José Ramón Muñiz Álvarez
“También somos paisaje,
también somos vida”
(relato breve y sin
anécdota)
Más temprano que tarde, al acortarse
los días, veréis el brillo del ocaso, triste según pienso, porque no siempre
son tristes los crepúsculos, aunque algunas veces lo son, sobre todo cuando la
luz moribunda se acompaña de pruvas y orbayos. Y es que estamos en septiembre,
y, aunque septiembre es verano, no anda ya el otoño lejos, con sus brisas y con
sus lluvias repentinas, que son la causa de que andemos siempre con el
chubasquero, algo temerosos de que caiga una buena sobre los charcos. Seguro
que los helechos agradecen el agua que desciende y que los refresca justo
cuando amarillean y empiezan a secarse, como las hojas del castaño, que, sin
embargo, tardará en ofrecer, dentro del erizo, el rico fruto de las castañas,
dulces cuando las asan. Podéis adivinar el romance que recita la lluvia en su
descenso, colándose entre las frondas:
Porque
duerme el horizonte
después
de que la mañana
despertase
con el llanto
de
los orbayos y el agua.
Porque
duerme el horizonte
después
de que, con el día,
despertase
triste el cielo,
si
las nubes lo cubrían.
Mirar por la ventana es suponer el agua
que viene con septiembre, porque septiembre es mes de lluvias también, como
abril, y de vientos y de marejadas, que lo cierto es que los más viejos insisten
siempre en que antes llovía más, helaba más y había peor tiempo. Mirar por la
ventana es también ver la oscuridad de la noche, al abrirse camino, como una
arpía conquistadora, y sentir el encanto de la luna coqueta que se mira en el
espejo del mar y en todas las charcas, pero sin ver la lluvia, que a veces
tarda o no llega. Mirar por la ventana es abrir los pulmones al aire puro,
fresco y sereno de la noche estrellada, hasta que las nubes escondan el cielo,
y sentir la caricia de ese aire puro y fresco es vivificador, hermoso, porque
esa brisa nos baña con su correr alegre. Y, si no llueve, que puede ser, será
la brisa quien os deleite con su canto,
si
es que duerme el horizonte
donde
la brisa reclama
con
su verso el blando orbayo,
si
no es que el orbayo calla.
Porque
duerme el horizonte
donde
la tarde tranquila
se
dirige a su crepúsculo,
de
la mano de la brisa.
El mar y la montaña dibujan paisajes
agrestes y permiten contrastes que no son posibles en otros lugares, de manera
que las bahías suaves alternan con los altos acantilados por aquí y por allá, y
en los extremos de la región la montaña esta más cerca. Sí, el mar y la
montaña, la montaña y el mar, porque hay un mar lleno de espumas y hay nieve en
los montes, y, en febrero, cuando algunos van a coger oficios, puede verse el
vuelo de la cigorella, que se alza con su cresta simpática, buscando más
altura. Sí, el mar y la montaña, la montaña y el mar como un marco lleno de
misterios, como un marco donde aparece el verde de la vida manchado por la
traición de la noche, ese puñal que niega los colores de la vida y que llena el
mundo de vida con sus lluvias,
aunque
duerme el horizonte
al
tiempo que llega el agua,
que
se derrama serena,
que
no le falta la calma.
Porque
duerme el horizonte
mientras,
con la lluvia fría,
la
noche nos trae su aliento,
su
negra melancolía.
Pero nosotros también somos paisaje,
también somos vida y también somos noche, cuando la noche toma el paisaje y nos
hace recordar la soledad de esas cuevas donde los ancestros dejaron las
pinturas rupestres, es curioso testimonio de un tiempo tan lejano. Y claro está
que la vida se hace hermosa cuando se produce el cambio de estación, ese cambio
de estación que sabe, como el primer frío que anticipa el mes de octubre, a una
gloriosa derrota, porque, al descansar de los rigores estivales, el aire viejo
rejuvenece. Estos brillos que las lluvias suelen dejar en las noches de
septiembre, esas pruvas y esos orbayos que descienden sin apuro, por supuesto,
nos hablan de nosotros, nos cuentan una historia de guerras y conquistas y otra
de paz idílica.
2016 © José Ramón Muñiz Álvarez
“También somos paisaje, también somos vida”
“RELATOS SIN ANÉCDOTA”
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