José
Ramón Muñiz Álvarez
“LOS
AFANES DEL REY MORIBUNDO”
(Relato)
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Dijo
el rey, entre duros afanes:
–Nada
sé de la guerra y las gentes
que
combaten en esa batalla
mientras
yazgo rendido en el lecho.
Y
hay quien dice que soy un cobarde
y
que dejo luchar a los nobles
sin
mostrar el valor de otro tiempo.
Pero
el duque calmó la impaciencia
del
monarca y sus voces altivas:
–Sois
el rey más valiente que existe.
Y
llegó el caballero sin aire
a
la corte del rey moribundo,
para
darle noticias funestas:
–Majestad,
los lanceros cedieron
y
escaparon de aquella batalla
quienes
vieron la guerra perdida:
son
las gentes valientes de antaño
que
no tienen el fuego de entonces,
pues
les falta la fe en la victoria.
Dijo
el rey con la voz embargada:
–No
es posible que gentes valientes
me
abandonen en estos momentos:
su
lealtad no faltó en esos días
de
confianza, de magna bravura,
cuando
estaba en peligro mi trono.
Y
lucharon con gran entusiasmo,
defendiendo
los muros sagrados
que
cerraban mis altos bastiones.
Y
le dijo el guerrero valiente:
–Es
posible que el príncipe piense
dirigir
a las tropas que quedan:
impidiendo
que lleguen al reino,
se
podrá demorar la derrota
y
esperar los refuerzos del norte.
Pero
el rey insistió, con voz triste,
como
aquel cuyo aliento se pierde:
–No
es posible que el príncipe luche.
–Mi
señor, ya no queda esperanza
si
no viene el muchacho y se muestra
a
las tropas que se desaniman.
–El
muchacho está enfermo y no puede,
mas
yo estoy moribundo en el lecho.
Y
le dijo el muchacho, asustado,
sin
dar crédito a aquella respuesta:
–Es
preciso, señor, que no falte,
pues
se puede expulsar a los moros
de
las tierras por las que vinieron.
Todo
está en conseguir que la gente
tenga
fe y en tomar la alcazaba.
Pero
el viejo monarca insistía:
–Pero
el príncipe está malherido.
Yo
no quiero que arriesgue su vida.
–Y
escuchó sus palabras el duque,
que,
llamando al obispo con prisa,
lo
dejó justo al rey derrotado.
–Majestad–,
susurró con dulzura
en
la oreja del viejo monarca.
–Vos
sabéis que la muerte os acecha
y
que viene su aliento a buscaros,
porque
quiere la vida acabarse.
Esta
vida, que no es para siempre,
se
termina y os brinda esa calma
que
ganó con esfuerzo el espíritu.
Y
es que estar preparado es preciso,
pues
es bueno morir dignamente.
–Yo
no puedo morir cuando el reino
queda
en manos de un príncipe niño
al
que asedian dos mil sarracenos.
Y
la muerte llegó inoportuna
y
privó del aliento al monarca,
y
lloraron los fieles vasallos.
El
alférez del rey, hombre bravo,
gran
señor, con la frente orgullosa,
sabe
que es imposible hallar modo
de
parar a los moros que vienen
y
lo explica al infante y al duque:
–Llegarán,
desde el sur, por la sierra
y
tendrán los castillos que quieran
sin
tener que perder muchas vidas.
Y
es que el grueso de tropas que había
se
perdió en una dura batalla,
y
el ejército, débil, vencido,
no
contaba con un soberano
que
llevase a la gente al combate.
Contemplad
a la gente que gime
por
la muerte del rey, hombre sabio
entre
cuantos tuvieron gobierno.
Escuchad
sus lamentos, su pena,
ese
duelo que guardan, callados,
cuando
suenan al fin las campanas.
Y,
si todos lamentan la muerte
de
quien daba más luz a su reino,
hay
quien sabe que sufren los jefes
del
ejército, débil y hundido.
2013 © José Ramón Muñiz Álvarez
"Poemas para Mael y Jimena"
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