beso,
Callada tú, yo travieso,
           Lo escuchamos en reposo.
Así pasaron las horas,
Así la aurora temprana,
Que dio paso a la mañana
Como todas las auroras,
Todas ellas desertoras,
Como el viento perezoso,
Junto al castillo orgulloso
Donde amantes, beso a beso,
Callada tú, yo travieso,
Lo escuchamos en reposo.
           Y por fin llegó la tarde,
Y el crepúsculo y la noche,
Y en un extraño derroche,
Hizo el granizo un alarde,
Porque, tímido y cobarde,
Se puso el sol tembloroso,
Agotado, silencioso
Donde amantes, beso a beso,
Callada tú, yo travieso,
Lo escuchamos en reposo.

Soneto I


           Las alas de los cisnes se encresparon,
Buscando un cielo azul, bello y hermoso,
Y, allí, tú y yo, gozando del reposo
Que tantos parques gratos nos negaron.
           Las horas del crepúsculo llegaron,
Cubiertas por un halo misterioso,
Y aquel lugar sereno y silencioso
Los rayos de su luz iluminaron.
           Las aguas del estanque sosegadas,
Los remos en la mano, con pereza,
Miraron mis pupilas asombradas.
           Detrás de ti las flores, la maleza,
Y, a la pared asidas, anudadas,
Las hiedras de una vieja fortaleza.

Soneto II


           Dormidos ya los viejos abedules,
Me viste despertar en tu regazo,
Soñando asido de tu suave abrazo,
Mis ojos en los tuyos, tan azules.
           Mas no ha de ser así, no disimules,
Que, siendo prisionero de tu brazo,
Me asfixias, convirtiéndote en un lazo:
El nudo que ocultaste tras los tules.
           El velo que lo tapa es tu belleza,
Mas eres tú la muerte y no la vida,
Que nunca en la dulzura hay aspereza..
           El alma de mi cuerpo está dormida,
Y así, soñando tanta ligereza,
Se apaga entre tus brazos, ya vencida.

Soneto III


           Las torres, por la hiedra sepultadas,
Aún muestran su grandeza, no son ruina,
Tesoros grises, piedra numantina,
Tosco sillar, paredes olvidadas.
           Tus curvas, por los años trabajadas,
Son jóvenes y bellas, mas camina,
Que así sabrás que todo se termina:
También las horas viven condenadas.
           La gloria de los viejos monumentos
Acaso crecerá si el tiempo corre:
Su nombre no lo arrastrarán los vientos.
           Mas piensa ahora en el tuyo, no lo borre
La muerte con sus brazos cenicientos,
Que no has de compararte tú a una torre.

Un beso


           Un beso de la boca
De Afrodita
Pudiera redimir a un solitario
Que espera, sin amor,
Los ojos dulces
De una mujer hermosa que lo adore.
           Un beso de la boca
De Afrodita
Pudiera ser la cura del enfermo
Que llora, en soledad,
Sin unos labios
Que vengan a librarlo de su sueño:
           El beso de una diosa es un regalo
Que se ha de agradecer eternamente.

Soneto IV


           Y quise nuevos mares de aventura,
Bandera de esperanza, al ver el cielo,
Y quise ser gorrión, alzar el vuelo,
Y, halcón, volé, alcanzando más altura.
           Después quise la paz, la fuente pura,
Caminos solitarios de consuelo,
Y entonces encontré la nieve, el hielo,
Cuajado de tristeza y de dulzura.
           Mil versos se quedaron en la pluma,
La tinta prisionera en el tintero
Y el alma fatigada del camino.
           El agua de la fuente se hizo espuma,
Y, espuma de los mares, el sendero
Me dio horizontes nuevos por destino.

Soneto V


           Las salvas, los disparos noticieros,
Las armas de los buques acallaron,
Que polvo y telarañas las tomaron
Después de tanto tiempo en astilleros.
           Sus fuegos, agresivos y guerreros,
De pronto enmudecieron, se apagaron,
Y, desde que su estruendo no escucharon,
Brillaron con más fuerza los luceros.
           No fueron un incendio de locura,
Cañones del pirata más valiente,
Las llamas con que ardió la madrugada:
           Rompió la luz, y aquella llama pura
Quebró por fin, ya rota la alborada,
La aurora te hizo paz indiferente.

Soneto VI


           Las hiedras escalaban viejos muros,
Subiendo, piedra a piedra, las almenas
De aquel castillo triste, erguido apenas,
Testigo de los tiempos más oscuros.
           Buscando en las alturas aires puros,
Las cimas alcanzaban, y sus venas,
Cubiertas de hojarascas, vieron llenas
Sus firmes esperanzas, sin apuros.
           Belleza coronada por bellezas,
Su cumbre aquellas hierbas alcanzaron,
Y pronto la vistieron sus malezas.
           Allí los negros cuervos anidaron,
Estirpes de lechuzas y rarezas
Que en estos viejos muros habitaron.

El sol, vencido, moría


           El sol, vencido, moría
En el horizonte incierto,
Cuando llegaban a puerto
Las lanchas sin alegría,
Y una música sombría
Iban cantando los remos,
Roncos, callados, blasfemos,
Que evocaban la tristeza
Al hundirse en la belleza
De un mar que no conocemos.
           El sol, vencido, moría
Al volver los pescadores,
Atrevidos invasores
De un reino negro, sin día,
Que sólo el faro era vía,
Sólo el faro era camino
En ese mundo marino,
Repleto de densidades,
Donde las oscuridades
Traen su hechizo femenino.
           El sol, vencido, moría
Sin pompas y sin alarde,
Y, con él, también la tarde,
Frágil, se desvanecía,
Mientras una sinfonía
Cantaban las caracolas
Que, acordadas por las olas,
Se juntaban al graznido
De una gaviota sin nido
Que lloraba siempre a solas.

Soneto VII


           El vuelo del milano era ligero,
Sobre el paisaje triste, dulce y pardo,
Recuerdo de los sueños de algún bardo,
Un paje, algún juglar o un escudero.
           El diestro cazador era certero:
Certero cuando el sol, cansado y tardo,
Murió con el crepúsculo, y el nardo
Cedió a las rosas negras su sendero.
           El ave, ya sin vida, cayó al prado,
Vencida por las flechas asesinas
De un hábil cazador, pero inclemente.
           También fue nuestro amor un ser alado,
Mas, como un cazador en las colinas,
El hado lo abatió tan de repente.

Soneto VIII


           La lluvia de la tarde se encendía
Rozando fuertemente los cristales,
Y, luego, los hermosos ventanales
Sintieron que el granizo los hería.
           Granizo y lluvia, triste melodía,
Cayeron en torrente, que, invernales,
Las noches y los días, con sus males,
Se hicieron de feroz melancolía.
           La leña que llenaba los desvanes
La llama iba royendo, y sus chasquidos,
Alegres en el aire, eran consuelo.
           Sentada en la butaca, sin afanes,
Mirabas viejos cromos repetidos
Y estampas de los ángeles del cielo.

Los Grisones


           La altura en el cantón
De los Grisones
Parece más altura
Y los picachos,
Los riscos que acarician las estrellas
En esas noches limpias del verano,
Parecen como espadas asesinas
Que pujan por llegar al cielo mismo:
           Las rocas escarpadas
Levantaron
Aquel acantilado como un muro,
Luchando contra el viento, sosteniendo
Con fuerza las columnas de caliza,
Amigas de las lluvias y las nieblas.
Y, al fondo,
Entre las nubes, cada valle,
Cada lugar recóndito en el valle:
           Los prados,
Que madrugan con las nieves;
Los árboles, que duermen silenciosos,
Y arroyos que murmuran y se lanzan
En un salto mortal hacia el vacío.
La altura en el cantón
De los Grisones
Parece más altura y sus picachos,
Los riscos que acarician
Las estrellas
En esas noches limpias del verano,
Parecen como espadas asesinas
Que pujan por llegar al cielo mismo.

Soneto IX


           Las nieves del invierno descendieron
Con lenta majestad, siempre serenas,
Y aquel lugar, manchado de azucenas,
Lloró, mientras sus telas lo cubrieron.
           El hielo fue fraguando y se durmieron
Las aves, los arbustos, las colmenas,
Y, heridos por el viento, sus almenas
Los árboles verdosos desprendieron.
           El hielo del invierno, ese cuchillo,
La lanza cruel, el aire por el viento,
Dejó un desierto sólo, y, a su paso,
           Marcharon la cigüeña, el cervatillo,
Ranúnculos y flores, cuyo aliento
Le dio su último beso a aquel ocaso.

Soneto X


           No puede haber más gozo que mirarte,
Sentir tu aliento fresco, ver tu risa,
La fuerza de tus ojos, aire y brisa,
Que vuelan en tu ser, bello estandarte.
           Tus ojos son blasón, alto baluarte,
Altiva fortaleza cuando pisa
La roca del desdén, que tu sonrisa
Dibuja con pinceles para el arte.
           Las noches son temor, sombras oscuras,
Pensando en tu mirar, terrible hoguera
Que quema el corazón más encendido.
           Los días son también la larga espera,
Soñándote despierto en mis locuras,
Si no es que, fatigado, estoy dormido.

Soneto XI


           Son estas mis mansiones, donde, gratas,
Las horas se me van, nunca despacio,
Son estos mis jardines, mi palacio,
Mis fuentes son y mis escalinatas.
           Tesoros son, y joyas no baratas,
Tus ojos de rubí, jade o topacio,
Tu cuerpo, tu cabello, nunca lacio,
Ensortijadas horcas con que matas.
           Entonces, si eres parte de lo mío,
Diré a la luz del sol que es también mía,
Pues mía es la desdicha de tus quejas.
           Te dejo abandonar mi señorío:
Si quieres libertad, ve con el día
Y deja el oro bello de tus rejas.

Soneto XII


           Las nieblas dominaron el paisaje
Dormido en el silencio aletargado,
Cristal de sueño, un hálito cansado
Sin fuerza, sin bravura, sin coraje.
           Las nubes ocultaron el linaje
De aquellas torres altas, y, nublado,
Calló en silencio el monte, y el collado
Guardó respeto a tal peregrinaje.
           Las nieblas escondieron la nobleza
De aquellas enriscadas que ascendían,
Largo puñal, corona de belleza.
           Torrentes de caliza descendían,
Manchados de humedades y tristeza
Que el cielo arrinconaban y rendían.

Soneto XIII


           Las hojas de los arces se movieron,
Tocadas por el aire humedecido,
El aire del otoño, que, venido,
Dejó morir las hojas que cayeron.
           Las hojas de sus ramas desprendieron
Su cuerpo, que ya pálido y vencido
Tocó las hierbas verdes y, dormido,
Su sueño las heladas desvistieron.
           Cantaban los arroyos: su sonido
Fue como un canto fúnebre, y se oyeron
Las voces de un paisaje conmovido.
           Los árboles, desnudos, se durmieron,
Y, dando su follaje por perdido,
Las hojas, en el aire se esparcieron.

Soneto XIV


           Las hierbas ven al níscalo sagrado
Que nace de la tierra, doloroso,
Y así lo esconden, que es tesoro hermoso
Su cuerpo de coral, bello y rosado,
           El llanto y el dolor de haber brotado
Buscando el sol un día tan lluvioso
Lo dejan fatigado, y, perezoso,
Bosteza alegre, aun bien que está cansado.
           El níscalo es la sangre de la tierra,
Que en ella tiene todo su linaje
Su carne, al tiempo tierna y encarnada.
           Nació buscando al sol, el cielo en guerra,
Y, oculto en las malezas del paisaje,
Aguarda a que se acabe la otoñada.

Soneto XV


           El beso de los mares fue astillero
De aquella vela triste, fatigada,
Herida por los vientos, desgastada,
Tirando con paciencia del velero.
           En él, tu aliento vive prisionero,
Tu boca caprichosa, tu mirada,
Tu larga cabellera, desatada
Al aire juguetón y traicionero.
           Tu voz fue en sueños la piratería
De mares olvidados del Caribe,
Que hoy cruza solamente el sol del día.
           El beso de los mares te recibe
Y queda prisionera tu alegría
En sueños que, al dormir, tu voz describe.

Buque de amor


           Buque de amor hacia
Tus costas mágicas,
Alma sin sombra, luna silenciosa,
Busco tus playas,
Busco tu belleza,
Alma de mar, negándome la orilla.
           Eres el puerto para
El barco verde
Que halla esperanza donde ya no queda,
Siempre luchando
Con la marejada
Que alza sus crestas sobre el cielo oscuro.
           Eres el faro que en la roca alumbra,
Firme, asentado sobre el precipicio.

Soneto XVI


           La lluvia es mensajera de tristeza
Cuando, la tarde atenta a su concierto,
Su ruido nos avisa, arte despierto,
Sonata lastimera sin belleza.
           Después, granizo y nieve, su pereza
La obliga a descansar, momento incierto,
Heridos los paisajes, el desierto
Que fue copioso en su naturaleza.
           Sentado junto al fuego, el alma triste,
Me queda en tu memoria tu sonrisa,
Desnuda ya, tan pura como el hielo.
           La lluvia vuelve y nada se resiste,
Anuncio a la invernada, cuya prisa
Me enfrenta ante el amargo desconsuelo.

Soneto XVII


           Las luces del cabello se apagaron
Al ver un sol sin ley, la frente airada,
Mansión de luz, prisión de la alborada
O cárcel donde, tristes, se agotaron.
           Los fuegos de tus ojos galoparon
El brillo de tu piel, luz y nevada,
Y, agreste su color, alborotada,
Negó su luz a cuantos la miraron.
           La boca quiso el traje de la aurora
Y púsose el vestido que, bermejo,
Antorcha de hermosura, halló a deshora.
           El cuello, el busto, fueron un espejo
En el arroyo donde el alma llora
Y pierde la razón todo consejo.

Alborada


           Dicen que la aurora es mujer:
           Su boca sonrosada nos despierta,
Sonrisa amable, cuando el horizonte
Se empaña de colores luminosos.
Las brisas de sus labios, en el aire,
Nos rozan, juveniles, como el beso
Que ofrece la dulzura de un amante.
           Dicen que la aurora es mujer:
           Sorprende a los pesqueros que navegan
En esos mares llenos de belleza
Y, a veces, de desgracias e infortunios.
Los más madrugadores la saludan
Y siguen, como siempre, su camino,
Al tiempo que se extienden sus colores.

Soneto XVIII


           Las minas que se encienden en tu cuello,
La plata con el oro, ambos mezclados,
Tal vez piedra caliza, acantilados,
Montañas son, reflejo de un destello.
           Con el amanecer, sereno y bello,
Enseñan siempre diáfanos los prados,
Las flores blancas, lirios encarnados,
Manchados por los oros del cabello.
           En ese cuello tuyo son granizos
Y nieves y hasta escarchas invernizas,
Embrujo acaso, mágicos hechizos,
           El blanco de los hielos, las calizas,
Las nubes perezosas de tus rizos,
La luz de los ocasos, sus cenizas.


2006 © José Ramón Muñiz Álvarez
"El libro de los fresnos"
Todos los derechos reservados.

1 comentario:

  1. Gracias por tus bellos versos. Una delicia el ritmo, en especial en el granizo... Un poema muy bien logrado, por cierto.

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