miércoles, 13 de julio de 2016

La voz de la inocencia de los pueblos


José Ramón Muñiz Álvarez
LA VOZ DE LA INOCENCIA DE LOS PUEBLOS”
(relato breve y sin
anécdota)

 

La costa, con sus playas, con sus gritos, aquella animación en el verano, la voz de la gaviota que, perdida, dejaba un alarido hacia la nada, la sombra de los bloques y la arena, desnuda a bajamar (porque la arena prefiere desnudarse de los mares), miraban a un Donoso confundido, perdido en este mundo, ese Donoso carente de razón y de memoria.

-¿No toma usted un poco de chorizo? -le dijo amablemente Gundisalvo. Y el ruido de los coches, ese estrépito que rompe toda calma con apuro, lo trajo de regreso, y supo entonces que no estaba en el pueblo, que vivía muy lejos del lugar que fuera suyo, que ahora caminaba por la calle, llevado por el brazo de una extraña, y el pobre Gundisalvo estaba muerto.

Las costas asturianas son abruptas. Son altas atalayas, son murallas violentas, con cantiles, precipicios que gustan de lanzarse hacia los mares. Las olas las atacan con bravura y el viento gira y gira, revolviendo las hojas de los árboles, si quiere. Y suele el horizonte confundirse con ese cielo gris, pues, de Galicia, nos vienen muchas veces tempestades.

La playa de Gijón es diferente: no tiene promontorios orgullosos, no mira desde arriba el mar airado, no ve desde la altura las arenas. Si cabe, donde está Cimadevilla, podréis hallar un cerro que se eleva como un baluarte fuerte y aguerrido. Allí tienen su fuerza las imágenes y es bello contemplar esos azules que tiene el mar bravío del Cantábrico.

Las olas, sus espumas, sus azules, solían contemplar a los que pasan, pues son observadores los paisajes, por más que imaginemos que nosotros los vemos, cuando vamos de pasada. Las olas, sus espumas y los verdes, mezclados con los tonos más azules, pues tiene el verde el mar en muchas zonas, miraban a Donoso, el pobre anciano, llevado de la mano de una extraña:

-Me faltan los paisajes de otras veces -le oyeron pronunciar con voz amarga. Y es cierto que faltaban los paisajes que pudo disfrutar, siendo ya adulto, cuando partió, de joven, a Cedeña. Podía lamentarse de su suerte, quejarse del destino y de sus bromas, sentir que era un fastidio todo aquello:

-Habré de resignarme, y yo no quiero. Me amargan estas calles y su ruido.

Tal vez sus sentimientos horacianos lo hacían recordar décadas cándidas (el mundo, con sus prisas y sus gritos, no halaga a las personas más mayores). Tal vez aquellos verdes olvidados volvían a nacer ante sus ojos (es propio de un anciano esa nostalgia que viene de la misma adolescencia). Pudieran ser también esas manías que toman los ancianos tras los años.

-Marcelo, que no es tonto, lo decía -volvía a lamentarse para nada-. Lo cierto es que los años no perdonan, y soy un trasto viejo que molesta, tal vez tan solo un trasto, pero un trasto que gana su dinero todavía. no entiendo por qué quieren encerrarme, pues yo me valgo bien, tengo mi casa, mi sueldo, que no es poco, porque tengo lo mismo que cualquiera que trabaje.

Y es cierto que él había trabajado, pasando muchos años en la escuela de aquel pueblo rural de la montaña. Ahora, con los años, era tiempo de hallar ese reposo que pretenden aquellos que no tienen ya más fuerzas. Pero esto era una cárcel y quería seguir viéndose libre como entonces, en esos tiempos bellos y dichosos. Llevarlo a la ciudad era un secuestro.

-Donoso, no se olvide usted las gafas -le dijo la muchacha con cariño-. Y sepa que no está usted prisionero, que gusta de quejarse demasiado: usted está en Gijón, pues sus sobrinos vinieron con usted hace tres meses. Usted está en Gijón, que, con los años, se olvida de que no vive en la aldea.

-¡No importa si es Gijón, es una cárcel! -le vino a responder malhumorado.

-El médico le dijo que está bueno, y el caso es que se olvida muchas cosas.  Procure recordar que las pastillas las tiene que tomar cuando la cena. Ignacio le dará un vasito de agua y así podrá tomarlas con el postre. Y no me ponga cara de enfadado, que usted, si le apetece, es muy gracioso. A mí me gustan muchos las leyendas que cuenta a los ancianos del asilo.

Miró los edificios de la calle. El gris de las ciudades apagadas saluda con su cielo encapotado, después del mediodía malherido. Los coches siguen, lentos, su camino, tras ver los conductores ese verde que encienden los semáforos mezquinos. Los niños, caminando las aceras, regresan a sus casas agotados, cansados de los baños matinales.

-No es este mi lugar -dijo en voz baja, sabiendo sus derechos como todos.

Él era hombre de pueblo, un enseñante que amaba las extrañas tradiciones del mundo del folclore de su tierra. Amable como pocos, escuchaba leyendas de la boca de los viejos y amaba los romances más antiguos. Sus muebles albergaron en su casa los libros de Pidal y su familia.

Las olas lo miraban y reían, quizás no con crueldad, pero reían, tal vez enternecidas, viendo al viejo (las olas pueden ser, con su dureza, más crueles que el acero de un cuchillo). Tal vez lo conocían de otras veces, y no en Gijón, por cierto, porque Gigia tan solo era un lugar que visitaba muy poco, prefiriendo otros rincones, amigo de las playas más tranquilas.

Donoso se sentía comprendido por nubes alejadas en el cielo, por montes y por llanos, por colinas, por aves suspendidas en el aire que quieren libertad para los presos que nunca han hecho mal en este mundo. Donoso se sentía comprendido por perros y por gatos cuyos amos solían retenerlos en sus brazos, si no es que los llevaban con cadenas.

De pronto sus ideas se nublaban. Llevado por la mano de una joven, perdido entre los altos edificios, volvió a soñar igual que hacen los niños. Y pudo ver los montes y los riscos, las nieves en la altura, y, con las nieves, volvieron a su mente sus vecinos. Marcelo, don Rutilio y otros muchos estaban a su lado como entonces, hablando, conversando como siempre.

-¿Le pongo una tapita de chorizo? -le dijo con respeto Gundisalvo.

-No quiero, muchas gracias -dijo el hombre, cansado del chorizo de la tasca. Aquel chorizo no era de lo bueno, y el vino que bebía le bastaba. El otro dio en ponerse muy pesado, hablando de matanzas y de carnes, de callos y morcillas que el invierno curaba con sus hielos y sus nieves.

Donoso se aburría de las gentes, llegando ya a este punto, y se abstraía, buscando en un rincón ese sosiego que quieren los benditos y los santos, los viejos y los sabios que se apartan de toda la bullanga que molesta. Quería recordar tiempos mejores, los tiempos de una vida que dejaba volar el tiempo rápido y, corriendo, quería retenerlo para siempre.

Alguno lo escuchaba receloso, porque era su discurso un tanto excéntrico: las gentes más normales van al fútbol, lamentan la política vigente, discuten el tamaño de unas tetas y no quieren saber de los ancianos: las técnicas modernas han barrido secuelas que eran antes imborrables, y el bueno de Donoso, entre los suyos, dejó de ser querido como otrora.

Y cierto que, desde hace algunos años, hablaba en demasía de aquel cura, del viejo sacerdote al que los jóvenes confunden con un cura diferente, ministro para un Dios que, con su gracia, a ratos nos castiga y nos condena, si acaso hubo algún Dios en las alturas y pudo condenarnos con su furia. Donoso recordaba al buen Rutilio, con el que discutió no pocas veces.

Miró tras el cristal de la ventana. Las gotas de la lluvia repentina, las voces apagadas de la lluvia y el viento que corría los espacios quisieron, caprichosos, que aquel día volviera a recordar a don Rutilio, rival y amigo suyo, pese a todo, después de tantos años de pelea. Donoso no era rico y sus penurias hacían su existencia más mezquina.

Y no olvidó sus penas don Rutilio: también era hombre pobre, aunque dijeran algunos que robaba los dineros de las limosnas, casi miserables, de aquella gente escasa y tan humilde, dejada a la miseria de las nieves y de las tempestades de la zona (lo cierto es que el obispo vigilaba, después de los rumores divulgados por mozos atrevidos de la villa).

Frecuentes fueron esas caminatas, pues, yendo a visitar a sus vecinos, cuidaba como nadie de los suyos, la gente a la que, indómita y agreste, sabía perdonar con la paciencia que suelen demostrar los que son santos; y siempre le informaban los vecinos de quién estaba malo y quién sufría las fiebres del invierno, cuando marzo quería adelantar la primavera.

Su gesto era el de siempre, pues llegaba cansado del paseo a la parroquia, quién sabe si vencido por las horas de largo caminar por esos montes. Solía molestarle el sol callado que entonces ya declina a su crepúsculo, la luz del sol callado que se rinde, que sabe renunciar cuando es momento, perdiéndose detrás de las montañas, muriéndose detrás de las montañas.

Lo vieron descender por el camino: bajaba siempre triste y cabizbajo, tan negro como un cuervo entre los verdes intensos de los bosques de la zona, cubierta por castaños y por robles que, en una extraña mezcla, se juntaban, negándole la luz a una maleza, tan densa como lo es, entre los árboles, la alfombra que tejieron, a su gusto, dormidos como siempre, los helechos.  

Después de todo, él era el cura párroco:

-No puedo comprender lo que me dicen -solía repetir desesperado, cansado de escuchar aquellas cosas de boca de las viejos de la aldea, de gentes que contaban a sus hijos historias de aquelarres, de reuniones de magos y de diantres, de doncellas llevadas ante dioses prerromanos y cultos que rayaban lo mistérico.

No lejos de las altas enriscadas, al lado de los densos robledales, Cedeña es una aldea muy pequeña, dejada en el olvido de los mapas, en un lugar recóndito, escondido, sin ruidos, sin rumores y sin voces, que vive de la calma del arroyo y adora los momentos de sosiego, sabiendo que en las villas y las urbes se vive con estrés y sin paciencia.

Cedeña se levanta donde un castro que vio correr los siglos siendo ruina. La habitan hoy algunos ganaderos que quieren esos verdes pastizales que siguen siendo buenos, que aprovechan a algunos propietarios de vacuno. No quedan ya muchachos, pues se fueron: los mozos ya no quieren los trabajos posibles en los pueblos más pequeños, allí donde no quedan esperanzas.

Los propios de estos pueblos son extraños: conservan muchas veces raros credos, manías que parecen imposibles, tal vez incomprensibles a los otros,  que habitan la ciudad, lejos del bosque, del monte y de los lobos que se acercan si quiere la nevada arreciar fuerte. Son clásicas las viejas que repiten sus cánticos, sus negras letanías, luctuosas como el canto de los cárabos.

Aquellas eran cosas de vedorios, y el cura de la villa no entendía que las supersticiones arraigasen, tan firmes, entre todos sus vecinos: decía que el pecado estaba siempre donde la fe cedía a la ignorancia y a la nobleza estúpida del pueblo, que todas las leyendas y relatos, aquellas tradiciones seculares, tan solo eran recuerdo de las brujas.

Asturias y Galicia son curiosas: allí se hacen arcaicas las costumbres, de modo que parece que los siglos no corren, apurándose, al vacío; la lluvia llena tiempos a deshora y es fácil confundir las estaciones, si no se ven los bosques desde casa; el canto de los lobos aun resuena, palabra de la muerte y del peligro, para que teman viejos y muchachos.

Las zonas apartadas son propicias. Allí pervive el culto a los ancestros y pueden encontrarse los vestigios de tiempos, a lo menos, protohistóricos: pensad que en cada pueblo queda un castro, sabed que cada monte esconde un dolmen, decid que hay cuevas bellas por doquiera. Las gentes del lejano Paleolítico poblaron esas cuevas y llenaron sus piedras con pinturas misteriosas.

Por eso la memoria se hace fuerte. Las voces agoreras de las brujas resuenan, cuando es noche, en cada pueblo, como si fuese acaso la lechuza; se escucha el llanto triste del mochuelo, la voz desamparada del autillo y el grito lastimero de los cárabos; la gente de los pueblos tiene miedo y el miedo es alimento de los mitos que sueñan los humildes campesinos.

Donoso no pensaba como el cura: la gente de aquel pueblo mantenía con vida las leyendas y los cuentos de aquella tradición secreta y bella, y en esa tradición seguía ardiendo la llama del pasado, la cultura de un pueblo primitivo pero noble, los ecos de un pasado moribundo, vencido por ingenios industriales que hieren, que laceran estos credos.

Y no eran ignorantes estos hombres. Su vida discurría en ese marco curioso donde cantan los helechos, si el viento los sacude, sus baladas. Refranes y romances eran parte de aquel acervo extraño que integraba tal vez un testimonio más antiguo. La vieja religión, la primigenia, siguió siendo admitida por los celtas del tiempo en que llegaron los romanos.

La discusión venía ya de lejos. Donoso no era, pues, como Rutilio: el cura condenaba todo aquello con la ignorancia cruel del que no sabe. Rutilio era distinto de Donoso: Donoso, generoso, en todo caso, sabía comprender a aquella gente. A veces se encontraban en el “chigre” los viejos campesinos, tras la misa, y hablaban con Donoso de estas cosas.

El bar sirvió de campo de batalla. El cura, que era amigo del buen vino, paraba allí también tras la liturgia, buscando la polémica encendida. Donoso, con los viejos campesinos, hablaba en la defensa de esos credos, por más que el no creía en el espíritu. Las viejas replicaban que el maestro, si no era un rojo vil, era un ateo, quién sabe si un mezquino comunista.

Pero Donoso no era nada de eso. Acaso pretendía revelarles quizás una visión mucho más rica, testigo de la historia y sus sucesos. Podía comprenderse que los siglos pasados conjugaron muchas cosas, no solo el cristianismo que se impuso. Aquellas religiones anteriores, perdidas en la bruma del pasado, podían ser tal vez lo fascinante.

Febril y en desacuerdo con el cura, solía demostrar sus argumentos con un afán brillante y pretencioso. Tal vez era su espíritu de niño, la voz de aquella infancia no lejana, que hacía que quisiese la victoria. Y el caso es que la gente, temerosa, sabía que el buen cura era el buen cura, y el cura era el señor en aquel pueblo. Donoso no entendía todo aquello. Y alguna vez el cura se lo dijo:

-No debes confundir a todo el mundo, pues ellos son personas sin cultura, carecen de la lógica más ínfima. Tú tienes formación y es otra cosa, pero ellos son personas muy sencillas, capaces de entender muy pocas cosas. No vengas defendiendo unas ideas que acaso no interesen sino a ociosos, a sabios y a los más intelectuales.

Lo cierto es que los curas, a su modo, contaban también cosas increíbles. Sabed que hay en las viejas religiones saberes que no existen en las nuevas. Y que estas religiones nos transmiten sus dogmas y curiosos disparates. De todos modos, cada campesino le daba autoridad al viejo cura. Pero, si andaba lejos don Rutilio, gustaban de la charla de Donoso.

Las charlas de Donoso, siempre amenas: hablaba de leyendas ancestrales, de cuentos y leyendas olvidados, de historia y de ficciones alocadas; gustaba de saber los romanceros, los cuentos de grimorios y de seres más propios de centurias sin memoria; amaba como nadie los misterios, los mitos de los libros de los clásicos, las fábulas de tiempos tan pretéritos.

El tiempo que vio vivo a don Rutilio fue un tiempo muy distinto de este tiempo. El tiempo que vio vivo a don Rutilio fue un tiempo en que el milagro era posible, tan propio como acaso los milagros que nos vendieron papas y arciprestes, queriendo más poder y más pecunio para esa Iglesia llena de mentiras que supo desterrar identidades que mueren todavía en los villorrios.

Y qué pensar del pobre de Donoso, dejado en este mundo diferente, perdido entre los altos edificios de las ciudades bárbaras, terribles, brutales como nunca lo fue el monte, con todo su trasiego acelerado. Miradlo dónde está: vive en un pueblo, buscando en la poesía esparcimiento, gozando del retiro de los clásicos y de un fray Luís que está desengañado.

La vida trepidante le molesta, las urbes, con el claxon de los coches, los gritos de los niños en la escuela, si es hora de salir a los recreos; el grito de la gente, los anuncios, acaso esos trajines incesantes que ofenden el sosiego y lo maltratan, y acaso esa paloma que se atreve, como cruzando el cielo, entre tejados, a no dejar filtrarse la alborada…

Qué raros son los versos amorosos en estos tiempos nuevos que nos hieren: parece que la voz de la poesía no tiene ya lugar en este mundo; parece que los jóvenes que vienen no quieren ya saber de Garcilaso ni hablar del madrigal en que Cetina dialoga con los ojos más hermosos; parece que las máquinas nos llevan a mil desastres nuevos y otras guerras…

Pero era cuando hablaba de vedorios y cuando comentaba los misterios de antaño, de los tiempos del olvido, cuando los parroquianos de los “chigres” querían escuchar aquel discurso cuajado de misterios insondables: los cuélebres, la Güestia y los difuntos estaban en su boca, como a veces también entre los viejos campesinos y el eco de la voz de las abuelas.

El eco de la voz de las abuelas… Pero estos tiempos ya nos son ajenos. Quizás no habrá más hombres como aquellos que amaron el legado de los suyos. De pronto Gerineldo ya no es nadie, no es nadie el conde Olinos a caballo. Y el Cid se queda en menos que un portero que juegue en un equipo de segunda, si al cabo los equipos sin solera son algo que interese todavía.

Pero él hablaba a veces de vedorios. Los viejos le contaron mil historias curiosas que escuchaba, siempre atento, sabiendo que la gente lo creía. Jamás negó que fueran algo falso, mas dijo que era bello conocerlos, saber esos relatos, su sentido, poder profundizar, saber qué cosas creyeron los antiguos, los más viejos, los hombres que poblaron el pasado.

Buscaba información en las aldeas. Las viejas le contaron que hubo un hombre capaz de hablar con muertos y con vivos, que pudo ver la Güestia cada noche. Le hablaban del vedorio, que era ciego, tan ciego como un topo, pero sabio, capaz de ver los vientos del futuro. Los tristes ganaderos, los labriegos temían su presencia sobre todo, pues él les anunciaba cada muerte.

-¿Se anima con un poco de chorizo? -le dijo amablemente Gundisalvo.

Los altos edificios, las aceras, las tiendas, los comercios, los cristales de aquel Gijón lluvioso cuyo cielo lloraba los rigores del verano, las olas traicioneras, esas olas que quieren despojar al marinero, que afirman con su furia el territorio, sabían que Donoso se perdía, que no sabía ya ni dónde estaba.

El pobre Gundisalvo estaba muerto y el bueno de Donoso estaba enfermo. Y acaso las arenas de la playa, desnudas al llegar las bajamares, pobladas de turistas en verano y el brillo de un sol débil, repentino, detrás de aquellas nubes cuyo enfado venía preludiando una tormenta, quién sabe si los coches y las motos que pudo ver, camino del asilo, sabían lo que estaba sucediendo.

Donoso hablaba solo algunas veces, perdido en el vacío de la vida. Y existe en nuestra vida algún momento terrible en que sabemos que no somos lo mismo que ya fuimos hace tiempo: el niño que ha dejado de ser niño y el joven que ha dejado de ser joven padecen ese mal, también los viejos, y el alma de los viejos, que es sufrida, comprende que se puede ser más viejo.

Donoso no podía ser consciente, si no era algunas veces, de rebote, cuando alguien recordaba al buen Donoso los males que venía padeciendo. Donoso, cuyo genio moderado llegaba a ser temible algunas veces sentía como un náufrago en la nada que estaba prisionero en una celda, quién sabe si Gijón o si Cedeña, quién sabe si su mente al derrumbarse.

Estaba ya cansado del destino. El suyo era un destino de penurias, de inmensa soledad y de demencia, pues es su soledad lo que destroza a todos los dementes en el mundo. Estaba ya cansado de esa cárcel, la cárcel de su vida, refugiándose, buscando en su locura esos regresos a tiempos que eran suyos, esos días que fueron libertad para su espíritu.

-Los viejos no olvidaron a Silvino. ¿Te acuerdas de Silvino, el de Laurencio? -decían los más viejos de Cedeña, después de que muriera siendo joven. Los niños no pudieron conocerlo después de aquellos tiempos y Donoso tan solo oyó rumores del vedorio (si supo de la muerte de un vecino, si vino con avisos a Pascuala, si un alma les pedía alguna misa…).

Y entonces se enfadaba don Rutilio, el viejo cura, lleno de manías, aquel hombre tan santo que luchaba con las supersticiones de la zona, creyéndose, en su lucha un caballero de aquella fe dogmática y taimada que impuso sus verdades por la fuerza. Decía que esas cosas son pecado, y el diablo las inspira y que no es bueno pensar que tienen lógica esas cosas.

-No venga con monsergas, don Rutilio -solía responder al viejo cura, que, absorto, lo miraba con desprecio. Los viejos sacerdotes de los pueblos creyeron en los tiempos que decimos que estaban por encima de los otros. Y entonces, enfadado como siempre, dejaba al buen Donoso, pues, airado, marchaba, santiguándose, a su casa:

-¡Que vengan a tratarme de esta forma…!

Y el cura lo dejaba con los otros, que, siempre con recelo, lo acusaban de no tratarlo bien, de ser tan hosco, que, en todo caso, el bueno de Rutilio tenía a veces gestos más amables con quienes habitaban la comarca.

-Yo nunca le hago nada -respondía Donoso, que, increpado, se mostraba tan puro como el niño más prudente-. Y el caso es que él también debe respeto.

La gente de Cedeña no entendía, quizás, esas palabras de Donoso, y en eso iba acertado el viejo cura, pues ellos no eran grandes antropólogos ni habían conocido rudimentos para entender algunas de sus cosas, cuando él les explicaba que Cernunnos fue dios para unos celtas asturianos, vencidos, derrotados por Octavio, señor del mundo ya, dueño de Roma.

Rutilio falleció una noche triste. En esos tiempos, todos los vecinos solían acudir al viejo templo, habiendo un funeral en esa villa. También llegó Donoso, que tenía sus hábitos curiosos, excusando domingos tristes, fiestas importantes. Y nadie dijo nada de Donoso por verlo allí, sentado ante otro cura, un joven que oficiaba de memoria.

La muerte de Rutilio fue importante. No en vano él era el párroco y amaba los ritos, los oficios y a esos fieles que daban quebraderos de cabeza. Los curas, tras su muerte, son bien vistos. Rutilio, que fue un santo casi en vida, muriéndose, alcanzó gloria más alta: dejaron de decir que si robaba. Aquel asunto turbio ante el obispo tan solo fue un invento de los mozos.

Después del funeral llegó el ocaso. El “chigre” estaba lleno de vecinos: labriegos, ganaderos y pastores solían alternar con el anciano, pero las que mostraban más aprecio quizás eran las viejas, las beatas, algunas de ellas viudas, tras los años. Después de aquella muerte era imposible querer explicar aquel sistema ritual de los ancestros de otro tiempo

De modo que Donoso se aburría. Las horas eternales de las tardes (solía trabajar por las mañanas), pesaban como el mármol, aplastándolo; los brillos del crepúsculo en otoño se hacían, cómo no, más melancólicos, soñando con la nueva primavera; también pensaba en ese sol invicto que vuelve a renacer en un diciembre de sombras misteriosas y de noche.

Y entonces decidió escribir aquello: los ríos y las aguas de la xana, las islas de los altos pataricos, los duendes y los trasgos de la zona. No quedan sus escritos porque nadie los supo valorar cuando era tiempo, mas él dejó opiniones sugerentes. Quería describir la vieja Asturias, la tierra de las gentes transmontanas, vecinas de gallegos y de cántabros.

-¿Y dice usted que existen los vampiros? -solían preguntarle los alumnos, perplejos ante tales opiniones. Armado de paciencia, les decía:

-Pensad que no hay cultura en el planeta que no tenga vampiros ni hombres lobo, ni brujas ni loberos en los montes. Los viejos habitantes de las zonas aisladas de los pueblos y las villas solían repetir estas historias.

¿Y no era esa enseñanza todo un logro? Los niños, escuchando sus palabras, tendían a asustarse algunas veces, pero era todo culpa de las viejas; las mismas que decían que Donoso gozaba al asustar a aquellos niños, en vez de dar lecciones de aritmética. Pero eran esas viejas las causantes del miedo de los chicos, al contarles leyendas del ayer, casi olvidadas.

Donoso se hizo huraño de repente. Buscó las soledades que Rutilio solía conocer desde hace tiempo, cuando iba a visitar a los enfermos. Las sendas más estrechas y enfadosas le daban el placer de ver las nieblas cayendo sobre el valle con la noche. Llevaba la linterna, porque siempre llegaba tras las horas del ocaso, cansado por las horas de camino.

Hablaba solo ya, como los locos, mentando a las criaturas de ese mundo que tanto le gustaba y le atraía. Decía que el Busgosu y el Mufosu prefieren ser discretos y ocultarse, si acaso algún intruso pasa cerca. Pero ellos son señores en el bosque: las densas humedades del otoño también los obedecen y los temen, sabiéndolos señores del robledo.

El bosque silencioso, cada tarde, mostraba su bostezo malherido bajo una niebla densa, blanquecina. La luz escasa tiene sus encantos, dejados al placer de la aventura, si vamos por lugares conocidos. Donoso, en soledad, lejos del pueblo, soñaba ser acaso, entre sus seres, quizás una criatura misteriosa y un dios entre los dioses de aquel bosque.

Aquellos castañares ya eran suyos. Había conquistado, por derecho, con un amor intenso y esforzado, ser amo de esas tierras de otros dueños. Llegados los otoños con sus brillos, sus luces, sus dorados y sus rojos, buscaba, entre hojarascas, como un niño, los níscalos callados, las lepiotas, acaso los coprinos, cuyo blanco supera al de la nieve de las cumbres.

Después de todo, aquellas soledades perdidas en la nada comprendían sus altos sentimientos, sus ideas. Con alma de poeta, caminaba senderos, incansable, disfrutando de aquel paisaje bello y silencioso. La calma en los rincones lo sedujo, por eso dibujaba en un cuaderno los montes y los altos farallones perdidos entre orbayos y granizo.

El bar de Gundisalvo era el bullicio. Un chigre que otras veces funcionaba como esos restaurantes de los pueblos que viven de la gente cazadora: venían muchas veces de ciudades y grandes poblaciones, con sus coches, llevando al hombro siempre la escopeta, buscando la cocina que mantienen las gentes de la aldea, si se trata de algún venado, un corzo o de una liebre.

Había jabalíes en la zona. Lo cierto es que él no tuvo nunca miedo de bicho alguno, siempre a paso lento, llevando la linterna, en todo caso. Difícil es andar esos parajes si llega ya el crepúsculo y las luces se pierden a lo lejos con apuro. El caso es que él no amaba los placeres gloriosos de la caza, ni tenía tampoco cualidades necesarias.

Tampoco le gustaba aquel ambiente, los días que no había cazadores, cuando los campesinos se juntaban. Después de haberse muerto don Rutilio, partieron tres amigos a las urbes, dejándolo quizás en la estacada: perdió la charla afable de otras veces. Por eso caminaba con las lluvias o se quedaba en casa meditando, leyendo y escribiendo largos versos.

Existen hombres que aman la poesía como los caballeros de otro tiempo. Son seres que conocen las vivencias que pueden descubrir los que se afanan, buscando una vivencia inalcanzable; son almas que conocen la experiencia que no pueden vivir en su retiro, tan lejos de la luz de la aventura. Y en ellos son posibles impresiones que no han de comprender otros mortales.

El bar de Gundisalvo, por lo tanto, dejó de ser propicio, pues el “chigre” tenía ya un ambiente diferente. Los tiempos del buen cura don Rutilio cedieron a polémicas distintas, con un nivel acaso insoportable: el tema favorito lo fue el fútbol. Algunas veces iba, pero pocas, para beber un vaso de buen vino y echar una ojeada a las revistas.

-¿No toma usted un poco de chorizo? -decía con respeto Gundisalvo.

-No quiero, muchas gracias -contestaba, tal vez en la sospecha de un propósito: lo cierto es que el del bar, amigo suyo, quería retener a su clientela, hacerlo consumir todos los días, a base de ser siempre tan amable. Su instinto inteligente le dio aviso, pues cierta desconfianza es buena siempre.

-¿No quiere usted un poco de morcilla? -venía repitiendo nuevamante.

-No quiero, muchas gracias -contestaba, risueño, picarón algunas veces.

Los dueños de los bares son amigos y al tiempo negociantes y es el caso que nunca será bueno dar confianza. Son muchos sus enredos seductores, y el vino ayuda mucho, porque el vino nos hace ser, de pronto, bien pensados.

-¿No gusta usted un poco de este “chosco”? -pedía con un gesto suplicante.

-No quiero, muchas gracias-, contestaba, pensando que era cómico el asunto, sabiendo que era extraña circunstancia. A veces, tras negarse varias veces, sentíase forzado, y accedía: un poco de tortilla con cebolla no puede hacer gran daño a los frugales. Donoso siempre fue un señor prudente.

Las largas caminatas eran buenas. Y, haciendo largas marchas, tuvo suerte, pues vino a conocer a un hombre joven, amante de los riscos y la altura. Quizás le parecía un temerario, pero era hombre de mundo y conocía las costas asturianas, la montaña. Leído como nadie, aquel muchacho podía discutir, contarle cosas, hablarle en un lenguaje diferente.

Marcelo era alpinista y antropólogo. Quizás los antropólogos parezcan extraños a los otros con conceptos más raros que los propios del filósofo. Hablar de tolerancia y de teoría no siempre es un ejemplo provechoso para las gentes rudas de las villas. Pero ellos olvidaban sus tensiones, cruzándose y hablando de esa historia lejana de los celtas y romanos.

Donoso comprendía a aquel “rapazu”. Estaba preparado como nadie, podía caminar tranquilamente y hablaba de misterios insondables: el güercu, el patarico y las ondinas, la xana de las fuentes y los ríos, acaso las princesas en encantadas volvían a nacer y a ser curiosas para estos dos extraños y sus gustos. Tal vez los viejos robles contemplaron la charla de dos locos en la senda.

La tarde que lo vio por vez primera quedó muy sorprendido de las cosas que dijo sobre zonas tan diversas: Marcelo, que era vasco, conocía perfectamente Asturias y Galicia, y acaso muchas zonas de Cantabria, sabía conectar con lugareños, tratar gentes diversas y mezclarse con hombres y mujeres de los ámbitos aislados y rurales de los montes.

Y hablaron de los tiempos megalíticos. Aquellos eran tiempos tan distintos que no podrá jamás la arqueología llegar a descifrar qué son los dólmenes. Y, desde Vascongadas a Galicia, pasando por Asturias, por Cantabria, se advierten los folclores parecidos: los “mouros”, que no moros, “les ayalgues”, la búsqueda del oro donde hay castros, acaso donde hay restos paleolíticos…

Amante de los vinos castellanos, lo vieron en el “chigre” los labriegos y alguna vez habló con Gundisalvo, que suele ser muy grato estar de cháchara. Los viejos de la zona lo miraban con algo de recelo, pues el pueblo tenía sus visitas regulares. Él era, a fin de cuentas, para todos, distinto a los demás, todo un extraño, en un lugar que siente desconfianza:

-¡Los viejos campesinos de la tierra! -decía Gundisalvo a su cliente-. Son hombres de nobleza incomparable, pero hay en ellos miedo a los de fuera. Si usted los conociera y se le abriesen vería que son buenos, que su fondo no tienen la maldad que tiene un niño. Marcelo comprendía todo aquello, sabiendo que los viejos de villorrios como ese eran personas muy cerradas.

Pero eran más hermosos los paisajes, acaso las leyendas y los cuentos. El pobre Gundisalvo, con Marcelo, tampoco consiguió grandes negocios, si no fuera venderle algunos vinos. Marcelo se hizo amigo de Donoso. Lo cierto es que solían encontrarse cuando Marcelo hacía montañismo por rutas escogidas de la sierra. Pasaban largas horas caminando.

Quizás eran gozosas esas horas. Hablaban de la historia y de la vida, de todos los encantos naturales, del tiempo sin memoria y su camino. Tal vez se imaginasen dos filósofos. También en los filósofos más sabios hay algo de valor y de aventura que busca las locuras cotidianas. Y entonces confundían cada cosa y hablaban de intuiciones con acierto:

-Me gustan -repetía con frecuencia-, las altas enriscadas y las rozas, los montes escarpados, la aventura que pueden prometer algunas veces.

Donoso, que contaba con sus años, miraba con  la envidia que hace tiempo no hubiera imaginado que tuviera. Pensaba que era injusta aquella envidia, quizás como un pecado del ateo sumido en la derrota de los años.

Galicia era la tierra más arcaica: sus bustos, sus montañas, eran suaves, pausadas, entrañables, femeninas, tan dulces como el beso del verano. Asturias era en cambio masculina: sus altas cordilleras eran jóvenes, valientes levantiscas, como acaso los mozos que la pueblan, si es que hay guerra. Galicia era pacífica y callada, y, en cambio, Asturias era más violenta.

También Cantabria tiene torres altas, baluartes atrevidos, las más veces, alzados sobre mares tan bravíos. Cantabria, tiene montes elevados con altas enriscadas que parecen cuchillos contra el cielo y sus nublados. Y el mar no es, en Asturias y Cantabria, más suave que en Galicia y su contorno. Tampoco las ventiscas son más suaves que en la primera línea del Atlántico.

La lluvia es en el norte la constante que suele acompañar a los paisanos. El aire de la zona es traicionero, llegando con las densas nubaradas. De pronto, tras momentos de sosiego, los rayos del sol ceden a las nubes. Y entonces el granizo se hace príncipe: desciende sobre campos, sobre playas, acaso sobre montes elevados, violento, con su rabia encabritada.

Donoso comprendía a aquel muchacho que amaba cada cumbre en los cordales. Quisiera ser a veces como antaño, mostrarse como un mozo competente de los que escalan altos precipicios. Donoso respetaba las palabras, los sabios comentarios acertados y el algo de poesía que hay en ellos. Marcelo era a sus ojos muy prudente, capaz como ninguno y muy maduro.

Sin prisa, fue Donoso introduciéndolo, con aire persuasivo, de las cosas que vino discutiendo con Rutilio, el cura de la aldea, el viejo cura que nunca volvería del pasado. Sin prisa, fue Donoso convenciendo, palabra por palabra, al buen Marcelo, hablándole de brujas y de meigas, de diaños y de sumicios, de esos seres que rondan a sus anchas cada noche.

Y fueron intimando poco a poco. Sabed que la confianza no se otorga después de algunas horas de camino, sino que se concede lentamente. Los años que pasaron dieron paso, después de tantas charlas a un  regusto por todo lo romántico y lo lúgrubre: las brujas y su mundo misterioso. Y un día, siendo tarde, el nuevo amigo se puso a hablar de Marcos el vedorio.

Donoso, interesado por el tema, no pudo sino hacerse todo oídos: “Mi abuelo hablaba siempre de don Marcos, un hombre que podía ver los muertos y a veces asustaba a los que viven. Mi abuelo era asturiano, de occidente. Y pudo conocerlo y fue su amigo. Los otros lo temían demasiado y huían al hallarlo en los caminos. Pero era un hombre bueno, pese a todo.”

Donoso intercalaba comentarios y aquello se ponía interesante:

-El mundo de la muerte es misterioso. Solemos aterrarnos con la muerte, sabiendo que es un trámite, que nunca podremos evitar ese destino. Pero, al hablar de temas funerales se pone mayor énfasis y todos escuchan con más gana lo que dicen. No en vano, moriremos algún día.

Marcelo, si contaba alguna historia, mostraba grandes dotes narrativas, haciendo más ameno su discurso. Los temas que trataba siempre fueron acordes a ocasiones especiales, como era caminar con los amigos. Las noches de acampada le enseñaron el gusto de los hombres de la aldea por todo lo macabro y misterioso: el cárabo, el autillo, los mochuelos…

¡Quien viera al buen Donoso en estos días habría de sentirse lastimado por ver a un hombre bueno en decadencia, hablando de los tiempos de Marcelo!  Donoso solo hablaba del mochuelo, del grito del autillo y de los cárabos de montes olvidados en Cedeña, de valles apagados en Cedeña. Las olas y la espuma lo sabían, al verlo caminar junto a la playa.

-¿No quiere que le traiga más chorizo? -decía muy prudente Gundisalvo.  Y a fe que se sabía en aquel “chigre”, bebiendo buena sidra con Rutilio. También el buen Donoso, por las calles, perdido en su miseria y su locura soñaba como algunos, y soñaba dejando atrás sus males y amarguras, su extraña sinrazón, esa incoherencia que sufren los ancianos al pudrirse.

Las olas comprendían sus palabras en ese Gijón gris y melancólico, la población maldita en que moría, sintiéndose infeliz y prisionero Donoso, si no hablaba con los suyos, si acaso no escuchaba a los amigos de un tiempo que se fue y que no regresa. Las olas, su susurro, repitieron, rozando con cuidado cada roca, las voces de Marcelo, si decía:

 “Mi abuelo me explicó que aquel paisano tenía grandes dotes de vedorio. Mandaba aviso pronto a las familias, si alguno iba a morirse esa semana. Por eso los labriegos lo temían del modo en que se temen grandes males: no en vano, en esos tiempos, el abuelo, contaba que vivía tras los montes. Los otros, acercándose la muerte, prefieren ignorar esa salida.

Donoso caminaba confundido, cogido por el brazo de una extraña. Las olas gijonesas, en la arena, sabiéndose ya muertas, casi muertas, sentían las palabras del anciano, miraban con paciencia aquellos gestos. La arena de Gijón, parda y callada, prestaba su atención a aquellos labios que hablaban en silencio, delirantes, perdidos en un mundo tan distinto.

Donoso no sabía dónde estaba. Seguía caminando solitario los valles que, entre cumbres levantadas, miraban nieves puras en las cumbres. Seguía recordando a don Rutilio y hablando con Marcelo de los muertos y las supersticiones de la zona. Seguía replicando y comentando las cosas que decía con buen tino Marcelo cuando hablaba de su abuelo.

-El caso es que la muerte nos cautiva -le vino a recordar el buen Donoso, después de que le hablase de vedorios-. La muerte nos cautiva, eso es lo cierto, y estamos avocados a la muerte, pues todos moriremos algún día. El tiempo que nos queda es un misterio: morirse infunde miedo a todo el mundo, y acaso los ancianos que repiten que quieren morir ya tienen más miedo.

Marcelo lo escuchaba entusiasmado, sentía su discurso interesante, gustaba de aquel eco legendario. Amante de la noche, conocía los cantos de las aves y en sus viajes halló conocimiento de las cosas. Sabía tradiciones muy variadas. Hablaba de los vascos y gallegos, sabía de las gentes asturianas, los cántabros, si acaso, y los leoneses. Donoso lo sabía y lo pinchaba:

-La noche tiene dueño, ya se sabe -le dijo alguna vez-, pues, en Galicia, las “meigas”, que no existen, según dicen, están por todas partes y nos miran, y saben de las viejas procesiones que corren cada noche las parcelas, cantando, con no poca pesadumbre, sus culpas, su dolor, sus letanías..., la vieja procesión de los difuntos, que grita su terror a los que viven.

-La noche tiene dueño, por supuesto -le supo replicar algunas veces Marcelo, mas sin gana de polémicas-. La noche es el desván de los fantasmas que asustan a los pobres ignorantes que sienten los temores infundados. Y todo son leyendas hermosísimas que existen en Galicia y en Asturias: yo sé que en Brañavara hubo una bruja que hablaba de estas cosas a la gente.

Donoso comprendía que Marcelo sabía las costumbres de la zona, las viejas tradiciones conservadas de un tiempo inmemorial en estos pueblos. Cedeña mantenía, frente al cura que vino en el lugar de don Rutilio, sus cultos ancestrales, esos cultos de siglos olvidados que los años podrán borrar por fin, porque los años acaban por borrar toda memoria.

Los viejos de los pueblos, los más viejos, hablaban de los cárabos callados que esperan en el monte los crepúsculos. Sus voces corren todos los lugares, llegando de los bosques a la aldea. Decían que sus voces penetrantes quizás eran avisos del infierno, del duro y triste infierno de las almas. El caso era asustar a los vecinos con las supersticiones más antiguas.

Más fama tuvo acaso la lechuza. De la lechuza dicen, pero malo, y es justo condenar a la lechuza, sus gritos agoreros y sus voces. Los altos campanarios las cobijan y crían su maldad en los desvanes, llevando los avisos de la muerte. Los niños la temían hace tiempo, mas siguen asustándose en las villas las viejas cuando escuchan su lamento.

Las voces del mochuelo parecían llamar al aquelarre en plena noche, después de que en las densas arboledas cantasen con voz dulce los cuclillos, llegado el mes de abril, el mes florido. Noviembre, sin los gritos de las aves, sin cárabos ni búhos, sin embargo, también tiene sus fiestas melancólicas, su culto por las gentes que no viven, sus ritos, sus temores, sus crepúsculos…

-Las voces de la muerte, cada noche, asustan a los pobres ignorantes, mas hablan del afecto de los muertos que siguen contemplándonos-, decía, cansado ya de tantos desaciertos, el bueno de Donoso-. Las voces de la muerte no son tétricas si hacemos caso de los cultos viejos, los cultos de otra gente diferente que supo amar a sus antepasados.

También se hablaba mucho de los lobos. El lobo fue terrible en esos tiempos de hambrunas, de pobreza y de miseria que hirieron con su azote a los más débiles. Los lobos, casi extintos en la zona, mataban al ganado y atacaban a niños inocentes en las sendas. Dar muerte a algún adulto era infrecuente, mas tienen mala fama y son temidos los lobos en los pueblos de montaña.

-¿Pero hubo en esta zona -preguntaba-, manadas que atacasen al ganado?

Donoso le explicaba que, en efecto, los lobos, aunque son menos frecuentes, bajaban de las cimas, agrupándose, buscando presas fáciles, queriendo matar alguna pieza de ganado. Marcelo, sorprendido, le explicaba que nunca vio ninguno por la sierra, después de caminar esos parajes.

Los lobos, sí, los lobos de otro tiempo… Quien sí supo de lobos y raposos fue el pobre Gundisalvo, que, en el “chigre” contaba las historias que quería. Y no es que fueran falsas, pero Gundi (que Gundi lo llamaban los del pueblo), ponía su poquito de novela, mezclando sus curiosas invenciones: “El caso es que os lo cuento de este modo, pues queda más bonito todavía”.

El viejo Gundisalvo sirvió vino, dos vasos de buen tinto castellano, que suelen ser mejor que los de Asturias. Asturias, que no es tierra para el vino, regala mejor sidra, y su manzana, tan agria como siempre, se hace dulce después de que la malle el pueblerino. El vino que consumen en Asturias llegaba en los pellejos que traía Marcial cuando Marcial era el viajante.

-¿No tiene usted un poco de chorizo? -pidió Marcelo, tras tomar el vino. Quería conocer aquella historia del lobo que llegó a rasgar su cara. Donoso conocía los sucesos y quiso convidarlo, pues sabía que aquella historia tan interesante podría deleitarlo, entretenerlo, después de recorrer esos caminos, que suelen ser cansados por los valles.

Y Gundi fue feliz contando al mundo la guerra que mantuvo con los lobos su abuelo en esos tiempos tan lejanos, pues toda su clientela conocía la historia de los lobos, sus ataques, la forma en que su abuelo los mataba; pero era una delicia, en todo caso, volver a revivir aquellos tiempos en boca de aquel hombre fantasioso, capaz de recordar hazañas tales.

Después de muchos siglos, los labriegos, los pobres campesinos de Cedeña, sentían mayor odio por los lobos que todos sus ancestros más lejanos, los cuales, por lo visto, los temían: los lobos siempre tienen mala fama, son seres de la noche como el búho, y hay muchos que imaginan que es el diablo que toma, cada noche nueva forma y anuncia sus horrores con aullidos.

Y el caso es que la gente más antigua -de tiempos tan lejanos que un milenio parece ser un siglo o poco menos- tenía gran placer en la fiereza de un animal tan fuerte como bello, que el lobo es ese gran desconocido que no supo apreciar de buena gana la rara voluntad de quienes viven en valles alejados de las urbes, tal vez porque lo ven como enemigo.

El lobo, ser maligno entre los seres maléficos que forman los bestiarios, pudiera ser tal vez, visto con gracia, quizás un animal igual que el perro, que muestra su lealtad a los iguales. ¡Jaurías y manadas, qué curioso! También los hombres, con su gregarismo, mantienen sociedades, y las suyas son malas, pues les faltan los valores que forja la lealtad, si es sano instinto.

El zorro, como el lobo, también sufre los odios de sus muchos enemigos, si bien se admira siempre que es astuto, que, falto del valor y la bravura (son algo que se espera de los lobos), se arregla con su gran inteligencia, los brillos de un ingenio que el humano valora sin reservas en el zorro. Parece que en el reino de las bestias el bien y el mal son raras loterías.

Los lobos y los zorros, los vedorios, “les xanes”, “les ayalgues” y los “diaños” que pueblan, tras milenios transcurridos, la Asturias de la magia y el misterio, las tierras del “orbayu” y de la “pruva”, pero también los “mouros” (que no moros), gigantes del ayer, y el raro cuélebre, reptil enorme y bicho peligroso, señor del camposanto, si vino a devorar a los que yacen…

Parecen acoplarse a ese paisaje de lluvias y silencios, de humedades tan densas como densas son las nieblas que nacen, de mañana, con el alba, los seres más extraños, las leyendas más raras de los tiempos ancestrales, los tiempos que quedaron en la nada, después de que llegase nuestro siglo. Y el nuestro es como un siglo impertinente que busca deshacerse de la herencia.

Marcelo hablaba mucho del Nuberu. Decía que el Nuberu parecía, con toda su melena y con sus barbas, a cierto dios vikingo de otros siglos: Odín tal vez, pues era semejante. Donoso le explicaba que, en efecto, había conexiones entre mitos: los mitos nunca pueden separarse. Los duendes que habitaron nuestras casas son duendes que hay en todas las naciones.

Le dijo que era un viejo caprichoso. Y es cierto que era un viejo caprichoso, si bien era el señor del ancho cielo y el dueño de las densas nubaradas. Llegaba con sus nubes desde Egipto, la tierra de los grandes faraones que alzaron las pirámides y templos. Sus nimbos descargaban los granizos, las lluvias, los orbayos necesarios para que Asturias toda fuera fértil.

-¿Y dice usted, Donoso -preguntaba Marcelo, que era un hombre inteligente-, que todos estos mitos son antiguos? ¿No pueden ser acaso más cercanos? Quizás en la Edad Media alguna gente siguiera las costumbres ancestrales, pero es posible que, por las aldeas, creyesen en los duendes de otros pueblos, de pueblos europeos, desde luego, de tribus que vinieron con los godos.

-Difícil es saberlo, amigo mío -contaba con prudencia el buen Donoso, pensando que era justa la pregunta-. No olvide usted que es cierto que la historia será siempre un enigma para el hombre que quiera conocerla tan a fondo. Yo pienso que, llegados los romanos, mezclaron sus costumbres y sus credos con estas otras gentes de estos pagos. Los godos no querían paganismo.

Quién sí sabía más de la Edad Media fue Carlos, pero no era de Cedeña. Él era pescador y, en el verano, pescaba los salmones en el río. Paraba por el bar de Gundisalvo y amaba sus productos y la sidra. Trataba con algunos, puesto que era familia de Rumaldo el de María. Solían escucharle los vecinos historias muy fantásticas del Bierzo:

-La espada de Roldán es Durandarte –contaba algunas veces a los críos-, que la blandió luchando contra el moro en tiempos del valiente Carlomagno.

-¿Y quién es Carlomagno? –le decían los niños con un tanto de extrañeza.

-El viejo Carlomagno fue un valiente y un noble soberano para Francia, que tuvo que plantarse contra el moro, vendiéndolo con muchos sacrificios.

-Nosotros conocemos a Pelayo –decían los pequeños con asombro.

Roldán murió luchando con bravura, pero la espada nunca fue encontrada y dicen las leyendas que se encuentra perdida en lo profundo de un estanque que dicen Carucedo en los contornos. Pero eso está en el Bierzo, no en Asturias. Hay gente que asegura haberla visto, pero eso son comentos de la gente.

La historia tiene cosas muy curiosas, y el hecho es que se pueden ver vestigios de tiempos tan lejanos y esenciales para trazar acaso las esencias.  Los castros son lugares misteriosos, si bien fueron aldeas en su tiempo, y el castro de Cedeña fue importante, según lo que contaba algún arqueólogo. El castro del Castiel, que está en Cedeña, pervive bajo tierra con sus muros.

Al empezar el curso, los muchachos que había en el villorrio le escuchaban, si acaso los llevaba por los montes, dejando atrás los libros y pupitres para aprender la historia en sus lugares, que, en esto, sí que fue un adelantado. Tal vez de esta manera los muchachos sentían más aprecio por las cosas, llegando a preguntarle, muy curiosos, por todo lo que había en el paraje.

-Y dice usted que el castro está a esta parte-, decían a Donoso los muchachos, sin ver, sin atinar, sin saber nada. Contábales a veces las historias de castros y de extrañas ciudadelas de tiempos de las guerras astur-cántabras, sabían que los castros eran pueblos cerrados por murallas y por torres. Sabía conducirlos con paciencia: “El castro está a esa parte, con sus muros.”

-Aquí no se ve nada, don Donoso, que quiere usted burlarse de nosotros-, le dijo Celestino, un niño listo, menudo como pocos, con flequillo, con gafas y mofletes sonrosados-. No hay nada de las cosas que usted dice: no hay muros ni pallozas a la vista- decía impacientado el muchachuelo, capaz, con sus protestas, de tenerlo en jaque, como quieren los alumnos.

Los niños de la escuela lo querían, pues era un enseñante con talento, mostrando gran carisma al darles clase, mas cierto es que no siempre comprendían las cosas que decía el buen Donoso, que, siempre con instinto retorcido, gustaba de enseñar a los muchachos las cosas más diversas, lo más raro. “Pensad que ya han pasado dos mil años y duerme todo ya bajo la tierra.”

Del castro se decían muchas cosas. Decían que los muertos de los castros seguían habitando entre los vivos, pues nunca se encontraron sus cadáveres. Quizás por las costumbres cinerarias que desde Vucedol fueron frecuentes se hablaba de castreños inmortales. También se hablaba mucho de los dólmenes, de donde, para el tiempo de difuntos, brotaban, como el éter, los espíritus.

Lo cierto es que el paisaje acompañaba, y el sol de aquellas tardes del otoño, si acaso se les daba por el tema y hablaban largas horas de estas cosas que tanto apetecían, desde luego, pues eran tardes secas y hasta cálidas que vieron los castaños malheridos por ese soplo triste de noviembre. Entonces, los crepúsculos tempranos morían evocando un tiempo viejo.

Los chicos se quedaban sorprendidos, oyendo aquellas cosas tan extrañas de vivos que no habían de morirse, de vivos que volvían de la muerte. Narraba historias raras, con engaño: los muertos no volvían de las tumbas, como era de esperar ni había nadie que hubiera de librarse del destino. Pero hubo un tiempo, andando atrás los siglos, en el que todo el mundo lo creía.

Y el caso es que las olas lo creían, y el viento que corría lentamente, la brisa que volaba a su capricho. La brisa, con sus juegos infantiles, miraba con ternura, acariciaba los rostros de los muchos que pasaban; el viento fue testigo de la historia, y vio correr los siglos lentamente, sabiendo de las tribus más antiguas, y, entonces, las espumas de las olas tejían sus murmullos malhechores.

Donoso no sabía que escuchaba los cantos de las olas en la arena, los cantos moribundos de las olas que mueren quejumbrosas entre llantos, sus voces repetidas sin consuelo. Donoso se sabía en esa aldea, quizás en las afueras de la aldea, contando a sus vecinos los enigmas que tiene ese pasado ya perdido, dejado, como el tiempo, a la deriva.

Marcelo, en esas largas caminatas, también se sorprendía de estas cosas:

-¿De modo que la fe de aquellos siglos existe todavía en estos pueblos?

-Parece que es así-, le respondía con gran satisfacción y con orgullo-. No olvide que la historia la hace el tiempo y el tiempo viene siempre de continuo.

-Pues mire -le decía el compañero-, que todo es muy curioso en esta zona.

Y todo era curioso, pero triste, y el bueno de Donoso, allá en Cedeña, buscando los caminos de otro tiempo, a veces, no sabía dónde estaba, y el caso es que no estaba ya en la villa, que aquel rumor callado de las hojas que mecen los otoños no eran hojas, pues eran esas olas moribundas que lloran su destino, entre la arena, en esos mediodías apagados.

Estaba ante esas playas silenciosas de vientos y de brisas que nos hieren con un susurro dulce y mil caricias, y, al frente, circundando la llanura, estaban, como torres de otros siglos, los altos edificios y las casas, que miran con amor un mar Cantábrico que llora y que se agita, que se queja del frío del invierno (si es invierno) y el peso del verano (si es verano).

Estaba en esa playa en que las olas morían en la arena, sin tropiezos, sin rocas que llevasen esos golpes que lanzan  las espumas cuando quieren, llevado por el brazo, como un niño, por una moza joven, una extraña, que había de cuidarlo en ese tramo tan frágil como el último, si acaso es siempre delicado ese momento febril de la antesala de la muerte.

Y sigue su camino, sujetado del brazo, como suelen los cautivos, que no pueden partir a donde quieran, que habitan la miseria de su cárcel, igual que este señor que ya no es nada, que vive por vivir, porque no ha muerto la muerte que lo tiene allí a la espera. Camina sin saber qué suelo pisa y habita un mundo extraño y confundido, dejado y olvidado por los suyos.

Y así todo es soñar, y el mar airado, las costas asturianas y su hechizo, los mares de Gijón, con su bravura, pudieran ser las hojas de los árboles, los densos castañares del otoño, las voces del crepúsculo en noviembre, rumores de los castros y los dólmenes que cantan los espíritus, los trasgos, “les xanes” y los “cuélebres” que ríen desde las oquedades donde moran.

-¿No quiere usted un pincho de chorizo? -le dice amablemente Gundisalvo, tal vez el mar que gime encabritado, las olas moribundas o la brisa que llora esos destinos infinitos que nunca tienen nada de infinito. Donoso era también como las olas que corren las distancias impensables, creyendo que han de ser, en el camino, eternas como el tiempo, cuando corre.

 

2016 © José Ramón Muñiz Álvar
 “La voz de la inocencia de los pueblos
“RELATOS SIN ANÉCDOTA”

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