miércoles, 13 de julio de 2016

Las nubes que nos miran sin enojo


 

José Ramón Muñiz Álvarez
LAS NUBES QUE NOS MIRAN CON ENOJO
(relato breve y sin
anécdota)

 

PREVIA

 

Dicen que la lluvia no huele, que no huele la humedad, que no llena el aire ese beso extraño que nos trae sensaciones distintas a las de un día normal con esa claridad casi ofensiva. Y mientras el rabilargo recorre los cielos que conocen su vuelo y los ditiscos pueblan las charcas extrañas donde, en ocasiones, los muchachos los capturan, la lluvia es una posibilidad agradable.

Pero no deja de ser agradable también el agua en las costas, en esas costas donde el verdín está agarrado con fuerza a la roca y es un peligro para cualquiera que camine por esas calas llenas de piedras. La lluvia sobre las aguas del río o sobre las aguas del mar es agua que se funde con el agua, que llena el aire y vivifica, purificando como el fuego, aquello que toca.

O tal vez no: no huele la lluvia ni es una posibilidad agradable, no huele la humedad ni vuela el rabilargo, no hay ditiscos en las charcas ni los muchachos los buscan, no descienden los orbayos sobre calas y riachuelos. El amanecer ha traído un cielo despejado, un sol rico en reflejos y oros encendidos, además de una mancha sonrosada sobre el horizonte.

Y, mientras los pesqueros están amarrados porque no hay pesca, uno se lamenta por todo, quizás por nada, tal vez por nada, si es que no hay de qué lamentarse, aunque las razones difícilmente falten: hoy no es un día que pueda volverse verso sin más, porque es uno de esos días sin drama que no propone inspiración suficiente para alcanzar una cima.

Los lectores de hoy día, amantes de la poca imaginación de los escritores al uso que tienen éxito (supongamos escritores mejores que no tienen fama), desprecian esos cielos plomizos, ambiguos y barrocos. Esos son los cielos buenos para un poema, para un soneto, para una divagación, que también es posible en la pluma más ociosa.

Seguro que ellos no se alegrarán de que la claridad encienda, desde las alturas, corriendo como un overo, los paisajes que se deleitan, y que, con su habitual vulgaridad, tampoco sepan apreciar otros detalles. Podrían ser los brillos de los charcos en un día de lluvias intensísimas, en uno de esos días del norte en que los niños van con botas de agua.

¿Pero me decís en serio que queréis hoy lluvias y un mediodía brutal en uno de esos pueblos asturianos donde los paraguas se abren de par en par al tiempo que el mediodía ve caminantes que se quejan? Tampoco eso debería ser un problema, y si queréis que os cuente la razón de la tristeza de esa lluvia os diré su secreto, pero, también, si queréis, os diré la desazón de algunos.

 

 

 

José Ramón Muñiz Álvarez
LAS NUBES QUE NOS MIRAN CON ENOJO
(relato breve y sin
anécdota)

 

–Está el cielo de lluvia –dicen algunos cuando cruzan por la calle.

–No tiene buena pinta –responden otros que siguen su camino.

–Habrá que volver para coger el paraguas –comenta un despistado.

El cielo sigue mirándonos con el enojo de siempre y amenazando con un aguacero que todavía no se desploma sobre la cabeza de las gentes que caminan por el puerto, mientras los niños que corretean, otras veces, en el verano, desnudos como los perros, por la dársena, después de un chapuzón, muestran ahora, temerosos de la regla de don Eusebio, el temor en los ojos, porque hoy es día de examen y van a hacerles preguntas sobre la lección de ayer.

–De las dos no pasa sin que nos caiga una aguada –explica un viejo.

–Está el día feo –comenta el carnicero a las clientas en su negocio.

–El día está asqueroso –les dice el pescadero, que sabe ser amable.

El cielo sigue mirándonos con el enojo de siempre y la lluvia que cargan esas nubes grises no se precipita sobre las beatas que vienen de poner una vela al santo en la iglesia, al tiempo que los pescadores que siguen, como siempre, en el barco, con su faena, cansados por el frío y el viento de esa gran llanura que es el océano, desean un pronto regreso, porque la mar es cansada y porque, a pesar de los dineros que ganan, están acabando con la salud.

–Tiene mala cara ese Nuberu que asoma –comenta una rapaza.

–Parece que es invierno ya, menudo tiempo –habla un anciano.

–No sé yo en que parará todo: como el diluvio –dice el señor cura.

El cielo sigue mirándonos con el enojo de siempre y advierte el violento chaparrón que, de un momento a otro, mojará a los más viejos y a los más jóvenes, a los más santos y a los más descreídos, a los más ricos y a los más pobres, con esa maldad propia de los seres mezquinos, porque los pobladores de la localidad hubiesen preferido, qué duda cabe, una amanecer sereno y sin granizos que no asustase con sus truenos.

–Al final va ser el fin del mundo –explica el exagerado.

–Ya se acabó el invierno –repite el optimista, diciendo obviedades.

–Ya he visto un relámpago –advierte un joven.

Y por fin comienza a llover, y lo hace, como siempre, con dureza, con esa dureza brutal que moja los tejados y las calles, que obliga al que camina a acelerar el paso, que logra llenar los bares, porque los jubilados no pueden continuar su paseo matutino y porque siempre es mejor entrar en el “chigre” y tomar un vino que volver a casa y escuchar la “matraca” de la parienta, que, con razón o sin ella (¡quién lo sabe!), siempre tiene algún reproche en los labios.

–Ya estamos otra vez –se queja una vecina en uno de los soportales.

–Dichoso tiempo tenemos –comenta el barrendero, que se guarece.

–Tiene que llover –explica el sabio ante el fastidio general.

Porque cada vez que se habla de Asturias, de sus costas, sus montes y sus valles, la lluvia tiene que ser protagonista, y, hablando en plata, porque la lluvia es el motivo que siempre se repite en el recitativo del tiempo, brincando al hallar el suelo o el agua, importa poco que sea la de la mar o la del campo, renovando la vida y hablando de la muerte, porque la lluvia vivifica, pero también da pesadumbre en los entierros y en los funerales.

–¡Menudo día! –grita, airada, una ama de casa que lleva sus bolsas.

–¡Y la ventolera que se levanta! –le dice la amiga que la acompaña.

–¡El diluvio! –dice Teresa a don Rumaldo, que es el señor cura.

Porque cada vez que se habla, no ya de Asturias, sino de toda la cornisa del Cantábrico, la lluvia tiene que ser la estrella principal, y, poniendo la mano en el fuego, porque la lluvia es semejante a las oraciones que recitan los curas o las palabras que repiten en su salmodia las ancianas que rezan, como cada vez es menos costumbre, esos rosarios interminables que se van quedando atrás en tiempos en que la gente prefiere  el sonido rechinante de las discotecas.

–¡No hay quien pare! –dice una señora.

–¡De dónde cae tanto! –se lamenta el señor del paraguas negro-

–¡Vamos, vamos! –dice una madre a sus niñas.

Porque cada vez que se habla de Asturias, de todos sus contornos, de las zonas colindantes a lo que es nuestro suelo asturiano, la lluvia y el granizo (algunas veces la nieve, infrecuente en la costa) tienen, con todo su divismo, la atención del forastero, sorprendido de que, tras unos minutos, un cielo azul y primaveral pueda llenarse de esas nubes plomizas y enojadas que quieren castigar los pecados de la tierra por mandato del Señor en las alturas.

El paisaje asturiano promete, a pesar del mal tiempo, conjugando ámbitos diversos y muy cercanos, pues todo lo que tiene Asturias de territorio pequeño lo tiene también de lugar lleno de magia y de misterio, desde el encanto del entorno a las costumbres ancestrales que, en los lugares alejados y en las aldeas más recónditas pudiera parecer más que sorprendente a los muchos visitantes que vienen, ilusionados, a conocer esta región.

Y quizás la montaña asturiana es la más conocida, porque sus costas compiten con las de toda la zona cantábrica, desde Galicia al País Vasco, y porque en todos los lugares, desde Vigo hasta llegar al arranque del Pirineo, las playas y los pedreros, los cantiles y los farallones de las calas se han promocionado bien, buscando una economía más holgada para los hosteleros, que cada vez van siendo más y más el último motor para el empleo.

Porque también hay una Asturias industrial, una Asturias como la del metal y la siderurgia, en ese Avilés hermoso y apestado por unas fábricas que alimentan a todo el contorno y que son imprescindibles para que los asturianos no se desparramen de una manera definitiva, huyendo por el mundo, huyendo a otras regiones y a veces al extranjero, como ya sucedía en la época en que unos se iban de indianos y otros regresaban con auténticas fortunas.

Y hoy, aunque no es verano, aunque no estamos en esos días alegres de la primavera, aunque septiembre queda ya atrás, como un eco de ese alivio que traen las brisas amables, tras los rigores estivales, Benito, el bien Benito, se mesa con optimismo el bigote, porque la lluvia le ha llenado el bar y porque, después de varios días, la gente está consumiendo en su negocio, que parece que no, pero a veces funciona bastante bien y así el hombre va tirando.

–Un vino –pide el señor de la boina.

–Dos cañas –dice un joven a un camarero, enseñándole índice y anular.

–¡Pon un pincho, hombre que no te estiras nunca! –grita un socarrón.

Pero la vida, que parece alegre y despreocupada, también tiene sus durezas y sus trabajos, porque, al lado de una manera tan festiva de entender la vida, están también los problemas de todos, el empeño por la supervivencia y el esfuerzo que hace posible el mantenimiento de estos pueblos, amenazados con la desaparición, porque, a pesar de ser esta una zona tan idílica, tan llena de hermosura, los más mozos tienen que dejar, sin quererlo, la tierra en que viven.

–Es la desestructuración –comentan unos.

–Es Europa –aseguran, con el ceño fruncido, los más escépticos.

–La política suicida de los de siempre –explica el descontento. Y, con el aire de indignación propio de los personajes de una tragedia griega ante los avatares del destino, repite que son los de siempre, por supuesto, sin explicar qué ocurriría, si en lugar de los de siempre gobernasen otros.

Pero el verano va quedando lejos, los tiempos de elecciones van quedando también lejos y el espectáculo es asombrarse y ver el granizo, ese hermano gemelo de la nieve, en su descenso brutal, cuando llega al asfalto y rompe, para luego deshacerse, porque, en los pueblos de la costa, donde el salitre del aire impide que los copos cristalicen, la nieve es casi siempre un imposible que suele ilusionar tanto a los más grandes y, cómo no, a los más niños.

Y hay quien puede quedarse esta mañana en la habitación, en la cama, tapado por gruesos cobertores y sintiendo su peso sobre el cuerpo, un cuerpo ajeno al frío de la calle, que parece deleitar los oídos de los que descansan, si es que se escucha la lluvia, una lluvia violenta, fuerte, atrevida como los guerreros de Kublay Khan, por decir alguien, si no es ese granizo que resucita la pasión de los niños en los que ya empiezan a tener alguna cana.

Porque el ruido en los cristales puede ser un canto de poesía elevado a la gracia de unos tímpanos agradecidos si es que, con las primeras luces, el granizo se hace generoso y se agita, en su caída, percutiendo lo que toca (quién sabe si el alféizar, si el cristal, si las ropas tendidas o las persianas), y, percutiendo todo lo que toca, puede, desde luego, convertirse en el placer emocional de saber lejos la intemperie y sentir el poder domesticador de la habitación y de las mantas.

–Venga, que ya es hora –dirán los inoportunos, entrando en el cuarto.

–Que ya pasaron las lecheras –atacarán los irónicos, que los hay siempre.

–Hay que levantarse al fin –gritará la mujer al marido, si trabaja de noche.

Y todo es aguar la fiesta cuando se precipita ese torrente voluptuoso, como queriendo ser un mar de hielo que no alcanza a cuajar, porque el granizo, a diferencia del trapo, dura muy poco y no puede permanecer, sin deshacerse, sin volver a ser agua, más de unos minutos, lo mismo da que caiga sobre los herbazales de las aldeas vecinas que sobre el asfalto de la calle, y mucho menos sobre las arenas de una bajamar salobre y prolongada.

Dichoso el poeta que contempla el paraje tras el cristal de la ventana, bien abrigado, eso sí, porque un cisne de lana ayuda mucho cuando hay frío, y el invierno siempre trae catarros y gripes, y digo que dichoso, porque él, con ver desparramarse el granizo por el suelo, ha encontrado otra vez ese verso que buscaba, el más difícil quizás, el último y el más complejo, pues es el que pone cierre a sus escritos e imprime la magia que el lector necesita.

Pero dichosos también los que no escriben, por más que esto parezcan ya las bienaventuranzas (que, por cierto, muchas veces vale más no ser un bienaventurado), porque no solo los poetas disfrutan la belleza de los inviernos crudos y salvajes, sino que estos se limitan a poder cantar, cuando quieren, la gracia que también existe en la cuarta de las estaciones, que no solo los primores de la primavera son bellos.

Para muchos, en los puertos marineros, el hielo, la lluvia y el granizo son como el regalo de una madrastra amante que es bien recibida y querida por los hijos adoptivos, esos locos románticos que quieren menos ver el sol que el color agrio y ácido de los días grises y de cielo encapotado, con un nublado melancólico que parece llorar desde la altura y que, en efecto, cuando llueve, llora desde lo más alto, escondiendo la claridad azul.

Y el afecto a esos días grises tiene también algo de poesía, sin que hagan falta la pluma y el papel, que no hay por qué vaciar tinteros para que el mundo sea más hermoso, pues la belleza de las cosas es a veces muda, callada como el silencio que se escucha algunas veces en los pedreros y en los cantiles, arrullado tal vez por el manso susurro de las olas, cuyos violines dibujan un trémolo de espuma en las arenas de las calas apartadas.

También el mar es distinto cuando llueve, cuando el color del cielo es distinto y las aguas y granizos descienden con esa furia, como arremetiendo un golpe contra el mundo, porque el mar es el espejo de las alturas del cielo, y el agua, al caer sobre el agua, rompe su superficie, altera su suavidad, que puede ser ya una suavidad perdida si el tiempo arrecia, si las espumas avanzan, si corre el aire con su soplo, alegre y vivaracho, ondeando las banderas.

–No me jodas –dice uno en el bar de Benito, poniendo mala cara.

–No tienes razón –se defiende un segundo, echando los brazos al aire.

–La cosa está mal para todos –añade un tercero.

Y, de alguna forma, ninguno miente: ya sabemos que el pesimismo es uno de los tópicos más arraigados de la humanidad, una forma de escudarse cuando las mayorías se sienten frustradas, al no lograr, por efecto de su propia ineficacia o de su inconstancia, los logros pretendidos, pero también hay problemas ineludibles, y, cuando los viejos hablan de la juventud (que siempre hablan de la juventud), se aprecia que las cosas son, si cabe, más difíciles:

–Estos chavales lo tienen  muy mal ahora –explica Sebastián.

–Lo que tienen que hacer es ponerse –grita un malhumorado.

–Nunca lo tuvieron tan fácil, pienso yo –agrega otro.

Y lo de que nunca lo tuvieron más fácil es discutible, pues los viejos siderúrgicos, los marineros, los trabajadores de a pie, sin grandes estudios, no habían conocido una época de tantos recursos, pero tampoco vieron tal escasez de empleo en una época de tanta competencia en la que los más mozos, para procurarse una forma de vida, se tienen que ir lejos, a otras partes de la nación o del mundo, huyendo de las miserias de su tierra.

–No quedan ya calamares en esta costa –se quejan los marineros.

–Claro, los arrastreros –dicen los unos.

–Yo pienso que la sobrepesca –dicen los otros; que dicen bien, por cierto, porque los pueblos marineros se quedan sin recursos, y eso es verdad, a la luz de que no es posible pescar lo que antes se pescaba, que, en aquellos tiempos lejanos de los abuelos de los jubilados de hoy, habiendo más pesqueros en la población de los que hay en la actualidad, no faltaba nunca la entrada de pescado en abundancia en un puerto con industria conservera. A saber, que si la contaminación o la pérdida de la flora del fondo del océano.

–¿Y que toman el sol los pulpos, dices? –pregunta sorprendido el tonto del pueblo (en todos los pueblos hubo un tonto, y en los pueblos de los pescadores no debe faltar en estos tiempos del presente).

–Pues claro, y desde la noche de los tiempos –explica un gracioso.

–Los pulpos –se burla un tercero–, ya lo hacen desde mucho antes de que inventasen las bikinis y las playas de nudistas.

Es curiosa la inocencia de algunos, que, incluso oyendo la carcajada general, no saben que sirven de befa a los demás, cuando algún ingenioso de espíritu vil, careciendo de los escrúpulos propios de la gente decente, los pone en la picota de una manera tan descarnada y tan triste. El caso es que el pueblo español, que no ha cambiado mucho desde los días del hidalgo don Quijote, mantiene el carácter zafio que ya demostró en los tiempos cervantinos.

Y, además de la estridencia de las risas de todos los presentes, porque todos los presentes se unen a la alegría de una burla cruel y desafortunada contra un tonto o contra un santo (que, en ocasiones, parece que son lo mismo), hay otra alegría estos días grises, que es la alegría de los colores vivos, que, de manera contestataria, saben enfrentarse y derrotar la tristeza imperante: son los de los paraguas abiertos en la calle y los de las lanchas que regresan.

Pero ahora todo es pesca de bajura, no como antes, que fue todo distinto.

–Yo vi pescar marrajos de mozo, que no os tocó a vosotros –comentan.

–Y el marlín. Pero entonces sí que había grandes barcos –dicen.

–De eso ya ha pasado mucho tiempo -aclara el nostálgico.

En efecto, se cuenta que en una de las tiendas de la zona más alta de la villa, en una tienda de comestibles, hubo una señora que pedía que el jamón fuese de verdad y no de carne de ballena, puesto que confundía el gusto suave del jamón cocido que de ordinario se despacha con el jamón curado de gusto saldado, tan distinto al de la carne de delfín, que fue lo que pudo probar la mujer en aquellos tiempos de miserias y penurias, cuando la guerra.

Pero la gente de la guerra va muriendo, y, en este país de guerras civiles, al no haber guerras, se van dejando de contar los grandes dramas, las grandes tragedias, las mentiras piadosas y las dañinas, las grandes verdades y las que ofenden, y, si bien parece flotar todo en un aire de angustia porque los hijos se van a otros lugares, a diferencia de otros tiempos, no hay hambre ya, a nadie le falta pan y no se sabe de niños que lloren sin un juguete.

–Tal vez es que las miserias se las calla uno por vergüenza –cuenta el cura.

Pero los viejos saben más que nadie:

–La época del hambre fue muy dura, los mozos no saben qué era aquello.

–No hay que comparar los problemas de hoy con la pobreza de antes.

Otro de los vicios de la gente ociosa es hablar de los estudios de sus hijos, siempre con una mezcla extraña, no se sabe si de orgullo y satisfacción o de recelo, porque el hecho de que la cosa está tan mal para los que estudian y para los que no estudian ha venido a ser uno de los tópicos más poderosos.

–Será tal vez –como dice Benito, el dueño del bar–, que nos hemos acostumbrado demasiado a vivir del sector público?

–Posiblemente –le dirán–. Pero ese sector se perdió de un plumazo por la mala gestión de algunos.

Y, al lado de la política está, como gran tema de conversación, el deporte, que es el opio de los infelices y que deja un regusto a triunfo unos días y fracaso otros, pero que en último término es la cosa más inútil y la mayor pérdida de tiempo, una forma de estar entretenido en los “chigres” cuando el agua se prodiga y no se puede andar por la calle, porque la lluvia es abundante y el viento destroza los paraguas. Pero parece que está despejando.

Marino sale del bar abrochando bien la zamarra:

–¿A comer ya? –pregunta su primo.

–Va siendo tarde, y las horas de casa hay que respetarlas–, responde. Las escaleras ascienden durante un tramo hasta la cuesta, para buscar, siguiendo más arriba, el portal de la casa, en una rápida galgada, justo antes de que empiece a llover de nuevo, porque estas treguas suelen ser cortas. Desde atrás suena una voz:

–Saluda a la tía –grita el primo en la puerta del establecimiento.

Y Marino pisa el suelo mal empedrado, vencido por el mal tiempo y los chubascos, en medio de la calle; y pisa las escaleras mal empedradas, vencidas por las precipitaciones violentas que se ciernen, al discurrir en medio de la calle, y las aceras, que,  malheridas por el granizo y por la lluvia, en medio de la calle, lo conducen al portal del viejo caserón, donde vive con su familia: su madre Generosa y dos hermanos más.

–Huele bien –afirma dichoso al entrar en el piso.

–Siéntate ya y ponte a comer –ordena, seria como siempre, su madre.

–¿Qué es lo que tenemos hoy? –pregunta sin obtener respuesta.

Mientras su madre va sirviendo la comida, al pasar al baño, donde deja, en una percha, sobre la bañera, la zamarra que había abrochado al salir del bar de Benito, justo después de parar la granizada, puede ver a sus hermanos, absortos, con unos prismáticos, mirando las lontananzas y fijándose en los pequeños barcos de la villa, de costados rojos, verdes y encendidos, que regresan de la faena, tras una jornada agotadora que comienza en las horas de la madrugada.

Marino, sin ser un intelectual, es hombre realista y vivo:

–Si este país no lo hubiesen jodido los socialistas lo hubiesen jodido los de los otros partidos, no os quepa duda –asegura con frecuencia.

Resulta triste pensar que, con una vida por vivir (porque la vida siempre se plantea como un proyecto, y resulta frustrante no tener un proyecto), el sentido de su vida sea salir de vez en cuando a gastar cuatro duros al bar de Benito y deleitarse viendo el granizo sobre el asfalto y sintiendo sus golpes sobre los cristales, pero es que esta es una época distinta, la época de la desestructuración industrial, que hace del más pintado el más inútil.

Precisamente porque su tío, Aurelio, es socialista convencido, evita hablar de esto cuando viene de visita a casa de Generosa, o cuando lo invitan a su casa y tiene que ir, por cumplir, más que por devoción, sabiendo que su tío, que no es malo, desde luego, se aferra a unos tiempos que ya han pasado y, en el fondo, vive pensando en cobrar la pensión, que, como él dice, y no es, desde luego mentira, “para eso llevo toda la vida trabajando.”

–Ha llegado una carta del banco. Mírala tú –le pide Generosa–, que ya sabes que yo no veo bien ni con las gafas.

Generosa no quiere admitir que le cuesta mucho entender ese lenguaje de las entidades bancarias, un lenguaje estereotipado que no es comprensible a las señoras que se acercan peligrosamente a una edad que no se debe decir (quedará entre nosotros que ya va para setenta).

–¡Las malas noticias tras la comida! -replica Marino con cierto humor, pero no aguanta la impaciencia, la abre y la lee despacio, a riesgo de que se enfríe la comida, hasta respirar tranquilo, porque el contenido de la carta, ni bueno ni malo, no romperá, de momento, la relativa calma económica que goza la familia: tres hombres útiles y ninguno de ellos puede traer un duro a la casa, donde viven ambos a costa de la jubilación de la madre.

El caso es que todo el mundo tiene un sueño: Benito quiere ver lleno su bar y don Rumaldo quiere ver llena la iglesia; los pescadores que regresan a casa tras una jornada dura y prolongada quieren el dinero que los ayuda a mantener a sus familias; los viejos que hablan de las titulaciones de sus hijos y de sus estudios aspiran a que tengan un porvenir mejor que el de sus padres, y están los que se aburren o se fatigan con tanta penuria, y quieren que gane su equipo.

Marino tiene muchas veces dudas, no sabe lo que quiere, realmente.

–Lo raro es que no encuentres trabajo tú, que eres listo –dice Generosa.

Marino prefiere no contestarle: ella sabe que no corren buenos tiempos.

–Porque de tus hermanos poco puedo esperar –se lamenta con amargura.

Marino sigue callado, no le interesa continuar con esta conversación.

–En fin, que a veces vale más no decir nada, hijo.

La manera de colaborar en casa es, muchas veces, madrugar los días de bajamar en que hace bueno y, como decían antaño los más mayores, golver pa casa con dellos kilinos de llampares, dalgún bígaru y un puquiñín d’esguila, si ye que queda, porque, con todo ello, puede Generosa, que se da mucho arte en la cocina, hacer un arroz de lo más sabroso, superando a los restaurantes de fama y confirmando, como siempre, que nada vale más que la cocina casera.

–Un poco más de pan –pide Marino, llevándose a la boca una migaja.

Su madre lo sirve directamente, dejando las labores, mientras, durante la comida, tal vez porque la necesidad no suele apretar tanto en las casas donde todavía queda algún recurso, el telediario destila el habitual pesimismo, al hablar de paro, de crisis, de accidentes y muertes, asesinatos y de guerras, conflictos insalvables en alguna parte desconocida del mapa cuyo nombre parece impronunciable incluso a los periodistas que lo leían ante las cámaras.

Y, mientras se repente la larga letanía de desastres en el mundo, esa vieja artimaña que nos sirve para convencernos a nosotros mismos de que estamos mejor de lo que podíamos estar, ajeno a esa salmodia aburrida y tópica, Marino se evade, elevándose sobre el mundo prosaico e ideando fantasías extrañas e imposibles que lo transportaban a un mundo mejor y diferente, un mundo distinto en el que toda aventura puede ser posible.

Porque, en el fondo, Marino, incapaz de un verso que demostrase el alto magisterio de la inspiración o de un fino aprendizaje técnico, sin ser un hombre de letras y sin haber leído nunca un poema, a pesar de desconocer lo que va de un soneto a una lira, siente que en su interior bulle el alma de poeta que existe en todo marinero y también en todo hijo de marinero, ya que él lo es, y porque que tiene, por eso mismo, el carácter mentiroso de los pescadores del ayer.

Sí, el mundo imaginario de Marino era, en el fondo, una suspensión esporádica de la realidad en la que tenía que vivir, un intercalar sueños despierto, cuando caminaba por la calle, cuando pescaba, escuchando los rumores del agua, o cuando, de manera mecánica, conversaba con alguien sin escucharlo, porque, en el fondo de sus pensamientos, estaba apartado en otro lugar, en una isla lejana y exótica donde todo podía ocurrir.

Vivía entre el mundo fatigoso de los retos inalcanzables y de los regalos más inesperados del destino, amando a una sirena y preguntándose cómo sería tal vez estar con una sirena, acariciar su pelo, su piel suave y tersa, blanquecina y rosada, como la de las damas del tiempo del Renacimiento, acaso las escamas plateadas de su cola, con sus curvas apetecibles, con esas curvas capaces del enloquecer a los piratas y corsarios que atacaban los navíos españoles.

–¡Sería tan bello estremecerla entre mis brazos y acariciar sus pechos…!

Por un momento, dudó si lo había pensado o lo había dicho en voz alta, al ver que su madre se volvía, mirándolo de manera extraña, casi como haciendo una pregunta que no llegó a pronunciar: “¿Decías algo?”. Pero era verdad. Sería tan  bello compartir con la sirena esas caricias, jugar con las conchas y con la arena, mesando sus cabellos, rozando sus labios con los suyos, haciéndola su dueña y su señora, pero también, por qué no, su esclava.

¡Sí, sería tan bello estremecerla entre sus brazos y acariciar sus pechos…!

Y, al tiempo que el telediario finalizaba su misa soporífera y anestesiante, tras una comida que no era ni muy frugal ni muy contundente, Marino, que tampoco era muy practicante, lo que sí su madre, algo lógico, dada su edad, pecaba de pensamiento y no de obra con criaturas marinas arrancadas a la fantasía, jugando a ser Eneas en los brazos de una bruja o deseando verse, como Ulises, secuestrado también, en manos de una mujer.

Sus hermanos, por cierto, que estaban al tanto de estas suspensiones a las que se regalaba, de una manera muy burlona, reían al recordarle que las sirenas no tienen  por dónde meterla, pero a él le importaba poco lo que pudieran decir esos dos pardillos, anclados en la mayor de las mediocridades, carentes de ilusiones, de fantasía y de ingenio para escapar al tedio de cada día, ese tedio de la gente que consume a diario su pequeña fortuna en tabaco y vino.

–Tú piensa que es tontería hacerles caso a los dos borregos que tienes por hermanos –le decía Nacho–, que, a fin de cuentas, ellos no saben que, al decir de todos los que saben de estas historias, en efecto, las sirenas sí tienen por dónde: cuando su piel se seca son igual que las mujeres desnudas, e incluso mejores, porque su piel sabe a sal, porque sus labios son como corales y es más bonito mirar sus ojos azules cuando se las ama y se las colma de pasión.

Nacho, el amigo de Marino, dos años del joven, también del pequeño puerto pesquero, a diferencia de muchos que habían llegado de fuera en los tiempos en que se construyeron los talleres de la siderurgia, sin falta de confundir la realidad –ninguno de los dos estaba loco–, había leído mucho sobre los mares del Sargazo y sobre la piratería, pero también sobre leyendas en las que, hasta hacía poco, los marineros de la zona seguían creyendo.

Porque en los pueblos del interior, donde la cultura es, si cabe, más cerrada que en la costa, al no existir un aperturismo causado por la continua llegada de gente a través de los mares, las abuelas contaban a los nietos historias de “xanes”, de “trasgos” y de “diaños”, semejantes a las que también se escuchaban en tierras leonesas, en el suelo berzal, entre gallegos, o, mismamente, en la región de Cantabria, que compartía muchos de los rasgos de esa mitología.

En Cantabria, donde se hablaba muchas veces del Ojáncano (y de la Ojáncana), los cíclopes eran una superstición, no en vano, que tenía el mismo arraigo que, por poner un ejemplo, el Ollarapo en zonas de Galicia y el patarico entre los astures. Pero la costa asturiana, a diferencia de las aldeas ganaderas, tenía sus propios personajes, desde el Espumeru a las sirenas, que formaban parte, como en otros muchos lugares, de los restos de un folclore ancestral.

Y Nacho, al que, por ser más sensato, tal vez, Marino no hacia siempre demasiado caso, que no es deslealtad no resulta conveniente que los amigos nos arrastren con sus cabezonadas, hablaba a veces de las sirenas como si fuesen reales, mejor aún, como si en un tiempo pasado hubiesen sido reales (quién sabe si en la imaginación de los habitantes arcaicos del lugar), antes de evaporarse, sin dejar vestigio alguno de su existencia.

–Ya sabes que te toca fregar los platos hoy, que llegas tarde.

Generosa solía hacer todas las labores de casa, pero sus hijos tenían que lavar los platos cada vez que no llegaban a su hora, y, en esta ocasión, Marino llegaba tarde a casa, como era costumbre, tras haberse entretenido con algunos en la tasca de Benito, esperando que escampase un poco para subir a casa (lo cierto es que también podía haber ido sin el paraguas, porque, viviendo tan cerca del puerto (el pueblo no era muy grande), no quedaba mucho a casa.

De modo que, con cara de resignación, algo malhumorado y sin protestar, pues sabía que no tenía razón, al terminar el plato (callos con garbanzos), abrió el grifo del agua caliente y comenzó a frotar con la esponja, recordando los días de marea y pensando en bajar a la cala, donde, muchas veces, además de hacer algo de provecho (traía algo a casa), podía entretenerse y olvidar, en parte, las penurias de la vida y evitar los discursitos de su madre por no tener un empleo.

–A ver si mañana, que es sábado–dijo a su madre–, bajo al pedrero. Generosa no respondió palabra, mientras él pensaba en evadirse de la monotonía a la que estaba ligado por lo cotidiano.

Asturias tiene, por cierto, un encanto romántico especial, una belleza agreste y cautivadora que se puede apreciar tanto en los acantilados de sus costas, en las conchas y en las playas comprendidas entre cabos tanto como en esos montes elevados que la circundan y que, en sus extremos, quedan a escasos (escasísimos, a veces) kilómetros de la costa, con transiciones brutales que van desde el nivel del mal a más de los dos mil metros.

Las calas eran el lugar idóneo para olvidarse de las penas y las desazones, contemplando, si el mar estaba en calma, aquellas aguas mansas, relajadas y sedantes que parecían contemplarlo, mientras, por las orillas, capturaba, con ayuda de su cuchillo, diversas clases de moluscos, pisando con cuidado, porque siempre es peligroso caminar entre las piedras, y es en lugares semejantes se corre el peligro de romper una pierna o un brazo.

–Hay dos que preguntan por ti –dice la madre desde la puerta del piso. En realidad, son Nacho y Ovidio, y, aunque Generosa los conoce bien, no dice sus nombres. A veces, Nacho piensa que Generosa no quiere que su hijo vaya con tales compañías, que si se juntara a gente más práctica le iría mejor en todo.

–Esperad, que tengo que coger un paraguas, que hoy está el día gris –les dice. Y, ya en la calle, abriendo sus paraguas, porque es cierto que hacen falta, escuchan, aquí y allá, los mismos comentarios, las mismas palabras, las mismas impresiones:

–Arranca de nuevo lluvia –dicen algunos muchachos de su edad.

–¡Pero que tiempo tenemos! –responden los de la partida.

–Más vale volver a por el paraguas –dicen los incautos.

–Está el día triste –comenta de nuevo el carnicero, que tiene abierto.

–El día está asqueroso –repite el pescadero, de vuelta del bar.

Y el caso es que la vida en los pueblos es aburrida, la vida de los parados es aburrida, y la vida de los jubilados, que es aburrida como la lluvia, si es que llueve, o como el sol, cuando hace sol, porque los pueblos pequeños son aburridos, con sus bares aburridos, con sus caras aburridas (las mismas de todos los días, las de siempre, esas caras que no cambian, conocidas todas ellas y todas ellas mezquinas como los días que no acaban de pasar).

–Yo voy ahora –avisa Ovidio, sacando sin grandes misterios algo del bolso del pantalón.

En el bar de Benito, donde Ovidio no ha entrado todavía, pues está en la puerta fumando un cigarrillo (el más barato, porque no hay un duro), los tres son como los tres mosqueteros, y beben el vino de la tarde y juegan a las cartas como los viejos, como los ociosos, como los jubilados que, tomados por la desidia, ya llenan el vientre de vino tinto desde que los “chigres” están abiertos, porque esos “chigres” son el centro alrededor del cual gira la vida.

Tras el cristal, la vida continúa, y continúan la lluvia y el granizo repentino.

–¡Dios –se desespera Benito–, si parece que no va a parar nunca!

Algún viejo cuenta las vaguedades de siempre: que si antes hacía más frío, que si llovía más, que si el viento soplaba con más fuerza y que si las tempestades de hoy nada tienen  que ver con las galernas de entonces.

–¡Estos viejos –dice Benito, guiñando un ojo–, siempre lo mismo!

El mar enfurecido se enseñorea, a lo lejos, de las espumas que chocan contra el muelle, donde están atracadas algunas lanchas y donde algunos botes sortean el meneo repentino de las olas más fuertes, cuando la mar sube, pero los marineros, que no son tontos, saben que no hay peligro, que, por lo pronto, las aguas agitadas no golpean con tanta fuerza que puedan provocar una avería en sus embarcaciones. De ser así, las sacarían a tierra.

–Vas a coger una pulmonía un día de estos –le dicen con algo de sorna.

–Pues no os diré yo que no, que hace frío y llueve fuerte –responde.

Marino y sus amigos, que se aburren en el bar de Benito, que sienten la desidia de no hacer nada y que dejan pasar las horas porque llueve, miran el techo, donde no faltan algunas de las negras telarañas, tradicionales ya desde antes de que Benito se hiciera con el local; se observan unos a otros, hallando graciosos sus rostros y riendo de manera burlona, o, simplemente, pasean sus ojos tras el cristal, por donde ven el aguacero que oscurece el día con su eclipse.

–Con la que está cayendo, es tontería no ir mañana a las setas –dice uno.

–Para ir a las setas hay que conocerlas bien –dice otro.

–Mañana –les cuenta Marino–, yo iré al pedreo. El tiempo mejora.

Sus amigos lo miran con escepticismo.

–¿Qué mejora, dices? –le preguntan soprendidos. Pero es lo que ha dicho el parte del tiempo por la televisión.

–Sí, por lo menos si es cierto lo que dijeron en la tele.

Eusebio pasa dentro del “chigre” con el rostro enojado, como el día, mirando de reojo a todos los presentes, que, por supuesto, no son merecedores de su saludo, porque Eusebio, con su particular mal humor, prefiere no saludar a nadie, alejándose de todo lo que no sean tres cosas, a saber, el vino, el casino y los burdeles de mala muerte. Habrá también los que digan que es un genio incomprendido por los que lo rodean.

–Rioja –pide en la barra del bar, sin que nadie se sorprenda. Él es ese hombre que tiene el color del Rioja en la nariz y en la barbilla, en los mofletes y en los pómulos, porque, si de beber se trata, empieza bien temprano.

–Nadie sabe de dónde sale el dinero –apuntan las malas lenguas. Alguna vez Marino ha escuchado que Eusebio ya se dedicaba de muy mozo al contrabando, en tiempos más difíciles, cuando la guardia civil estaba avisada y cuando no era sensato jugar con la legalidad, pero también se decía que estaba metido en temas de droga, porque ocupación  de provecho no se la conocía nadie y había cambiado de coche tres veces y siempre lo veía la gente vestir de punta en blanco. Será envidia, cualquiera sabe.

–Lo mejor es ocuparse de los asuntos de uno –explica Marino a sus amigos con un tono prudente más propio de los ancianos, cuando estos hablan de las basuras ajenas. Parece que en eso lleva razón.

Ovidio hace un gesto, como si quisiera salir otra vez.

–¿Otro? Pero si estás empapado.

Y la tarde se va desvaneciendo en un crepúsculo triste, miserable y mezquino, porque el cielo no deja que un leve rayo de sol prometa esperanza a un paisaje sumido en las cortinas de la lluvia, oculto por los ropajes de la noche que se acerca y derrotado por las sombras codiciosas, que, al conquistar cada baluarte del espacio, lo van confundiendo todo, si no estaba ya confundido: el puerto, el mar, el cielo, los montes alejados de cumbres nevadas…

–De modo que a las setas –dice Marino burlón a los demás, tal vez porque hay veces que se dicen las cosas por decir algo, por no seguir callado en una estancia silenciosa donde nadie dice nada, donde el único sonido que se oye es el del segundero, cuyo ritmo monótono, por momentos, se hace molesto.

–De setas, sí –dicen Ovidio y Nacho, mostrando un tono de reproche.

Desde luego que ellos prefieren caminar por el campo, perderse entre las hojarascas pardas del otoño y los prados embriagados por las humedades que deja la lluvia, esa lluvia de otoño que cae durante días, hasta que pasa la borrasca, dejando un paisaje amable y soleado con un cielo que no tardará en nublarse de nuevo.

–Yo iré a la cala, que quiero llevar a casa una de “llámpares”. Lo de las setas no me parece buena idea: muchas veces que fuimos no encontramos nada, y lo que se encuentra son setas que no se pueden comer. La gente que llega primero no deja nunca nada para los que vienen después.

–¿Un tute? –se oye a un viejo con nariz encorvada y ojos hundidos.

–¡Una brisca! –responde animado el compañero que se sienta enfrente.

Ovidio, con una mirada vivaz, propone también una partida.

–No, que ya es tarde y hay que volver.

Los vasos de vino se van vaciando poco a poco y se acerca la hora de cenar.

–Cóbranos –dice Ovidio a Benito, estirándose por una vez.

–Tres ochenta –dice Benito, que sonríe al ver a Ovidio rebuscando por los bolsos una vez más, con gesto desesperado, hasta que Nacho, con una risa intencionada, pone sobre la mesa el dinero:

–Siempre lo mismo, ¿verdad?

Y sí que es cierto: siempre lo mismo. Porque en esta región bella y lluviosa, desolada a fuerza de desastres económicos, donde Marino, paraguas en mano, regresa bajo la lluvia, al correr a sus anchas el viento, dueño de plazas y calles, de rincones y esquinas, parece que solo los más viejos tienen dinero en el bolso para poder pagar un vino de vez en cuando, ese vino mezquino que, además de ser barato, no es asequible para muchos de los pobladores del lugar.

–Es el problema de la zona –explica, casi con aires de ministro a sus hermanos menores–: si no hay trabajo para los jóvenes, no queda porvenir.

Con lo fácil que es no meterse en política.

Y, ahora, de la que camina a su casa, acelerando el paso, porque el viento hace que la lluvia cale más en la ropa, Marino va pensando en lo que queda del día, ese final no muy halagüeño antes de echarse en la cama: una cena frugal y las tonterías que ponen siempre en la televisión para entretener a la masa, en realidad nada que merezca la pena, nada por lo que tomarse molestia alguna en una noche de mil demonios.

–No ponen ni una película buena.

Pero mañana será otro día, un día para bajar a la cala y olvidar la miseria de diario, llevando la cesta de pescador y el destornillador para coger “eses llámpares que tan pegaes a les piedres con esa fuerza que paez que ye imposible sacales, anque tamién hai que decir que, faciendo un esfuerzu, pueden sacase”.

Porque mañana la luz del sol despertará suave y dulce sobre las colinas y sobre los cantiles, avisando a las gaviotas de que alboroten con sus alas el aire y que arranquen una sonrisa al cielo gris, ese cielo que sabe profundamente a otoño, a amargura y a la tristeza del recuerdo de esos días de verano, cuando uno estudiaba en las escuelas del pueblo todavía, cuando, durante el curso, el viernes tenía un sabor distinto, si venía prometiendo tiempo libre.

En el bar de Benito, entre tanto, a parte de dos bebedores de pintas, marineros borrachos y mentirosos, que siempre tienen algo de lo uno y de lo otro, y dos jubilados que se dan a jugar al dominó (uno de ellos no levanta la vista del tapete), queda el dueño con Eusebio, el contrabandista, si es que realmente fue contrabandista alguna vez, o el traficante, si se prefiere, que, aunque no es buena compañía, hace más gasto que otros muchos.

Ahora, tras la cena, Marino se desnuda en su cuarto, se tumba en la cama y hojea las páginas de un libro con cierto aire de desinterés, sintiendo, como un rumor alejado, como un canto monótono o como una sinfonía sin concierto (no existen sinfonías sin concierto), la lluvia que desciende, que se prodiga, que llena las aceras y el asfalto, que corre por los tejados, que goza en los cristales de la ventana de su cuarto, llevándolo al sueño de los benditos.

–A ver si mañana despeja y voy al “pedréu” –piensa en voz baja.

Pero esa lluvia no cesa, porque esa lluvia es también la que escucha don Rumaldo, el viejo cura, que, por la edad, como Teresa, tarda ya en quedarse dormido, a pesar de que él se levanta desde antes de que el sol se desperece en el horizonte, porque esta lluvia, la de todos, es la lluvia que escuchan los que velan, es la lluvia que acompaña, con su habitual calma, a Benito, a Eusebio, a Nacho, y a los pescadores de las lanchas y a los niños que regresan de las escuelas.

Y esta es también la lluvia de Ovidio, la lluvia de los que se mojan cuando salen a fumar a la calle, o la de los que están en las cafeterías, calientes, viendo desde dentro el agua correr, oyendo el viento soplar y alegrándose del desfile de paraguas que llena la calle, si es mediodía, mientras vacían una taza de lo que sea, tal vez un té con limón (los hay que un vaso de tinto, incluso), acompañado de unas pastas, que quedan establecimientos que las ponen.

Y la lluvia, hermoso espectáculo visto tras un cristal, incluso por las noches, no solamente se derrama con abundancia por los tejados y las calles, pues llena los charcos de los caminos, humedece los senderos, maltrata las hojas que quedan en las ramas de los árboles, los de los viejos robledales y los de los nuevos castañares, que crecen soñando una vida, hasta quedarse aletargados con el otoño, para despertar en la nada de la muerte, si se secan.

Porque los bosques saben de la lluvia, como lo saben las criaturas que pueblan esos bosques, espacios llenos de aventura que seducen porque nos recuerdan los cuentos de la niñez, donde, además de los raposos, que se esconden al olfatear al hombre, eran posibles esos lobos descomunales imaginados por los más niños y que eran capaces de devorar a una criatura casi sin la necesidad de tener que masticarla.

–En el monte siempre hay alguien que observa –cuenta, en ocasiones, Teresa, la amiga del cura, de don Rumaldo, que, lejos de reñirla por creer en seres fabulosos, ríe cuando la escucha.

Sí, los bosques, esos bosques donde, al día siguiente, mientras Marino va a buscar moluscos por las orillas, acudirán, con la emoción bucólica de los niños pequeños, buscando lepiotas, boletus y coprinos (pero también valdrían los champiñones y los níscalos, y acaso alguna manzana, si los dueños de las fincas no andan cerca), Ovidio y Nacho, para quienes no solo tiene sentido soñar con sirenas, puesto que saben que las arboledas esconden multitud de duendecillos.

Y todo porque la lluvia, esa gran amiga de los románticos, tiene fuerza inspiradora y nos ayuda, no solo a dormir, sino también a soñar despiertos, ejercicio más propio de los locos (no os quepa la menor duda, porque el mundo está lleno de ellos), toda vez que, escuchando la lluvia, existe alguno que sueña con islas alejadas y sirenas que se dejan acariciar, que regalan sus labios al náufrago y se estremecen en sus brazos, como pidiendo su protección.

–¡Sería tan bello estremecerla entre mis brazos! –piensa Marino, con instinto incorregible.

Y es verdad que resulta hermoso tener a una sirena como esclava, pero también como dueña y señora de uno mismo, rozando con los suyos los propios labios y mesando con paciencia, por qué no, esos cabellos rubios o castaños, mientras la arena permite jugar con las conchas depositadas en la playa, y mientras se cumple el sueño de ese amante que, tiempo atrás, como Ulises y como Eneas, renunció a regresar a casa.

De hecho, es tiempo para el descanso al que invita esa lluvia impertinente que ha llenado de melancolías un día más, una mañana más una tarde más; esa misma lluvia que suena tras los cristales, que los hace vibrar y que los estremece, llevando al sueño a los que están cansados, vencidos por las fatigas de una jornada que acaba en este momento, aunque ese cansancio lo produzca el aburrimiento de la desgana, la amargura de no hacer nada.

Que, con el último bostezo del muchacho, las precipitaciones no han cesado todavía, el granizo no ha cesado todavía, y, como el viento, ese gran granuja que juega con los paraguas, en tardes lluviosas, el rumor de las olas no ha cesado todavía, porque su cántico sagrado es una liturgia que no puede frenar hasta que, vencidos por el sueño, los ángeles durmientes, en la inocencia de sus camas, jóvenes o viejos, santos o no, no perciban que la lluvia se pierde.

En fin, que los párpados ya pesan y es tiempo de abandonarse, de dejar que el cuerpo descanse y que la mente vuele, libre, buscando en el vacío de los bostezos el consuelo que redime las horas de cansancio, hasta que amanezca de nuevo para, al tiempo que las gaviotas, que son dadas a despertar temprano, desplegar, no las alas que no tenemos, pero sí tal vez el ánimo que nos empuja, ese ánimo fuerte y rebelde, hacia la aventura de un nuevo día.

–Hace fresco –dirá mañana Marino, tras levantarse, de camino al pedreo.

–Pronto empezarán las heladas –comentará mañana Ovidio a Nacho, yendo de camino a los minúsculos senderos que se pierden entre el barro removido donde los hongos se prodigan.

–A ver si tenemos níscalos en el pinar –deseará Nacho de la que pisa cuidadoso la hierba, evitando cualquier patinazo, que más de una vez ha tenido un mal tropiezo.

Y, en efecto, a la luz del nuevo día, con una aurora amable que viene dorando, con sus tonos rosados, el horizonte donde el sol se levanta, tímido todavía, sobre mares y frondosidades, los dos muchachos comprueban una vez más la belleza de los brillos de las humedades que deja la lluvia en los helechos moribundos, en las hojas muertas y en las que, malheridas, esperan el soplo fatal de la brisa en las ramas de los árboles, castaños y robles por lo general.

–Hace fresco –dice entonces Marino.

–Pronto empezarán las heladas –anuncia, seguro de sí mismo Ovidio.

–A ver si tenemos níscalos en el pinar –quiere, como siempre, Nacho, que camina cuidadoso las veredas, sabiendo que diciembre negará los frutos que les ofrecen estos días.

El camino se hace mejor por donde el paisaje se alegra con más variedad de vegetación, porque los helechos, pardos ya, moribundos, acompañan los tonos amarillos del castañar, que llora el sueño del letargo que espera a cada uno de los árboles, sobre todo en esos montes donde es fácil imaginar el paso deljabalí donde no suele verse y donde uno no cree que puedan albergarse los cárabos, las lechuzas y los mochuelos, que, según la estación, son lo que más abunda.

Nacho impone un camino y Ovidio se hace de rogar en una farsa ridícula:

–Conviene pasar por donde el castro, que salen lepiotas.

–Eso me parecen cosas tuyas, que tú siempre quieres pasar por allí.

En realidad, no les gusta pasar por el castro por las lepiotas, sino por pasar por el castro, por rememorar aquellos tiempos antiguos de poblaciones abigarradas dentro de esos muros protectores que frenaban los ataques de los invasores y de las tribus vecinas en un tiempo en que eran frecuentes las luchas, los enfrentamientos, los robos y las muertes, ese tiempo en que se contaban los días por lunas y los druidas subían al monte sagrado.

Por lo menos así lo había contado, cuando estudiaban el Bachillerato los dos mozos, don Marcelino Fernández López, catedrático, que, de aquella, todavía existían catedráticos en los institutos: los druidas representaban a los distintos clanes y ascendían a los montes sagrados, bajo la mirada de múltiples dioses, dioses arcaicos que tenían sus santuarios en el mismo lugar donde quedaban restos de la lejana época megalítica y del tiempo de los petroglifos.

–Pensad que, cuando el cristianismo no estaba implantado, en aquellos tiempos anteriores a la evangelización, el marco de la naturaleza contenía las razones del animismo de los pueblos primitivos –contaba el viejo profesor, un hombre veterano, ante la curiosidad de sus estudiantes.

Pero unos cuantos kilómetros antes, por el camino de Borín, pasando la finca de Laurencio, estaba la torre, cuyos restos guardaban, tras el paso de los siglos, además de raposos y pegas, extraños secretos que invitaban a escribir una novela.

–Quién sabe si no habrá un tesoro escondido –dice Ovidio frecuentemente.

Y es que donde ha habido poblaciones la historia reaparece por doquiera, alimentando la fantasía de los lugareños, que no era poca. Decía Nacho que hay tesoros en las “mámulas” y nadie encontró nunca nada en esos sitios: “si hoy te cogen cavando allí, multa seguro…”

Nada más grande que el espíritu que la herencia de los siglos imprime en las gentes de una nación, las cuales, en el entusiasmo del conocimiento del ayer, alimentan el orgullo y la conciencia del valor de sus ancestros… ¿O será cierto que los pueblos que se obstinan en enterrar su porvenir alcanzan consuelo con simplemente abandonarse al recuerdo idealizado de un pretérito heroico que tal vez no fue como nos lo cuentan?

Por lo pronto, aquellas excursiones micológicas de los muchachos, caminando sin prisa, a horas tan tempranas, perdidos desde el momento del amanecer, escondidos entre los castañares que quiso amarillentos el capricho del otoño, prometían sensaciones amables, con los primeros rayos de sol, tras un día de abundantes precipitaciones, en la contemplación del paisaje, ese paisaje que enamora y que llena los ojos con la intensidad de sus verdes.

–Eso sí que es una lástima –se lamenta Nacho, señalando con el dedo.

Pasando una colina que se acerca a la curva tras la cual está el cartel que indica que el villar que está allí se llama también el Castro, echando un vistazo a la izquierda, en un claro que se abre en la arboleda, densa a pesar del otoño, avanzado hasta cierto punto y bastante lluvioso en lo que va del año, se contempla una loma poblada de eucaliptos, árboles malos, foráneos, de Australia, nada menos, que estropean la tierra y remplazan el bosque caedizo.

–Ya, pero las hojas de eucalipto –explica Ovidio– son lo mejor que hay.

Muchos son los que, como dice el joven, llevan las hojas del árbol, arrancadas de las ramas directamente, no las hojas muertas que se esparcen por el suelo, y las hierven, sea en la cocina de carbón, que ya no abundan, las más modernas vitro-cerámicas –que son propias de los más pudientes–, o las de gas, que son las que tiene en la localidad todavía la mayoría de la gente. Ello, si no evita los catarros, descongestiona a los habitantes de la casa.

Nacho, más allá de un fatuo ecologismo de juguete, muy extendido entre los de su edad, comprende que el eucalipto no es una planta autóctona, que afea el paisaje, que no es necesario en este marco donde se ha impuesto porque es la única forma de que los dueños de los espacios rurales consigan sacar algún rendimiento de la tierra que poseen. Incluso cuando los chicos son conscientes de la realidad en la que viven, parecen, de alguna forma, vivir en la luna.

–¡Eso ha sido un disparo! –se alarma uno de los dos muchachos.

–¿Es que han levantado la veda? –responde el otro. Porque siempre hay cierto peligro, si es que se anda por montes y frondas, buscando champiñones y coprinos, boletus y níscalos, si los cazadores disparan desde las densidades coloridas de un otoño que oscila entre los tonos más vivos y los más mortecinos.

–Conviene ir con cuidado, en todo caso.

Y, si los buscadores de setas y los cazadores deben tener cuidado con los barros mojados y la tierra removida, o, simplemente, con el musgo que crece sobre las piedras y al pie de los árboles más viejos, o los más jóvenes, Marino, caminando por entre las rocas y pisando los guijarros redondeados de la cala, buscando los moluscos, también se cuida de no patinar, sabiendo que uno puede hacerse mucho daño y que hay peligro si se baja al pedrero solo.

–¡Quién me mandará a mí venir al pedrero! –exclama, con cansancio y dolor en los riñones, después de varias semanas deseoso de llevar a casa unos cuantos kilos, que por lo menos la madre se lo agradece.

Y, cansado del esfuerzo, se detiene y se sienta sobre una piedra redondeada, sin temor de mojar los pantalones, los peores de cuantos tiene, porque el agua le pasa de los tobillos y la culera del pantalón se estropea a veces con el salitre que dejan las mareas en cada roca, pensando en esa sirena a la que amar, siendo un náufrago, tal vez un prisionero en parte dichoso, como Ulises y como Eneas, cada uno en su aventura, en la soledad de una isla.

De pronto, pensando que sus amigos deberían estar con él, se impacienta:

–A saber dónde estarán ahora esos dos, buscando setas por los montes.

No sabe que han pasado ya el villar del Castro, un poco antes del lugar donde está el promontorio en que sí está enterrada, bajo otro bosque de eucaliptos mezquino de los muchos que hay, un poblado, no muy grande, desde luego, de la Edad del Hierro, según  lo que argumentan los entendidos. Tampoco sabe que hay cazadores en una batida, disparando a quién sabe qué, y que se oye el jadeo de los perros nerviosos y sus ladridos en la persecución.

–¡Y tanto caminar para no encontrar nada! –se quejan ambos.

Cierto es que, con estas expectativas, la mejor opción para los tres es consolarse de una mañana infructuosa en la tasca de Benito, tomando un vino, jugando la partida, comentando la lluvia y el granizo de ayer, lamentando las fatigas de esa misma mañana y viendo llegar a Eusebio, aunque no sea una persona de lo más amable en la villa del Señor. Muchas veces, la mejor de las opciones es la de dejar el tiempo pasar, la de no hacer nada…

Mientras tanto, en el pueblo, bajo el sol otoñal y tardío que hace brotar los hongos y acompaña la mañana en el pedrero, las nubes blanquecinas, nubes de paz, desde luego, rozando el mediodía, verán de nuevo el regreso de los barcos y el paseo de los viejos en esa villa hermosa donde ya se escuchan, como a diario, los conciertos desarreglados del bullicio de todos, los comentarios de cada uno, el correr de, aquí para allá, de cada uno de los vecinos de la población.

–Hoy da gusto –sonríe Rumaldo, el cura de la villa.

–Tenemos buen día al fin –dice Teresa.

–Parece que volviera el verano –se dice en las pescaderías.

Y hasta el gesto malhumorado de Eusebio, con su frente semejante al golpe brutal de una galerna, parece distinto esta mañana en la que la gente camina, la gente ríe, la gente disfruta del brillo de la luz matinal antes reflejada en los verdes, en los tejados, en los charcos que quedaron por los caminos asfaltados y también “poles caleyes”, como dice la gente de la zona para hablar de los caminos de cabras, veredas impracticables sobre el barro removido.

–Qué día –se le oye a la dependienta de la farmacia de la esquina.

–Así sí que da gusto –comenta la ama de casa.

–Menos mal que ya no llueve –dice Generosa al panadero.

Porque, con un sol así, con la alegría de su luz, con todos sus oros, todos los pesares son pocos, y el paro, la crisis, los desastres de los telediarios, sus atentados y accidentes, por no decir, claro está, las frustraciones acumuladas por la multitud de mozuelos sin expectativas, estudien o no –que no siempre deben los jóvenes dedicarse a los estudios para merecer algo–, no pueden contener esa alegría alborotada de quienes saben que están vivos.

Aquí quedan, por tanto, hablando de lo humano y de lo divino, el pescadero y el carnicero, don Rumaldo –que es señor el cura–, los jubilados que pasean por el puerto, pero también Marino y sus amigos, que, esta tarde acudirán al bar de Benito, donde buscan esa evasión que piden los sentimientos insatisfechos de una mocedad ociosa a la fuerza y donde suele parar Eusebio, siempre malhumorado y con el bolsillo repleto de billetes.

Y, ahora, cuando la mañana se borra en la altura, cuando da comienzo la tarde temprana y las gentes desaparecen, si os parece prudente, si lo juzgáis oportuno, despidámonos de Nacho y de Ovidio, de Teresa y de Rumaldo, de Eusebio y de Benito, de Generosa, de Marino y de sus hermanos, pues tiempo será de dejarlos ir y de ocuparnos de lo nuestro, que, según dicen los que saben de moralina, nunca es justo prestar tanta atención a vidas ajenas.

Ahora, mientras sus personajes siguen caminos distintos (e incluso a veces los mismos caminos, quién sabe si por los bares de la localidad, por la calle del mercado o en la zona donde están las tiendas de comestibles), podréis seguir la senda que sube al monte y ver el día despejado, su reflejo sobre un mar de azules intensos que se ve desde la altura, desde lo alto del acantilado que, como una cascada de piedra, se deja caer sobre la espuma en la punta del cabo.

En todo caso, recordad las estampas visitadas, los paisajes vistos bajo el brillo del sol o bajo el enojo de la lluvia, de su sonido, del sonido atrevido del granizo y la alegría que contagia a las gentes que lo ven, al abrigo de una estufa, desde la ventana de un bar o una cafetería, y no queráis olvidar las espumas del mar, las arenas del mar, los guijarros de las calas, los castros y los dólmenes, las montañas nevadas en lo lejano, cuyas cimas muestran las primeras nieves.

Y recordad también los barcos, sus tonos, y la piedra del puerto, entre gris y parda, que hace que sus muros, por la zona vieja, donde no está el cansino hormigón, parezcan los de una fortaleza medieval en la que una princesa, tal vez cautiva, triste, en la torre, vive privada de una libertad que solo recobrará el valiente caballero que se atreva a enfrentarse con los guerreros más aguerridos del norte, pues son las visiones con que por fin concluye nuestro relato.

Porque “El cielo que nos mira con enojo” concluye en esta parte.


2016 © José Ramón Muñiz Álvarez
 “Las nubes que nos miran con enojo”.
“RELATOS SIN ANÉCDOTA”

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