José Ramón Muñiz Álvarez
“EL CANTO DE LOS CISNES
MORIBUNDOS”
(relato breve y sin
anécdota)
–¿Y dice usted que llevará el abrigo?
–El abrigo, sí, y la chistera y los
guantes.
–¿Y va a salir usted con el frío que
hay?
–Pues claro, mujer, que es domingo y no
voy a quedarme en casa.
Mientras ella lo preparaba todo, don
Cebrián, que, ante el espejo de su cuarto, le daba indicaciones en voz alta, la
suponía en la cocina, preparando ya el carbón que había de echar al fuego para
que se asasen las castañas que había traído el hijo de Mariana, por los cuales
había pagado bien, consciente de las necesidades de aquella casa, sobre todo,
tras la muerte de la tía, que solía ayudarlos con algo de dinero, pero que, a
decir verdad, tampoco era mucho.
–¿Y qué botas son las que va a llevar?
–Las marrones, que las otras ya están
un poco viejas.
–¿Pero se va ir usted con el frío que
hace esta tarde, don Cebrián?
–Pues claro, que mis compromisos tengo.
En efecto, cada tarde, don Cebrián
solía tomarse su café en compañía de varios amigos en la nueva confitería, de
la que se hablaba muy bien por la calidad de sus churros y sus porras, pero
también por el buen ambiente, con sus espejos, sus paredes, las mesas elegantes
y el espacio bellamente decorado donde se juntaba, por cierto, ya desde la
tercera misa de la mañana, lo mejor de aquella sociedad un tanto provinciana
que tenía su día de asueto.
–La posición es la posición –le decía a
veces a la criada. Era uno de esos viejos caballeros que consideraba la
importancia de ser visto: “tan importante es ver como ser visto”.
–Aquí le traigo la levita –dijo la
muchacha, ayudándolo a ponérsela y acabando de sacudirla cuando ya la tenía
puesta.
–Bueno, anda, déjalo ya, que es tarde y
me tengo que ir.
Las calles del centro eran las mejores
y tal vez lo sean todavía, y a él le gustaba mucho caminar con su bastón, a
veces con su paraguas, dándose aires de gran señor en un espacio donde, a pesar
de haber caballeros que paseaban con sus elegantes corbatines y sus elegantes
guantes blancos, como si acabasen de llegar de la ópera, tampoco había grandes
fortunas.
–Buenos días, don Cebrián –le decían
las señoritas de los hombres más afamados, porque, a pesar de su edad, lo veían
hablador y simpático.
–Buenos días –, respondía muy amable,
llevando los dedos con una finura arcaica, muy británica, al ala del sombrero–,
y que ustedes lo pasen bien.
–Buenos días, señor –le decían también
las viudas, que ya iban para casa.
Los compostelanos de una condición más
humilde también lo conocían, pese a ser de una posición menor, entre otras
cosas, porque don Cebrían no siempre había tenido tantos posibles como ahora,
que eran quizás menos de lo que algunos pensaban, pero que, tras la herencia,
le habían permitido dejar el trabajo de revisor de ferrocarril y poder entrar
en todas las sociedades de renombre de la pequeña ciudad de finales de siglo (o
de principios, más bien).
–¡Don Cebrián –dijo don Prudencio,
saludándolo calurosamente–, venga usted por aquí! ¡Venga, pase! ¡Tome usted
asiento! ¿Conoce ya a Ginés?
Ambos se saludaron con una leve
sonrisa, pues en alguna ocasión ya habían compartido mesa.
–Hacía tiempo que no lo teníamos entre
nosotros.
–Pues saben ustedes –aclaró, quitándose
el sombrero, pero no el abrigo–, que yo soy un parroquiano leal de esta casa.
Don Cebrián de la Rivera , a pesar de la
moderación de su carácter, sabía que las discusiones de aquella confitería eran
siempre de lo más interesante, habiendo individualidades que destacaban por sus
posicionamientos filosóficos y culturales, un tanto extremos algunas veces,
pero que contenían, para la época, algo de novedad y algo de solvencia, lo que,
denotaba un nivel superior al que algunos querían concederle a una localidad
menor con una vida limitada.
–Usted no sabe lo que dice –murmuraba,
malhumorado don Prudencio.
–Deje que me explique, por favor –pedía
Ginés, sacando un cigarro.
Por su parte, don Cebrián, cortés como
siempre, escuchaba y, en algunos momentos, se entretenía mirando la elegancia
de la decoración del interior, donde servían cafés y chocolates, engrandecida
por los enormes espejos del fondo, cerca de una puerta por donde, de manera
constante, salían camareros con más cafés, más pastelillos y más pastas,
agasajando a una clientela que pagaba caro el placer de una tarde en el local
más exquisito de la población.
–Pongámonos de acuerdo en una cosa –dijo
Ginés, dejando que el humo se escapase de su boca, dibujando espirales en el
espacio–, la poesía es poesía, quiero decir, estilística, una estilística que,
realmente, confiere a la obra literaria lo que debe tener: literariedad. Y esta
identificación de la literariedad con la poesía es lo único que en la cuestión
no es accesorio.
Era la típica discusión entre amigos en
la que, temeroso y respetuoso como el que más, don Cebrián llevaba, con la
habitual parsimonia, la taza de café a los labios, pendiente del choque de opiniones
que acababa de desatarse, porque algunas veces, con la política, sobre todo,
había personas que llegaban a acalorarse de un modo no concebible por la gente
con urbanidad de aquella sociedad de media bandera que se exhibía allí.
–Quiero decir –prosiguió, después de
una brevísima pausa–, que existe en todo, y también en las obras literarias,
algo que sea esencial, una condición indispensable, por decirlo de algún modo.
Don Cebrián se prevenía de lo que podía
suceder en cualquier momento.
–¿Quiere usted decir que hacer
literatura es juntar palabras bonitas solamente? ¿Puede ser usted tan frívolo?
–No, no quiero decir eso, desde luego –contestó
Ginés–, pero, en todo ello, hay una cosa que sí que quiero aclarar: lo
literario se compone de muchos trazos, de los cuales algunos son psicología,
otros sociología y otros historia, inseparables, cómo no, de la creación
literaria en tanto que texto que, inevitablemente, refleja estos aspectos. Sin
embargo, solamente lo estético confiere a lo literario ser literatura: la
poesía.
–Eso es un disparate –respondió su
contrincante.
–Perdonen ustedes –interrumpió con
actitud respetuosa don Cebrián–, pero es posible que quieran decir la misma
cosa con palabras distintas.
Cabe reconocer que don Cebrián, hombre
de naturaleza tranquila, estaba siempre movido por un espíritu conciliador.
–De ningún modo, amigo mío–, insisitió
Ginés–. Las dos posturas no podían estar más enfrentadas, y esto es así porque
precisamente, si bien es inevitable la presencia de lo filosófico, lo político
y lo ideológico en las obras de literatura, no es por recoger esos aspectos por
lo que son obras literarias.
–¡El arte por el arte! –exclamó con
ironía don Prudencio–. Y es cierto que en eso tenga usted razón, mire, que no
es donde se la voy a quitar, pero es que ustedes los intelectuales no ven el
lado práctico de las cosas. Si como dice usted, cosa que es aceptable, el
estilo es lo que aporta características literarias a una novela, por mí de
acuerdo. Pero solo por eso, la literatura no tiene interés.
–El interés o no de una obra puede
depender del criterio –explicó con una leve sonrisa como argumento a la contra–.
A fin de cuentas, como usted sabe bien, el interés es cosa de criterios.
–Don Cebrián estará de acuerdo con migo
en que hay asuntos más importantes que otros –dijo don Prudencio,
defendiéndose.
Don Cebrián no sabía qué decir ante
aquella maniobra tan audaz.
–Don Prudencio, el interés es siempre
relativo. Fíjese: para un enfermo del pulmón lo interesante no es lo mismo que
lo que se hace interesante para, pongamos por caso, un náufrago o un banquero
arruinado.
–¿No podría ser –inquirió con humor– un
banquero arruinado y enfermo del pulmón que, escapando de su país, sobreviviera
en una isla al hundimiento del barco?
Lo que don Prudencio no sabía es que
estas respuestas no amedrentaban a Ginés, que siguió con su planteamiento:
–Por supuesto. Pero podría ser también
una persona que ha perdido su hacienda frente a otra que ha perdido la salud.
Para el uno es interesante el dinero con el que resarcirse del desastre y para
otro la curación, que no siempre el dinero alcanza a producir todos los
milagros que se esperan.
–¿A dónde quiere llegar, entonces?
Don Ginés lo miró de nuevo con la calma
risueña de siempre:
–Los partidarios del pragmatismo creen
que los poetas no sirven para nada y se empeñan en redefinirlo todo para un fin
utilitario. Le confesaré que muchas actividades intelectuales no sirven para
nada, son un puro entretenimiento, pero siempre es posible darles una función
posteriormente.
Finalmente, don Cebrián se atrevió a
poner su granito de arena:
–Referir historias, contar algo,
siempre debió ser una necesidad, incluso en los tiempos más antiguos.
–Créame, eran conceptos distintos –aseguró
Ginés–. Mire usted a su alrededor, y tampoco pierda usted detalle, don
Prudencio. Esto no es la capital, aquí hay mucha gente ociosa, gente que lee,
que lee para matar el rato, que necesita una obrita de teatro de vez en cuando
para no aburrirse, o una novela, del mismo modo que yo prefiero tomarme un
anisete con ustedes y tener algo de tertulia…
–¿Y qué me dice usted de los
periodistas? Son literatos, hacen una función práctica, informando a la gente
de las cosas que suceden.
Don Prudencio, sin el brillo
intelectual de Ginés, tenía buenas ideas.
–Realmente no es así –replicó–. Los
periodistas, tal como se entienden en la actualidad, no son literatos ni
poetas. Tal vez en el siglo pasado… Y además la utilidad de los periodistas es
muy relativa, como la de estar informado. Vea por el cristal a ese mendigo que
pasa, por ejemplo.
En efecto, un indigente caminaba por la
calle.
–¿Ese que va por ahí?
–Las oscilaciones de la economía no le
interesan tanto como a usted, pero él también sabe vivir y procurarse alimento.
Mañana, si se declara una guerra, usted perderá o ganará mil acciones
(supongamos que tenga dinero invertido, claro), pero eso a él no le preocupa.
–¿Y qué es lo que le preocupa entonces?
–preguntó don Prudencio.
–¿Dónde encontrar una beata que le dé
de comer y a la que sacar los cuartos para gastárselo todo en vino, por
ejemplo? –murmuró, provocando una risotada entre los participantes en aquella
polémica–. Hablando más en serio, la información que viene en los periódicos es
importante en la medida que interesa a unos, no a todos. Tome el primer
periódico que vea y léalo, verá cómo muchas cosas que dice no le interesan.
–Pero otras sí que me interesan, y
mucho.
–Tal vez a usted, pero no al resto. La
gran mayoría no está verdaderamente interesada en los periódicos, en la
política y en la economía del país, aunque sea cierto que, en parte, sea lo
que, por ejemplo, les permite vivir. Pero, si vamos más lejos, también está la
cuestión de si los periódicos cuentan la verdad.
Don Cebrián, asombrado, parecía de
piedra tras escuchar aquello:
–No irá a meterse también con los
periódicos…
–No están ustedes de acuerdo conmigo,
claro. Pero hace falta que alguien se meta un poco con los periodistas. La
verdad es un invento, no existe.
–Nos toma el pelo usted –afirmó don
Cebrián nervioso.
En ese preciso instante, portando una
bandeja en su mano derecha, el camarero sirvió a don Prudencio el café que
esperaba, con su pequeño chorro de licor, tal y como había pedido, mientras don
Cebrián estaba en la expectativa de obtener una respuesta satisfactoria de la
inteligencia de Ginés, que, por lo pronto, sin decir nada, aprovechando el
inciso, llevó a los labios la copa y tomó de ella una cantidad mínima, para
luego esperar de don Prudencio la ofensiva:
–Dice usted cosas inauditas –acusó don
Prudencio.
–No lo crea, realmente. Los periodistas
son personas como las demás, ni más ni menos. No están en la posesión de la
verdad, en absoluto. Es más, su opinión tiene un amo.
–Pero eso raya casi el anarquismo –aclaró
don Cebrián.
–¡Eso sí que no puedo admitirlo,
señores! –exclamó soliviantado Ginés, ofendido por haber sido tomado por un
revolucionario–, que una cosa es un modo
de pensar y otra cosa es agitar y revolver al pueblo. Y, sobre ese punto, saben
ustedes lo que pienso yo de la inteligencia de los pueblos.
–Usted –replicó por lo bajo don
Prudencio–, no cree en la inteligencia de nadie, tal vez ni siquiera en la suya
propia, pero he de reconocer que la tiene. De todos modos, usted sabe que esta
es una época donde las masas están a punto de caramelo para levantarse. Nuestra
sociedad no necesita desórdenes.
–Ustedes –explicó Ginés– me atribuyen
cosas que no he dicho, por cierto. Da igual, que no le daré importancia a una
cosa que no merece la pena.
–Parece que van a tocar algo –dijo don
Cebrián entonces.
Miraron todos hacia el fondo del local,
que era, por cierto, bastante amplio y en el que cabían numerosas mesas,
insuficientes para tantos. En efecto, al lado del piano, donde se había sentado
una joven con un elegante vestido blanco y un rostro de lo más hermoso, un
viejo violinista de frac con lentes oscuras, presumiblemente ciego, del que se
decía que era su padre, afinaban para deleitar a la clientela con los valses
que en ese tiempo estaban tan de moda.
–Es una lástima que toquen ahora, justo
cuando debo retirarme –se despidió Ginés, que se acercó al perchero y tomó su
sombrero, a diferencia de don Cebrián, cuya chistera negra estaba sobre la mesa–.
Espero que no riñan demasiado.
Ginés hablaba siempre con una malicia
traviesa y encantadora que arrancó en sus contertulios una sonrisa pícara e
informal.
–¿Y usted, don Cebrián, piensa lo mismo
que él?
–En estas lides literarias, yo, la
verdad…
–Nada, nada, mire usted hacia atrás, el
joven del bigote que está sentado cerca del mostrador. ¿Sabe quién le digo?
Don Cebrián miró discretamente, porque
le daba vergüenza que el interfecto notase que estaban hablando de él.
–¡Es mi sobrino, pero bueno, eso es lo
de menos! El caso es que es un ceporro. Usted ya sabe que yo no me he casado.
–¿Pero qué tiene eso que ver? –preguntó
perplejo don Cebrián.
–¿Qué qué tiene que ver? –rió don
Prudencio–. Es gracioso, tiene mucho que ver. ¿No ve usted lo que hace?
–Está escribiendo algo, según veo.
De pronto don Cebrián cayó en la
cuenta:
–Este es el sobrino de usted que
escribe en el diario…
–Ese es, el mismo, el que me va a
llevar un día a la tumba.
Don Cebrián creía muchas veces que don
Prudencio exageraba.
–Mire –comenzó don Prudencio–, yo soy
el dueño de una fábrica, un hombre serio, práctico, y no entiendo de estas
cosas sino un poquito, porque yo no tengo tiempo para perderlo, como esta
juventud ociosa.
–Pues bien orgulloso que podría usted
estar del chico.
–¡Si por lo menos escribiera algo
productivo! ¡Si hubiera inteligencia en lo que escribe! Pero solo escribe
memeces, y porque hace versos llenos de cursilería, de la manera más ramplona,
imagina que es el mismo Camoamor.
–Pues Campoamor me parece uno de los
grandes de hoy.
–¡Campoamor sí! ¡Pero mi sobrino no!
Por eso quiero llevarlo por otro rumbo, que aprenda el oficio, que me ayude un
poquito con el tema de la fábrica, usted comprende…
–Ya veo, ya.
–En realidad la poesía no sirve para
nada, como no sea el lucimiento de los hombres ilustres, y mi sobrino da en ser
un bohemio de la manera más tonta.
Tras unos golpes de piano, un tanto
abruptos, con un marcado ritmo alegre y vivaz en compás de ¾, el violín se hizo
paso por el espacio y cubrió todo el salón, donde damas y caballeros
disfrutaban el café o el brandy (algunos un anisete, porque en España se estila
mucho) y don Cebrián se dejó suspender por los placeres melómanos durante unos
segundos, dudando si la pieza la habían sacado de una opereta o de una
zarzuela.
–El chico gasta el dinero que yo le doy
en bobadas y pierde el tiempo con versos que luego publica en el diario, pero
yo no estoy de acuerdo. Por eso he hablado con Ginés, intentaré convencerlo
para que le diga al señor López que no se le publique un poema más.
–¿El dueño del diario?
–El mismo. El señor López, sí. A ver si
el muchacho se deja de tanto amor y tanta gaita, que la poesía de los
modernistas es una locura.
–Posiblemente esté enamorado.
–También yo estuve enamorado de joven,
usted lo sabe bien, y nunca necesité escribir sonetos que ni son sonetos ni son
nada.
Don Cebrián quería pacificar a don
Prudencio:
–Ya se le pasará, que yo diría que solo
son cosas de jóvenes.
Ambos miraron al mozo. Clemente, el
sobrino de don Prudencio, seguía escribiendo, olvidado del mundo, aquella larga
columna de versos con su moderna pluma estilográfica, y, a juzgar por el grosor
de la columna, estaba ideando un poema de métrica francesa redactado en verso
alejandrino, siguiendo una corriente que, a diferencia de las cosas que leía
don Prudencio, poco tenían que ver con el espíritu práctico ni con el estilo de
Campoamor.
–Además, según sé, Ginés adora los
“Cantos de vida y esperanza”.
–¡Ni me los mencione, don Cebrián, ni
me los mencione! –decía alterado don Prudencio, llevándose las manos a la
cabeza, como si hubiese visto al mismísimo demonio ante sus narices–. ¡Esta es
la ruina de la juventud!
–Tampoco creo yo que sea para ponerse
así –respondió don Cebrián.
–¿Usted no sabe como es esa poesía?
Todo son placeres, orgías de sensaciones, hiperestesias, un refugio para los
espíritus atormentados que no pueden soportar la vulgaridad de este mundo, que
son demasiado débiles para soportar la vulgaridad pestilente de nuestra
sociedad prosaica. ¿No entiende nada de lo que está ocurriendo?
–Yo creo que lo único que pasa es que
son jóvenes –dijo suavemente don Cebrián, ante la mirada irritada y malhumorada
de don Prudencio.
–¡Pues malditos jóvenes, que yo tengo
un sobrino y una fábrica…!
Don Cebrián, que tampoco quería dejarse
llevar demasiado por los malos homos de don Prudencio, seguía, intentando
mantener la calma, las evoluciones de aquella música bienhechora y llena de
romanticismo oriental, un vals que traía al recuerdo, tal vez, ese carácter que
ha dejado en la música española cierta influencia del norte de África, una
música oriental que elevaba su exotismo, trasladando al auditorio a regiones
alejadas en el espacio y en el tiempo.
–¡Qué bien toca el ciego! –cuchicheaba
alguno desde las mesas vecinas.
–¿No crees que es un genio? –preguntaba
una señora al marido.
–Don Ernesto es uno de los mejores
músicos –decía el marido.
La música era, en efecto bella, y no
deja de ser curioso que los amantes de la vida, aquellos que aceptan gustosos
el vino que se les ofrece, no sepan escaparse a los placeres emocionales a los
que una música exuberante puede invitar, y los placeres sensuales propuestos
por esos valses de una época que ya parecía acabarse prometían tanto como
prometen las escenas de príncipes azules enamorados de bellas cenicientas en
los cuentos del ayer.
–Esta pieza que acabamos de ofrecer –explicó
el anciano, tras inclinarse ante el público, entre los numerosos aplausos que
se levantaron en la sala, confirmando el extraordinario talento de los
intérpretes–, lleva por título “La rosa de Estambul” y es un vals sobre
melodías del maestro Leo Fall. Ahora, queremos ofrecerles un vals-polca
titulado “Brennende Liebe”, de Strauss.
Un silencio respetuoso permitió que
arrancara las primeras notas a la cuerda, mientras el piano acompañaba sus
evoluciones.
–Escuche usted –le dijo don Cebrián–,
esta música dichosa. Es hermosa, y en eso reside su utilidad. Usted, como yo,
como todos los que están aquí, quiere una vida dichosa, feliz… Necesita como
los demás de algo que ilumine la existencia, esa nota de color que da alegría,
esa chispa que enciende la vida.
–¿Y bien? –preguntó, interesado don
Prudencio–, consciente de que don Cebrián, a pesar de su prudencia desmedida,
intentaba llegar a alguna parte.
–Usted dice de sí mismo que es un
hombre práctico, pero ¿se atrevería a decir que ese anciano ciego que toca para
nosotros no lo es? Por el contrario, yo diría, en ese caso, que su labor es muy
necesaria.
–¿Y he dicho yo lo contrario? –respondió
don Prudencio, al tiempo que los músicos anunciaban ya otra pieza, al parecer
un chotis de Cotó.
Hicieron una pausa, dejándose trasladar
a otros lugares, a otros reinos nunca visitados, un mundo que tal vez no exista
en parte alguna, quizás en el de las ideas de Platón, o, tal vez, por qué no,
en las mareas ocultas de nuestros sueños, donde toda aspiración de felicidad
pide más de lo que pide.
–Por supuesto que no –reconoció don
Cebrián.
A don Cebrián le costaba a veces ir al
grano y don Prudencio lo hacía, si cabe, un tanto más difícil:
–Parece usted incómodo –le espetó–.
Hable usted de una vez.
Don Cebrián casi se apuró al
responderle:
–La música, la poesía, todo lo que
embellece la vida, motivado como está por el propósito noble de mejorarla,
tiene el absoluto derecho a existir.
–¡Cierto, cierto! ¿Pero qué tiene que
ver eso conmigo? –inquirió.
Y por fin don Cebrián atinó a
decírselo:
–Lo justo es que usted no intente
reprimir las inquietudes de su sobrino de usted, ya que cree tanto en el
espíritu práctico, pues los versos de su sobrino no son algo inútil, y me
consta que hay personas que los leen.
–De ser poeta no se vive –cortó
inmediatamente don Prudencio–. La mejor opción para mi sobrino no es el cultivo
de esa lírica, absurda o no de los modernistas, sino la fábrica. Así tendrá un
porvenir cuando no esté yo.
–También he de decir que eso es justo –admitió,
resignado a callarse, don Cebrián–. Lo confieso, tiene usted razón.
Ambos, atentos al sobrino de don
Prudencio, el bueno de Clemente, escuchando las evoluciones de la música,
saboreando aquella febril melodía que, entre lo saltarín y lo alegre, oscilaba
entre la dicha orgasmática y una profunda desazón melancólica, observando cómo
finalizaba el poema, vieron allegarse a él
unos jóvenes que, probablemente con su misma edad, llevaban un atuendo
incluso menos formal, con trajes claros y rayados y sombrero de “canutier”.
–¿Quiénes son esos? –preguntó entonces
don Cebrián.
–¿Quiénes van a ser? ¡Los modernistas! –dijo
don Prudencio con ironía.
–¿Los modernistas? –atinó a decir don
Cebrián, que no creía que hubiera modernistas en una localidad tan aislada.
–¡Sí, sí, los modernistas! ¡La gente
que usted tanto defiende…! –Don Prudencio, dicho sea de paso, sin darse cuenta,
a veces rayaba lo cortante.
Los más mozos no siempre saben razonar
de la manera sabia y acertada de los mayores, que, desde su mesa, morosamente,
observaban el comportamiento de aquellos vanidosos encorbatados y encoloniados
que llevaban flores en las solapas y que reían de una manera despreocupada,
alegre, propia de quienes no tienen obligaciones ni responsabilidades, porque,
con veinte años, parece que la juventud es como una fuente inagotable.
–Son unos dandis, ¿o no lo ve? –insistía,
muy indignado, por cierto, don Prudencio, en esa actitud de querer convencer a
los demás–. Lo que quisiera saber yo es qué narices tienen ellos que hablar con
mi sobrino.
Pero su compañero de charla pensaba de
un modo un tanto diferente:
–No creo que estén haciendo nada malo.
–¡Pero cómo! ¡Me dice eso usted a mí!
¡A mí, que soy el tío del chico!
–Pero no se preocupe, hombre –insistía
don Cebrián–, que son cosas de jóvenes, que parece que usted no ha sido nunca
un chaval.
Entre tanto, en la mesa de Clemente
había mucha actividad, parecía haber cierta emoción y algo de nerviosismo, casi
como si algo importante estuviese a punto de suceder, pero los dos
contertulios, entre el sonido de la música, la distancia y los comentarios de
algunos de los presentes (porque siempre hay un ruido de fondo en este tipo de
locales, donde la gente no calla como sí suele callarse, por respeto, en las
misas) no podían enterarse de nada.
–¡Si se ha metido en un lío lo mato!
¡Que se lo tengo advertido!
Don Prudencio sufría por su sobrino
contemplando aquello, casi molesto con la tranquilidad con la que don Cebrián
se lo tomaba.
–¿Pero qué es lo que entiende usted por
un lío? ¿Faldas, una estafa? Yo estoy seguro de que su sobrino no ha hecho nada
ilegal.
Mientras los dos caballeros discutían
sobre el sobrino de don Prudencio, este, cada vez más nervioso y alterado,
intentó frenar a uno de los muchachos que lo acompañaban, el cual avanzó hasta
donde estaban los músicos, a los que parecía indicar algo en voz baja. Tras un
acorde, el joven tomó la palabra:
–Señoras y señores, atiendan, por favor
un momento –pidió con aires de solemnidad, sosteniendo su sombrero con las dos
manos a la altura del vientre y conteniendo cierto nerviosismo–. Tenemos entre
nosotros a don Clemente Martínez, un poeta de valía, que nos deleitará algunos
de sus propios versos.
El sobrino de don Prudencio miraba,
sonrojado, comido por la vergüenza propia de quien tiene un espíritu discreto,
mostrando su enojo, que no era poco, a ese amigo que no debía ser tal, toda vez
que le jugaba aquella mala pasada, y hacía señal con el índice de que no tenía
la menor intención de leer nada. Los dos compañeros fueron arrastrándolo, casi,
hasta el fondo, donde estaban el ciego y su hija. Entonces, atemorizado, empezó
a recitar:
“Quiso
el cisne callado que nadaba en el agua
contemplar
su belleza, su color blanquecino,
ese
claro reflejo que imprimió su hermosura.”
–¡Se da usted cuenta! –exclamó en lo
que era apenas un cuchicheo escandalizado, don Prudencio, el viejo hombre
práctico que rechazaba todo en las hiperestesias de los modernistas–. ¡Ha
perdido el juicio, el juicio! ¡En qué lugar quedo ahora yo, que soy el tío de
ese cretino!
–¡Cálmese, que nos está mirando todo el
mundo! –supo replicar don Cebrián –Y no se desanime usted, que el chico ha
empezado bien.
Al lado del piano, consumido por el
nerviosismo, el bueno de Clemente seguía con su recitado, un tanto aturdido por
el pánico escénico. Su tío quería que tomase el relevo con la fábrica y así
mantener el negocio en la familia cuando él faltase y su madre quería que fuera
notario:
–No es una vida tan mala –solía decir.
Y, entre lo uno y lo otro, él no era un
gran orador, no tenía el valor de enfrentarse a un auditorio, cosa frecuente en
muchos que no son cobardes, por cierto, pero que carecen del coraje para poder
lidiar en ocasión tan difícil. De hecho, si bien entonaba con ritmo adecuado,
faltaba a su manera de recitar una cierta firmeza que suelen mostrar los
grandes poetas y que procede de la propia seguridad de su genio. Clemente
intentaba mantener el tipo.
“Y,
al mirarse a sí mismo, contempló la poesía
que
se enciende, sin voces, en estanques serenos
donde
espera lo bello los anuncios fatales...”
–¡Menudo poema! ¿Se da cuenta? –insistía
don Prudencio, convencido de que aquella situación era bochornosa para la
familia.
–Cállese un momento y escuche, si al
final no lo está haciendo tan mal como usted dice –repetía, prudente, don
Cebrián.
La gente parecía escuchar con interés,
pero el enfado de don Prudencio iba a más. Tal vez pensaba que la poesía debe
comunicar ideas que respondan a las necesidades de un carácter emprendedor y
práctico que no tenía el muchacho, a la luz de la sensibilidad que demostraban
esos versos, precisamente el tipo de sensibilidad que don Prudencio consideraba
propio de los débiles.
“…Y
la muerte hizo pronto su presencia en el mundo
y
por fin murió el cisne, cuyo canto sublime
alcanzó
las alturas de las nubes y el cielo...”
–Usted, don Cebrián, no me entiende, él
es mi sobrino y me deja en evidencia –murmuraba, molesto, don Prudencio–. Lo
que yo elogiaría en otro muchacho es justamente lo que no quiero que haga él.
No está bien, siendo quien es, no corresponde que haga estas cosas.
–No diga eso, usted también ha sido
joven –respondió su interlocutor, en tanto que el sobrino de don Prudencio, con
manos temblorosas, daba fin a la lectura:
“…Y
la lluvia era llanto y el granizo tristeza,
y
encogido el paisaje se tornó melancólico
donde
todos lloraban el final de aquel cisne.”
–¿Lo ve? –dijo riendo don Cebrián–.
Todos le aplauden.
En efecto, el poema había gustado, y, a
pesar de algunas interrumpciones de algunos, la clientela de la confitería
había escuchado con atención.
–Eso es lo que yo me temo, que todos lo
aplaudan –dijo malhumorado don Prudencio–: ahora va a ser más difícil quitarle
de la mollera a ese majadero la idea de convertirse en un bohemio.
Don Cebrián se soprendía con las duras
palabras de su amigo:
–No exagere, hombre, eso es una bonita
afición –afirmó complaciente.
–¡Bah! Usted no sabe cómo es de terco
ese muchacho. Ya de niño era difícil. No sabe la colección de disgustos que ha
soportado la madre.
–Serénese, que no es para tanto –quería
animarlo don Cebrián, mientras don Prudencio, al percatarse de que Clemente lo
había visto, al avanzar desde el fondo a la silla que primero había ocupado, se
fue despavorido. El hecho de que don Cebrián también aplaudiese, además, hacía
que se le revolviera la sangre.
Viendo cómo don Prudencio se retiraba,
comenzó a sospechar que iba a tener problemas al llegar a casa, pues de seguro
que su tío tendría una de esas serias conversaciones con su madre, que ya
estaba bastante enojada con el zagal, que mataba el tiempo leyendo novelas y
poemas y que quería dejar sus estudios.
–¡Has estado magnífico! –le decían sus
amigos, sin saber el problema en que lo habían metido-. ¡Ha sido una actuación
fabulosa!
Todos creyeron que el muchacho se
llevaba el pañuelo a la frente para secarse los sudores de una emoción
repentina debida al éxito, pero lo cierto es que Clemente sufría solamente con
pensar lo que tendría que escuchar según llegase a casa: que si no hacía nada
de provecho, que si era un inútil, que si cuando pensaba asentar la cabeza, que
podía tomar ejemplo de otros, como el hijo del boticario…
–¡Muy bien, hombre, muy bien! –lo
vitoreaba alguno que era favorito de los versos afrancesados de los
modernistas. Y cierto es que, tiempo atrás, hubiera dado lo que fuera por un
pequeño éxito de esta clase, pero que su tío se fuese enojado de aquella forma
no le daba buena espina.
–Perdón, tengo que irme –dijo a todos,
apurándose hacia la salida.
–¡Es muy tímido, pero es un gran
escritor! –decía uno de sus amigos.
–Ven comingo –lo llamó desde atrás una
voz conocida, desde el soportal, ya fuera del establecimiento–, que tenemos
mucho que hablar.
Era la voz de su tío, al que vio al
volverse hacia atrás y que, con la mano extendida, le ofrecía un cigarrillo,
indudable signo de complicidad, muchas veces, pero del que Clemente no se
atrevía todavía a fiarse.
–Ven, hombre… No tengas miedo –dijo,
pasándole el cigarro–. Mira a ver si tienes fuego, porque ya no tengo una
cerilla.
La voz de don Prudencio parecía
conciliadora, pero Clemente creyó, mientras sacaba las cerillas del bolsillo
interior de la chaqueta, que no tenía por qué ser necesariamente algo bueno. Es
más, casi interpretó que era signo precisamente de lo contrario.
–Ha estado bien –reconoció templado don
Prudencio.
Parecía que su sobrino no tenía claro
de lo que su tío le hablaba:
–¿Cómo? No comprendo…
–El poema, los aplausos… Ha estado
bien, ¿no? –siguió diciendo–. Pero este es un mundo engañoso, y los aplausos
fáciles a unos versos bien leídos no son tampoco algo que dé de comer. Porque
hay que comer a diario, también.
Clemente se encogía de hombros, sin
saber lo que le estaban diciendo.
–Verás –dijo don Prudencio, sin
reproche–, tú comes a diario porque en casa de tu madre se come, y llevas esa
ropa porque la pago yo. Si no estuviera yo, si no hubiese en la familia un
cerebro práctico, no habría dinero en tu casa ni en la mía. Escribes poesía, y
no quiero decir que esté mal, porque has recibido una educación, pero para
ello, para que recibas una educación, alguien ha tenido que pagar el colegio,
los libros, los plumieres… Ese es el valor de los hombres prácticos, sin ellos
no puede haber lo demás. Y ese poema que te ha llenado durante unos segundos de
la alegría de un pequeño triunfo no es nada, nada… Porque el día que necesites
pan, ropa, cobijo, lo único que vale es el dinero, y para tener dinero no hay
que escribir versos, sino tener una ocupación práctica. Para garantizar una
buena vida no basta con los aplausos a un breve poema sin rima.
–Dice usted bien, tío –supo responder
Clemente sin que la voz le temblase.
–La poesía no es más que un pasatiempo,
nunca más que eso. Sirve para entretener a los niños y a los ociosos. Pero tú
ya no eres un niño, claro. En fin, ve con tus amigos y pásalo bien, y luego vas
a tu casa temprano, que mañana es lunes y tienes clases.
Don Prudencio lo dejó solo y siguió su
camino con paso lento y tranquilo por la calle principal, alejándose
lentamente, seguro de haber vencido. Y, por supuesto, había vencido: los
rosales del jardín empezaban a ver sus flores marchitas y por las calles corrió
el viento del otoño arrancando la lánguida inutilidad de sus pétalos.
2016 © José Ramón Muñiz Álvarez
“El canto de los cisnes
moribundos”
“RELATOS SIN ANÉCDOTA”
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