jueves, 28 de noviembre de 2013

Hallar en vuestros ojos quiero el fuego


José Ramón Muñiz Álvarez
HALLAR EN VUESTROS OJOS QUIERO EL FUEGO”
(Relato)

http://jrma1987@hotmail.com

Hallar en vuestros ojos quiero el fuego que prende con dureza los amores, herido como estoy, desesperado, sabiendo que no es bueno mi destino–, le dijo, resignado el caballero, pensando en un amor, absurdo acaso, que no da solución a los que quieren y suelen apagarse con sus sueños. Entonces era usual ese lenguaje propicio al artificio de los versos que usaban los más diestros trovadores que cantan el amor y la belleza–. Entiendo que en la luz de la mirada tenéis ese destello que los cielos encienden con placer para los vivos que saben apreciar tanta hermosura. Tal vez he de contarme entre los locos que sueñan con las rosas y el aliento que nace con orgullo en vuestra boca.
Galante sois acaso, el caballero, y es propio que lo hagáis, siendo gallardo, pues hombres de valor nos hacen falta, si no cesa la guerra con los moros–, le supo replicar aquella dama, mostrando en el azul del cristalino la luz del cielo mismo cuando nacen los brillos de otro sol más que lejano. El joven, embebido con la gloria de aquellos cuya historia está en los códices, pensaba que las crónicas un día podrían dar noticia de sus hechos. Mas ella prosiguió con esa plática:
Los árabes pudieran destrozarnos, cruzando las orillas donde el río parece que se estrecha y se remansa, llegados ya los días del otoño. Vos sois hombre de honor y vuestra vida tal vez nos servirá para ser libres del yugo de los árabes violentos.
Sentábase orgullosa la doncella, no lejos de la ojiva del palacio, con aires de reinar sobre los otros, humildes ante toda su belleza.
Acaso es el deshielo peligroso para un reino de gentes tan escasas que deben defenderse, palmo a palmo, si quieren mantener la tierra suya. Tal vez con vuestra espada sois gallardo, seguro como lo es ese despliegue de ingenio con que habláis aquí en la corte, pues todas las doncellas lo comentan: no en vano, caballero, todas dicen que el arte domináis de la poesía como esos trovadores, cuando, antaño, la corte era lugar de alegres juegos. Y vos no conocisteis esos tiempos dichosos para todos, esos días de luz, de resplandor y de combates, de justas de torneos y nobleza.
¿Debiera yo mostrarme corajudo, pensando en la crueldad del sarraceno y el alto honor que debe a la belleza quien mire vuestro brazo desarmado? ¿Debiera demostrar ser más valiente, con ánimo guerrero, el que, encendido, las armas toma para hacer estragos allí donde el combate es más violento?–, gimió el galán febril, oyendo aquello, pues nunca supo hacerse a la costumbre de hallar labios tan bellos con palabras que suelen ser felices y halagüeñas–. Sabéis que estoy vencido ante una diosa y sé que ni la lanza ni la espada protegen del amor al desdichado que aprende ya sumiso a doblegarse. Y no quedará en mí nada de ese orgullo, señora, con deciros lo que siento, pues he de ser por siempre ese vasallo que encontraréis dispuesto a lo sea.
Así le supo hablar el caballero, temiendo que rozaran el exceso las voces siempre bravas que el guerrero levanta, si se trata de la guerra. Y, haciendo caso omiso a las palabras del joven caballero embravecido, la dama prosiguió con el asunto:
¡Qué tiempos tan hermosos los de gloria…! Entonces, los juglares recitaban sus versos, sus canciones y baladas, y siempre se escuchaba algún romance de aquellos de sucesos de la guerra. Cantaban los segreles y troveros las músicas llegadas de otras partes del reino, que era grande, que era fuerte contra esos enemigos avarientos. Podréis hallar valor en la batalla y habréis de entrar en ella con los rojos que encienden los olores de mi escudo, pues bien querré dejaros mis colores.
El joven replicó con agudeza, siguiendo las costumbres de la corte. Estaba muy versado en aquel arte que torna la palabra en un combate:
¡Por vos podré morir en la batalla, que es fácil derramar la sangre toda que pide la ocasión en vuestro nombre, si acaso se declaran nuevas guerras! Servir al rey y a vos es un orgullo que nunca han arrancar del alma mía el miedo de la muerte, los temores a ser herido un día en plena liza. Mi pecho tiene ya más endereza y sabe el brazo fuerte ser osado desde que vi el color de vuestra boca, la llama de la luz de vuestros ojos. Por vos sabré morir, no tengáis duda, que es cierto que la muerte es mala amiga, mas yo sabré hacer graves sacrificios, contando que es el bien de nuestro reino.
Dejad de blasonar, amigo mío–, le dijo con un gesto más que irónico la dama más hermosa del palacio–, pues sé que se os aguarda en la batalla. Oyendo aquello el joven, sintió el alma quebrarse en sus adentros de vergüenza, sabiendo de la mala fe que había, cuando ella pronunció aquellas palabras. Dejó atrás el castillo, y, en su overo, corrió, con el ocaso, las veredas que cruzan robledales entre sombras, sabiendo de algún claro en la espesura. Ved cómo se apresura en su caballo, mirad como recorre las colinas en busca de enemigos que no atacan, herido por los labios que desea.
Habremos de morir en la batalla–, le grita al corazón, cuando en el pecho parece que se agita, sin ventura, sabiendo que lo hieren en su orgullo.
Y cabalgó tres días y tres noches. Y hallando solo paz en los arroyos que corren mansamente por los bosques, se oyó su voz herida lamentarse de aquel desprecio cruel e inoportuno. Y supo que era justa aquella queja, dejada al aire, al viento que la supo gritar a la hojarasca de los árboles que oyeron el dolor de sus miserias. Y alzó su voz al aire y gritó fuerte la rabia que, en su pecho contenida, brotó como de dentro hacia la nada:
Sabré morir, que nunca mi coraje podrá torcer el miedo a alguna espada que diga ser rival para mis brazos. Yo mismo he de matar al que pretenda venir a doblegar esta bravura que quieren discutir en sus bastiones las damas del castillo del monarca.
Y oyó el murmullo claro de la fuente, pues suelen, en los bosques silenciosos, llegadas ya las sombras de la noche, sentirse las palabras de las hadas. Las hadas pierden horas lamentando la suerte del embrujo que las cierra en una cárcel triste, aunque bucólica, que esconde sus encantos y bellezas. Y tuvo el caballero cierto miedo, pues suelen estos casos tan extraños hablar siempre al instinto más prudente, si bien se acercó luego, muy curioso. Un llanto perezoso y apagado, gimiendo tras las aguas rumorosas, lloraba soledades peregrinas. Su voz, eco lejano, siempre dulce, nostálgico tal vez, dio las razones de aquella angustia, siempre solitaria, en densos castañares de los montes.
¡Quién puede suponer que la belleza se esconde en las regiones más incultas, dejando atrás las villas y los pueblos, en un lugar que cubren las malezas!
Así dijo el muchacho, percibiendo las luces que formaban la silueta de un cuerpo de mujer, casi una niña, llorando las tristezas del destino. Su voz, que, melancólica, lloraba la suerte desdichada del encanto podría contener alguna música que hablase de un espíritu cansado. Y aquel era su espíritu, su espíritu de llanto y de derrota en aquel bosque, privada de la vida porque quiso raptarla un hechicero de la zona. Y acaso sintió el hielo de los males de aquella ninfa triste por el pecho, queriendo comprender unos misterios que nunca ha de explicar la pura lógica:
La muerte prefiriera a este suplicio, dejada, abandonada en esta selva, cumpliéndose el hechizo que me tiene sin voz, sin esperanza y sin amparo. Aquí no puedo hallar sino los llantos que cantan estas fuentes bulliciosas, dejando que, monótonas, las aguas, se vayan hacia el cauce de los ríos, pues es la soledad de estos parajes aquello que me hiere y desespera.
Pues se hace interminable cada noche, sintiendo a los autillos a lo lejos, si ya la primavera llena el aire
de alientos de las nuevas floraciones. Mirar la luna aquí se hace tan triste que se hacen estas horas solitarias amargas como nubes de penuria que llenan este pecho de coraje, pues es la soledad de estos parajes aquello que me hiere y desespera.
Y siendo así, no queda otro remedio que el llanto por el hondo desconsuelo que saben bien los viejos castañares, los robles, los hayedos de esta zona. Bien sabe la comarca de las lágrimas que nacen de mis ojos al crepúsculo, que piden a ese sol que ya se pone la libertad que nadie me concede, pues es la soledad de estos parajes aquello que me hiere y desespera.
Pues no hay un caballero que se arriesgue, luchando contra el mal que me cautiva, que pueda combatir al responsable del mal que me atormenta cada ocaso: quisiera verme libre, hallar el alba, soñar con la mañana que no puedo, mirar el resplandor siempre dorado que pude en ver en un lejano tiempo, pues es la soledad de estos parajes aquello que me hiere y desespera.
Y es duro este dolor, que, solitaria, vencida siento el alma, que se duele de esperas que no tienen más sentido que hacer que el llanto vaya con la brisa. Y es ella compañera en estas cárceles que habito, en soledades apartadas, muy lejos de las gentes, de sus cantos, sus voces, sus leyendas, sus romances, pues es la soledad de estos parajes aquello que me hiere y desespera.
Es triste este susurro que os escucho, señora de la fuente, si, cautiva, sentís ese dolor, ese abandono, tras horas de constante desconsuelo. Quisiera ir hacia vos y liberaros de tal dolor, del mal en el que advierto que toda la esperanza se consume. Y oyendo vuestra voz, siento tristeza, que bien se duele el alma cuando sabe del mal que aflige a damas indefensas.
Así supo decir el caballero, que no pudo pensar en otra cosa que en dar la libertad a la doncella que estaba prisionera del embrujo. Y con decir seguro estas palabras, más cosas agregó con su promesa, pues, siendo el paladín de los ejércitos, estaba ya obligado a ser valiente. Su voz rompió la paz de los espacios, oyéndose a los lejos por encima de aquel rumor monótono del agua, que fue tejiendo mansa su camino:
Mi espada es la más llena de bravura que debe haber en estos reinos tristes que viven asolados por los árabes, que bien saben hacer sus algaradas. Pudiera yo morir, mas no me importa luchar hasta la muerte en vuestro nombre, si os da la libertad ese combate. Jamás pensé en la sangre derramada, que no temí jamás al enemigo, llegado el trance duro de la lucha.
No contestó la dama, cuando el joven rompió el silencio al fin, con gesto osado, quebrando aquella pausa interminable, y alzó la voz violento en la espesura. La luna de la noche silenciosa y acaso las estrellas temblorosas oyeron esa voz firme y valiente que renovó de nuevo el juramento. El triste caballero sintió el pecho partido por la pena que escuchaba de aquellos labios tristes, condenados por un destino cruel y sin remedio.
Sabré ser paladín de vuestra causa y haré que tal hechizo, tal embrujo no pueda atormentar a vuestro pecho, vencido por crueldades sin justicia. Dejad en hora tal que yo defienda la causa que exponéis, señora mía, que a daros libertad tan solo aspiro. Y ved que esta es la causa que me llama, si es justo vuestro llanto, a liberaros, pues hallo en vuestra v0z un alto aliento.
Y ardió el alba, encendiendo la belleza del cielo melancólico en los claros de la arboleda triste y apartada. La luz, con un destello luminoso, prendió en el horizonte, un horizonte cansado de esperar ese momento. Y vieron las estrellas que moría la madrugada virgen, cuyas sombras cedieron los bastiones de la noche. Entonces vio el muchacho al lugareño, que vino caminando por la senda de aquellos robledales aparados, tendiéndole la mano en advertencia:
No hagáis caso, señor, del embeleco que existe en esa fuente cuyas voces engañan al incauto que se acerca, pues tienen gran peligro para todos.
Decid lo que sabéis de estos embrujos, que yo daré atención a vuestros ruegos, si es cierto que hay razón para estas cosas, y haré lo que mandéis a ese respecto.
Dejad en hora tal las intenciones de dar justicia a los que no la tienen, que vos no conocéis estas historias. Ya veis que voy vestido con mis hábitos.
El viejo iba vestido con ropajes iguales que el que suelen los que habitan la vida conventual del monasterio, no lejos de la calma de lo santo. Sus barbas eran blancas y llenaban con toda su abundancia el frágil pecho del hombre, que llevaba un crucifijo, que es lógico entre gentes religiosas.
Señor, nadie conoce las razones, mas hay una leyenda sobre el caso, que dicen en los pueblos de la zona que tiene gran peligro la doncella que canta desde el fondo de la fuente.
He dado el juramento de salvarla y es justo que digáis lo que sucede.
Venid hasta la gruta donde habito. Podremos compartir mi pobre almuerzo.
La cueva que habitaba el eremita no hubiera sido nunca más inhóspita.
Señor, este lugar es mi morada, que es pobre, pero no falta la dicha: aquí, con la oración y penitencia supongo que el espíritu se embriaga, pues Dios, inadvertido, me visita, sabiendo consolar mis amarguras.
El noble caballero imaginaba la vida de renuncias de aquel viejo, que dio la espalda al mundo para acaso perderse en ese monte entre lo oculto.
No habré de importunaros, mas decidme–, le dijo el caballero al ermitaño–, la causa en que se funda vuestra furia, que así me hablasteis cerca de la fuente.

2013 © José Ramón Muñiz Álvarez
"Poemas para Mael y Jimena"

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