miércoles, 13 de julio de 2016

“Nuestros hermanos en el entorno”


José Ramón Muñiz Álvarez
“NUESTROS HERMANOS EN EL ENTORNO”
(relato breve y sin
anécdota)

 

El canto del arroyo dice muchas cosas a los que saben entender sus versos, esas palabras sugeridas por la continuidad del fluir del agua que, siempre de paso, avanza, con mayor o menor velocidad, a la vera de la orilla; y quienes saben escucharlo con atención, llegan a entenderlo, a costa de su inmensa paciencia, como también entienden el canto de los pájaros en la altura de las ramas de los árboles, pareciendo locos a los que se dicen cuerdos.

De hecho, si os paráis a escuchar, si estáis dispuestos a escuchar realmente, podréis encontrar también lenguajes que se confunden en los sonidos de la naturaleza y que comprenderéis de una manera diferente, porque, en el bosque, en la orilla del río, en los montes y en las llanuras nada deja de cantar y todo está llamándonos, hablando con nosotros, estableciendo un diálogo al que no correspondemos, puesto que somos sordos, enteramente sordos.

Hay que aprender a escuchar, hay que aprender a valorar, a mimar ese mundo natural que se desborda cuando, atentos, queremos entrar en él y ser parte de él, penetrando en sus lenguajes, abriéndonos a su poesía, esa poesía de los elementos que tiene el don de decirnos lo que somos y lo que no, porque es reflejo de nosotros mismos en un universo lleno de vida, un cosmos en el que, estando de paso, sin serlo todo, tampoco es cierto que seamos nada.

Y, como somos parte de las esencias en las que estamos envueltos, como somos parte del conjunto que nos rodea, no es posible desligarse de ese paisaje que, querámoslo o no, es parte de nosotros mismos y nos obliga en la necesidad de un amor al paisaje, a la tierra, a los árboles y a cada brizna de hierba, esa brizna que el viento mece, que acaricia y besa, después de que las escarchas, con toda la dureza del invierno, no hayan acabado con ella.

El espíritu invita a viajes extraños, a sueños extraños, a paseos extraños en aventuras inconcebibles en las que uno descubre lo que jamás hubiera podido imaginar, porque el espíritu es aventurero, quiere otros mundos distintos en los que encontrarse, quiere salir de las urbes y reconciliarse con una inocencia que nos viene de los ancestros y que nos pide el camino por el bosque, la relajación en una playa cualquiera, disfrutando la belleza de la costa.

Es ese viaje que os llevará al lugar que quiere lo profundo que hay en vosotros, y que es un viaje iniciático y trabajoso, en ocasiones lleno de dolor, que os propone un aprendizaje distinto, un aprendizaje que nada tiene que ver con las cosas que se aprenden con el estudio en un pupitre, sobre una mesa de madera, donde los plumieres, los bolígrafos y los lápices son utensilios de una labor proyectada, como la goma de borrar, sobre el papel.

Lo digo porque ese viaje que os propone el alma, la digáis mortal o inmortal, no vuestra conciencia, que no son lo mismo ambas cosas, es un viaje desconcertante, un alcanzar nociones que vienen de la mano de la experiencia misma, una experiencia anímica de participación y de integración en los paisajes para los que la naturaleza os ha esculpido, porque el ser humano necesita reconciliarse, en su comodidad, con el carácter recio de lo primitivo.

¡Qué cómodas son esas ciudades habitadas por seres humanos diminutos acostumbrados a respirar la contaminación de un aire enfermo por la multitud de fábricas que hacen que respirar se vuelva sucio, insalubre y malo, pero también que minúsculas, vistas desde la altura, desde la lejanía orgullosa de las sierras, en cuyas cumbres sabe el montañero enseñorearse de las vistas que quedan perdidas entre los bosques, allá abajo, sin nieves, en el valle!

Por eso necesitáis escapar de vosotros mismos, ser como el pájaro enjaulado al que le dan la libertad y volar, volar lejos de vosotros mismos, de lo que han hecho con vosotros mismos, pues ni vosotros sois seres para la vida urbana ni realmente el ave nació para constreñirse en la tristeza de una jaula en la que cantar, agradecido, el presidio al que sus amos lo someten. Y, en esa escapada, en esa fuga, debéis encontraros para renacer en otra forma.

No es una religión o una filosofía lo que debe empujaros y lo que hará que os arrojéis, con o sin temor, según el caso, a la locura de hallar lo que sois fuera de vosotros, sino un impulso que nace de lo profundo, que brota de lo irracional y de lo más oscuro de uno mismo, tal vez de los genes, que no se reconocen en el mundo que nos toca: los seres humanos fueron creados para sobrevivir en condiciones muy distintas a las que ahora nos tocan.

Porque toda nuestra sofisticación urbana, con todas las facilidades que ofrece, no acaba por dar esa felicidad que muchos buscan y que solamente unos pocos encuentran, porque, para sentirse satisfecho, hay que alimentar unos impulsos dormidos que no han variado, que no han oscilado en nosotros desde los tiempos de los ancestros, pero que, a pesar de los pesares, se han venido atrofiando y subyacen desde el fondo, pretendiendo aflorar.

Y es que es hasta posible que se os haga falso este discurso mío, bella mentira literaria que resuena musical, como un recitativo operístico, sin aria, pero bien traído, hilado con gusto, confeccionado en una prosa que busca engatusar las intenciones de quien tiene la paciencia de escucharme, de seguir lo que digo, hablando por hablar, porque nos han dicho muchas veces que no podemos renunciar a ese progreso.

Diréis que os engaño, pero aquello de lo que os hablo, algo que está en mí, será verdad o mentira en la medida en que esté también en vosotros, que tenéis  en vuestra superficie la cultura del caballero con maletín que vuelve de la oficina con no pocas fotocopias, pero que escondéis ese segundo plano donde arde la pasión cazadora del tiempo en que los antepasados del ser humano dejaron los vestigios en los bisontes que duermen, en la pared, la noche de las cuevas.

Porque, de todos modos, seguimos siendo los mismos los de hoy y los de ayer, y esa llamada de la naturaleza no es como la antorcha que se pueda apagar en el río, sino que pasa, con cada generación, como una necesidad imperiosa que, apenada en su cárcel, una cárcel de edificios grises con grandes cristaleras, sueña con espacios verdes, boscosos, acaso coloridos en  los meses de otoño, con cimas nevadas en la sierra y con espumas y algas en las arenas de las playas.

Por eso en mi locura, si queréis llamarme loco, he de hablaros de una manera tan insólita y extraña, pudiera hasta parecer que inoportuna, de ese instinto que nos hace querer escuchar, saber escuchar, poder escuchar lenguajes distintos al nuestro, sonidos que difieren de la palabra, que se apartan de nosotros como la palabra que no corresponde a nuestro idioma, pero que podemos aprender, porque todo en la naturaleza nos habla sin cesar.

El canto del arroyo y el del riachuelo que corre, lento, a la charca que esconde la arboleda, las orillas, los árboles, el silencio de las piedras, comunican algo a nuestro espíritu, como si nos preguntasen algo, de la misma manera que sucede cuando un hermano pregunta algo, porque el río, el arroyo, las aves y las nubes son hermanos nuestros que nos llaman, que nos echan de menos, que nos preguntan dónde hemos estado desde que nos fuimos a las ciudades.

 

2016 © José Ramón Muñiz Álvarez
“Nuestros hermanos en el entorno”
“RELATOS SIN ANÉCDOTA”

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