José Ramón Muñiz Álvarez
“LAS NUBES QUE NOS
MIRAN CON ENOJO”
(relato breve y sin
anécdota)
PREVIA
Dicen
que la lluvia no huele, que no huele la humedad, que no llena el aire ese beso
extraño que nos trae sensaciones distintas a las de un día normal con esa
claridad casi ofensiva. Y mientras el rabilargo recorre los cielos que conocen
su vuelo y los ditiscos pueblan las charcas extrañas donde, en ocasiones, los
muchachos los capturan, la lluvia es una posibilidad agradable.
Pero
no deja de ser agradable también el agua en las costas, en esas costas donde el
verdín está agarrado con fuerza a la roca y es un peligro para cualquiera que
camine por esas calas llenas de piedras. La lluvia sobre las aguas del río o
sobre las aguas del mar es agua que se funde con el agua, que llena el aire y
vivifica, purificando como el fuego, aquello que toca.
O
tal vez no: no huele la lluvia ni es una posibilidad agradable, no huele la
humedad ni vuela el rabilargo, no hay ditiscos en las charcas ni los muchachos
los buscan, no descienden los orbayos sobre calas y riachuelos. El amanecer ha
traído un cielo despejado, un sol rico en reflejos y oros encendidos, además de
una mancha sonrosada sobre el horizonte.
Y,
mientras los pesqueros están amarrados porque no hay pesca, uno se lamenta por
todo, quizás por nada, tal vez por nada, si es que no hay de qué lamentarse,
aunque las razones difícilmente falten: hoy no es un día que pueda volverse
verso sin más, porque es uno de esos días sin drama que no propone inspiración
suficiente para alcanzar una cima.
Los
lectores de hoy día, amantes de la poca imaginación de los escritores al uso
que tienen éxito (supongamos escritores mejores que no tienen fama), desprecian
esos cielos plomizos, ambiguos y barrocos. Esos son los cielos buenos para un
poema, para un soneto, para una divagación, que también es posible en la pluma
más ociosa.
Seguro
que ellos no se alegrarán de que la claridad encienda, desde las alturas,
corriendo como un overo, los paisajes que se deleitan, y que, con su habitual
vulgaridad, tampoco sepan apreciar otros detalles. Podrían ser los brillos de los
charcos en un día de lluvias intensísimas, en uno de esos días del norte en que
los niños van con botas de agua.
¿Pero
me decís en serio que queréis hoy lluvias y un mediodía brutal en uno de esos
pueblos asturianos donde los paraguas se abren de par en par al tiempo que el
mediodía ve caminantes que se quejan? Tampoco eso debería ser un problema, y si
queréis que os cuente la razón de la tristeza de esa lluvia os diré su secreto,
pero, también, si queréis, os diré la desazón de algunos.
José Ramón Muñiz Álvarez
“LAS NUBES QUE NOS
MIRAN CON ENOJO”
(relato breve y sin
anécdota)
–Está el cielo de lluvia –dicen algunos
cuando cruzan por la calle.
–No tiene buena pinta –responden otros
que siguen su camino.
–Habrá que volver para coger el
paraguas –comenta un despistado.
El cielo sigue mirándonos con el enojo
de siempre y amenazando con un aguacero que todavía no se desploma sobre la
cabeza de las gentes que caminan por el puerto, mientras los niños que
corretean, otras veces, en el verano, desnudos como los perros, por la dársena,
después de un chapuzón, muestran ahora, temerosos de la regla de don Eusebio,
el temor en los ojos, porque hoy es día de examen y van a hacerles preguntas
sobre la lección de ayer.
–De las dos no pasa sin que nos caiga
una aguada –explica un viejo.
–Está el día feo –comenta el carnicero
a las clientas en su negocio.
–El día está asqueroso –les dice el
pescadero, que sabe ser amable.
El cielo sigue mirándonos con el enojo
de siempre y la lluvia que cargan esas nubes grises no se precipita sobre las
beatas que vienen de poner una vela al santo en la iglesia, al tiempo que los
pescadores que siguen, como siempre, en el barco, con su faena, cansados por el
frío y el viento de esa gran llanura que es el océano, desean un pronto
regreso, porque la mar es cansada y porque, a pesar de los dineros que ganan,
están acabando con la salud.
–Tiene mala cara ese Nuberu que asoma
–comenta una rapaza.
–Parece que es invierno ya, menudo
tiempo –habla un anciano.
–No sé yo en que parará todo: como el diluvio
–dice el señor cura.
El cielo sigue mirándonos con el enojo
de siempre y advierte el violento chaparrón que, de un momento a otro, mojará a
los más viejos y a los más jóvenes, a los más santos y a los más descreídos, a
los más ricos y a los más pobres, con esa maldad propia de los seres mezquinos,
porque los pobladores de la localidad hubiesen preferido, qué duda cabe, una
amanecer sereno y sin granizos que no asustase con sus truenos.
–Al final va ser el fin del mundo
–explica el exagerado.
–Ya se acabó el invierno –repite el
optimista, diciendo obviedades.
–Ya he visto un relámpago –advierte un
joven.
Y por fin comienza a llover, y lo hace,
como siempre, con dureza, con esa dureza brutal que moja los tejados y las
calles, que obliga al que camina a acelerar el paso, que logra llenar los
bares, porque los jubilados no pueden continuar su paseo matutino y porque
siempre es mejor entrar en el “chigre” y tomar un vino que volver a casa y
escuchar la “matraca” de la parienta, que, con razón o sin ella (¡quién lo
sabe!), siempre tiene algún reproche en los labios.
–Ya estamos otra vez –se queja una
vecina en uno de los soportales.
–Dichoso tiempo tenemos –comenta el
barrendero, que se guarece.
–Tiene que llover –explica el sabio
ante el fastidio general.
Porque cada vez que se habla de
Asturias, de sus costas, sus montes y sus valles, la lluvia tiene que ser
protagonista, y, hablando en plata, porque la lluvia es el motivo que siempre
se repite en el recitativo del tiempo, brincando al hallar el suelo o el agua,
importa poco que sea la de la mar o la del campo, renovando la vida y hablando
de la muerte, porque la lluvia vivifica, pero también da pesadumbre en los
entierros y en los funerales.
–¡Menudo día! –grita, airada, una ama
de casa que lleva sus bolsas.
–¡Y la ventolera que se levanta! –le
dice la amiga que la acompaña.
–¡El diluvio! –dice Teresa a don
Rumaldo, que es el señor cura.
Porque cada vez que se habla, no ya de
Asturias, sino de toda la cornisa del Cantábrico, la lluvia tiene que ser la
estrella principal, y, poniendo la mano en el fuego, porque la lluvia es
semejante a las oraciones que recitan los curas o las palabras que repiten en
su salmodia las ancianas que rezan, como cada vez es menos costumbre, esos
rosarios interminables que se van quedando atrás en tiempos en que la gente
prefiere el sonido rechinante de las
discotecas.
–¡No hay quien pare! –dice una señora.
–¡De dónde cae tanto! –se lamenta el
señor del paraguas negro-
–¡Vamos, vamos! –dice una madre a sus
niñas.
Porque cada vez que se habla de
Asturias, de todos sus contornos, de las zonas colindantes a lo que es nuestro
suelo asturiano, la lluvia y el granizo (algunas veces la nieve, infrecuente en
la costa) tienen, con todo su divismo, la atención del forastero, sorprendido
de que, tras unos minutos, un cielo azul y primaveral pueda llenarse de esas
nubes plomizas y enojadas que quieren castigar los pecados de la tierra por
mandato del Señor en las alturas.
El paisaje asturiano promete, a pesar
del mal tiempo, conjugando ámbitos diversos y muy cercanos, pues todo lo que
tiene Asturias de territorio pequeño lo tiene también de lugar lleno de magia y
de misterio, desde el encanto del entorno a las costumbres ancestrales que, en
los lugares alejados y en las aldeas más recónditas pudiera parecer más que
sorprendente a los muchos visitantes que vienen, ilusionados, a conocer esta
región.
Y quizás la montaña asturiana es la más
conocida, porque sus costas compiten con las de toda la zona cantábrica, desde
Galicia al País Vasco, y porque en todos los lugares, desde Vigo hasta llegar
al arranque del Pirineo, las playas y los pedreros, los cantiles y los
farallones de las calas se han promocionado bien, buscando una economía más
holgada para los hosteleros, que cada vez van siendo más y más el último motor
para el empleo.
Porque también hay una Asturias
industrial, una Asturias como la del metal y la siderurgia, en ese Avilés
hermoso y apestado por unas fábricas que alimentan a todo el contorno y que son
imprescindibles para que los asturianos no se desparramen de una manera
definitiva, huyendo por el mundo, huyendo a otras regiones y a veces al
extranjero, como ya sucedía en la época en que unos se iban de indianos y otros
regresaban con auténticas fortunas.
Y hoy, aunque no es verano, aunque no
estamos en esos días alegres de la primavera, aunque septiembre queda ya atrás,
como un eco de ese alivio que traen las brisas amables, tras los rigores
estivales, Benito, el bien Benito, se mesa con optimismo el bigote, porque la
lluvia le ha llenado el bar y porque, después de varios días, la gente está
consumiendo en su negocio, que parece que no, pero a veces funciona bastante
bien y así el hombre va tirando.
–Un vino –pide el señor de la boina.
–Dos cañas –dice un joven a un
camarero, enseñándole índice y anular.
–¡Pon un pincho, hombre que no te
estiras nunca! –grita un socarrón.
Pero la vida, que parece alegre y
despreocupada, también tiene sus durezas y sus trabajos, porque, al lado de una
manera tan festiva de entender la vida, están también los problemas de todos,
el empeño por la supervivencia y el esfuerzo que hace posible el mantenimiento
de estos pueblos, amenazados con la desaparición, porque, a pesar de ser esta
una zona tan idílica, tan llena de hermosura, los más mozos tienen que dejar, sin
quererlo, la tierra en que viven.
–Es la desestructuración –comentan
unos.
–Es Europa –aseguran, con el ceño
fruncido, los más escépticos.
–La política suicida de los de siempre
–explica el descontento. Y, con el aire de indignación propio de los personajes
de una tragedia griega ante los avatares del destino, repite que son los de
siempre, por supuesto, sin explicar qué ocurriría, si en lugar de los de
siempre gobernasen otros.
Pero el verano va quedando lejos, los
tiempos de elecciones van quedando también lejos y el espectáculo es asombrarse
y ver el granizo, ese hermano gemelo de la nieve, en su descenso brutal, cuando
llega al asfalto y rompe, para luego deshacerse, porque, en los pueblos de la
costa, donde el salitre del aire impide que los copos cristalicen, la nieve es
casi siempre un imposible que suele ilusionar tanto a los más grandes y, cómo
no, a los más niños.
Y hay quien puede quedarse esta mañana
en la habitación, en la cama, tapado por gruesos cobertores y sintiendo su peso
sobre el cuerpo, un cuerpo ajeno al frío de la calle, que parece deleitar los
oídos de los que descansan, si es que se escucha la lluvia, una lluvia
violenta, fuerte, atrevida como los guerreros de Kublay Khan, por decir
alguien, si no es ese granizo que resucita la pasión de los niños en los que ya
empiezan a tener alguna cana.
Porque el ruido en los cristales puede
ser un canto de poesía elevado a la gracia de unos tímpanos agradecidos si es
que, con las primeras luces, el granizo se hace generoso y se agita, en su
caída, percutiendo lo que toca (quién sabe si el alféizar, si el cristal, si
las ropas tendidas o las persianas), y, percutiendo todo lo que toca, puede,
desde luego, convertirse en el placer emocional de saber lejos la intemperie y
sentir el poder domesticador de la habitación y de las mantas.
–Venga, que ya es hora –dirán los
inoportunos, entrando en el cuarto.
–Que ya pasaron las lecheras –atacarán
los irónicos, que los hay siempre.
–Hay que levantarse al fin –gritará la
mujer al marido, si trabaja de noche.
Y todo es aguar la fiesta cuando se
precipita ese torrente voluptuoso, como queriendo ser un mar de hielo que no
alcanza a cuajar, porque el granizo, a diferencia del trapo, dura muy poco y no
puede permanecer, sin deshacerse, sin volver a ser agua, más de unos minutos,
lo mismo da que caiga sobre los herbazales de las aldeas vecinas que sobre el
asfalto de la calle, y mucho menos sobre las arenas de una bajamar salobre y
prolongada.
Dichoso el poeta que contempla el
paraje tras el cristal de la ventana, bien abrigado, eso sí, porque un cisne de
lana ayuda mucho cuando hay frío, y el invierno siempre trae catarros y gripes,
y digo que dichoso, porque él, con ver desparramarse el granizo por el suelo,
ha encontrado otra vez ese verso que buscaba, el más difícil quizás, el último
y el más complejo, pues es el que pone cierre a sus escritos e imprime la magia
que el lector necesita.
Pero dichosos también los que no
escriben, por más que esto parezcan ya las bienaventuranzas (que, por cierto,
muchas veces vale más no ser un bienaventurado), porque no solo los poetas
disfrutan la belleza de los inviernos crudos y salvajes, sino que estos se
limitan a poder cantar, cuando quieren, la gracia que también existe en la
cuarta de las estaciones, que no solo los primores de la primavera son bellos.
Para muchos, en los puertos marineros,
el hielo, la lluvia y el granizo son como el regalo de una madrastra amante que
es bien recibida y querida por los hijos adoptivos, esos locos románticos que
quieren menos ver el sol que el color agrio y ácido de los días grises y de
cielo encapotado, con un nublado melancólico que parece llorar desde la altura
y que, en efecto, cuando llueve, llora desde lo más alto, escondiendo la
claridad azul.
Y el afecto a esos días grises tiene
también algo de poesía, sin que hagan falta la pluma y el papel, que no hay por
qué vaciar tinteros para que el mundo sea más hermoso, pues la belleza de las
cosas es a veces muda, callada como el silencio que se escucha algunas veces en
los pedreros y en los cantiles, arrullado tal vez por el manso susurro de las
olas, cuyos violines dibujan un trémolo de espuma en las arenas de las calas
apartadas.
También el mar es distinto cuando
llueve, cuando el color del cielo es distinto y las aguas y granizos descienden
con esa furia, como arremetiendo un golpe contra el mundo, porque el mar es el
espejo de las alturas del cielo, y el agua, al caer sobre el agua, rompe su
superficie, altera su suavidad, que puede ser ya una suavidad perdida si el
tiempo arrecia, si las espumas avanzan, si corre el aire con su soplo, alegre y
vivaracho, ondeando las banderas.
–No me jodas –dice uno en el bar de
Benito, poniendo mala cara.
–No tienes razón –se defiende un
segundo, echando los brazos al aire.
–La cosa está mal para todos –añade un
tercero.
Y, de alguna forma, ninguno miente: ya
sabemos que el pesimismo es uno de los tópicos más arraigados de la humanidad,
una forma de escudarse cuando las mayorías se sienten frustradas, al no lograr,
por efecto de su propia ineficacia o de su inconstancia, los logros
pretendidos, pero también hay problemas ineludibles, y, cuando los viejos
hablan de la juventud (que siempre hablan de la juventud), se aprecia que las
cosas son, si cabe, más difíciles:
–Estos chavales lo tienen muy mal ahora –explica Sebastián.
–Lo que tienen que hacer es ponerse
–grita un malhumorado.
–Nunca lo tuvieron tan fácil, pienso yo
–agrega otro.
Y lo de que nunca lo tuvieron más fácil
es discutible, pues los viejos siderúrgicos, los marineros, los trabajadores de
a pie, sin grandes estudios, no habían conocido una época de tantos recursos,
pero tampoco vieron tal escasez de empleo en una época de tanta competencia en
la que los más mozos, para procurarse una forma de vida, se tienen que ir
lejos, a otras partes de la nación o del mundo, huyendo de las miserias de su
tierra.
–No quedan ya calamares en esta costa
–se quejan los marineros.
–Claro, los arrastreros –dicen los
unos.
–Yo pienso que la sobrepesca –dicen los
otros; que dicen bien, por cierto, porque los pueblos marineros se quedan sin
recursos, y eso es verdad, a la luz de que no es posible pescar lo que antes se
pescaba, que, en aquellos tiempos lejanos de los abuelos de los jubilados de
hoy, habiendo más pesqueros en la población de los que hay en la actualidad, no
faltaba nunca la entrada de pescado en abundancia en un puerto con industria
conservera. A saber, que si la contaminación o la pérdida de la flora del fondo
del océano.
–¿Y que toman el sol los pulpos, dices?
–pregunta sorprendido el tonto del pueblo (en todos los pueblos hubo un tonto,
y en los pueblos de los pescadores no debe faltar en estos tiempos del
presente).
–Pues claro, y desde la noche de los
tiempos –explica un gracioso.
–Los pulpos –se burla un tercero–, ya
lo hacen desde mucho antes de que inventasen las bikinis y las playas de
nudistas.
Es curiosa la inocencia de algunos,
que, incluso oyendo la carcajada general, no saben que sirven de befa a los
demás, cuando algún ingenioso de espíritu vil, careciendo de los escrúpulos
propios de la gente decente, los pone en la picota de una manera tan descarnada
y tan triste. El caso es que el pueblo español, que no ha cambiado mucho desde
los días del hidalgo don Quijote, mantiene el carácter zafio que ya demostró en
los tiempos cervantinos.
Y, además de la estridencia de las
risas de todos los presentes, porque todos los presentes se unen a la alegría
de una burla cruel y desafortunada contra un tonto o contra un santo (que, en
ocasiones, parece que son lo mismo), hay otra alegría estos días grises, que es
la alegría de los colores vivos, que, de manera contestataria, saben
enfrentarse y derrotar la tristeza imperante: son los de los paraguas abiertos
en la calle y los de las lanchas que regresan.
Pero ahora todo es pesca de bajura, no
como antes, que fue todo distinto.
–Yo vi pescar marrajos de mozo, que no
os tocó a vosotros –comentan.
–Y el marlín. Pero entonces sí que
había grandes barcos –dicen.
–De eso ya ha pasado mucho tiempo
-aclara el nostálgico.
En efecto, se cuenta que en una de las
tiendas de la zona más alta de la villa, en una tienda de comestibles, hubo una
señora que pedía que el jamón fuese de verdad y no de carne de ballena, puesto
que confundía el gusto suave del jamón cocido que de ordinario se despacha con
el jamón curado de gusto saldado, tan distinto al de la carne de delfín, que
fue lo que pudo probar la mujer en aquellos tiempos de miserias y penurias,
cuando la guerra.
Pero la gente de la guerra va muriendo,
y, en este país de guerras civiles, al no haber guerras, se van dejando de
contar los grandes dramas, las grandes tragedias, las mentiras piadosas y las
dañinas, las grandes verdades y las que ofenden, y, si bien parece flotar todo
en un aire de angustia porque los hijos se van a otros lugares, a diferencia de
otros tiempos, no hay hambre ya, a nadie le falta pan y no se sabe de niños que
lloren sin un juguete.
–Tal vez es que las miserias se las
calla uno por vergüenza –cuenta el cura.
Pero los viejos saben más que nadie:
–La época del hambre fue muy dura, los
mozos no saben qué era aquello.
–No hay que comparar los problemas de
hoy con la pobreza de antes.
Otro de los vicios de la gente ociosa
es hablar de los estudios de sus hijos, siempre con una mezcla extraña, no se
sabe si de orgullo y satisfacción o de recelo, porque el hecho de que la cosa
está tan mal para los que estudian y para los que no estudian ha venido a ser
uno de los tópicos más poderosos.
–Será tal vez –como dice Benito, el
dueño del bar–, que nos hemos acostumbrado demasiado a vivir del sector
público?
–Posiblemente –le dirán–. Pero ese
sector se perdió de un plumazo por la mala gestión de algunos.
Y, al lado de la política está, como
gran tema de conversación, el deporte, que es el opio de los infelices y que
deja un regusto a triunfo unos días y fracaso otros, pero que en último término
es la cosa más inútil y la mayor pérdida de tiempo, una forma de estar
entretenido en los “chigres” cuando el agua se prodiga y no se puede andar por
la calle, porque la lluvia es abundante y el viento destroza los paraguas. Pero
parece que está despejando.
Marino sale del bar abrochando bien la
zamarra:
–¿A comer ya? –pregunta su primo.
–Va siendo tarde, y las horas de casa
hay que respetarlas–, responde. Las escaleras ascienden durante un tramo hasta
la cuesta, para buscar, siguiendo más arriba, el portal de la casa, en una
rápida galgada, justo antes de que empiece a llover de nuevo, porque estas
treguas suelen ser cortas. Desde atrás suena una voz:
–Saluda a la tía –grita el primo en la
puerta del establecimiento.
Y Marino pisa el suelo mal empedrado,
vencido por el mal tiempo y los chubascos, en medio de la calle; y pisa las
escaleras mal empedradas, vencidas por las precipitaciones violentas que se
ciernen, al discurrir en medio de la calle, y las aceras, que, malheridas por el granizo y por la lluvia, en
medio de la calle, lo conducen al portal del viejo caserón, donde vive con su
familia: su madre Generosa y dos hermanos más.
–Huele bien –afirma dichoso al entrar
en el piso.
–Siéntate ya y ponte a comer –ordena,
seria como siempre, su madre.
–¿Qué es lo que tenemos hoy? –pregunta
sin obtener respuesta.
Mientras su madre va sirviendo la
comida, al pasar al baño, donde deja, en una percha, sobre la bañera, la
zamarra que había abrochado al salir del bar de Benito, justo después de parar
la granizada, puede ver a sus hermanos, absortos, con unos prismáticos, mirando
las lontananzas y fijándose en los pequeños barcos de la villa, de costados
rojos, verdes y encendidos, que regresan de la faena, tras una jornada
agotadora que comienza en las horas de la madrugada.
Marino, sin ser un intelectual, es
hombre realista y vivo:
–Si este país no lo hubiesen jodido los
socialistas lo hubiesen jodido los de los otros partidos, no os quepa duda
–asegura con frecuencia.
Resulta triste pensar que, con una vida
por vivir (porque la vida siempre se plantea como un proyecto, y resulta
frustrante no tener un proyecto), el sentido de su vida sea salir de vez en
cuando a gastar cuatro duros al bar de Benito y deleitarse viendo el granizo
sobre el asfalto y sintiendo sus golpes sobre los cristales, pero es que esta
es una época distinta, la época de la desestructuración industrial, que hace
del más pintado el más inútil.
Precisamente porque su tío, Aurelio, es
socialista convencido, evita hablar de esto cuando viene de visita a casa de
Generosa, o cuando lo invitan a su casa y tiene que ir, por cumplir, más que
por devoción, sabiendo que su tío, que no es malo, desde luego, se aferra a
unos tiempos que ya han pasado y, en el fondo, vive pensando en cobrar la
pensión, que, como él dice, y no es, desde luego mentira, “para eso llevo toda
la vida trabajando.”
–Ha llegado una carta del banco. Mírala
tú –le pide Generosa–, que ya sabes que yo no veo bien ni con las gafas.
Generosa no quiere admitir que le cuesta
mucho entender ese lenguaje de las entidades bancarias, un lenguaje
estereotipado que no es comprensible a las señoras que se acercan
peligrosamente a una edad que no se debe decir (quedará entre nosotros que ya
va para setenta).
–¡Las malas noticias tras la comida!
-replica Marino con cierto humor, pero no aguanta la impaciencia, la abre y la
lee despacio, a riesgo de que se enfríe la comida, hasta respirar tranquilo,
porque el contenido de la carta, ni bueno ni malo, no romperá, de momento, la
relativa calma económica que goza la familia: tres hombres útiles y ninguno de
ellos puede traer un duro a la casa, donde viven ambos a costa de la jubilación
de la madre.
El caso es que todo el mundo tiene un
sueño: Benito quiere ver lleno su bar y don Rumaldo quiere ver llena la
iglesia; los pescadores que regresan a casa tras una jornada dura y prolongada
quieren el dinero que los ayuda a mantener a sus familias; los viejos que
hablan de las titulaciones de sus hijos y de sus estudios aspiran a que tengan un
porvenir mejor que el de sus padres, y están los que se aburren o se fatigan
con tanta penuria, y quieren que gane su equipo.
Marino tiene muchas veces dudas, no
sabe lo que quiere, realmente.
–Lo raro es que no encuentres trabajo
tú, que eres listo –dice Generosa.
Marino prefiere no contestarle: ella
sabe que no corren buenos tiempos.
–Porque de tus hermanos poco puedo
esperar –se lamenta con amargura.
Marino sigue callado, no le interesa
continuar con esta conversación.
–En fin, que a veces vale más no decir
nada, hijo.
La manera de colaborar en casa es,
muchas veces, madrugar los días de bajamar en que hace bueno y, como decían
antaño los más mayores, golver pa casa
con dellos kilinos de llampares, dalgún bígaru y un puquiñín d’esguila, si ye
que queda, porque, con todo ello, puede Generosa, que se da mucho arte en
la cocina, hacer un arroz de lo más sabroso, superando a los restaurantes de
fama y confirmando, como siempre, que nada vale más que la cocina casera.
–Un poco más de pan –pide Marino,
llevándose a la boca una migaja.
Su madre lo sirve directamente, dejando
las labores, mientras, durante la comida, tal vez porque la necesidad no suele
apretar tanto en las casas donde todavía queda algún recurso, el telediario
destila el habitual pesimismo, al hablar de paro, de crisis, de accidentes y
muertes, asesinatos y de guerras, conflictos insalvables en alguna parte
desconocida del mapa cuyo nombre parece impronunciable incluso a los
periodistas que lo leían ante las cámaras.
Y, mientras se repente la larga letanía
de desastres en el mundo, esa vieja artimaña que nos sirve para convencernos a
nosotros mismos de que estamos mejor de lo que podíamos estar, ajeno a esa
salmodia aburrida y tópica, Marino se evade, elevándose sobre el mundo prosaico
e ideando fantasías extrañas e imposibles que lo transportaban a un mundo mejor
y diferente, un mundo distinto en el que toda aventura puede ser posible.
Porque, en el fondo, Marino, incapaz de
un verso que demostrase el alto magisterio de la inspiración o de un fino aprendizaje
técnico, sin ser un hombre de letras y sin haber leído nunca un poema, a pesar
de desconocer lo que va de un soneto a una lira, siente que en su interior
bulle el alma de poeta que existe en todo marinero y también en todo hijo de
marinero, ya que él lo es, y porque que tiene, por eso mismo, el carácter
mentiroso de los pescadores del ayer.
Sí, el mundo imaginario de Marino era,
en el fondo, una suspensión esporádica de la realidad en la que tenía que
vivir, un intercalar sueños despierto, cuando caminaba por la calle, cuando
pescaba, escuchando los rumores del agua, o cuando, de manera mecánica,
conversaba con alguien sin escucharlo, porque, en el fondo de sus pensamientos,
estaba apartado en otro lugar, en una isla lejana y exótica donde todo podía
ocurrir.
Vivía entre el mundo fatigoso de los
retos inalcanzables y de los regalos más inesperados del destino, amando a una
sirena y preguntándose cómo sería tal vez estar con una sirena, acariciar su
pelo, su piel suave y tersa, blanquecina y rosada, como la de las damas del
tiempo del Renacimiento, acaso las escamas plateadas de su cola, con sus curvas
apetecibles, con esas curvas capaces del enloquecer a los piratas y corsarios
que atacaban los navíos españoles.
–¡Sería tan bello estremecerla entre
mis brazos y acariciar sus pechos…!
Por un momento, dudó si lo había
pensado o lo había dicho en voz alta, al ver que su madre se volvía, mirándolo
de manera extraña, casi como haciendo una pregunta que no llegó a pronunciar:
“¿Decías algo?”. Pero era verdad. Sería tan
bello compartir con la sirena esas caricias, jugar con las conchas y con
la arena, mesando sus cabellos, rozando sus labios con los suyos, haciéndola su
dueña y su señora, pero también, por qué no, su esclava.
¡Sí, sería tan bello estremecerla entre
sus brazos y acariciar sus pechos…!
Y, al tiempo que el telediario
finalizaba su misa soporífera y anestesiante, tras una comida que no era ni muy
frugal ni muy contundente, Marino, que tampoco era muy practicante, lo que sí
su madre, algo lógico, dada su edad, pecaba de pensamiento y no de obra con
criaturas marinas arrancadas a la fantasía, jugando a ser Eneas en los brazos
de una bruja o deseando verse, como Ulises, secuestrado también, en manos de
una mujer.
Sus hermanos, por cierto, que estaban
al tanto de estas suspensiones a las que se regalaba, de una manera muy
burlona, reían al recordarle que las sirenas no tienen por dónde meterla, pero a él le importaba
poco lo que pudieran decir esos dos pardillos, anclados en la mayor de las
mediocridades, carentes de ilusiones, de fantasía y de ingenio para escapar al
tedio de cada día, ese tedio de la gente que consume a diario su pequeña
fortuna en tabaco y vino.
–Tú piensa que es tontería hacerles
caso a los dos borregos que tienes por hermanos –le decía Nacho–, que, a fin de
cuentas, ellos no saben que, al decir de todos los que saben de estas
historias, en efecto, las sirenas sí tienen por dónde: cuando su piel se seca
son igual que las mujeres desnudas, e incluso mejores, porque su piel sabe a sal,
porque sus labios son como corales y es más bonito mirar sus ojos azules cuando
se las ama y se las colma de pasión.
Nacho, el amigo de Marino, dos años del
joven, también del pequeño puerto pesquero, a diferencia de muchos que habían
llegado de fuera en los tiempos en que se construyeron los talleres de la
siderurgia, sin falta de confundir la realidad –ninguno de los dos estaba
loco–, había leído mucho sobre los mares del Sargazo y sobre la piratería, pero
también sobre leyendas en las que, hasta hacía poco, los marineros de la zona
seguían creyendo.
Porque en los pueblos del interior,
donde la cultura es, si cabe, más cerrada que en la costa, al no existir un
aperturismo causado por la continua llegada de gente a través de los mares, las
abuelas contaban a los nietos historias de “xanes”, de “trasgos” y de “diaños”,
semejantes a las que también se escuchaban en tierras leonesas, en el suelo
berzal, entre gallegos, o, mismamente, en la región de Cantabria, que compartía
muchos de los rasgos de esa mitología.
En Cantabria, donde se hablaba muchas
veces del Ojáncano (y de la
Ojáncana ), los cíclopes eran una superstición, no en vano,
que tenía el mismo arraigo que, por poner un ejemplo, el Ollarapo en zonas de
Galicia y el patarico entre los astures. Pero la costa asturiana, a diferencia
de las aldeas ganaderas, tenía sus propios personajes, desde el Espumeru a las
sirenas, que formaban parte, como en otros muchos lugares, de los restos de un
folclore ancestral.
Y Nacho, al que, por ser más sensato,
tal vez, Marino no hacia siempre demasiado caso, que no es deslealtad no
resulta conveniente que los amigos nos arrastren con sus cabezonadas, hablaba a
veces de las sirenas como si fuesen reales, mejor aún, como si en un tiempo
pasado hubiesen sido reales (quién sabe si en la imaginación de los habitantes
arcaicos del lugar), antes de evaporarse, sin dejar vestigio alguno de su
existencia.
–Ya sabes que te toca fregar los platos
hoy, que llegas tarde.
Generosa solía hacer todas las labores
de casa, pero sus hijos tenían que lavar los platos cada vez que no llegaban a
su hora, y, en esta ocasión, Marino llegaba tarde a casa, como era costumbre,
tras haberse entretenido con algunos en la tasca de Benito, esperando que
escampase un poco para subir a casa (lo cierto es que también podía haber ido
sin el paraguas, porque, viviendo tan cerca del puerto (el pueblo no era muy
grande), no quedaba mucho a casa.
De modo que, con cara de resignación,
algo malhumorado y sin protestar, pues sabía que no tenía razón, al terminar el
plato (callos con garbanzos), abrió el grifo del agua caliente y comenzó a
frotar con la esponja, recordando los días de marea y pensando en bajar a la
cala, donde, muchas veces, además de hacer algo de provecho (traía algo a
casa), podía entretenerse y olvidar, en parte, las penurias de la vida y evitar
los discursitos de su madre por no tener un empleo.
–A ver si mañana, que es sábado–dijo a
su madre–, bajo al pedrero. Generosa no respondió palabra, mientras él pensaba
en evadirse de la monotonía a la que estaba ligado por lo cotidiano.
Asturias tiene, por cierto, un encanto
romántico especial, una belleza agreste y cautivadora que se puede apreciar
tanto en los acantilados de sus costas, en las conchas y en las playas
comprendidas entre cabos tanto como en esos montes elevados que la circundan y
que, en sus extremos, quedan a escasos (escasísimos, a veces) kilómetros de la
costa, con transiciones brutales que van desde el nivel del mal a más de los
dos mil metros.
Las calas eran el lugar idóneo para
olvidarse de las penas y las desazones, contemplando, si el mar estaba en
calma, aquellas aguas mansas, relajadas y sedantes que parecían contemplarlo,
mientras, por las orillas, capturaba, con ayuda de su cuchillo, diversas clases
de moluscos, pisando con cuidado, porque siempre es peligroso caminar entre las
piedras, y es en lugares semejantes se corre el peligro de romper una pierna o
un brazo.
–Hay dos que preguntan por ti –dice la
madre desde la puerta del piso. En realidad, son Nacho y Ovidio, y, aunque Generosa
los conoce bien, no dice sus nombres. A veces, Nacho piensa que Generosa no
quiere que su hijo vaya con tales compañías, que si se juntara a gente más
práctica le iría mejor en todo.
–Esperad, que tengo que coger un
paraguas, que hoy está el día gris –les dice. Y, ya en la calle, abriendo sus
paraguas, porque es cierto que hacen falta, escuchan, aquí y allá, los mismos
comentarios, las mismas palabras, las mismas impresiones:
–Arranca de nuevo lluvia –dicen algunos
muchachos de su edad.
–¡Pero que tiempo tenemos! –responden
los de la partida.
–Más vale volver a por el paraguas
–dicen los incautos.
–Está el día triste –comenta de nuevo
el carnicero, que tiene abierto.
–El día está asqueroso –repite el
pescadero, de vuelta del bar.
Y el caso es que la vida en los pueblos
es aburrida, la vida de los parados es aburrida, y la vida de los jubilados,
que es aburrida como la lluvia, si es que llueve, o como el sol, cuando hace
sol, porque los pueblos pequeños son aburridos, con sus bares aburridos, con
sus caras aburridas (las mismas de todos los días, las de siempre, esas caras
que no cambian, conocidas todas ellas y todas ellas mezquinas como los días que
no acaban de pasar).
–Yo voy ahora –avisa Ovidio, sacando
sin grandes misterios algo del bolso del pantalón.
En el bar de Benito, donde Ovidio no ha
entrado todavía, pues está en la puerta fumando un cigarrillo (el más barato,
porque no hay un duro), los tres son como los tres mosqueteros, y beben el vino
de la tarde y juegan a las cartas como los viejos, como los ociosos, como los
jubilados que, tomados por la desidia, ya llenan el vientre de vino tinto desde
que los “chigres” están abiertos, porque esos “chigres” son el centro alrededor
del cual gira la vida.
Tras el cristal, la vida continúa, y
continúan la lluvia y el granizo repentino.
–¡Dios –se desespera Benito–, si parece
que no va a parar nunca!
Algún viejo cuenta las vaguedades de
siempre: que si antes hacía más frío, que si llovía más, que si el viento
soplaba con más fuerza y que si las tempestades de hoy nada tienen que ver con las galernas de entonces.
–¡Estos viejos –dice Benito, guiñando
un ojo–, siempre lo mismo!
El mar enfurecido se enseñorea, a lo
lejos, de las espumas que chocan contra el muelle, donde están atracadas
algunas lanchas y donde algunos botes sortean el meneo repentino de las olas
más fuertes, cuando la mar sube, pero los marineros, que no son tontos, saben
que no hay peligro, que, por lo pronto, las aguas agitadas no golpean con tanta
fuerza que puedan provocar una avería en sus embarcaciones. De ser así, las
sacarían a tierra.
–Vas a coger una pulmonía un día de
estos –le dicen con algo de sorna.
–Pues no os diré yo que no, que hace
frío y llueve fuerte –responde.
Marino y sus amigos, que se aburren en
el bar de Benito, que sienten la desidia de no hacer nada y que dejan pasar las
horas porque llueve, miran el techo, donde no faltan algunas de las negras
telarañas, tradicionales ya desde antes de que Benito se hiciera con el local;
se observan unos a otros, hallando graciosos sus rostros y riendo de manera
burlona, o, simplemente, pasean sus ojos tras el cristal, por donde ven el
aguacero que oscurece el día con su eclipse.
–Con la que está cayendo, es tontería
no ir mañana a las setas –dice uno.
–Para ir a las setas hay que conocerlas
bien –dice otro.
–Mañana –les cuenta Marino–, yo iré al
pedreo. El tiempo mejora.
Sus amigos lo miran con escepticismo.
–¿Qué mejora, dices? –le preguntan
soprendidos. Pero es lo que ha dicho el parte del tiempo por la televisión.
–Sí, por lo menos si es cierto lo que
dijeron en la tele.
Eusebio pasa dentro del “chigre” con el
rostro enojado, como el día, mirando de reojo a todos los presentes, que, por
supuesto, no son merecedores de su saludo, porque Eusebio, con su particular
mal humor, prefiere no saludar a nadie, alejándose de todo lo que no sean tres
cosas, a saber, el vino, el casino y los burdeles de mala muerte. Habrá también
los que digan que es un genio incomprendido por los que lo rodean.
–Rioja –pide en la barra del bar, sin
que nadie se sorprenda. Él es ese hombre que tiene el color del Rioja en la
nariz y en la barbilla, en los mofletes y en los pómulos, porque, si de beber
se trata, empieza bien temprano.
–Nadie sabe de dónde sale el dinero
–apuntan las malas lenguas. Alguna vez Marino ha escuchado que Eusebio ya se
dedicaba de muy mozo al contrabando, en tiempos más difíciles, cuando la
guardia civil estaba avisada y cuando no era sensato jugar con la legalidad,
pero también se decía que estaba metido en temas de droga, porque ocupación de provecho no se la conocía nadie y había
cambiado de coche tres veces y siempre lo veía la gente vestir de punta en
blanco. Será envidia, cualquiera sabe.
–Lo mejor es ocuparse de los asuntos de
uno –explica Marino a sus amigos con un tono prudente más propio de los
ancianos, cuando estos hablan de las basuras ajenas. Parece que en eso lleva
razón.
Ovidio hace un gesto, como si quisiera
salir otra vez.
–¿Otro? Pero si estás empapado.
Y la tarde se va desvaneciendo en un
crepúsculo triste, miserable y mezquino, porque el cielo no deja que un leve
rayo de sol prometa esperanza a un paisaje sumido en las cortinas de la lluvia,
oculto por los ropajes de la noche que se acerca y derrotado por las sombras
codiciosas, que, al conquistar cada baluarte del espacio, lo van confundiendo
todo, si no estaba ya confundido: el puerto, el mar, el cielo, los montes
alejados de cumbres nevadas…
–De modo que a las setas –dice Marino
burlón a los demás, tal vez porque hay veces que se dicen las cosas por decir
algo, por no seguir callado en una estancia silenciosa donde nadie dice nada,
donde el único sonido que se oye es el del segundero, cuyo ritmo monótono, por
momentos, se hace molesto.
–De setas, sí –dicen Ovidio y Nacho,
mostrando un tono de reproche.
Desde luego que ellos prefieren caminar
por el campo, perderse entre las hojarascas pardas del otoño y los prados
embriagados por las humedades que deja la lluvia, esa lluvia de otoño que cae
durante días, hasta que pasa la borrasca, dejando un paisaje amable y soleado con
un cielo que no tardará en nublarse de nuevo.
–Yo iré a la cala, que quiero llevar a
casa una de “llámpares”. Lo de las setas no me parece buena idea: muchas veces
que fuimos no encontramos nada, y lo que se encuentra son setas que no se
pueden comer. La gente que llega primero no deja nunca nada para los que vienen
después.
–¿Un tute? –se oye a un viejo con nariz
encorvada y ojos hundidos.
–¡Una brisca! –responde animado el
compañero que se sienta enfrente.
Ovidio, con una mirada vivaz, propone
también una partida.
–No, que ya es tarde y hay que volver.
Los vasos de vino se van vaciando poco
a poco y se acerca la hora de cenar.
–Cóbranos –dice Ovidio a Benito,
estirándose por una vez.
–Tres ochenta –dice Benito, que sonríe
al ver a Ovidio rebuscando por los bolsos una vez más, con gesto desesperado,
hasta que Nacho, con una risa intencionada, pone sobre la mesa el dinero:
–Siempre lo mismo, ¿verdad?
Y sí que es cierto: siempre lo mismo.
Porque en esta región bella y lluviosa, desolada a fuerza de desastres
económicos, donde Marino, paraguas en mano, regresa bajo la lluvia, al correr a
sus anchas el viento, dueño de plazas y calles, de rincones y esquinas, parece
que solo los más viejos tienen dinero en el bolso para poder pagar un vino de
vez en cuando, ese vino mezquino que, además de ser barato, no es asequible
para muchos de los pobladores del lugar.
–Es el problema de la zona –explica,
casi con aires de ministro a sus hermanos menores–: si no hay trabajo para los
jóvenes, no queda porvenir.
Con lo fácil que es no meterse en
política.
Y, ahora, de la que camina a su casa,
acelerando el paso, porque el viento hace que la lluvia cale más en la ropa,
Marino va pensando en lo que queda del día, ese final no muy halagüeño antes de
echarse en la cama: una cena frugal y las tonterías que ponen siempre en la
televisión para entretener a la masa, en realidad nada que merezca la pena,
nada por lo que tomarse molestia alguna en una noche de mil demonios.
–No ponen ni una película buena.
Pero mañana será otro día, un día para
bajar a la cala y olvidar la miseria de diario, llevando la cesta de pescador y
el destornillador para coger “eses llámpares que tan pegaes a les piedres con
esa fuerza que paez que ye imposible sacales, anque tamién hai que decir que,
faciendo un esfuerzu, pueden sacase”.
Porque mañana la luz del sol despertará
suave y dulce sobre las colinas y sobre los cantiles, avisando a las gaviotas
de que alboroten con sus alas el aire y que arranquen una sonrisa al cielo
gris, ese cielo que sabe profundamente a otoño, a amargura y a la tristeza del
recuerdo de esos días de verano, cuando uno estudiaba en las escuelas del
pueblo todavía, cuando, durante el curso, el viernes tenía un sabor distinto,
si venía prometiendo tiempo libre.
En el bar de Benito, entre tanto, a
parte de dos bebedores de pintas, marineros borrachos y mentirosos, que siempre
tienen algo de lo uno y de lo otro, y dos jubilados que se dan a jugar al
dominó (uno de ellos no levanta la vista del tapete), queda el dueño con
Eusebio, el contrabandista, si es que realmente fue contrabandista alguna vez,
o el traficante, si se prefiere, que, aunque no es buena compañía, hace más
gasto que otros muchos.
Ahora, tras la cena, Marino se desnuda
en su cuarto, se tumba en la cama y hojea las páginas de un libro con cierto
aire de desinterés, sintiendo, como un rumor alejado, como un canto monótono o
como una sinfonía sin concierto (no existen sinfonías sin concierto), la lluvia
que desciende, que se prodiga, que llena las aceras y el asfalto, que corre por
los tejados, que goza en los cristales de la ventana de su cuarto, llevándolo
al sueño de los benditos.
–A ver si mañana despeja y voy al “pedréu”
–piensa en voz baja.
Pero esa lluvia no cesa, porque esa
lluvia es también la que escucha don Rumaldo, el viejo cura, que, por la edad,
como Teresa, tarda ya en quedarse dormido, a pesar de que él se levanta desde
antes de que el sol se desperece en el horizonte, porque esta lluvia, la de
todos, es la lluvia que escuchan los que velan, es la lluvia que acompaña, con
su habitual calma, a Benito, a Eusebio, a Nacho, y a los pescadores de las
lanchas y a los niños que regresan de las escuelas.
Y esta es también la lluvia de Ovidio,
la lluvia de los que se mojan cuando salen a fumar a la calle, o la de los que
están en las cafeterías, calientes, viendo desde dentro el agua correr, oyendo
el viento soplar y alegrándose del desfile de paraguas que llena la calle, si
es mediodía, mientras vacían una taza de lo que sea, tal vez un té con limón
(los hay que un vaso de tinto, incluso), acompañado de unas pastas, que quedan
establecimientos que las ponen.
Y la lluvia, hermoso espectáculo visto
tras un cristal, incluso por las noches, no solamente se derrama con abundancia
por los tejados y las calles, pues llena los charcos de los caminos, humedece
los senderos, maltrata las hojas que quedan en las ramas de los árboles, los de
los viejos robledales y los de los nuevos castañares, que crecen soñando una
vida, hasta quedarse aletargados con el otoño, para despertar en la nada de la
muerte, si se secan.
Porque los bosques saben de la lluvia,
como lo saben las criaturas que pueblan esos bosques, espacios llenos de
aventura que seducen porque nos recuerdan los cuentos de la niñez, donde,
además de los raposos, que se esconden al olfatear al hombre, eran posibles
esos lobos descomunales imaginados por los más niños y que eran capaces de
devorar a una criatura casi sin la necesidad de tener que masticarla.
–En el monte siempre hay alguien que
observa –cuenta, en ocasiones, Teresa, la amiga del cura, de don Rumaldo, que,
lejos de reñirla por creer en seres fabulosos, ríe cuando la escucha.
Sí, los bosques, esos bosques donde, al
día siguiente, mientras Marino va a buscar moluscos por las orillas, acudirán,
con la emoción bucólica de los niños pequeños, buscando lepiotas, boletus y
coprinos (pero también valdrían los champiñones y los níscalos, y acaso alguna
manzana, si los dueños de las fincas no andan cerca), Ovidio y Nacho, para
quienes no solo tiene sentido soñar con sirenas, puesto que saben que las
arboledas esconden multitud de duendecillos.
Y todo porque la lluvia, esa gran amiga
de los románticos, tiene fuerza inspiradora y nos ayuda, no solo a dormir, sino
también a soñar despiertos, ejercicio más propio de los locos (no os quepa la
menor duda, porque el mundo está lleno de ellos), toda vez que, escuchando la
lluvia, existe alguno que sueña con islas alejadas y sirenas que se dejan
acariciar, que regalan sus labios al náufrago y se estremecen en sus brazos,
como pidiendo su protección.
–¡Sería tan bello estremecerla entre
mis brazos! –piensa Marino, con instinto incorregible.
Y es verdad que resulta hermoso tener a
una sirena como esclava, pero también como dueña y señora de uno mismo, rozando
con los suyos los propios labios y mesando con paciencia, por qué no, esos
cabellos rubios o castaños, mientras la arena permite jugar con las conchas
depositadas en la playa, y mientras se cumple el sueño de ese amante que,
tiempo atrás, como Ulises y como Eneas, renunció a regresar a casa.
De hecho, es tiempo para el descanso al
que invita esa lluvia impertinente que ha llenado de melancolías un día más,
una mañana más una tarde más; esa misma lluvia que suena tras los cristales,
que los hace vibrar y que los estremece, llevando al sueño a los que están
cansados, vencidos por las fatigas de una jornada que acaba en este momento,
aunque ese cansancio lo produzca el aburrimiento de la desgana, la amargura de
no hacer nada.
Que, con el último bostezo del
muchacho, las precipitaciones no han cesado todavía, el granizo no ha cesado
todavía, y, como el viento, ese gran granuja que juega con los paraguas, en
tardes lluviosas, el rumor de las olas no ha cesado todavía, porque su cántico
sagrado es una liturgia que no puede frenar hasta que, vencidos por el sueño,
los ángeles durmientes, en la inocencia de sus camas, jóvenes o viejos, santos
o no, no perciban que la lluvia se pierde.
En fin, que los párpados ya pesan y es
tiempo de abandonarse, de dejar que el cuerpo descanse y que la mente vuele,
libre, buscando en el vacío de los bostezos el consuelo que redime las horas de
cansancio, hasta que amanezca de nuevo para, al tiempo que las gaviotas, que
son dadas a despertar temprano, desplegar, no las alas que no tenemos, pero sí
tal vez el ánimo que nos empuja, ese ánimo fuerte y rebelde, hacia la aventura
de un nuevo día.
–Hace fresco –dirá mañana Marino, tras
levantarse, de camino al pedreo.
–Pronto empezarán las heladas
–comentará mañana Ovidio a Nacho, yendo de camino a los minúsculos senderos que
se pierden entre el barro removido donde los hongos se prodigan.
–A ver si tenemos níscalos en el pinar
–deseará Nacho de la que pisa cuidadoso la hierba, evitando cualquier patinazo,
que más de una vez ha tenido un mal tropiezo.
Y, en efecto, a la luz del nuevo día,
con una aurora amable que viene dorando, con sus tonos rosados, el horizonte
donde el sol se levanta, tímido todavía, sobre mares y frondosidades, los dos
muchachos comprueban una vez más la belleza de los brillos de las humedades que
deja la lluvia en los helechos moribundos, en las hojas muertas y en las que,
malheridas, esperan el soplo fatal de la brisa en las ramas de los árboles,
castaños y robles por lo general.
–Hace fresco –dice entonces Marino.
–Pronto empezarán las heladas –anuncia,
seguro de sí mismo Ovidio.
–A ver si tenemos níscalos en el pinar
–quiere, como siempre, Nacho, que camina cuidadoso las veredas, sabiendo que
diciembre negará los frutos que les ofrecen estos días.
El camino se hace mejor por donde el
paisaje se alegra con más variedad de vegetación, porque los helechos, pardos
ya, moribundos, acompañan los tonos amarillos del castañar, que llora el sueño
del letargo que espera a cada uno de los árboles, sobre todo en esos montes
donde es fácil imaginar el paso deljabalí donde no suele verse y donde uno no
cree que puedan albergarse los cárabos, las lechuzas y los mochuelos, que,
según la estación, son lo que más abunda.
Nacho impone un camino y Ovidio se hace
de rogar en una farsa ridícula:
–Conviene pasar por donde el castro,
que salen lepiotas.
–Eso me parecen cosas tuyas, que tú
siempre quieres pasar por allí.
En realidad, no les gusta pasar por el
castro por las lepiotas, sino por pasar por el castro, por rememorar aquellos
tiempos antiguos de poblaciones abigarradas dentro de esos muros protectores
que frenaban los ataques de los invasores y de las tribus vecinas en un tiempo
en que eran frecuentes las luchas, los enfrentamientos, los robos y las
muertes, ese tiempo en que se contaban los días por lunas y los druidas subían
al monte sagrado.
Por lo menos así lo había contado,
cuando estudiaban el Bachillerato los dos mozos, don Marcelino Fernández López,
catedrático, que, de aquella, todavía existían catedráticos en los institutos:
los druidas representaban a los distintos clanes y ascendían a los montes
sagrados, bajo la mirada de múltiples dioses, dioses arcaicos que tenían sus
santuarios en el mismo lugar donde quedaban restos de la lejana época
megalítica y del tiempo de los petroglifos.
–Pensad que, cuando el cristianismo no
estaba implantado, en aquellos tiempos anteriores a la evangelización, el marco
de la naturaleza contenía las razones del animismo de los pueblos primitivos
–contaba el viejo profesor, un hombre veterano, ante la curiosidad de sus
estudiantes.
Pero unos cuantos kilómetros antes, por
el camino de Borín, pasando la finca de Laurencio, estaba la torre, cuyos
restos guardaban, tras el paso de los siglos, además de raposos y pegas,
extraños secretos que invitaban a escribir una novela.
–Quién sabe si no habrá un tesoro
escondido –dice Ovidio frecuentemente.
Y es que donde ha habido poblaciones la
historia reaparece por doquiera, alimentando la fantasía de los lugareños, que
no era poca. Decía Nacho que hay tesoros en las “mámulas” y nadie encontró
nunca nada en esos sitios: “si hoy te cogen cavando allí, multa seguro…”
Nada más grande que el espíritu que la
herencia de los siglos imprime en las gentes de una nación, las cuales, en el
entusiasmo del conocimiento del ayer, alimentan el orgullo y la conciencia del
valor de sus ancestros… ¿O será cierto que los pueblos que se obstinan en
enterrar su porvenir alcanzan consuelo con simplemente abandonarse al recuerdo
idealizado de un pretérito heroico que tal vez no fue como nos lo cuentan?
Por lo pronto, aquellas excursiones
micológicas de los muchachos, caminando sin prisa, a horas tan tempranas,
perdidos desde el momento del amanecer, escondidos entre los castañares que
quiso amarillentos el capricho del otoño, prometían sensaciones amables, con
los primeros rayos de sol, tras un día de abundantes precipitaciones, en la
contemplación del paisaje, ese paisaje que enamora y que llena los ojos con la
intensidad de sus verdes.
–Eso sí que es una lástima –se lamenta
Nacho, señalando con el dedo.
Pasando una colina que se acerca a la
curva tras la cual está el cartel que indica que el villar que está allí se
llama también el Castro, echando un vistazo a la izquierda, en un claro que se
abre en la arboleda, densa a pesar del otoño, avanzado hasta cierto punto y
bastante lluvioso en lo que va del año, se contempla una loma poblada de
eucaliptos, árboles malos, foráneos, de Australia, nada menos, que estropean la
tierra y remplazan el bosque caedizo.
–Ya, pero las hojas de eucalipto
–explica Ovidio– son lo mejor que hay.
Muchos son los que, como dice el joven,
llevan las hojas del árbol, arrancadas de las ramas directamente, no las hojas
muertas que se esparcen por el suelo, y las hierven, sea en la cocina de
carbón, que ya no abundan, las más modernas vitro-cerámicas –que son propias de
los más pudientes–, o las de gas, que son las que tiene en la localidad todavía
la mayoría de la gente. Ello, si no evita los catarros, descongestiona a los
habitantes de la casa.
Nacho, más allá de un fatuo ecologismo
de juguete, muy extendido entre los de su edad, comprende que el eucalipto no
es una planta autóctona, que afea el paisaje, que no es necesario en este marco
donde se ha impuesto porque es la única forma de que los dueños de los espacios
rurales consigan sacar algún rendimiento de la tierra que poseen. Incluso
cuando los chicos son conscientes de la realidad en la que viven, parecen, de
alguna forma, vivir en la luna.
–¡Eso ha sido un disparo! –se alarma
uno de los dos muchachos.
–¿Es que han levantado la veda?
–responde el otro. Porque siempre hay cierto peligro, si es que se anda por
montes y frondas, buscando champiñones y coprinos, boletus y níscalos, si los
cazadores disparan desde las densidades coloridas de un otoño que oscila entre
los tonos más vivos y los más mortecinos.
–Conviene ir con cuidado, en todo caso.
Y, si los buscadores de setas y los
cazadores deben tener cuidado con los barros mojados y la tierra removida, o,
simplemente, con el musgo que crece sobre las piedras y al pie de los árboles
más viejos, o los más jóvenes, Marino, caminando por entre las rocas y pisando
los guijarros redondeados de la cala, buscando los moluscos, también se cuida
de no patinar, sabiendo que uno puede hacerse mucho daño y que hay peligro si
se baja al pedrero solo.
–¡Quién me mandará a mí venir al
pedrero! –exclama, con cansancio y dolor en los riñones, después de varias
semanas deseoso de llevar a casa unos cuantos kilos, que por lo menos la madre
se lo agradece.
Y, cansado del esfuerzo, se detiene y
se sienta sobre una piedra redondeada, sin temor de mojar los pantalones, los
peores de cuantos tiene, porque el agua le pasa de los tobillos y la culera del
pantalón se estropea a veces con el salitre que dejan las mareas en cada roca,
pensando en esa sirena a la que amar, siendo un náufrago, tal vez un prisionero
en parte dichoso, como Ulises y como Eneas, cada uno en su aventura, en la
soledad de una isla.
De pronto, pensando que sus amigos
deberían estar con él, se impacienta:
–A saber dónde estarán ahora esos dos,
buscando setas por los montes.
No sabe que han pasado ya el villar del
Castro, un poco antes del lugar donde está el promontorio en que sí está
enterrada, bajo otro bosque de eucaliptos mezquino de los muchos que hay, un
poblado, no muy grande, desde luego, de la Edad del Hierro, según lo que argumentan los entendidos. Tampoco
sabe que hay cazadores en una batida, disparando a quién sabe qué, y que se oye
el jadeo de los perros nerviosos y sus ladridos en la persecución.
–¡Y tanto caminar para no encontrar
nada! –se quejan ambos.
Cierto es que, con estas expectativas,
la mejor opción para los tres es consolarse de una mañana infructuosa en la
tasca de Benito, tomando un vino, jugando la partida, comentando la lluvia y el
granizo de ayer, lamentando las fatigas de esa misma mañana y viendo llegar a
Eusebio, aunque no sea una persona de lo más amable en la villa del Señor.
Muchas veces, la mejor de las opciones es la de dejar el tiempo pasar, la de no
hacer nada…
Mientras tanto, en el pueblo, bajo el
sol otoñal y tardío que hace brotar los hongos y acompaña la mañana en el
pedrero, las nubes blanquecinas, nubes de paz, desde luego, rozando el
mediodía, verán de nuevo el regreso de los barcos y el paseo de los viejos en
esa villa hermosa donde ya se escuchan, como a diario, los conciertos
desarreglados del bullicio de todos, los comentarios de cada uno, el correr de,
aquí para allá, de cada uno de los vecinos de la población.
–Hoy da gusto –sonríe Rumaldo, el cura
de la villa.
–Tenemos buen día al fin –dice Teresa.
–Parece que volviera el verano –se dice
en las pescaderías.
Y hasta el gesto malhumorado de
Eusebio, con su frente semejante al golpe brutal de una galerna, parece
distinto esta mañana en la que la gente camina, la gente ríe, la gente disfruta
del brillo de la luz matinal antes reflejada en los verdes, en los tejados, en
los charcos que quedaron por los caminos asfaltados y también “poles caleyes”,
como dice la gente de la zona para hablar de los caminos de cabras, veredas
impracticables sobre el barro removido.
–Qué día –se le oye a la dependienta de
la farmacia de la esquina.
–Así sí que da gusto –comenta la ama de
casa.
–Menos mal que ya no llueve –dice
Generosa al panadero.
Porque, con un sol así, con la alegría
de su luz, con todos sus oros, todos los pesares son pocos, y el paro, la
crisis, los desastres de los telediarios, sus atentados y accidentes, por no
decir, claro está, las frustraciones acumuladas por la multitud de mozuelos sin
expectativas, estudien o no –que no siempre deben los jóvenes dedicarse a los
estudios para merecer algo–, no pueden contener esa alegría alborotada de
quienes saben que están vivos.
Aquí quedan, por tanto, hablando de lo
humano y de lo divino, el pescadero y el carnicero, don Rumaldo –que es señor
el cura–, los jubilados que pasean por el puerto, pero también Marino y sus
amigos, que, esta tarde acudirán al bar de Benito, donde buscan esa evasión que
piden los sentimientos insatisfechos de una mocedad ociosa a la fuerza y donde suele
parar Eusebio, siempre malhumorado y con el bolsillo repleto de billetes.
Y, ahora, cuando la mañana se borra en
la altura, cuando da comienzo la tarde temprana y las gentes desaparecen, si os
parece prudente, si lo juzgáis oportuno, despidámonos de Nacho y de Ovidio, de
Teresa y de Rumaldo, de Eusebio y de Benito, de Generosa, de Marino y de sus
hermanos, pues tiempo será de dejarlos ir y de ocuparnos de lo nuestro, que,
según dicen los que saben de moralina, nunca es justo prestar tanta atención a
vidas ajenas.
Ahora, mientras sus personajes siguen
caminos distintos (e incluso a veces los mismos caminos, quién sabe si por los
bares de la localidad, por la calle del mercado o en la zona donde están las
tiendas de comestibles), podréis seguir la senda que sube al monte y ver el día
despejado, su reflejo sobre un mar de azules intensos que se ve desde la
altura, desde lo alto del acantilado que, como una cascada de piedra, se deja
caer sobre la espuma en la punta del cabo.
En todo caso, recordad las estampas
visitadas, los paisajes vistos bajo el brillo del sol o bajo el enojo de la
lluvia, de su sonido, del sonido atrevido del granizo y la alegría que contagia
a las gentes que lo ven, al abrigo de una estufa, desde la ventana de un bar o
una cafetería, y no queráis olvidar las espumas del mar, las arenas del mar, los
guijarros de las calas, los castros y los dólmenes, las montañas nevadas en lo
lejano, cuyas cimas muestran las primeras nieves.
Y recordad también los barcos, sus
tonos, y la piedra del puerto, entre gris y parda, que hace que sus muros, por
la zona vieja, donde no está el cansino hormigón, parezcan los de una fortaleza
medieval en la que una princesa, tal vez cautiva, triste, en la torre, vive
privada de una libertad que solo recobrará el valiente caballero que se atreva
a enfrentarse con los guerreros más aguerridos del norte, pues son las visiones
con que por fin concluye nuestro relato.
Porque “El cielo que nos mira con
enojo” concluye en esta parte.
2016 © José Ramón Muñiz Álvarez
“Las
nubes que nos miran con enojo”.
“RELATOS SIN ANÉCDOTA”
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