José
Ramón Muñiz Álvarez
“LA
MUERTE Y LA DONCELLA”
(Elegía)
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Quiso
del aire el aliento,
al
entrar por la ventana,
la
hermosura soberana
rozar
con el pensamiento.
Y
fue este beso avariento
del
viento, si vino airado,
el
que del sueño callado
despertó
a los ojos bellos
que
enseñaron sus destellos
tras
ese velo apagado.
Y,
en el lecho desmayada,
el
resplandor vio bermejo
del
sol sobre el claro espejo
que
mostraba la alborada.
Que
una clara llamarada
encendió
la luz del día
mientras
su rostro dormía
entre
los finos bordados
que
contemplaron, callados,
el
sueño que se perdía.
Y
el viejo espejo dormido
le
dijo a la dama hermosa:
“Pierde
la flor olorosa
el
tiempo ya consumido.
Y
por el tiempo vencido
rendirá
su alto estandarte
de
la belleza el baluarte
que
se sueña tan lozano,
que
bello lo admira en vano
el
triste pincel del arte.
Y
has de ver cómo prefiere
ser
el tiempo traicionero,
pues
se sabe prisionero
del
correr que así lo hiere.
Porque
en el camino muere
el
tiempo que, peregrino,
se
hace, corriendo, camino,
para
buscar otra suerte
en
el reino de la muerte
en
que sueña su destino.
Y
perderás la belleza
en
menos que pasa un día,
mientras
una sombra fría
te
sujeta con firmeza.
Y
pensarás que es vileza
que
se agote ya la vida
y
la mejilla encendida
pierda
todo su color.”
Y
contempló, sin temor
aquella
sombra escondida.
Dijo
la sombra embargada
de
la muerte a la doncella:
“Eres
la llama más bella
que
contempla la alborada.
Pues
la luz alborotada
que
arde en la altura del cielo
tiene
envidia de tu pelo,
y
hasta el sol resplandeciente,
en
tu cabello luciente,
deja
su brillo en su vuelo.
Pero
es el tiempo mendigo
cuando
corre con apuro,
porque
su paso seguro
no
ha de darte siempre abrigo.
Y,
pues es claro testigo
de
su avance sigiloso
el
silencio poderoso
con
que la muerte ha llegado,
has
de seguir su mandado
frente
a este mundo engañoso.
Porque
el más callado aliento
de
las tardes de granizo
saben
del hielo invernizo
sobre
las manos del viento.
Que
el otoño ceniciento
quiere
en el prado la helada
que
la escarcha vio nevada
en
las cumbres poderosas,
mientras
marchitan las rosas
de
tu belleza callada.”
Dijo
a la muerte la dama:
“Nadie
ignora que ese trance
será
el último percance,
si
la muerte se derrama;
que
la vida es una llama
que
apaga el viento más suave,
pues
puede la muerte grave
vencer
la llama encendida,
si
se mira suspendida,
viendo
el destino que sabe.
Y
así arrebata la nada
el
color del nuevo día,
con
esa melancolía
de
la vida ya agotada.
Y,
pues se mira apagada
la
flor que fuera belleza,
trae
la muerte la tristeza
en
su aliento peregrino,
porque
se acaba el camino
donde
parece que empieza.
De
modo que la hermosura
es
el placer de un momento,
que
pronto lo lleva el viento
en
su invisible finura.
Y
dejarla ir es locura,
porque
es bello disfrutar
lo
que el tiempo puede dar,
aunque
ha de quitarlo luego,
pues
es su rigor el fuego
en
que se habrá de quemar.”
Y
respondió allí la muerte:
“Puesto
que estás resignada,
ser
cenizas en la nada,
ha
de ser pronto tu suerte.
Y
antes que el día despierte
y
que llegue la vejez,
he
de ver la palidez
de
la mejilla rosada
que
presume engalanada
y
el final teme a la vez.
Y
no habrá ni amor ni vida
en
el valle al que te llevo,
que,
cumpliendo lo que debo,
muere
tu llama encendida”.
“Si
he de verme consumida,
supo
decir la doncella,
poco
me importa ser bella
ante
tan triste destino,
cuando
se ha agotado el vino
y
no queda en la botella.”
“Entonces,
dijo la muerte,
ven
por el triste sendero
donde
a los vivos espero
con
la noticia más fuerte.
Pues
es raro que no acierte
quien,
sabiendo qué le espera,
supone
la primavera
de
su vida ya acabada,
si
la muerte, al fin llegada,
no
suele ser lisonjera.
Y,
olvidando los mandados
de
la vida que atrás queda,
duerme
en el lecho de seda,
cierra
los ojos cansados.
Que
los sueños apagados
del
regazo de la nada
llegarán
con la otoñada,
y
con su fresco granizo,
lograrán
el raro hechizo
sobre
tu boca nevada.”
Y,
con gran melancolía,
le
respondió, resignada:
“Quiere
la muerte callada
que
se apague el alma mía.
Y
la mirada más fría
sabe
alcanzar, al acecho,
la
esperanza que en el pecho
encendió
el mayor fulgor,
porque,
falto de calor,
siente
todo su despecho.
Y
pues, al robar la vida
que
siente tales anhelos,
es
capricho de los cielos
verme
triste y consumida.
Adiós
promesa fingida
de
una vida que agotada,
ha
de tornarse en la helada
que,
matando la pasión,
muerto
deja al corazón
con
el alma enamorada.
Adiós
callado placer
que
en la misma primavera,
quiso
ser del bien espera
para
poderse encender.
Que
mi pecho de mujer,
con
tan triste pensamiento,
quiere,
en las alas del viento,
hallar
paz a esta tristeza,
que
le falta fortaleza
en
el eco del aliento.
Y,
pues me lleva la muerte
a
los reinos de la nada,
he
de partir resignada
y
dejándome a mi suerte”.
Le
dijo la muerte: “Advierte
que,
si el tiempo se acelera,
si
se va la primavera
que
te dio la lozanía,
debe
tu vida ser mía,
porque
la vida es espera”.
Y
al emprender ese viaje,
supo
la bella doncella
no
pronunciar la querella
que
otros dicen con coraje:
“La
mocedad y el linaje,
pues
es el linaje altivo,
sabe
arrancar, siendo esquivo,
este
suspiro valiente,
que
ya se pierde inocente
el
triste tiempo que vivo”.
2013 © José Ramón Muñiz Álvarez
"Poemas para Mael y Jimena"
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