miércoles, 13 de julio de 2016

Pensó por un momento en el paisaje


 

José Ramón Muñiz Álvarez
PENSÓ POR UN MOMENTO EN EL PAISAJE
(Breve poema prosístico
en el que aparece la alegoría del
destino último como
aviso de la
muerte)

 

Martín pensó por un momento en el paisaje.

–Tú no puedes imaginar el dolor que vive en estos árboles –explicó razonando consigo mismo–, estos árboles que han tenido que levantar, a fuerza de trabajo, su propio tronco y sus propias ramas.

El agua del río bajaba alegrando, con su paso, el aire y los espacios, porque su canto vivaracho, saltarín y optimista, hablaba de la primavera y del deshielo a los árboles que crecen en su orilla, a los arbustos que sienten los rumores del torrente que avanza con prisa, que se apura, que se lanza hacia un destino que tal vez desconoce.

Luego, como distraído, se alejó pisando escarchas, por la vereda de la fuente. Pero sus pensamientos eran extraños y él pensaba en los árboles:

–No puedes imaginar ese dolor –se decía una y otra vez.

Los pastores de la zona, en sus orillas, al verlo apurarse, pues saben que se acelera con ritmo brutal, no imaginaron, como tal vez sí haría el poeta, que ese río se desboca enloquecido, formando remolinos con alegría, del mismo modo que la vida, buscando la felicidad, para acabar su descenso quién sabe si en otro río o si en el mar de la muerte.

–No puedes imaginar ese dolor –se decía una y otra vez.

Días más tarde hablaba con su amigo, que vino a verle.

–De todos los problemas con los que me hube enfrentado en esta vida tan extraña y retorcida –confesó con cierta amargura, casi como si le molestase tener que admitirlo–, el más complicado está siendo de orden filosófico.

Existen amigos que saben escuchar con respeto y que callan y dejan hablar.

–Es una cuestión grave, yo diría incluso que acuciante –explicaba–, porque yo no lo llevo bien: los años pasan, la vida corre, el tiempo vuela…

Un silencio repentino, un aliento meditabundo, y por fin le preguntó algo:

–¿Es por la edad? ¿Es porque nos vamos haciendo mayores?... Parece mentira… Pero sabes que eso es algo contra lo que no se puede luchar.

–No sabría acertar a decirte –le contestó–, si es por la edad, por la cercanía de la muerte, que se acerca, o por el absurdo de vivir. La gente suele vivir sin más, pero la vida debería tener un sentido, algo que la explicase.

El café humeaba ante ambos, mientras el granizo golpeaba el cristal.

–No te comprendo, siempre has tenido unas ideas extrañas. ¿Qué quiere decir eso de que la vida tiene que tener un sentido? Tú tienes ya lo que quieres.

Por fin atinó a explicarse, como motivado por la observación acertada de su acompañante, que se cuidaba de esperar antes de llevar el café a los labios.

–Una cosa es tener –atinó a decirle–, otra es ser, y otra es saber.

Se hizo una pausa molesta, como si hablar de ello fuera incómodo, y recordó en silencio aquella extraña sensación, días antes, junto al río, cuando miró la zona solo unos segundos:

–Tú no puedes alcanzar a comprender la angustia de los robles –se dijo a sí mismo con aire reflexivo–, estos robles que han luchado contra el viento, a fuerza de dejarse doblegar por el capricho del aire.

La corriente del arroyo descendía alborotando, en su avanzar, la brisa y la neblina de la mañana, porque su rumor desenfadado, raudo y veloz, avisaba del abril y la nieve de las cimas a los hayedos que encontraba a su paso, al sotobosque que escuchaba su gemido constante, si se agita, si se precipita en busca de mares ignotos.

Seguidamente, despistado, siguió ruta, con la mirada perdida, yendo por el camino del manantial. Pero aquellos carballos estaban ya en su mente:

–No puedes olvidar esa lucha –se repetía, como obsesionado.

Los cabreros del lugar, en sus orillas, al mirar su marcha, pues no ignoran que vuela con ahínco, no suponen, como querría el juglar, que esas aguas se agolpan embravecidas, dibujando meandros con dicha, del mismo modo que los vivos, en la pretensión de su sueño, para terminar la carrera quién sabe si en otro arroyo o en las playas de la nada.

–No puedes olvidar esa lucha –se repetía, como obsesionado.

Hasta unos días más tarde no vio a su amigo, que vino de visita:

–No puedes comprenderlo –dijo por fin a su amigo, que lo escuchaba con paciencia, como los santos, cuando escuchan a los pecadores, si es que los escuchan, aunque momentos hay en que vale más no escuchar.

Tenía la impresión, pese a la atención el amigo, de ponerse en ridículo.

–Sí, es una situación extraña, grave, una serie de dudas sobre la vida misma –explicaba–, porque yo ya no sé lo que pinto en esta vida.

La actitud de su contertulio era la correcta, pues asentía, solidarizándose:

–Es por la edad. Y esas preocupaciones que te están atormentando de este modo son algo de lo que la gente no suele hablar. Hay miedo a decirlo.

–Es muy posible –convino–, porque no es cómodo explicar a otro que uno ya no sabe si es que acaso está enloqueciendo. Intento serenarme, camino por los bosques, veo el paisaje y pienso que se han ido los estorninos.

La precipitación se hacía más severa, mientras el café esperaba.

–Ahora sí sé lo que te pasa, y es algo muy común. Pero esas dudas, que también son filosóficas, como tú dices, sobre todo son vitales.

De golpe, los dos interlocutores necesitaron aire, un aire que tragar con  la santa paciencia de quienes deben seguir meditando.

–Lo que en realidad queremos saber es, muchas veces, qué ocurre luego, después de que la muerte nos aceche, cuando todo se ha acabado.

–Pero eso es algo que no sabe nadie.

Estos extraños pensamientos eran los que rondaban la cabeza de nuestro protagonista, que, hastiado ya de tanta desazón, había tenido que llamar a su amigo, unos días antes, después de que soñó con el lugar unos instantes.

–Tú no puedes suponer el sacrificio del hayedo –parecía decir solo para sí, en voz muy baja–, este hayedo que sobrevive a pesar de las fuertes tempestades, las nieves y los granizos de la invernada.

El caudal de la cascada se apuraba acelerando, al cruzar los campos, el viento y las nubes, porque su recitado, dichoso y juvenil, anunciaba la primera de las estaciones y las crecidas a los helechos que vieron su furia, a los carballos que supieron del llanto de su curso y su arranque, que se encabrita, que salta hacia el vacío sin temores.

Después, olvidando su razonamiento, tomó el camino donde corre el reguero que brota en la piedra de arriba. Pero el hayedo era como él mismo:

–No puedes olvidar ese sacrificio –insistía sin cansarse.

Los montañeses de las cumbres, al admirar sus bríos, pues conocían bien la gallardía con que corre, no concebían, como el bardo haría, que toda esa masa corriente se aventura, excavando cauces con ganas, del mismo modo que el hombre, porque siente anhelos, para finalizar su avanzada al mezclarse en las aguas de otra corriente o del vacío del mar.

–No puedes olvidar ese sacrificio –insistía sin cansarse.

Hasta pasados unos días no tuvo con quien hablar, pero su amigo le visitó:

–Tú, que eres psicólogo, o eso dices, deberías ayudarme con esto.

La respuesta fue inmediata, pues su amigo, el psicólogo, intervino de una manera rotunda:

–Todos estamos condenados, todos somos reos en este universo. Es lo que decía no recuerdo qué novelista. A todos nos pasa lo mismo y todos sufrimos las mismas angustias.

Pero la respuesta no era convincente, no le gustaba, esperaba algo distinto.

–Pero yo –aclaró el psicólogo–, no puedo inventarte un mundo nuevo. Los adultos, al igual que los jóvenes, suelen tener estas incertidumbres que se pueden solucionar de maneras distintas, por ejemplo con el caso de la religión.

–De sobra sé que no eres creyente –le replicó.

–Cierto que no –respondió–, y sé que tampoco lo eres tú. Además, el camino de la fe soluciona unas inquietudes, pero impone otras, porque la religión es también una forma de poder y de control. Los insensatos temen al infierno, que un chantaje tal vez peor.

Y prosiguió diciéndole más cosas: que si la muerte es la cruz que todos llevamos a cuestas en este mundo, que si hubiéramos de vivir para la eternidad nuestra carga sería más dolorosa, en fin, toda una fama de razonamientos manidos que, de todos modos, no sirven para tener un mínimo consuelo.

Martín le explicó también que el mundo de los símbolos se hacía poderoso en él, que ya lo dominaba por completo:

–Todo se me hace metáfora de muerte: los paisajes nevados, los árboles sin hojas en las ramas, el correr del río, que busca su final inexorable…

A ratos, Martín se expresaba de manera muy afectada, como un poeta.

–Soledad, amigo mío, solo soledad –fue el veredicto–. Porque tal vez vivir aquí, apartado, no sea algo que te haga bien. Los huraños y solitarios suelen pasarlo mal cuando les falta la alegría de los demás, la compañía de una mujer, por ejemplo, o tal vez la de los amigos. Porque en este lugar que has escogido, hermoso, por cierto, solamente hay tristeza y cazadores que van de paso. No tienes un bar, ni un cine… No hay nada.

–No puedo dejar este lugar –explicó–. Este lugar es mi mundo y esta mi casa, y no podría vivir sin ese granizo en los cristales y esta soledad.

En efecto, el espacio que habitaba era un lugar bello, romántico y salvaje, con altas montañas y escarpadas de caliza, desde las cuales era posible admirar el verde de los valles, ese verde diferenciado de intensidades distintas, ese verde que vivificaba el entorno y que permitía gozar con más placer del aire puro de la sierra, de los montes y de una naturaleza alejada de las ciudades.

Emilio, el psicólogo, se quedó pensativo…

–Rodeado de gente –dijo Martín–, no estaría mejor: el tiempo corre en todas partes, la noche llega a cada lugar y los malos sentimientos también.

Emilio no creyó que las palabras de Martín fuesen acertadas: el aislamiento siempre trae tedio y tristezas que favorecen las depresiones.

–¿Realmente piensas que te hace bien vivir aquí solo?

–Desde luego –contestó–. Muchas veces se está mejor solo.

Martín tenía ese carácter difícil porque correspondía con una tipología determinada, más que por haberle ocurrido nada a lo largo de su vida, ni un fracaso amoroso ni una traición de un familiar, nada que hubiese podido torcer su confianza en el hombre. Pero odiaba el gentío, la muchedumbre, las aglomeraciones de la vida de la ciudad, por lo que buscaba el campo, donde apartarse de ese ruido malévolo de los coches y las sirenas y las ambulancias.

–Si esa es tu posición, no será fácil ayudarte –le dijo Emilio–. Solo es posible ayudar a aquellas personas que se dejan ayudar.

Martín lo miraba insatisfecho: muchas veces, la forma en que hablan los psicólogos es un tanto pretenciosa, incluso parece soberbia.

–Sí me puedes ayudar, tú eres inteligente. Buscaremos juntos la respuesta.

Las palabras de Martín sorprendieron mucho a su amigo, que ya le dijo antes que ninguna otra cosa que la labor de dar sentido a la vida está llamada al fracaso de antemano.

–Las sabidurías ancestrales –le contó–, y luego la ciencia, nos lo darían entonces todo resuelto y sabríamos cómo hay que vivir.

También razonó sobre que ese sería el fin de la libertad, que definió como la capacidad de escoger un error entre mil errores posibles.

–Los psicólogos sois peores que los curas –bromeaba Martín.

Con la casa fría y los ánimos deseosos de un vaso generoso de whisky, que, tras el café, bastante caliente todavía, amenizaría un tanto la excesiva seriedad de aquella disputa, al lado de la chimenea, en la que crepitaba el fuego, la conversación fue concretándose en las razones que uno tiene para vivir y el sinsentido que sobreviene después, en esos momentos en los que, sabiendo uno que se muere, que ya no le quedan esperanzas, se pregunta las razones por las que ha vivido y de qué le sirve ahora haber luchado tanto.

–Desde luego que la pregunta es difícil –dijo Emilio–, no la ha contestado nadie nunca. No existe posibilidad de dar sentido al momento de morir. Es un momento en que no nos sirve nada, estamos solos con nuestra muerte.

–¿Lo ves? Esa clase de pensamientos son los que me deprimen.

Sin embargo, era cierto que aquellos paisajes invernales lo hacían más joven, aunque lo fuera de espíritu y de carácter solamente, porque el tiempo siempre corre hacia delante, pero Emilio comprendía el carácter benefactor de aquellos paseos por las zonas nevadas en días de helada, tras las tempestades, que suelen arreciar en las sierras con no poca dureza. Aquella naturaleza vigorosa y agreste resucitaba en él al muchacho que venía quedándose arrinconado y triste, vencido y derrotado por el paso de los años, y, porque era mejor caminar que leer, abandonó aquella literatura mortuoria de los metafísicos ingleses, a los que leía en traducciones nefastas, muchas veces, para conducirse por esos paisajes donde, sin embargo, el ocaso, la nevada, las arboledas desnudas y la falta de aves le recordaban el vacío de la muerte.

–De todas formas, deberías vivir con alguien –insistía Emilio, y, al decirle esto, había cosas que se callaba: los que viven solos son encontrados por el hedor, no pocos días después del óbito, y ese es un final muy triste, tan triste como desaparecer en el más mezquino de los abandonos. Pero, de todas formas, ¿no es cierto que todos estamos solos en el momento de morir? Emilio quería convencer a su amigo y no sabía cómo hacerlo. Su testarudez no había disminuido con los años, y ya habían pasado muchos años desde el día en que trabaron conocimiento a la entrada de la biblioteca de la Facultad.

–Aquí tengo mi reino –fue su contestación, seca y abrupta.

Parecía que Emilio se había rendido, que había claudicado, después de varias horas de discusión acerca del aislamiento de Martín, que, pese a su buen estado de salud, al igual que Emilio, ya tenía bastante edad.

–En fin, es tarde ya –dijo, estirando con informalidad los brazos, mientras bostezaba soñoliento. Emilio habría de quedarse aquella noche, usando la otra habitación de la vieja cabaña, porque la tormenta arreciaba y porque la noche había caído ya.

–Supongo que podré darme una ducha –dijo con humor.

–Mañana nos levantaremos pronto –advirtió Martín–. Quiero que veas la sierra, sus caminos, los lugares por donde yo paseo a diario. Después nos iremos a un restaurante donde dan buena caza. Podremos hablar allí de lo que quieras, los dueños me conocen y no suele parar nadie, salvo cuatro que vienen al jabalí.

El restaurante lo pudo ver al día siguiente, con su comedor amplio y lóbrego, pero bello, los muebles de madera y las ventanas gruesas, por donde la vista era preciosa, con sus cumbres y parte de los bosques, desnudos por el soplo del viento en el otoño. Le gustaba estar allí y el olor de la comida era buena. Pero, primero, había tenido que caminar un largo tramo con Martín, después de que aquella noche había llegado, derrotando los paisajes y la vida, derrotando las esperanzas con el granizo y el viento que se levantaba.

Mientras se servía el vino, Emilio creyó que era su deber asincerarse:

–Ayer, mientras tú te acostaste, yo salí de la ducha y bajé al salón. Estuve mirando tus libros, los de la estantería.

A Martín, que no estaba molesto, se le ocurrió esta aclaración:

–Son clásicos de siempre, ya sabes, los sonetos de Donne.

Emilio decidió ser más directo:

–He mirado en los cajones de tu escritorio y he encontrado este escrito, muy significativo, desde luego…

Martín extendió la mano para ver lo que era, y Emilio, mientras lo tomaba, le preguntó si había estado escribiendo versos.

–Ya sabes que tengo desde hace tiempo un poco de vena.

Martín leyó el texto en voz alta, con tono declamatorio, aquel pequeño folio cortado por la mitad y doblado con sumo cuidado:

 

La escarcha que cuajó con la nevada

allí donde primero ardió el granizo

la vida arrancar quiso y, se deshizo,

herida por la luz de la alborada.

Su llama vino presto, alborotada,

así como los brillos y ese hechizo

que hiere, con el beso primerizo,

el llanto y el dolor de la invernada.

El aire que respira este deshielo

la vida ofrece donde las corrientes

la rinden al final de su camino.

La vida lame alegre cada suelo

y nacen, con apuro, bellas fuentes,

si corren a morir en su destino.

 

Decía Emilio que el texto era bastante extraño, enlazando símbolos de vida y muerte, porque, si el invierno es tiempo de muerte, con el deshielo, también el agua liberada corría al mar, que, al decir de Manrique, era el final.

–Últimamente –admitió Martín–, al caminar por los parajes que hemos estado viendo, he sentido la muerte cerca, por todos los lados, en la misma vida que se me antoja en la belleza del paisaje. Vienen mezcladas.

–No lo comprendo: decías que esos paisajes te inspiraban vida, los árboles, los campos, la nieve, que siempre esperabas desde niño…

En efecto, durante el paseo, un largo recorrido por cuestas y caminos en mal estado, si bien merecía la pena, porque las vistas de las cumbres eran preciosas, habían hablado de vida y no de muerte, y la nieve, capricho de la niñez, como unas navidades blancas, podía parecerles, desde luego, un regalo de los dioses, un privilegio que hace amar la vida más si cabe. Y los árboles desnudos, cubiertos de escarchas bajo el sol débil y lejano, también parecían criaturas a la espera de poder volver a despertar, como si fuesen una promesa de renacimiento en medio del desierto silencioso.

–No sé lo que pensar –concluyó–, pero no es bueno aislarse tanto.

–Está claro que no lo entiendes –le replicó–. La vida no puede quedar retenida, la vida debe correr, fluir como al agua del deshielo, para ser vida, caminar hacia la muerte para no ser muerte, como lo era antes, como lo era cuando estaba en forma de hielo, durante en la invernada, en la cima.

A Emilio no dejaba de resultarle extraño el poema y más la interpretación.

–De todas formas, ese gusto por los símbolos te ha venido de la poesía barroca, has estado leyendo a los autores barrocos ingleses y españoles, que hablan siempre de la fugacidad de la vida y del “vánitas”…

Tras exhalar un suspiro profundo, reconoció Emilio que seguía pensando lo mismo al respecto:

–No debes estar tan aislado de los demás, debes tender un puente.

La respuesta volvió a ser la misma:

–Aquí tengo mi reino yo, aquí están los paisajes, las nevadas, el viento, todo lo recio y todo lo que es, a mi ver, verdaderamente noble y grande.

Y era verdad que la sierra tenía toda su magia, todo su encanto, toda su grandeza, como un castillo elevado e inexpugnable que uno intenta conquistar a base de grandes esfuerzos, en el intento de subir a unas cumbres lejanas y soberbias que podrían incluso menguar las fuerzas del más valiente.

–¿Dónde iría yo, que casi no tengo amistades, si viviera en la ciudad? Sería morir de tristeza verme encerrado entre edificios altos y grises, sin bosques y sin árboles, sin lagos y sin  cimas, sin ríos. No sabes lo hermoso que es ver regresar a los pájaros, ya para el mes de abril, y adivinar donde corretean las ardillas…

Emilio, el psicólogo, consintió, al escuchar estas palabras:

–En eso tienes razón –le dijo sin convencimiento.

Una hora y media más tarde, en el coche, conduciendo por la carretera, cerca ya de la capital, sin tener los grandes edificios todavía a la vista, pensaba Emilio en la soledad de su amigo, en su aislamiento de los demás y en el gusto particular por buscar esa naturaleza atrayente pero inhóspita.

–Tiene que haber gente para todo–, pensó. Y recordó lo último que le dijo Martín antes de subirse al coche, tras la comida en el restaurante:

–No podría vivir sin la alegría de estas zonas apartadas.

Quién sabe si no tendría razón el viejo huraño en su apartamiento, recluido del mundo, aislado, alejado de un prójimo, el de las ciudades, al que cada vez más le costaba entender, pues ambos habían ido viendo cómo esas poblaciones urbanas gratas a la vida, a costa de crecer y crecer, se habían hecho inmensas, molestas, inhabitables, entre los ruidos, el estrés y la contaminación.

–El caso –afirmaba Cefero, el vecino de Martín– es que en estos paisajes hay menos roces entre la gente: los pastores suben a los pastos y los ganaderos siguen a lo suyo, y la gente no está arremolinada en torno a unas manzanas, soportando las tensiones propias de esa vida urbanita.

Marina, la mujer de Cefero, que había cuidado cabras, opinaba en sentido contrario, pero sabía callar porque no debía llevar la contraria a su marido, que insistía una y otra vez en las bondades de un campo engañoso, donde, para ganarse la vida, hay que levantarse bien temprano:

–Al que madruga Dios le ayuda – solía decir–, porque, por lo menos este es un mundo pequeño de bienestar y honradez, a pesar del trabajo.

Pero quién sabe, porque estas gentes que hablan también de la vida retirada, buenos conocedores, por cierto, de todos sus inconvenientes, de tocarles una buena lotería, dejarían el lugar en que nacieron para fijar su residencia en lugares de gente de más pisto, que, no en vano, en las aldeas y en las poblaciones que hay diseminadas por el paisaje de la región los servicios suelen ser escasos, y estamos en una época en la que eso se mira. Martín, no obstante, con su jubilación, puesto que era unos años mayor que Emilio, podría hacer lo que muchos, compaginando ciudad y campo, y aquel retiro suyo era muestra de una imprudente forma de carácter insociable que lo apartaba de la mayoría de los semejantes. Como él mismo decía:

–Para que quiero yo compañías que no hacen sino molestarme.

Es el mal genio de los viejos cascarrabias cuando pasan de una edad, y no son ellos los únicos a los que les duele morir.

 

La escarcha que cuajó con la nevada

allí donde primero ardió el granizo

la vida arrancar quiso y, se deshizo,

herida por la luz de la alborada…

 

Indudablemente, aquel paisaje bello de los paseos de Martín era un paisaje hermoso pero triste, tal vez un reflejo de la melancolía que anidaba dentro de su espíritu, pero eso nadie lo sabe, nadie sabe nunca lo que alberga una mente cerrada en sí, con sentimientos que no siempre son fácilmente comunicables, especialmente si entendemos que hay distancias que nos alejan de los demás, porque, en realidad, si bien a todos nos ocurre lo mismo (la angustia de la muerte, el miedo al fracaso, los temores del ridículo), a veces sospechamos que convertimos a los otros en acreedores de nuestra dignidad cuando confesamos nuestras limitaciones y nuestra propia insuficiencia. Y es que no cabe duda: el gusto por esos paisajes montañeses es el gusto por la autonomía, por la independencia, por vivir la vida uno solo, lejos de los demás.

Emilio pensó así y, ya en su casa, decidió llamar por teléfono y preguntarle:

–¡Qué tal, hombre, soy Emilio! Era para preguntar si va todo bien.

–Sí, hombre –le respondió–, todo en orden.

Por el tono con el que le hablaba bien pudiera parecer que estaba ofendido.

–¿Seguro? –preguntó Emilio con aire dubitativo.

–Sí, sí, tú tranquilo.

Y pensar que unos días atrás, cuando había llamado a su amigo, pidiéndole que lo visitase en lo alto de la sierra, casi parecía que estaba pidiendo auxilio. Pero Martín era así y así solían ser siempre sus respuestas: secas y ásperas.

–Bueno, vale, me quedo más tranquilo –respondió Emilio antes de colgar, incomodado por esa frialdad suya, pretendiendo, casi, que no se notase el malestar que le había producido esa respuesta cortante, ese “todo en orden” que sonaba a reproche, casi como decir:

–No hace falta que me llames, que no soy un chiquillo y sé arreglarme solo.

Emilio se quedó pensando en su amigo, en aquellos versos, su significado:

 

La escarcha que cuajó con la nevada

allí donde primero ardió el granizo

la vida arrancar quiso y, se deshizo,

herida por la luz de la alborada.

 

Porque, llegados a una edad, todo se torna invierno, lo que realmente es invierno y lo que no lo es, y todo sabe a espera, a espera de la muerte, a desesperación y a tristeza, mientras se abre una duda abismal dentro de uno: el valor del tiempo que queda por vivir y cómo hacerlo, porque la muerte, que llegará antes o después, es algo seguro, pero no la forma en que decidimos aguardarla los que estamos a la espera de ese trance. Pero acertó Emilio cuando pensó que, en el escrito, donde la muerte estaba sugerida solamente, además de melancolía, había también belleza, y que faltaban esas calaveras y esos segadores macabros, muy al gusto del XV, que realmente son los que dan un aire terrible a un acontecimiento que se puede esperar con más serenidad.

–En todo caso –pensó–, ¿se puede vivir encerrado en uno mismo, paseando entre nieves? ¿Qué razón existe para querer una vida así?

Pero no estaba siendo justo: si realmente una vida así fuese impracticable, Martín se hubiera destruido ya a sí mismo, con los años, y, sin embargo, insistía en quedarse en aquel pueblo que sería, seguramente, como la muerte para otros.

–Tiene que haber una respuesta más sencilla, es lógico.

 

2016 © José Ramón Muñiz Álvarez
“Pensó por un momento en el paisaje”
“RELATOS SIN ANÉCDOTA”

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