José
Ramón Muñiz Álvarez
“DE
LO LEJOS VIENE EL CONDE”
(Romance)
De
lo lejos viene el conde,
porque
le gusta la caza,
que,
montado en su caballo,
cruza
la sierra callada.
De
lo lejos llega altivo,
orgulloso
de la raza
que
le da la nombradía
y
la nobleza más rancia.
Que
partir lo vio su esposa,
siendo
el alma tan gallarda
en
quien, con pecho tan bravo,
más
lustre da a su coraza.
Y,
pues es valiente el conde,
cruza
toda la montaña
sin
el temor del granizo
ni
la callada nevada.
–Parad,
parad, el buen conde,
y
venid aquí, que es digno
que
las verdades os cuente
en
la rama un pajarillo.
Pues,
sin temor de las nieves
ni
los violentos granizos,
a
caza vais, caballero,
y
vuestro honor es maldito.
Que
a caza venís, buen conde,
ignorando
lo que os digo
de
los males que os afligen,
sin
tener de ellos aviso.
Porque
la condesa tiene
con
el duque un amorío,
y
en la alcoba yacen juntos
con
un amor encendido.
–No
he de prestar mis orejas,
de
un pájaro a las maldades,
que
los rumores son necios
cuando
los cantan las aves.
Pues
amo yo a mi señora,
porque
el amor siempre sabe
compensar
a los que quieren
y
premiar a los amantes.
Y
eso es mucho, digo acaso,
para
que un trino rebaje
la
dignidad de una dama
con
desplantes semejantes.
Que
no hay que decir palabra
que
la honra en las damas dañe
que
el honor es cosa limpia
y
es muy fácil que se manche.
–Pero,
si no es un rumor
lo
que mi lengua revela,
poco
honor tiene tu aliento
con
soportar esa mengua.
Y
es que el perdón es deshonra
y
es deshonra la paciencia
que
no pide explicaciones
y
a la verdad no se enmienda.
Si
es cierto que vuestra dama
es
una dama tan buena,
no
temáis ir al castillo
y
preguntar lo que piensa.
Porque
el duque sabe amarla
y
en sus brazos ella sueña
las
dichas que jamás tuvo
estando
en las manos vuestras.
De
lo lejos viene el conde,
porque,
con ser animoso,
sabe
correr bien la sierra
y
los valles perezosos.
De
la caza viene triste,
sobre
un overo precioso,
las
horas dejando al aire,
agua
triste del arroyo.
Y
lo ve llegar la esposa,
pues
ha de darle el reposo
al
que el ejercicio cansa,
después
de correrlo todo.
Y,
pues es joven el conde,
en
un lecho bullicioso
confundirá
los descansos
con
los deberes de esposo.
–Pasad,
pasad, señor mío,
y
venid aquí, el buen conde,
a
contarnos las querellas
y
los sucesos del monte.
Y
contadnos las andanzas
por
esos montes, si esconden
la
caza que vais buscando,
cuando
marcháis por el norte.
Decid,
buen señor, si acaso,
puede
ser que no se logre
darle
muerte al oso pardo,
si
el alba quiebra la noche.
Y
narrad las desventuras
que
saben los corazones
que
miran en vuestros ojos
esas
tristes desazones.
–Dejad
vos, señora mía,
mi
dolor y el desconsuelo,
mis
amargas desventuras,
la
tristeza y los sucesos.
Ya
que llego a vuestros brazos
con
el cansancio que tengo,
sed
morada de mi calma
y
baluarte de mi pecho.
Porque
el ánimo me falla,
porque
se llena de hielo,
sabiendo
lo que se cuenta
no
lejos del arroyuelo.
Que
endulza su canto el mirlo
para
contarle al jilguero
que
nada existe en el mundo
más
falso que nuestro lecho.
–¿Y
quién es el que eso dice,
que
ensucia la nombradía
de
la amada que os espera
y
siempre vuestro bien mira?
Pues
no me parece honrado
que
las mentiras permita
quien
la espada lleva al cinto
cuando
va de cacería.
¿Quién
mancha pues la decencia
y,
mostrando esa osadía,
quiere
que encienda mi pecho
la
falsedad más indigna?
Habéis
de decirlo el conde,
porque
mi pecho suspira,
porque
enciende la locura
el
que dijo tal mentira.
–Lo
dice por las mañanas
el
jilguero al herrerillo,
el
herrerillo al rendajo,
el
rendajo a los cuclillos.
Los
cuclillos al vencejo,
los
vencejos a los mirlos,
los
mirlos a los gorriones,
pues
que son todos amigos.
Lo
murmura todo el pueblo,
y
pues es mi honor indigno,
la
servidumbre lo dice
en
este mismo castillo.
Y
de mi nombre comentan
y
se burlan los gemidos
de
los cantos con que cantan
cuando
al sol alzan los trinos.
–Si
dais crédito a las aves,
quebraréis
todo mi cuerpo
con
la ingrata desconfianza
que
me arranca el pensamiento.
–Entonces,
sin más problemas,
me
juraréis que no es cierto
ante
la Virgen, que es pura,
madre
de un Dios justiciero.
–No
he de jurar, que es pecado,
que
mis padres me dijeron
que
mal hacen los que juran
y
que van luego al infierno.
–Si
no lo juráis, señora,
entiendo
en este suceso
que
el nombre me habéis vendido
y
que mi honor es incierto.
–No
temo yo a la mentira
y
me resigno a mi suerte,
porque
la desesperanza
sabe
bien lo que la hiere.
Vamos
pues con el castigo,
y
dadme, señor, la muerte,
que
poco importa si acaso
es
la condesa inocente.
Haced
de mí un escarmiento,
mas
no es injusto que os ruegue
que
ante Dios, solo un momento,
la
salvación pida y rece.
Y
también lo haré por vos,
ya
que ese fuego os enciende
el
pecho con la venganza
que
hace que me desespere.
–Pedid
a Dios, porque luego
sabré
con fuerza arrojaros
de
la torre con violencia
en
pago a vuestros engaños.
Dijo
entonces la condesa
al
Dios verdadero y claro
que
al conde no perdonase,
si
era culpable ella en algo.
Y
el conde, lleno de rabia,
la
lanzó de lo más alto,
que
cobra cara la deuda
quien
se queja enamorado.
–Tened
acaso, señora,
por
vuestras traiciones pago,
y
ahora que os habéis ido,
os
regalo a ese descanso.
La
traición la calló el conde,
pues
que a nadie le diría
la
traición de la condesa
contra
su gran nombradía.
Pagó
la infeliz el daño
entregando
allí la vida,
que
cayó por la ventana
en
llegado el mediodía.
Dijeron
que fue accidente
y
al entierro la familia
llegó
con las altas galas
que
el linaje merecía.
Y
se hizo el viejo castillo
de
soledad aburrida
una
triste fortaleza
que
solo el silencio habita.
Pero
ya a la media noche
dicen
que gime en voz alta
un
eco triste, recuerdo
indudable
de la dama:
–De
la torre me arrojaron,
desde
la torre más alta,
por
lo que un mirlo decía
en
la altura de una rama.
Y
no he de hallar el reposo
que
buscan siempre las almas,
que
fue injusto el duro trato
de
quien los celos mataban.
Por
eso al buen Dios del cielo,
cuyas
virtudes son santas,
he
de pedir la justicia
por
mi marido negada.
–Escuchad,
dulce señora,
se
le oyó decir, doliente,
al
conde que, sobre el lecho,
enfermo
espera la muerte:
vos
sabéis que os he querido,
y
que los celos encienden
el
coraje de los hombres
que
tales daños cometen.
Sin
vos no me queda vida,
que
es justo que me lamente
de
perder esos amores
que
eran dulces como mieles.
Tornad
a vuestro descanso,
pues
de tristeza se mueren
los
brazos que os arrojaron
y
supieron daros muerte.
2013 © José Ramón Muñiz Álvarez
"Poemas para Mael y Jimena"
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