José Ramón Muñiz Álvarez
“LA
VOZ DEL VIENTO TRISTE EN LOS RINCONES”
(relato breve y sin
anécdota)
No se asoma la alegría a la mirada de
las amantes tristes que se embriagan con la tristeza que consume a los
caballeros que caminan lentos, llevando, como siempre, sus paraguas negros en
la mano, esos paraguas negros como la noche, como el ocaso, como el color de un
firmamento emparentado con la llamada miserable del invierno.
Y, tal vez porque quiere el cielo
mostrar el enojo sempiterno en estas tierras cercanas al océano, tal vez porque
las nubes se agolpan en la tarde de un lunes mortecino, tampoco se asoma a la
boca de los poetas, que callan de momento, o que hablan de tristezas solamente,
sabiendo que la lluvia quiere más gris
el gris de los edificios.
Y, quizás porque las ruedas de los coches
pisan el asfalto mojado, o, quién lo sabe si porque la lluvia, lejos de cesar,
se ha hecho más intensa, precipitándose en forma de granizo, la boca de los
poetas permanecerá callada, y el gris, ese gris intenso, falto de vida, de
júbilo, tendrá en sus manos nuestra melancolía, encaprichada con un arco-iris.
O, quién sabe si porque el granizo
repentino es, además de una sorpresa, y un tremendo latigazo que nos aleja del
sol de siempre, del verano de siempre, de la esperanza de siempre (porque
siempre hay una esperanza), por más que los granizos sean, a los ojos de los
niños y también de los más grandes, un episodio insólito y hermoso.
Porque existen también los que aman la
lluvia, los que quieren ver en su descenso un verso más, una palabra más que
transfiera un sentido innombrable, una emoción indecible que nos devuelva a esa
infancia en la que los charcos eran más charcos y en la que la nieve suscitaba,
pese al frío, todas nuestras alegrías infantiles.
Y por eso será la ventana, en esta
ocasión, el verdadero protagonista, la realidad transitoria que dirige la
mirada hacia el exterior a los que se encierran en un día de lluvia, una tarde
de lunes de lluvia que sabe de hojas por los suelos, de inmensas soledades en
los parques, de viudas que tejen despacio para llenar un tiempo que les sobra.
Y no me digáis que una ventana no puede
ser la protagonista de un relato, pues la imaginación de la que nacen los
cuentos debe volar libre, tan libre como ya voló en los tiempos de las fábulas,
aquellos tiempos en los que Esopo recogió de la tradición oral, si no las
inventó, los cuentos de la niñez, en que los protagonistas eran animales.
La ventana, más incluso que la puerta,
siempre cerrada, si no era cuando los moradores del piso iban a salir o cuando
entraban desde el descansillo de la escalera, permitía a los habitantes de la
casa ver lo que sucedía en la calle, ya fuera el sol o la lluvia, pues para los
habitantes de la casa la vida estaba en la calle, siempre en la calle.
La ventana, como los ojos, ofrecía el
panorama del otoño, de las cordilleras nevadas a lo lejos, de las inmensas
marejadas en el puerto, llevando al interior del hogar la aventura real de la
vida, lejana a la seguridad del castillo, distinta de la comodidad del palacio,
extraña al bienestar de las mansiones cómodas en las que el abrigo no hacía
falta.
Sí, la ventana, pero no la ventana por
ser ventana, sino por ser un mirador hermoso, una salida, en todo caso, hacia
ese exterior, al igual que los televisores nos llevan a paisajes exóticos,
desde las naciones escandinavas al África negra, porque la ventana permitía ver
a los vecinos y seguir el discurrir de los acontecimientos.
Porque, si otras ventanas daban al
patio de luces, esta era la ventana que miraba al mar, que veía los cabos
lejanos, las luces de los faros lejanos en las noches de verano, pero también
la que mostraba el color de las nieves, blancas y puras, en los días despejados
que llegan tras las tempestades, esos días que amanecen después de las heladas.
Sabéis que otras casas miran al
exterior desde sus hermosas balconadas y grandes corredores, mostrando un aire
regio y señorial, una presunción desmedida que hace abrir la boca al que las ve
desde la calle, haciendo su camino de ordinario y sorprendiéndose de la belleza
de esas fachadas, pero esta ventana más humilde está solo para ver.
Pero no por ello penséis que voy a
renunciar a la ventana, esa ventana triste, abierta a la lluvia, con cristales
torturados por el frío de la mañana y las tormentas de la tarde, cuando por la
tarde quieren arreciar las tormentas y golpean sin clemencia cristales,
persianas y paredes, que hasta el ladrillo parece que se va a romper con los
golpes.
Y, si no la ventana, al menos sí serán
protagonistas de esta historia la persiana, los cristales, el alféizar, los
maceteros que, aguardando nuevas lluvias, violentos aguaceros y chubascos
violentos, entre granizos caprichosos y alguna helada, en ocasiones, gozaban
también de un tiempo más clemente y eran alumbrados por algunas horas de sol.
Y, cuando no queráis que sean
protagonistas la ventana, los cristales, las persianas o las cortinas, sí lo
serán los paisajes a los que se abren, esas vistas que nos ofrecen cuando, por
asomarnos, no solamente nos asomamos a la ventana del edificio, sino que nos
asomamos al ánimo de ver con nuestros ojos, de asomarnos a nuestros ojos.
¿Queréis decir entonces que el paisaje
y no la ventana ha de ser el protagonista de las líneas con las que inicio este
relato? Pues es cierto que no es poco lo que ofrecen estas vistas variadas y
hermosas que nos llevan a un pequeño pueblo de la costa, un pueblo donde hay
mar, donde hay cantiles, donde se ve volar una gaviota.
¿O preferís entonces, que todo es
posible, que en vez de tener protagonismo las vistas desde la ventana, nos
centremos en el pueblo, sus rincones, sus callejones, las cuestas indecentes
por las que ascender, casi sin aliento, rendidas las fuerzas, como quien sube
una colina y necesita de nuevos alientos para no caer en el suelo?
Porque es muy probable que penséis ya
que estoy loco o que no tengo la menor idea de cómo empezar un relato, que no
siempre los que quieren ser poetas lo son realmente, o, si lo son, no es
necesario que por su condición de poetas tengan buenas dotes narrativas, que, a
la luz de las circunstancias, yo mismo me he perdido con tanto hablar.
En fin, volvamos al comienzo, si acaso
puedo recordarlo, porque debo reconocer que, en ocasiones, me falla la memoria.
Pero ya recuerdo: no hablaba de ventanas, sino de lluvia; no hablaba de
maceteros, sino de granizo; no hablaba de paisajes ni de vistas, sino de
profundas melancolías que vienen en estas estaciones invernales.
Las lluvias, esas son el alma de lo que
quiero expresaros, sin falta de ventanas ni de metáforas raras que no vienen a
cuento, porque en ellas vive sumida mi mente en la zozobra, desde que la
lluvia, poderosa y enojada, desganada a veces, da el verde a la tierra y
permite la vida de las frondosidades que hacen hermoso el lugar en que vivimos.
Pero ¿no es descortés que venga yo a
hablaros de lluvias y granizos, de hielos y de escarchas y que acuse a la
temporada de invierno de tener ese carácter hosco que lleva a la gente a no
querer salir de sus casas, cuando, a pesar de haber hablado tanto ya, ni
siquiera he tenido el detalle de presentarme adecuadamente ante vosotros?
Y vosotros ¿sabríais decirme, acaso,
quién soy yo, que tanto hablo, que me permito el lujo de hablar y de
acariciaros y de rozaros impune, sin que podáis verme, cuando os hablo, casi
como un loco, sin mucho sentido, de persianas, de ventanas, de cristales, de
paisajes y montes, de puertos y de lluvias? Porque, ahora que lo pienso, no
parecéis saberlo.
Pero sí que es cierto, no os equivocáis,
sabéis bien que soy tan viejo o más que esas lluvias y esos hielos, sabéis que
son muchos no ya los siglos ni los milenios que hace que estoy aquí, aburrido y
viejo, triste y solitario, falto de memoria, como los ancianos que esperan el
desenlace de la vida, porque a ellos les permiten morir.
Sí, son muchos los siglos ya, los
milenios, y la memoria no puede con tanto, pues difícil es almacenar en uno
mismo el recuerdo de tanto tiempo, de tantas vueltas como ha dado este planeta
en torno al Sol, demasiados años, sí, para, como soléis decir vosotros un ser
tan extraño, tan insociable y tan huraño con el que pocas veces se puede
hablar.
Y no os equivocáis cuando pronunciáis
mi nombre, maldito entre los nombres, maltrecho y cansado de seguir rumbo por
los glaciares, por los mares, por sierras y por llanos, claro, pero también por
altos firmamentos, y a veces por las cavidades oscuras y tristes de la tierra,
porque, en efecto, como bien sabéis decir, yo soy la voz del viento.
Por eso soy yo quien puede tomar la
palabra para hablaros de la lluvia, de sus bondades y sus enfados, de las
tristezas que se desploman cuando llueve, del dolor de las nubes y de todas las
miserias que os afligen hoy, porque no son los elementos, sois vosotros mismos
los que sentís, los que lloráis, los que lamentáis esa penuria.
Porque no hay sentimientos en la nieve,
en las escarchas que admira la aurora, cuando bosteza, ni tampoco en las
lluvias, ni en mí, cuando soñáis que os digo esto que os estoy contando, cuando
imagináis que puedo, en verdad, expresar recuerdos, memorias y sensaciones,
además de olvidarme, como vosotros, de las cosas.
Pues cierto es que soñáis y mi discurso
carece de verdad, puesto que es sueño, regalo de una quimera que sufrís en ese
estado de duermevela, mientras apoyáis la cabeza en la almohada, sin encontrar
todavía ese descanso para el que, necesariamente, no puede faltar mucho (y no
me estoy refiriendo al descanso de la
Parca ).
Sí, vosotros soñáis, soñáis estas
palabras que pronuncio, tal vez, sin falta de que las pronuncie, pues os
imagináis escuchando mi monólogo como si yo fuese un viejo marchito, me
inventáis y me hacéis vivir para ser un viejo marchito que se olvida de las
cosas, y también podíais haber imaginado mis barbas encanecidas.
Sueño todo, desde luego, pero sueño en
el que podéis ficcionarme, en el que podéis darme forma, quitármela, devolverme
mi invisibilidad y hacerme callar en el momento que os apetezca, porque, fruto
de vuestra cabeza, no soy tal vez el canto del viento ni la ventana por la que
mirar paisajes ni lluvias, granizos y hielos que el invierno os regala.
Sueño todo, desde luego, y sueño
extraño de una mentira, porque, a pesar de ser mentira todo lo que os he
contado, como un pobre lunático, como un ser confundido en el aislamiento de su
locura, seguís aquí, leyendo cada letra, haciendo caso a un mentiroso, pues no
debo ser más que un mentiroso, después de cuanto os he contado.
O quizás no: porque vosotros amáis en
estas líneas algo con sabiduría cuerda y con mayor rectitud que exclamar
malhumorados, como hacen los que sienten que se les ha tomado el pelo, que, en
todo caso, tal vez estas palabras no sean una burla, y mi discurso os propone,
desde luego, sea quien sea yo, descubrir algo de vosotros.
¿Para qué sirve la literatura, de todas
formas, sino para buscarse uno a sí mismo, solo a sí mismo y no al autor, como
sucede con todo lo demás? Porque vosotros no buscáis el canto del viento, ni
tampoco queréis escuchar el canto de la lluvia, pero sí queréis saber por qué
la lluvia y el viento os transmiten esas sensaciones que os transmiten.
Nadie lo sabe, si permitís que os
cuente un secreto, y no quiero mentir en esto, después de que tantas falsedades
os haya dicho ya, que justo es que no todo lo que se os cuente en este relato
sean mentiras: también tenéis derecho a saber, a conocer, a comprender, incluso
a que se os diga con honestidad que no todo se conoce.
Quizás los filósofos, con todas sus
aporías, os hayan burlado más todavía que quien se despide de vosotros, después
de haberse presentado así, sin decir su nombre, porque, para ser la voz de un
relato que discurre en unas breves páginas, no me hace falta nombre, no me hace
falta vida, me basta con ser, para vosotros, lo que os dije: la voz del viento.
2016 © José Ramón Muñiz Álvarez
“La voz del viento triste en los rincones”
“RELATOS SIN ANÉCDOTA”
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