jueves, 28 de noviembre de 2013

De lo lejos viene el conde

José Ramón Muñiz Álvarez
DE LO LEJOS VIENE EL CONDE”
(Romance)


De lo lejos viene el conde,
porque le gusta la caza,
que, montado en su caballo,
cruza la sierra callada.
De lo lejos llega altivo,
orgulloso de la raza
que le da la nombradía
y la nobleza más rancia.
Que partir lo vio su esposa,
siendo el alma tan gallarda
en quien, con pecho tan bravo,
más lustre da a su coraza.
Y, pues es valiente el conde,
cruza toda la montaña
sin el temor del granizo
ni la callada nevada.
Parad, parad, el buen conde,
y venid aquí, que es digno
que las verdades os cuente
en la rama un pajarillo.
Pues, sin temor de las nieves
ni los violentos granizos,
a caza vais, caballero,
y vuestro honor es maldito.
Que a caza venís, buen conde,
ignorando lo que os digo
de los males que os afligen,
sin tener de ellos aviso.
Porque la condesa tiene
con el duque un amorío,
y en la alcoba yacen juntos
con un amor encendido.
No he de prestar mis orejas,
de un pájaro a las maldades,
que los rumores son necios
cuando los cantan las aves.
Pues amo yo a mi señora,
porque el amor siempre sabe
compensar a los que quieren
y premiar a los amantes.
Y eso es mucho, digo acaso,
para que un trino rebaje
la dignidad de una dama
con desplantes semejantes.
Que no hay que decir palabra
que la honra en las damas dañe
que el honor es cosa limpia
y es muy fácil que se manche.
Pero, si no es un rumor
lo que mi lengua revela,
poco honor tiene tu aliento
con soportar esa mengua.
Y es que el perdón es deshonra
y es deshonra la paciencia
que no pide explicaciones
y a la verdad no se enmienda.
Si es cierto que vuestra dama
es una dama tan buena,
no temáis ir al castillo
y preguntar lo que piensa.
Porque el duque sabe amarla
y en sus brazos ella sueña
las dichas que jamás tuvo
estando en las manos vuestras.
De lo lejos viene el conde,
porque, con ser animoso,
sabe correr bien la sierra
y los valles perezosos.
De la caza viene triste,
sobre un overo precioso,
las horas dejando al aire,
agua triste del arroyo.
Y lo ve llegar la esposa,
pues ha de darle el reposo
al que el ejercicio cansa,
después de correrlo todo.
Y, pues es joven el conde,
en un lecho bullicioso
confundirá los descansos
con los deberes de esposo.
Pasad, pasad, señor mío,
y venid aquí, el buen conde,
a contarnos las querellas
y los sucesos del monte.
Y contadnos las andanzas
por esos montes, si esconden
la caza que vais buscando,
cuando marcháis por el norte.
Decid, buen señor, si acaso,
puede ser que no se logre
darle muerte al oso pardo,
si el alba quiebra la noche.
Y narrad las desventuras
que saben los corazones
que miran en vuestros ojos
esas tristes desazones.
Dejad vos, señora mía,
mi dolor y el desconsuelo,
mis amargas desventuras,
la tristeza y los sucesos.
Ya que llego a vuestros brazos
con el cansancio que tengo,
sed morada de mi calma
y baluarte de mi pecho.
Porque el ánimo me falla,
porque se llena de hielo,
sabiendo lo que se cuenta
no lejos del arroyuelo.
Que endulza su canto el mirlo
para contarle al jilguero
que nada existe en el mundo
más falso que nuestro lecho.
¿Y quién es el que eso dice,
que ensucia la nombradía
de la amada que os espera
y siempre vuestro bien mira?
Pues no me parece honrado
que las mentiras permita
quien la espada lleva al cinto
cuando va de cacería.
¿Quién mancha pues la decencia
y, mostrando esa osadía,
quiere que encienda mi pecho
la falsedad más indigna?
Habéis de decirlo el conde,
porque mi pecho suspira,
porque enciende la locura
el que dijo tal mentira.
Lo dice por las mañanas
el jilguero al herrerillo,
el herrerillo al rendajo,
el rendajo a los cuclillos.
Los cuclillos al vencejo,
los vencejos a los mirlos,
los mirlos a los gorriones,
pues que son todos amigos.
Lo murmura todo el pueblo,
y pues es mi honor indigno,
la servidumbre lo dice
en este mismo castillo.
Y de mi nombre comentan
y se burlan los gemidos
de los cantos con que cantan
cuando al sol alzan los trinos.
Si dais crédito a las aves,
quebraréis todo mi cuerpo
con la ingrata desconfianza
que me arranca el pensamiento.
Entonces, sin más problemas,
me juraréis que no es cierto
ante la Virgen, que es pura,
madre de un Dios justiciero.
No he de jurar, que es pecado,
que mis padres me dijeron
que mal hacen los que juran
y que van luego al infierno.
Si no lo juráis, señora,
entiendo en este suceso
que el nombre me habéis vendido
y que mi honor es incierto.
No temo yo a la mentira
y me resigno a mi suerte,
porque la desesperanza
sabe bien lo que la hiere.
Vamos pues con el castigo,
y dadme, señor, la muerte,
que poco importa si acaso
es la condesa inocente.
Haced de mí un escarmiento,
mas no es injusto que os ruegue
que ante Dios, solo un momento,
la salvación pida y rece.
Y también lo haré por vos,
ya que ese fuego os enciende
el pecho con la venganza
que hace que me desespere.
Pedid a Dios, porque luego
sabré con fuerza arrojaros
de la torre con violencia
en pago a vuestros engaños.
Dijo entonces la condesa
al Dios verdadero y claro
que al conde no perdonase,
si era culpable ella en algo.
Y el conde, lleno de rabia,
la lanzó de lo más alto,
que cobra cara la deuda
quien se queja enamorado.
Tened acaso, señora,
por vuestras traiciones pago,
y ahora que os habéis ido,
os regalo a ese descanso.
La traición la calló el conde,
pues que a nadie le diría
la traición de la condesa
contra su gran nombradía.
Pagó la infeliz el daño
entregando allí la vida,
que cayó por la ventana
en llegado el mediodía.
Dijeron que fue accidente
y al entierro la familia
llegó con las altas galas
que el linaje merecía.
Y se hizo el viejo castillo
de soledad aburrida
una triste fortaleza
que solo el silencio habita.
Pero ya a la media noche
dicen que gime en voz alta
un eco triste, recuerdo
indudable de la dama:
De la torre me arrojaron,
desde la torre más alta,
por lo que un mirlo decía
en la altura de una rama.
Y no he de hallar el reposo
que buscan siempre las almas,
que fue injusto el duro trato
de quien los celos mataban.
Por eso al buen Dios del cielo,
cuyas virtudes son santas,
he de pedir la justicia
por mi marido negada.
Escuchad, dulce señora,
se le oyó decir, doliente,
al conde que, sobre el lecho,
enfermo espera la muerte:
vos sabéis que os he querido,
y que los celos encienden
el coraje de los hombres
que tales daños cometen.
Sin vos no me queda vida,
que es justo que me lamente
de perder esos amores
que eran dulces como mieles.
Tornad a vuestro descanso,
pues de tristeza se mueren
los brazos que os arrojaron
y supieron daros muerte.


2013 © José Ramón Muñiz Álvarez

"Poemas para Mael y Jimena"


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