José
Ramón Muñiz Álvarez
“HALLAR
EN VUESTROS OJOS QUIERO EL FUEGO”
(Relato)
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–Hallar
en vuestros ojos quiero el fuego que prende con dureza los amores,
herido como estoy, desesperado, sabiendo que no es bueno mi destino–,
le dijo, resignado el caballero, pensando en un amor, absurdo acaso,
que no da solución a los que quieren y suelen apagarse con sus
sueños. Entonces era usual ese lenguaje propicio al artificio de los
versos que usaban los más diestros trovadores que cantan el amor y
la belleza–. Entiendo que en la luz de la mirada tenéis ese
destello que los cielos encienden con placer para los vivos que saben
apreciar tanta hermosura. Tal vez he de contarme entre los locos que
sueñan con las rosas y el aliento que nace con orgullo en vuestra
boca.
–Galante
sois acaso, el caballero, y es propio que lo hagáis, siendo
gallardo, pues hombres de valor nos hacen falta, si no cesa la guerra
con los moros–, le supo replicar aquella dama, mostrando en el azul
del cristalino la luz del cielo mismo cuando nacen los brillos de
otro sol más que lejano. El joven, embebido con la gloria de
aquellos cuya historia está en los códices, pensaba que las
crónicas un día podrían dar noticia de sus hechos. Mas ella
prosiguió con esa plática:
–Los
árabes pudieran destrozarnos, cruzando las orillas donde el río
parece que se estrecha y se remansa, llegados ya los días del otoño.
Vos sois hombre de honor y vuestra vida tal vez nos servirá para ser
libres del yugo de los árabes violentos.
Sentábase
orgullosa la doncella, no lejos de la ojiva del palacio, con aires de
reinar sobre los otros, humildes ante toda su belleza.
–Acaso
es el deshielo peligroso para un reino de gentes tan escasas que
deben defenderse, palmo a palmo, si quieren mantener la tierra suya.
Tal vez con vuestra espada sois gallardo, seguro como lo es ese
despliegue de ingenio con que habláis aquí en la corte, pues todas
las doncellas lo comentan: no en vano, caballero, todas dicen que el
arte domináis de la poesía como esos trovadores, cuando, antaño,
la corte era lugar de alegres juegos. Y vos no conocisteis esos
tiempos dichosos para todos, esos días de luz, de resplandor y de
combates, de justas de torneos y nobleza.
¿Debiera
yo mostrarme corajudo, pensando en la crueldad del sarraceno y el
alto honor que debe a la belleza quien mire vuestro brazo desarmado?
¿Debiera demostrar ser más valiente, con ánimo guerrero, el que,
encendido, las armas toma para hacer estragos allí donde el combate
es más violento?–, gimió el galán febril, oyendo aquello, pues
nunca supo hacerse a la costumbre de hallar labios tan bellos con
palabras que suelen ser felices y halagüeñas–. Sabéis que estoy
vencido ante una diosa y sé que ni la lanza ni la espada protegen
del amor al desdichado que aprende ya sumiso a doblegarse. Y no
quedará en mí nada de ese orgullo, señora, con deciros lo que
siento, pues he de ser por siempre ese vasallo que encontraréis
dispuesto a lo sea.
Así
le supo hablar el caballero, temiendo que rozaran el exceso las voces
siempre bravas que el guerrero levanta, si se trata de la guerra. Y,
haciendo caso omiso a las palabras del joven caballero embravecido,
la dama prosiguió con el asunto:
–¡Qué
tiempos tan hermosos los de gloria…! Entonces, los juglares
recitaban sus versos, sus canciones y baladas, y siempre se escuchaba
algún romance de aquellos de sucesos de la guerra. Cantaban los
segreles y troveros las músicas llegadas de otras partes del reino,
que era grande, que era fuerte contra esos enemigos avarientos.
Podréis hallar valor en la batalla y habréis de entrar en ella con
los rojos que encienden los olores de mi escudo, pues bien querré
dejaros mis colores.
El
joven replicó con agudeza, siguiendo las costumbres de la corte.
Estaba muy versado en aquel arte que torna la palabra en un combate:
–¡Por
vos podré morir en la batalla, que es fácil derramar la sangre toda
que pide la ocasión en vuestro nombre, si acaso se declaran nuevas
guerras! Servir al rey y a vos es un orgullo que nunca han arrancar
del alma mía el miedo de la muerte, los temores a ser herido un día
en plena liza. Mi pecho tiene ya más endereza y sabe el brazo fuerte
ser osado desde que vi el color de vuestra boca, la llama de la luz
de vuestros ojos. Por vos sabré morir, no tengáis duda, que es
cierto que la muerte es mala amiga, mas yo sabré hacer graves
sacrificios, contando que es el bien de nuestro reino.
–Dejad
de blasonar, amigo mío–, le dijo con un gesto más que irónico la
dama más hermosa del palacio–, pues sé que se os aguarda en la
batalla. Oyendo aquello el joven, sintió el alma quebrarse en sus
adentros de vergüenza, sabiendo de la mala fe que había, cuando
ella pronunció aquellas palabras. Dejó atrás el castillo, y, en su
overo, corrió, con el ocaso, las veredas que cruzan robledales entre
sombras, sabiendo de algún claro en la espesura. Ved cómo se
apresura en su caballo, mirad como recorre las colinas en busca de
enemigos que no atacan, herido por los labios que desea.
–Habremos
de morir en la batalla–, le grita al corazón, cuando en el pecho
parece que se agita, sin ventura, sabiendo que lo hieren en su
orgullo.
Y
cabalgó tres días y tres noches. Y hallando solo paz en los arroyos
que corren mansamente por los bosques, se oyó su voz herida
lamentarse de aquel desprecio cruel e inoportuno. Y supo que era
justa aquella queja, dejada al aire, al viento que la supo gritar a
la hojarasca de los árboles que oyeron el dolor de sus miserias. Y
alzó su voz al aire y gritó fuerte la rabia que, en su pecho
contenida, brotó como de dentro hacia la nada:
–Sabré
morir, que nunca mi coraje podrá torcer el miedo a alguna espada que
diga ser rival para mis brazos. Yo mismo he de matar al que pretenda
venir a doblegar esta bravura que quieren discutir en sus bastiones
las damas del castillo del monarca.
Y
oyó el murmullo claro de la fuente, pues suelen, en los bosques
silenciosos, llegadas ya las sombras de la noche, sentirse las
palabras de las hadas. Las hadas pierden horas lamentando la suerte
del embrujo que las cierra en una cárcel triste, aunque bucólica,
que esconde sus encantos y bellezas. Y tuvo el caballero cierto
miedo, pues suelen estos casos tan extraños hablar siempre al
instinto más prudente, si bien se acercó luego, muy curioso. Un
llanto perezoso y apagado, gimiendo tras las aguas rumorosas, lloraba
soledades peregrinas. Su voz, eco lejano, siempre dulce, nostálgico
tal vez, dio las razones de aquella angustia, siempre solitaria, en
densos castañares de los montes.
–¡Quién
puede suponer que la belleza se esconde en las regiones más
incultas, dejando atrás las villas y los pueblos, en un lugar que
cubren las malezas!
Así
dijo el muchacho, percibiendo las luces que formaban la silueta de un
cuerpo de mujer, casi una niña, llorando las tristezas del destino.
Su voz, que, melancólica, lloraba la suerte desdichada del encanto
podría contener alguna música que hablase de un espíritu cansado.
Y aquel era su espíritu, su espíritu de llanto y de derrota en
aquel bosque, privada de la vida porque quiso raptarla un hechicero
de la zona. Y acaso sintió el hielo de los males de aquella ninfa
triste por el pecho, queriendo comprender unos misterios que nunca ha
de explicar la pura lógica:
–La
muerte prefiriera a este suplicio, dejada, abandonada en esta selva,
cumpliéndose el hechizo que me tiene sin voz, sin esperanza y sin
amparo. Aquí no puedo hallar sino los llantos que cantan estas
fuentes bulliciosas, dejando que, monótonas, las aguas, se vayan
hacia el cauce de los ríos, pues
es la soledad de estos parajes
aquello
que me hiere y desespera.
Pues
se hace interminable cada noche, sintiendo a los autillos a lo lejos,
si ya la primavera llena el aire
de
alientos de las nuevas floraciones. Mirar la luna aquí se hace tan
triste que se hacen estas horas solitarias amargas como nubes de
penuria que llenan este pecho de coraje, pues
es la soledad de estos parajes
aquello
que me hiere y desespera.
Y
siendo así, no queda otro remedio que el llanto por el hondo
desconsuelo que saben bien los viejos castañares, los robles, los
hayedos de esta zona. Bien sabe la comarca de las lágrimas que nacen
de mis ojos al crepúsculo, que piden a ese sol que ya se pone la
libertad que nadie me concede, pues
es la soledad de estos parajes
aquello
que me hiere y desespera.
Pues
no hay un caballero que se arriesgue, luchando contra el mal que me
cautiva, que pueda combatir al responsable del mal que me atormenta
cada ocaso: quisiera verme libre, hallar el alba, soñar con la
mañana que no puedo, mirar el resplandor siempre dorado que pude en
ver en un lejano tiempo, pues
es la soledad de estos parajes
aquello
que me hiere y desespera.
Y
es duro este dolor, que, solitaria, vencida siento el alma, que se
duele de esperas que no tienen más sentido que hacer que el llanto
vaya con la brisa. Y es ella compañera en estas cárceles que
habito, en soledades apartadas, muy lejos de las gentes, de sus
cantos, sus voces, sus leyendas, sus romances, pues
es la soledad de estos parajes
aquello
que me hiere y desespera.
–Es
triste este susurro que os escucho, señora de la fuente, si,
cautiva, sentís ese dolor, ese abandono, tras horas de constante
desconsuelo. Quisiera ir hacia vos y liberaros de tal dolor, del mal
en el que advierto que toda la esperanza se consume. Y oyendo vuestra
voz, siento tristeza, que bien se duele el alma cuando sabe del mal
que aflige a damas indefensas.
Así
supo decir el caballero, que no pudo pensar en otra cosa que en dar
la libertad a la doncella que estaba prisionera del embrujo. Y con
decir seguro estas palabras, más cosas agregó con su promesa, pues,
siendo el paladín de los ejércitos, estaba ya obligado a ser
valiente. Su voz rompió la paz de los espacios, oyéndose a los
lejos por encima de aquel rumor monótono del agua, que fue tejiendo
mansa su camino:
–Mi
espada es la más llena de bravura que debe haber en estos reinos
tristes que viven asolados por los árabes, que bien saben hacer sus
algaradas. Pudiera yo morir, mas no me importa luchar hasta la muerte
en vuestro nombre, si os da la libertad ese combate. Jamás pensé en
la sangre derramada, que no temí jamás al enemigo, llegado el
trance duro de la lucha.
No
contestó la dama, cuando el joven rompió el silencio al fin, con
gesto osado, quebrando aquella pausa interminable, y alzó la voz
violento en la espesura. La luna de la noche silenciosa y acaso las
estrellas temblorosas oyeron esa voz firme y valiente que renovó de
nuevo el juramento. El triste caballero sintió el pecho partido por
la pena que escuchaba de aquellos labios tristes, condenados por un
destino cruel y sin remedio.
–Sabré
ser paladín de vuestra causa y haré que tal hechizo, tal embrujo no
pueda atormentar a vuestro pecho, vencido por crueldades sin
justicia. Dejad en hora tal que yo defienda la causa que exponéis,
señora mía, que a daros libertad tan solo aspiro. Y ved que esta es
la causa que me llama, si es justo vuestro llanto, a liberaros, pues
hallo en vuestra v0z un alto aliento.
Y
ardió el alba, encendiendo la belleza del cielo melancólico en los
claros de la arboleda triste y apartada. La luz, con un destello
luminoso, prendió en el horizonte, un horizonte cansado de esperar
ese momento. Y vieron las estrellas que moría la madrugada virgen,
cuyas sombras cedieron los bastiones de la noche. Entonces vio el
muchacho al lugareño, que vino caminando por la senda de aquellos
robledales aparados, tendiéndole la mano en advertencia:
–No
hagáis caso, señor, del embeleco que existe en esa fuente cuyas
voces engañan al incauto que se acerca, pues tienen gran peligro
para todos.
–Decid
lo que sabéis de estos embrujos, que yo daré atención a vuestros
ruegos, si es cierto que hay razón para estas cosas, y haré lo que
mandéis a ese respecto.
–Dejad
en hora tal las intenciones de dar justicia a los que no la tienen,
que vos no conocéis estas historias. Ya veis que voy vestido con mis
hábitos.
El
viejo iba vestido con ropajes iguales que el que suelen los que
habitan la vida conventual del monasterio, no lejos de la calma de lo
santo. Sus barbas eran blancas y llenaban con toda su abundancia el
frágil pecho del hombre, que llevaba un crucifijo, que es lógico
entre gentes religiosas.
–Señor,
nadie conoce las razones, mas hay una leyenda sobre el caso, que
dicen en los pueblos de la zona que tiene gran peligro la doncella
que canta desde el fondo de la fuente.
–He
dado el juramento de salvarla y es justo que digáis lo que sucede.
–Venid
hasta la gruta donde habito. Podremos compartir mi pobre almuerzo.
La
cueva que habitaba el eremita no hubiera sido nunca más inhóspita.
–Señor,
este lugar es mi morada, que es pobre, pero no falta la dicha: aquí,
con la oración y penitencia supongo que el espíritu se embriaga,
pues Dios, inadvertido, me visita, sabiendo consolar mis amarguras.
El
noble caballero imaginaba la vida de renuncias de aquel viejo, que
dio la espalda al mundo para acaso perderse en ese monte entre lo
oculto.
–No
habré de importunaros, mas decidme–, le dijo el caballero al
ermitaño–, la causa en que se funda vuestra furia, que así me
hablasteis cerca de la fuente.
2013 © José Ramón Muñiz Álvarez
"Poemas para Mael y Jimena"
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