Soneto para Alejandro García González
También a don Quijote y su escudero
castigan con firmeza tanto alarde
el sol que, a la mañana, a veces arde,
y el viento si se torna traicionero:
el aire alborotó, por el sendero,
la brisa silenciosa de una tarde
que sabe en el camino ser cobarde,
si llega al horizonte su lucero.
Lo cierto es que en Venero nos espera
la paz de ese descanso detenido
que sabe consolar al que camina.
Y es forma de agotar la primavera
hablar de ese verano prometido
rogando que regrese Proserpina.
2016 © José Ramón Muñiz Álvarez
José Ramón Muñiz Álvarez nació en la villa de Gijón y sigue residiendo en Candás (concejo de Carreño). Su infancia transcurre de manera idílica en dicho puerto, donde pasa su juventud hasta el término de sus estudios. Licenciado en Filología Hispánica y especialista en asturiano, vive a caballo entre Asturias y Castilla León, comunidad en la que es profesor de Lengua Castellana y Literatura. Su afán por las letras y las artes lo ha llevado al cultivo de la poesía.
viernes, 29 de julio de 2016
miércoles, 13 de julio de 2016
Pizzicato polka
José Ramón Muñiz Álvarez
“LOS CHARCOS DE LA
NIÑEZ O EL ROMANCERO DE LA LLUVIA ”
(Impresiones melancólicas de días
remotos en que un joven,
casi un niño, miraba, desde el
ventanal, la lluvia
repentina)
–Eine kleine “Pizzicato polka”–
La lluvia, aunque cuando llueva no se pueda salir a
jugar a la calle, y aunque las madres no dejen nunca a sus hijos jugar con los
charcos, es siempre alegre para los niños, que la reciben con la misma dicha
con la que ven el crepitar de las llamas en el interior de la chimenea y el
vuelo de las mariposas nocturnas que se han colado en la cocina de la casa de
la abuela.
Los adultos, en cambio, parecen odiar esas tardes
de lluvia que se prolongan y que nos hablan de nuestros sentimientos, de
nuestras melancolías y de las diversas subjetividades que tantas veces se nos
antojan, y yo, que soy adulto, recupero algunas horas de niñez, algunas horas
de aquellas tardes en que salía a jugar a la calle con el chubasquero.
–¡Dichosa lluvia –dice Aurora, que viene de la misa,
a la que acude siempre tarde–, si parece que va a ser el diluvio universal!
–¡Habráse visto –exclama Marcos, que sigue camino
con su paraguas abierto–, si el agua arroya por encima de la acera!
La lluvia resulta hermosa y prometedora a la mirada
a través del cristal y es ritual ver la lluvia incluso en los días de verano,
cuando, a causa del mal tiempo, uno se amarga más de la cuenta, enfadándose
casi, porque no es posible ir a asar salchichas a la fuente del pequeño
bosquezuelo ni se puede bajar a los pedreros, saltando de roca en roca, a
mariscar, como otras veces.
Esos días de lluvia, días tristes, desde luego,
para los mayores, tienen su gracia sugerente que nos lleva a la poesía y a la
reflexión:
La lluvia vino en silencio,
y, en su
descenso, sin gracia,
herir pudo
los cristales
de los
colores del alba.
La lluvia
en silencio vino,
que, sin
gracia, descendía
jugando a
herir las ventanas
de los
colores del día.
La lluvia, aunque cuando llegue el otoño los árboles se desprendan del follaje, y aunque las horas de playa se resuman en un eco de nostalgia, es hermosa para los escolares, que la sienten con la misma veneración con la que, en primavera, escuchan el canto del cuco y el sonido de los grillos en los campos y en las colinas, acompasándose bajo la luna amarillenta.
Los mayores, sin embargo, detestan esos momentos
lluviosos que se alargan y que nos recuerdan lo que somos en esencia, nuestros
sentimientos y, quizás, las más extrañas impresiones que hemos experimentado,
y, justamente ahora, ya mayor, siento que la infancia revive, recuerdo el
misterio de las gotas de lluvia, como una polca en “pizzicati”.
–¡Quién lo dijera –se sorprende Pedro, que se
entretiene arreglando muebles en el desván–, si
parece que se hunde el techo!
–¡No me lo creo –dice la carnicera, que
ve a los clientes asustados con la que cae–, si a alguna le tendré que dejar el
paraguas!
La lluvia se hace bella y nos hechiza si
vemos como corre, alegre, por esos ventanales, convirtiéndose en granizo sin
falta de que sea invierno, para permitir ese ritual mágico y pagano de mirarla
con cierto enojo, en el estío, porque uno quería un día de playa o poder subir,
como otros días, a los abrevaderos que están más allá de la estación.
Los días lluviosos, de alguna forma,
prometen, por más que no gusten a los viejos, pero permiten que los jóvenes
discurran líricamente:
La lluvia vino en silencio,
y,
en su descenso, callada,
romper
los colores quiso
que
abrazaba la mañana.
La
lluvia en silencio vino,
al
tiempo que repetía
sus
cantos, callados siempre
donde
el alba se encendía.
La lluvia, aunque resulte fastidiosa
una tarde de sábado, y aunque no se pueda ir a jugar al balón a la explanada,
es siempre poesía para los muchachos del barrio, que la bendicen con ese mismo
afecto con el que ven las espumas de las olas en los días de temporal y las
primeras floraciones cuando, ya en abril, las malezas se ven inundadas de las
flores más diversas.
Los viejos, al contrario, lamentan el
milagro de la lluvia que se desploma sobre nosotros y que nos deja una caricia,
un beso en el rostro, si no son las sensaciones más dulces con las que puede
seducirnos, y, tras los años que se fueron, siento de nuevo esos días, viene a
mi mente el espíritu de tardes que corrieron como las hojas de los árboles al
suelo.
–¡Qué chubasco –se asusta Eusebio el
del kiosco, que va ya para los ochenta–, si nunca vi llover de este modo!
–¡Imposible –se indigna Laurita, que se
asoma al balcón pintado de verde de la vieja casona–, si parecía que iba a
estar bueno!
Y parece que va a ser el diluvio
universal, que se va a hundir el techo, que la gente necesita paraguas, que los
viejos nunca vieron llover de ese modo y que, de mañana, el cielo estaba
despejado, pero son estas las cosas que se dicen siempre, porque, llueva más o
menos, siempre se dice que nunca se vio llover así, siempre se sorprende uno de
la misma lluvia.
Lo cierto es que esa lluvia constante
que no quiere cesar y que nos habla de nosotros nos lleva siempre a los bellos
pasajes del romancero:
La lluvia vino sin voces,
y,
en su descenso, cuajaban
los
caprichos del granizo
que,
dichoso, madrugaba.
La
lluvia en silencio vino,
y,
escuchándola, moría
la
llama del alba clara
que
con la brisa suspira.
Dejadme que os agradezca, si es que vuestro espíritu es sensible al canto del agua, cuando quiere llover, y que entendáis lo que ya en la infancia albergaba el pecho de un mozuelo que sabía deleitarse con lo poco, o lo mucho, que puede darnos la naturaleza, si las gotas, atrevidas, casi a la conquista, en forma de granizo a veces, rompen sobre el asfalto.
Pero no todos los días son días de
lluvia, que los hay de sol y de tardes calurosas, esos días secos que lucen un
cielo azul y despejado como lo es el cielo de las dos Castillas, que son
lugares secos y que, durante el verano, saben poco de las aguas que caen de la
altura, y, precisamente porque no todos los días son de lluvia, es momento de
aprovechar este.
–¡Pues no para! –se lamenta el párroco,
porque ya salen de la misa, después de vestir de paisano, que es lo que hacen
ahora.
–¡Menudo día! –escucho decir a mi
madre, que pasa justo ahora, después de que oyera yo la llave en la cerradura.
El caer del agua tiene algo de poético,
tiene algo de poético la queja absurda de la gente que se queja, tiene algo de
poético el absurdo de quejarse porque no deje de llover, y hay un encanto grato
en la contemplación de la mañana gris, de la tarde gris, del cristal empapado y
los paraguas abiertos vistos desde la altura, desde un cuarto piso.
La lluvia se ha hecho señora, se ha
adueñado y gobierna ya nuestros adentros, que, al compás, siguen su romance:
La lluvia vino sin prisas,
y,
en su descenso, callaba
la
voz del agua en el suelo
que
en los cristales sonaba.
La
lluvia alcanzó los suelos
y,
lentamente, decía
el
color de los ocasos,
porque
la tarde moría.
La lluvia es espadera muchas veces, juega con sonidos extraños, metálicos, hace sus torneos en las contraventanas de las casas y enreda en las persianas durante la noche, como el caballero valiente que quiere salvar a la princesa de los doscientos dragones que cierran el paso de esa gruta inhóspita del sueño que no quiere alcanzarnos, mientras abrazamos la almohada.
Y queda poco para la noche, una noche
sin cielos despejados, una noche oscura y sin estrellas, o, por mejor decir,
visto desde la ventana a la que me asomo, de brillos y claridades, porque la
lluvia refleja el color de las farolas de la calle y todo, a pesar de las nubes
que esconden los astros, al amor de una luz artificial, toma más color dentro
de la localidad.
–¡El camión de la basura! –dice Paco,
que saca del bar al contenedor todo lo que no quiere dentro del local.
–¡El patatero! –se le oía decir a su
padre en aquellos tiempos posteriores a la guerra, antes de que la familia
prosperase.
Pero, con el pijama ya puesto, acabo de
acostarme, y recuerdo los días de fumador en que no solía irme a la cama sin
ese placentero cigarro que despide el día, mientras, moviendo las hojas de una
novela, de pronto, en una línea, el autor, tal vez un insolvente literario,
describe el gesto de un marinero con su pipa de manera absurda.
Leer es buena cosa para dormir, para
entretenerse, para olvidar la televisión, pero también es bello escuchar la
lluvia:
La lluvia canta romances
cuando,
a la espera del alba,
viste,
mezquina, la noche
el
misterio de su capa.
La
lluvia canta romances
y,
esperando el nuevo día,
lleva
ceñida la noche
su
más oscura camisa.
La lluvia invita a quedarse en casa por las tardes y por las noches, a pasar las mañanas en las cafeterías, conversando con conocidos a medias, porque, siendo enseñante, todavía tiene uno los sábados y domingos de descanso, además del verano, las navidades y
La lluvia invita a encerrarse en casa
por el día y por la noche, y, aunque apetece ponerla más alta y molesta a los
vecinos, es agradable la música vienesa para pasar esos ratos de pavoroso tedio
en que no tiene uno un libro decente ni algo que pueda ser útil, y así,
descubro alegremente, de casualidad, la comunión de una polca de Strauss y el
sonido de la lluvia.
–¡Siempre tienes las mismas
ocurrencias! –me ha de reprochar algún amigo porque me conoce.
–¡Todo lo tuyo va por ahí! –me dirá
también alguno que no es amigo y precisamente porque no me conoce.
En efecto, la cuerda pellizcada del
violín, eso que los italianos llaman un “pizzicato”, recuerda la caída de las
gotas de lluvia en los cristales, a veces en el agua callada y misteriosa de un
estanque, porque yo he visto llover en los estanques y he soñado, como Mahler,
melodías que lo describen, aunque no sepa anotarlo en una partitura.
De niño me entretenía con la lluvia y
leía romances como el del conde Olinos, pero el romancero sigue:
Quiere la lluvia cantarme,
puesto
que la lluvia canta,
sus
preciosos romanceros
con
los sonidos del agua.
Quiere
cantarme la lluvia,
puesto
que la lluvia afina,
sus
preciosos romancero
desde
la ventana fría.
He apagado la luz y no sé tampoco en lo que pensar, si bien todo el que busca descanso tarda en hallarlo, porque es normal, antes de quedarse dormido, que el cerebro, que no puede frenar sus inquietudes, se lance a la aventura y se pierda por lo profundo, como le ocurrió, por ejemplo, a Jaspers, al expresar cómo lo racional no lo alcanza todo.
Jaspers no es un autor que me interese
especialmente, pero he llegado, tal vez sin quererlo, a pensar mucho en él y en
sus ideas, y, mientras llueve, mientras la oscuridad toma la alcoba donde intento
dormir, porque no duermo, pienso en este escritor al que no leo, y me río de la
circunstancia de que lo llamasen en alemán bueno, porque Heidegger no era como
él.
–Hay ocasiones en que se acude a la
religión porque el raciocinio se agota y no es viable –enseña Jaspers.
–¡Pero este sabio, en la soledad del
bosque, no se ha enterado de que Dios ha muerto! –oigo a Zarathustra en mi
cabeza.
Resulta muy extraño buscar el sueño y
encontrarse con imágenes de lo que uno estudia y lee por el día, pero a la luz
de una nueva realidad, como si de golpe los símbolos y las metáforas se
vivificasen, como si de repente fuese posible caminar por las calles de Viena y
acudir a la consulta del doctor Sigmund Freud y codearse con sus locos.
Y es que queda mucha noche, y, a la
espera de que madrugue Olinos la mañana de San Juan (no es víspera), la lluvia
canta:
Quiere
la lluvia encenderse,
y
los romances declama,
recitando
en el cristal
y
llamando a la ventana.
Quiere
la lluvia ser bella,
y
los romances recita,
que
en el cristal da sus golpes
mientras
entona sus rimas.
Y, porque el ánimo es de poeta, y cuando lo que a uno le gusta es escribir lo que debe hacer es aprovechar los momentos de inspiración, sin saber si estoy despierto o estoy soñando, ya voy anotando esto que lees en unas cuartillas blancas que tenía en el cajón del escritorio de mi habitación, pues no conviene encender el ordenador a estas horas.
Después de haber releído algunas líneas
dudo si tendrá valor, porque eso del valor y de los númenes literarios es una
cosa muy elástica y el que se mete a escritor se sumerge también en un baño de
dudas, no ya al tener que elegir una palabra, sino ante la responsabilidad de
decidir si un texto es digno (si fuéramos muy responsables no habría
literatura).
–Un poco de humildad nos vendría bien a
todos –querrá decirme, y con razón, alguno de los que lean esto.
–Un poco de humildad nos vendría muy
bien a todos, pero solo un poco, a decir verdad –he de responderos.
La modestia es un tópico literario del
que se vale mucho Cervantes, y los que no somos tan grandes no podemos
permitirnos el lujo de ser tan modestos, porque el tuvo oficio más digno al
escribir las aventuras de su célebre hidalgo y otros somos tan intrascendentes
que llenamos páginas hablando simplemente de la lluvia y los deleites que
propone.
Entre tanto, porque parece que ha
dejado de llover, quiero afinar el oído y suenan algunas gotas que caen del
tendal de arriba:
Quiere
la lluvia callarse,
y,
pues lo quiere, se calla,
que
no ha de hablar a la fuerza
esa
lluvia que se apaga.
Quiere
la lluvia callarse,
y,
pues olvida sus rimas,
de
la lluvia queda un eco
por
las calladas esquinas.
Entre tanto, llega el momento de
despedirnos, porque el descanso es necesario y ahora sí que quiero
reconciliarme con la almohada y perderme en un mundo de sueños, dejándome
llevar qué sé yo a qué lugares escondidos en lo profundo, en el mundo de los
sueños, donde están esos paisajes de los que se forma la poesía y donde está la
clave de todo.
O tal vez no, porque lo profundo y los
sueños no son reflejo de nada concreto, y hasta la poesía y las emociones
humanas de nuestra vida consciente tienen mayor entidad, mayor exactitud y
mayor previsibilidad que ese extraño mundo caótico de imágenes alocadas y
desordenadas entre las que se siente uno perdido, dejado hacia la nada,
arrojado al desorden
–Eso es porque hay que ordenar los
pensamientos de vez en cuando, para higienizar la mente –se me dice.
–Tal vez debieras ir a un
psicoanalista, o mejor comprar la guía de CAMPSA –querrá burlarse algún
listillo.
Por mi parte, a punto de acostarme ya,
espero que me dejéis retirarme a los aposentos oníricos en desorden y que
sepáis también respetar el descanso que merezco, aunque no sea por las líneas
que os dedico, y que no me sacarán de pobre, porque escribir no da dinero y
porque esto se hace por un gusto personal o, simplemente, no se hace.
Ahora es cuando vosotros tenéis la
palabra para continuar con el romance de la lluvia y con su polca melódica.
2016 © José
Ramón Muñiz Álvarez
Los lagos donde duermen los castillos
José Ramón Muñiz Álvarez
“LOS LAGOS DONDE DUERMEN LOS
CASTILLOS”
(Breve acercamiento a una de las
leyendas más prometedoras
de cuantas podréis escuchar por las
tierras
del norte de
España)
Los lagos son lugares de misterio. Sus aguas nos
esconden lo profundo, y el fondo nos oculta sus castillos, sus mágicas ciudades
y mansiones. Tal vez os confundáis con lo que ocurre: no digo que existieran
las devanas, no digo que haya moras cuyo hechizo las hizo sumergirse para
siempre. En cambio hubo otras gentes que creyeron. La gente de los pueblos
conservaba los mitos, las leyendas del antaño que vuelven a nacer para
nosotros. En ellas la poesía está presente. Pensad en el valor de la poesía, si
acaso es que la amáis, pues hay en ella valores esenciales que nos hablan.
Sabed que la poesía es un tesoro Que anida en las leyendas ancestrales que no
saben contarnos nuestros padres igual que los abuelos de otras épocas.
Os digo que los lagos son misterio. Sabed que en
esos lagos otras gentes supieron mil ciudades enterradas, perdidas por extrañas
maldiciones. Sabed que las leyendas lo revelan: los dioses precristianos
condenaron a quienes no mostraban el respeto debido, si llegaban nuevos
huéspedes. Entonces lo sagrado era sagrado. La sal sobre las migas de los panes
habían de ofrecerse en el tributo que siempre mereció el alma viajera. Lucerna
queda lejos, o no tanto. Lucerna queda en Suiza y en España, por eso está
Valverde de Lucerna, que queda por Zamora, nada menos. También hubo Lucerna en
Carucedo. En Limia se habla siempre de Antioquía, y hay gentes insistentes que
repiten que el lago Enol es fruto de un hechizo.
También Somiedo guarda su tesoro. El caso es que yo
pienso en otras cosas, y siento, en realidad, o bien presiento, que Excálibur
está relacionada: pensad en Durandarte, mismamente (el mito de una espada de un
guerrero que queda sumergida en ese lago, soñando el paso lento de los
siglos). Pensad en Covadonga y los
exvotos (también dejáis, si vais a Covadonga, monedas en la balsa donde el agua
que cae de las alturas se acumula. Os puedo comentar viejas costumbres: la Ondina que hubo en Suabia
solía levantar las tempestades y había que calmarla con regalos. El cura
interpretaba viejos salmos. El pueblo se olvidaba de los ritos cristianos y
subía a la laguna, y entonces arrojaba sus cuchillos.
2016 © José
Ramón Muñiz Álvarez
LA LLUVIA QUE DESCIENDE
José Ramón Muñiz Álvarez
“LA LLUVIA QUE DESCIENDE
CON LENTA PARSIMONIA”
(Palabras de una prosa
acertada
que preludia el regreso
de dioses que, tras irse
para siempre de nosotros,
regresan del olvido
de los siglos)
La lluvia que desciende con lenta parsimonia,
regando las colinas siempre verdes, besando las montañas siempre verdes,
rozando las orillas que muestran sus colores siempre verdes, también es un
regalo de los dioses, pues suelen los regalos de los dioses mostrar esa
grandeza que tiene su poder vivificante, su gracia y su verdad para las gentes
que ofrecen sacrificios, que buscan las liturgias apropiadas.
Aramo es imponente, si vemos la alta cima que
quiere coronarse en las alturas, que busca engrandecerse en las alturas, que
quiere, en todo caso, rayar con sus picachos las alturas, los cúmulos que todos
los Nuberos elevan sobre el mar, sobre la tierra, sobre esas sierras altas que
muestran la caliza desnuda como el pecho de un guerrero, valiente ante el
granizo que arrecia, repentino, entre las cumbres.
En Lugh tenéis el fuego y el brillo necesario donde
las chispas arden incesantes, donde los fuegos arden incesantes, acaso las
hogueras que elevan esas llamas incesantes, las llamas que dan vida a cada
casa, las llamas con que vive cada casa, las tribus de otras eras, las gentes
de otros siglos, los hijos de estas gentes, los ancestros del tiempo que nos
toca, quizás nosotros mismos, sin saberlo.
Las moras aparecen la noche del solsticio, si
quiere su solsticio ya el verano, si busca su momento ya el verano, si gusta de
sus fiestas la llama deliciosa de un verano que pide de los baños y la hoguera,
que quiere de las aguas y la hoguera para purificarnos con un ritual hermoso,
quién sabe si confuso, pues es cierto que, en todo patriarcado, se esconden las
costumbres anteriores.
Y sé del ciervo mágico que esconde en la hojarasca
secretos de los bosques donde habita, misterios de los robles donde habita,
enigmas que no deben saber los visitantes que recibe, si son gentes extrañas
que no quiere por estos bosques verdes donde habita, lugares donde vive la
fuerza de su hechizo, la magia que le otorga esa grandeza que muestra entre los
cuernos que luce, como un dios, en su corona.
2016 © José
Ramón Muñiz Álvarez
Memoria de los jueves de tormenta
José Ramón Muñiz Álvarez
“MEMORIAS DE LOS
JUEVES DE TORMENTA”
(soneto arropado por una
prosa alegórica sobre el
misterio
terrible de la
muerte)
Después de las tormentas, la humedad
queda sobre las briznas de hierba, en las que el sol dibuja, caprichoso,
destellos llenos de colorido, los mismos destellos que apreciamos en esos
cuadros barrocos de Bruegel el Viejo (me refiero a Jan, que no a Peter), en los
que los molinos de viento reciben el saludo de un sol lejano, nórdico y
distante, todavía capaz de dar calidez a la paleta del pintor, que dibuja
gentes bajo un cielo suficientemente azul, algo dudoso.
Y es que, después de las tormentas, con
el arco-iris en la altura, mirando los campos brillantes a las últimas horas de
la tarde –pongamos que es un jueves de los años ochenta, durante el curso–, de
regreso a casa, hay un muchacho que camina, mirando los destellos del sol moribundo
en los verdes diversos del monte Fuxa, en cuya altura, como un penacho
glorioso, apunta vertical el viejo eucalipto que un día tiraron para poner una
antena.
Las tormentas tienen siempre algo
emocionante, con el relámpago y el trueno que retumba, justo antes de que, con
violencia, descienda el aguacero, a veces precipitación en forma de granizo, y
el muchacho se ve sorprendido en plena calle, buscando guarecerse en uno de los
portales de la pequeña población, para después, pisando charcos con las nuevas
botas de agua, llegar a tiempo al cuarto piso donde vive su familia.
Es jueves y los jueves tienen algo
jovial, pero no por lo que suele decirse, que hay quien dice que es día de
enamorados, sino que es víspera del viernes, y el viernes, lindando con el
sábado, por preceder a dos días seguidos de descanso, pues sábado y domingo no
son lectivos, casi le es preferido, porque es bello salir de las clases, a las
cuatro y media, justamente, corriendo por las escaleras hasta la explanada,
para luego subir a casa por la merienda.
Los otros días son, para un estudiante,
distintos, días mediocres, qué duda cabe, días grises y tediosos que, poco a
poco, dan paso a esa antesala de una felicidad efímera, la del fin de semana,
que rompe la monotonía y que es felicidad al fin y al cabo, porque se permite
lo que en otros casos no está permitido: que si ver la televisión hasta altas
horas de la noche, no tener que madrugar, poder enredar por las calles del
pueblo a sus anchas…
Habréis adivinado quién puede ser el
muchacho de imaginación desbordada que corre entre los charcos y que los pisa
alegremente, cosa prohibida por los padres, lo cual no es problema porque no
andan cerca. Es un tiempo de inocencia en que, con el chubasquero puesto y la
capucha sobre la cabeza, era un placer ponerse bajo el canalón, en días de
lluvia, y recibir una extraña ducha sin mojarse. Los chicos se peleaban por ver
a quién le tocaba.
La alegría del jueves y la emoción de
un cielo nublado solo por la parte del este, dejando que el sol se filtre de
una manera extraña, cuando comienza a declinar, además de sus brillos en el
monte de San Esteban, al que nadie llama así, puesto que todos lo llaman el
Fuxa, acompañan al niñato que camina ya para casa, no muy lejos de las antiguas
escuelas, que entonces no eran antiguas, que comenzaron a ser antiguas más
tarde, cuando hubo que tirarlas.
Y, de pronto, sin que por ello se
sienta uno viejo y desanimado –pero queda claro que todo llegará–, abro los
ojos, abro los ojos y no está el muchacho que llevaba el gomero escondido en el
bolso de la zamarra, pero tampoco están las escuelas, que las han cambiado de
sitio, y no está el viejo eucalipto, aquel enorme eucalipto que coronaba el
monte Fuxa y que podía ver desde la ventana de casa en tardes como la de aquel
jueves (si fue jueves) de tormenta.
Y, ahora, justo ahora, después de que,
con las tormentas queden sobre las briznas de hierba esas humedades que
reflejan los destellos de sol, que podrían recordar también el prado de la
“Adoración del Cordero Místico” de los hermanos Van Eyck, encaro también una
tarde moribunda, una noche que se acerca, la paleta del pintor que se hace rica
con ese sol lejano, y un hombre que se empeña en escribir poemas, sin saber muy
bien por qué lo hace:
La lluvia que desciende con empeño,
que
salta en cada charco, repentina,
la
luz de un sol lejano que declina
esconde
con su llanto y con su sueño.
Y brilla sobre el prado de Carreño
la
llama que, encendida en la colina,
vencida,
tras la lluvia mortecina,
encuentra
su crepúsculo por dueño.
Del cárabo se escucha al fin el grito,
cargado
con afán, donde querría
su
fuego luminoso alguna estrella.
La magia del lugar en un escrito
prometen,
al morir el viejo día,
los
vientos, cuando gritan su querella.
Queda escrita, verso sobre verso, la
densa melancolía que tiene la luz del sol lejano, su tristeza optimista en la
tarde de abril, si es abril, de un jueves cualquiera, su nostalgia y la manera
de reclamar la inocencia de otras edades que tardarán una eternidad en regresar,
pero que quedan sugeridos en otros jueves, pasados y por venir, en los que uno
mira, tras la lluvia, bajo el cielo cargado y amenazante, la luz de un sol
crepuscular que se agota en el horizonte.
Tal vez vosotros, que también os
abrasáis en la extraña incertidumbre de caminar sin rumbo a la deriva de la
vida, puesto que sabéis leer los designios y descifrarlos, halláis comprendido
que todo nos anuncia ese final, no sabemos cuándo, que llegará, indudablemente,
para darnos descanso, tras esta larga andadura, feliz y dolorosa, en parte,
toda vez que, entre granizos y lluvias, el correr del tiempo se apesadumbra y
el ánimo se fatiga.
Por lo pronto, decíamos que el muchacho
se iba a su casa, por cierto, y no vemos que se desvíe gran cosa, porque ya ha
llegado al portal y está subiendo las escaleras, de la que canturrea y esconde
su gomero, porque hubo una época en la que todos teníamos un gomero, un gomero
hecho con un rulo de plástico y un globo de los de diez pesetas –cuando había
la peseta, claro–, porque los globos de diez pesetas eran más resistentes a la
hora de lanzar piedrecillas y dátiles.
Pero unas botas de agua y un
impermeable bien impermeable son el mejor juguete para un día de lluvia, mucho
más que el mejor de los libros, para un muchacho que, en su juventud, necesita
madurar para leer a los grandes, aprendiendo con Segismundo “que toda la vida
es sueño” y que, entre tantas calamidades como hay en la vida, existen también
los oasis de la amistad verdadera, estrechando relación siempre con la mejor
gente.
Unas botas de agua y un impermeable
bien impermeable son el mejor juguete para un día de lluvia, mucho más que el
mejor de los libros, para ese adulto que ha madurado, que ha aprendido, que ve
en Calderón una alegoría del drama de la libertad y en el drama de la libertad una
poesía que compartir en las orillas relajantes del torrente de esa amistad
verdadera entre los que saben hablar de versos y no aburrirse nunca de repetir
lo mismo.
Y sabed que, aunque no lo parezca, unas
botas de agua y un impermeable bien impermeable son el mejor juguete para un
día de lluvia, mucho más que el mejor de los libros, para todos los que aman la
inspiración y buscan inspirar su pluma en la contemplación del paisaje y su
derrota, en la lejanía del sol, en la tristeza del ocaso y en esos oros que nos
hablan de la muerte, que nos explican, con su belleza hechicera, que pronto nos
envolverá el sueño de la nada.
2016 © José Ramón Muñiz Álvarez
“Memorias de los jueves de tormenta”
“SONETO ARROPADO POR UNA PROSA”
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