miércoles, 13 de julio de 2016

El canto de los cisnes moribundos


José Ramón Muñiz Álvarez
“EL CANTO DE LOS CISNES MORIBUNDOS”
(relato breve y sin
anécdota)

 

–¿Y dice usted que llevará el abrigo?

–El abrigo, sí, y la chistera y los guantes.

–¿Y va a salir usted con el frío que hay?

–Pues claro, mujer, que es domingo y no voy a quedarme en casa.

Mientras ella lo preparaba todo, don Cebrián, que, ante el espejo de su cuarto, le daba indicaciones en voz alta, la suponía en la cocina, preparando ya el carbón que había de echar al fuego para que se asasen las castañas que había traído el hijo de Mariana, por los cuales había pagado bien, consciente de las necesidades de aquella casa, sobre todo, tras la muerte de la tía, que solía ayudarlos con algo de dinero, pero que, a decir verdad, tampoco era mucho.

–¿Y qué botas son las que va a llevar?

–Las marrones, que las otras ya están un poco viejas.

–¿Pero se va ir usted con el frío que hace esta tarde, don Cebrián?

–Pues claro, que mis compromisos tengo.

En efecto, cada tarde, don Cebrián solía tomarse su café en compañía de varios amigos en la nueva confitería, de la que se hablaba muy bien por la calidad de sus churros y sus porras, pero también por el buen ambiente, con sus espejos, sus paredes, las mesas elegantes y el espacio bellamente decorado donde se juntaba, por cierto, ya desde la tercera misa de la mañana, lo mejor de aquella sociedad un tanto provinciana que tenía su día de asueto.

–La posición es la posición –le decía a veces a la criada. Era uno de esos viejos caballeros que consideraba la importancia de ser visto: “tan importante es ver como ser visto”.

–Aquí le traigo la levita –dijo la muchacha, ayudándolo a ponérsela y acabando de sacudirla cuando ya la tenía puesta.

–Bueno, anda, déjalo ya, que es tarde y me tengo que ir.

Las calles del centro eran las mejores y tal vez lo sean todavía, y a él le gustaba mucho caminar con su bastón, a veces con su paraguas, dándose aires de gran señor en un espacio donde, a pesar de haber caballeros que paseaban con sus elegantes corbatines y sus elegantes guantes blancos, como si acabasen de llegar de la ópera, tampoco había grandes fortunas.

–Buenos días, don Cebrián –le decían las señoritas de los hombres más afamados, porque, a pesar de su edad, lo veían hablador y simpático.

–Buenos días –, respondía muy amable, llevando los dedos con una finura arcaica, muy británica, al ala del sombrero–, y que ustedes lo pasen bien.

–Buenos días, señor –le decían también las viudas, que ya iban para casa.

Los compostelanos de una condición más humilde también lo conocían, pese a ser de una posición menor, entre otras cosas, porque don Cebrían no siempre había tenido tantos posibles como ahora, que eran quizás menos de lo que algunos pensaban, pero que, tras la herencia, le habían permitido dejar el trabajo de revisor de ferrocarril y poder entrar en todas las sociedades de renombre de la pequeña ciudad de finales de siglo (o de principios, más bien).

–¡Don Cebrián –dijo don Prudencio, saludándolo calurosamente–, venga usted por aquí! ¡Venga, pase! ¡Tome usted asiento! ¿Conoce ya a Ginés?

Ambos se saludaron con una leve sonrisa, pues en alguna ocasión ya habían compartido mesa.

–Hacía tiempo que no lo teníamos entre nosotros.

–Pues saben ustedes –aclaró, quitándose el sombrero, pero no el abrigo–, que yo soy un parroquiano leal de esta casa.

Don Cebrián de la Rivera, a pesar de la moderación de su carácter, sabía que las discusiones de aquella confitería eran siempre de lo más interesante, habiendo individualidades que destacaban por sus posicionamientos filosóficos y culturales, un tanto extremos algunas veces, pero que contenían, para la época, algo de novedad y algo de solvencia, lo que, denotaba un nivel superior al que algunos querían concederle a una localidad menor con una vida limitada.

–Usted no sabe lo que dice –murmuraba, malhumorado don Prudencio.

–Deje que me explique, por favor –pedía Ginés, sacando un cigarro.

Por su parte, don Cebrián, cortés como siempre, escuchaba y, en algunos momentos, se entretenía mirando la elegancia de la decoración del interior, donde servían cafés y chocolates, engrandecida por los enormes espejos del fondo, cerca de una puerta por donde, de manera constante, salían camareros con más cafés, más pastelillos y más pastas, agasajando a una clientela que pagaba caro el placer de una tarde en el local más exquisito de la población.

–Pongámonos de acuerdo en una cosa –dijo Ginés, dejando que el humo se escapase de su boca, dibujando espirales en el espacio–, la poesía es poesía, quiero decir, estilística, una estilística que, realmente, confiere a la obra literaria lo que debe tener: literariedad. Y esta identificación de la literariedad con la poesía es lo único que en la cuestión no es accesorio.

Era la típica discusión entre amigos en la que, temeroso y respetuoso como el que más, don Cebrián llevaba, con la habitual parsimonia, la taza de café a los labios, pendiente del choque de opiniones que acababa de desatarse, porque algunas veces, con la política, sobre todo, había personas que llegaban a acalorarse de un modo no concebible por la gente con urbanidad de aquella sociedad de media bandera que se exhibía allí.

–Quiero decir –prosiguió, después de una brevísima pausa–, que existe en todo, y también en las obras literarias, algo que sea esencial, una condición indispensable, por decirlo de algún modo.

Don Cebrián se prevenía de lo que podía suceder en cualquier momento.

–¿Quiere usted decir que hacer literatura es juntar palabras bonitas solamente? ¿Puede ser usted tan frívolo?

–No, no quiero decir eso, desde luego –contestó Ginés–, pero, en todo ello, hay una cosa que sí que quiero aclarar: lo literario se compone de muchos trazos, de los cuales algunos son psicología, otros sociología y otros historia, inseparables, cómo no, de la creación literaria en tanto que texto que, inevitablemente, refleja estos aspectos. Sin embargo, solamente lo estético confiere a lo literario ser literatura: la poesía.

–Eso es un disparate –respondió su contrincante.

–Perdonen ustedes –interrumpió con actitud respetuosa don Cebrián–, pero es posible que quieran decir la misma cosa con palabras distintas.

Cabe reconocer que don Cebrián, hombre de naturaleza tranquila, estaba siempre movido por un espíritu conciliador.

–De ningún modo, amigo mío–, insisitió Ginés–. Las dos posturas no podían estar más enfrentadas, y esto es así porque precisamente, si bien es inevitable la presencia de lo filosófico, lo político y lo ideológico en las obras de literatura, no es por recoger esos aspectos por lo que son obras literarias.

–¡El arte por el arte! –exclamó con ironía don Prudencio–. Y es cierto que en eso tenga usted razón, mire, que no es donde se la voy a quitar, pero es que ustedes los intelectuales no ven el lado práctico de las cosas. Si como dice usted, cosa que es aceptable, el estilo es lo que aporta características literarias a una novela, por mí de acuerdo. Pero solo por eso, la literatura no tiene interés.

–El interés o no de una obra puede depender del criterio –explicó con una leve sonrisa como argumento a la contra–. A fin de cuentas, como usted sabe bien, el interés es cosa de criterios.

–Don Cebrián estará de acuerdo con migo en que hay asuntos más importantes que otros –dijo don Prudencio, defendiéndose.

Don Cebrián no sabía qué decir ante aquella maniobra tan audaz.

–Don Prudencio, el interés es siempre relativo. Fíjese: para un enfermo del pulmón lo interesante no es lo mismo que lo que se hace interesante para, pongamos por caso, un náufrago o un banquero arruinado.

–¿No podría ser –inquirió con humor– un banquero arruinado y enfermo del pulmón que, escapando de su país, sobreviviera en una isla al hundimiento del barco?

Lo que don Prudencio no sabía es que estas respuestas no amedrentaban a Ginés, que siguió con su planteamiento:

–Por supuesto. Pero podría ser también una persona que ha perdido su hacienda frente a otra que ha perdido la salud. Para el uno es interesante el dinero con el que resarcirse del desastre y para otro la curación, que no siempre el dinero alcanza a producir todos los milagros que se esperan.

–¿A dónde quiere llegar, entonces?

Don Ginés lo miró de nuevo con la calma risueña de siempre:

–Los partidarios del pragmatismo creen que los poetas no sirven para nada y se empeñan en redefinirlo todo para un fin utilitario. Le confesaré que muchas actividades intelectuales no sirven para nada, son un puro entretenimiento, pero siempre es posible darles una función posteriormente.

Finalmente, don Cebrián se atrevió a poner su granito de arena:

–Referir historias, contar algo, siempre debió ser una necesidad, incluso en los tiempos más antiguos.

–Créame, eran conceptos distintos –aseguró Ginés–. Mire usted a su alrededor, y tampoco pierda usted detalle, don Prudencio. Esto no es la capital, aquí hay mucha gente ociosa, gente que lee, que lee para matar el rato, que necesita una obrita de teatro de vez en cuando para no aburrirse, o una novela, del mismo modo que yo prefiero tomarme un anisete con ustedes y tener algo de tertulia…

–¿Y qué me dice usted de los periodistas? Son literatos, hacen una función práctica, informando a la gente de las cosas que suceden.

Don Prudencio, sin el brillo intelectual de Ginés, tenía buenas ideas.

–Realmente no es así –replicó–. Los periodistas, tal como se entienden en la actualidad, no son literatos ni poetas. Tal vez en el siglo pasado… Y además la utilidad de los periodistas es muy relativa, como la de estar informado. Vea por el cristal a ese mendigo que pasa, por ejemplo.

En efecto, un indigente caminaba por la calle.

–¿Ese que va por ahí?

–Las oscilaciones de la economía no le interesan tanto como a usted, pero él también sabe vivir y procurarse alimento. Mañana, si se declara una guerra, usted perderá o ganará mil acciones (supongamos que tenga dinero invertido, claro), pero eso a él no le preocupa.

–¿Y qué es lo que le preocupa entonces? –preguntó don Prudencio.

–¿Dónde encontrar una beata que le dé de comer y a la que sacar los cuartos para gastárselo todo en vino, por ejemplo? –murmuró, provocando una risotada entre los participantes en aquella polémica–. Hablando más en serio, la información que viene en los periódicos es importante en la medida que interesa a unos, no a todos. Tome el primer periódico que vea y léalo, verá cómo muchas cosas que dice no le interesan.

–Pero otras sí que me interesan, y mucho.

–Tal vez a usted, pero no al resto. La gran mayoría no está verdaderamente interesada en los periódicos, en la política y en la economía del país, aunque sea cierto que, en parte, sea lo que, por ejemplo, les permite vivir. Pero, si vamos más lejos, también está la cuestión de si los periódicos cuentan la verdad.

Don Cebrián, asombrado, parecía de piedra tras escuchar aquello:

–No irá a meterse también con los periódicos…

–No están ustedes de acuerdo conmigo, claro. Pero hace falta que alguien se meta un poco con los periodistas. La verdad es un invento, no existe.

–Nos toma el pelo usted –afirmó don Cebrián nervioso.

En ese preciso instante, portando una bandeja en su mano derecha, el camarero sirvió a don Prudencio el café que esperaba, con su pequeño chorro de licor, tal y como había pedido, mientras don Cebrián estaba en la expectativa de obtener una respuesta satisfactoria de la inteligencia de Ginés, que, por lo pronto, sin decir nada, aprovechando el inciso, llevó a los labios la copa y tomó de ella una cantidad mínima, para luego esperar de don Prudencio la ofensiva:

–Dice usted cosas inauditas –acusó don Prudencio.

–No lo crea, realmente. Los periodistas son personas como las demás, ni más ni menos. No están en la posesión de la verdad, en absoluto. Es más, su opinión tiene un amo.

–Pero eso raya casi el anarquismo –aclaró don Cebrián.

–¡Eso sí que no puedo admitirlo, señores! –exclamó soliviantado Ginés, ofendido por haber sido tomado por un revolucionario–, que una cosa es un  modo de pensar y otra cosa es agitar y revolver al pueblo. Y, sobre ese punto, saben ustedes lo que pienso yo de la inteligencia de los pueblos.

–Usted –replicó por lo bajo don Prudencio–, no cree en la inteligencia de nadie, tal vez ni siquiera en la suya propia, pero he de reconocer que la tiene. De todos modos, usted sabe que esta es una época donde las masas están a punto de caramelo para levantarse. Nuestra sociedad no necesita desórdenes.

–Ustedes –explicó Ginés– me atribuyen cosas que no he dicho, por cierto. Da igual, que no le daré importancia a una cosa que no merece la pena.

–Parece que van a tocar algo –dijo don Cebrián entonces.

Miraron todos hacia el fondo del local, que era, por cierto, bastante amplio y en el que cabían numerosas mesas, insuficientes para tantos. En efecto, al lado del piano, donde se había sentado una joven con un elegante vestido blanco y un rostro de lo más hermoso, un viejo violinista de frac con lentes oscuras, presumiblemente ciego, del que se decía que era su padre, afinaban para deleitar a la clientela con los valses que en ese tiempo estaban tan de moda.

–Es una lástima que toquen ahora, justo cuando debo retirarme –se despidió Ginés, que se acercó al perchero y tomó su sombrero, a diferencia de don Cebrián, cuya chistera negra estaba sobre la mesa–. Espero que no riñan demasiado.

Ginés hablaba siempre con una malicia traviesa y encantadora que arrancó en sus contertulios una sonrisa pícara e informal.

–¿Y usted, don Cebrián, piensa lo mismo que él?

–En estas lides literarias, yo, la verdad…

–Nada, nada, mire usted hacia atrás, el joven del bigote que está sentado cerca del mostrador. ¿Sabe quién le digo?

Don Cebrián miró discretamente, porque le daba vergüenza que el interfecto notase que estaban hablando de él.

–¡Es mi sobrino, pero bueno, eso es lo de menos! El caso es que es un ceporro. Usted ya sabe que yo no me he casado.

–¿Pero qué tiene eso que ver? –preguntó perplejo don Cebrián.

–¿Qué qué tiene que ver? –rió don Prudencio–. Es gracioso, tiene mucho que ver. ¿No ve usted lo que hace?

–Está escribiendo algo, según veo.

De pronto don Cebrián cayó en la cuenta:

–Este es el sobrino de usted que escribe en el diario…

–Ese es, el mismo, el que me va a llevar un día a la tumba.

Don Cebrián creía muchas veces que don Prudencio exageraba.

–Mire –comenzó don Prudencio–, yo soy el dueño de una fábrica, un hombre serio, práctico, y no entiendo de estas cosas sino un poquito, porque yo no tengo tiempo para perderlo, como esta juventud ociosa.

–Pues bien orgulloso que podría usted estar del chico.

–¡Si por lo menos escribiera algo productivo! ¡Si hubiera inteligencia en lo que escribe! Pero solo escribe memeces, y porque hace versos llenos de cursilería, de la manera más ramplona, imagina que es el mismo Camoamor.

–Pues Campoamor me parece uno de los grandes de hoy.

–¡Campoamor sí! ¡Pero mi sobrino no! Por eso quiero llevarlo por otro rumbo, que aprenda el oficio, que me ayude un poquito con el tema de la fábrica, usted comprende…

–Ya veo, ya.

–En realidad la poesía no sirve para nada, como no sea el lucimiento de los hombres ilustres, y mi sobrino da en ser un bohemio de la manera más tonta.

Tras unos golpes de piano, un tanto abruptos, con un marcado ritmo alegre y vivaz en compás de ¾, el violín se hizo paso por el espacio y cubrió todo el salón, donde damas y caballeros disfrutaban el café o el brandy (algunos un anisete, porque en España se estila mucho) y don Cebrián se dejó suspender por los placeres melómanos durante unos segundos, dudando si la pieza la habían sacado de una opereta o de una zarzuela.

–El chico gasta el dinero que yo le doy en bobadas y pierde el tiempo con versos que luego publica en el diario, pero yo no estoy de acuerdo. Por eso he hablado con Ginés, intentaré convencerlo para que le diga al señor López que no se le publique un poema más.

–¿El dueño del diario?

–El mismo. El señor López, sí. A ver si el muchacho se deja de tanto amor y tanta gaita, que la poesía de los modernistas es una locura.

–Posiblemente esté enamorado.

–También yo estuve enamorado de joven, usted lo sabe bien, y nunca necesité escribir sonetos que ni son sonetos ni son nada.

Don Cebrián quería pacificar a don Prudencio:

–Ya se le pasará, que yo diría que solo son cosas de jóvenes.

Ambos miraron al mozo. Clemente, el sobrino de don Prudencio, seguía escribiendo, olvidado del mundo, aquella larga columna de versos con su moderna pluma estilográfica, y, a juzgar por el grosor de la columna, estaba ideando un poema de métrica francesa redactado en verso alejandrino, siguiendo una corriente que, a diferencia de las cosas que leía don Prudencio, poco tenían que ver con el espíritu práctico ni con el estilo de Campoamor.

–Además, según sé, Ginés adora los “Cantos de vida y esperanza”.

–¡Ni me los mencione, don Cebrián, ni me los mencione! –decía alterado don Prudencio, llevándose las manos a la cabeza, como si hubiese visto al mismísimo demonio ante sus narices–. ¡Esta es la ruina de la juventud!

–Tampoco creo yo que sea para ponerse así –respondió don Cebrián.

–¿Usted no sabe como es esa poesía? Todo son placeres, orgías de sensaciones, hiperestesias, un refugio para los espíritus atormentados que no pueden soportar la vulgaridad de este mundo, que son demasiado débiles para soportar la vulgaridad pestilente de nuestra sociedad prosaica. ¿No entiende nada de lo que está ocurriendo?

–Yo creo que lo único que pasa es que son jóvenes –dijo suavemente don Cebrián, ante la mirada irritada y malhumorada de don Prudencio.

–¡Pues malditos jóvenes, que yo tengo un sobrino y una fábrica…!

Don Cebrián, que tampoco quería dejarse llevar demasiado por los malos homos de don Prudencio, seguía, intentando mantener la calma, las evoluciones de aquella música bienhechora y llena de romanticismo oriental, un vals que traía al recuerdo, tal vez, ese carácter que ha dejado en la música española cierta influencia del norte de África, una música oriental que elevaba su exotismo, trasladando al auditorio a regiones alejadas en el espacio y en el tiempo.

–¡Qué bien toca el ciego! –cuchicheaba alguno desde las mesas vecinas.

–¿No crees que es un genio? –preguntaba una señora al marido.

–Don Ernesto es uno de los mejores músicos –decía el marido.

La música era, en efecto bella, y no deja de ser curioso que los amantes de la vida, aquellos que aceptan gustosos el vino que se les ofrece, no sepan escaparse a los placeres emocionales a los que una música exuberante puede invitar, y los placeres sensuales propuestos por esos valses de una época que ya parecía acabarse prometían tanto como prometen las escenas de príncipes azules enamorados de bellas cenicientas en los cuentos del ayer.

–Esta pieza que acabamos de ofrecer –explicó el anciano, tras inclinarse ante el público, entre los numerosos aplausos que se levantaron en la sala, confirmando el extraordinario talento de los intérpretes–, lleva por título “La rosa de Estambul” y es un vals sobre melodías del maestro Leo Fall. Ahora, queremos ofrecerles un vals-polca titulado “Brennende Liebe”, de Strauss.

Un silencio respetuoso permitió que arrancara las primeras notas a la cuerda, mientras el piano acompañaba sus evoluciones.

–Escuche usted –le dijo don Cebrián–, esta música dichosa. Es hermosa, y en eso reside su utilidad. Usted, como yo, como todos los que están aquí, quiere una vida dichosa, feliz… Necesita como los demás de algo que ilumine la existencia, esa nota de color que da alegría, esa chispa que enciende la vida.

–¿Y bien? –preguntó, interesado don Prudencio–, consciente de que don Cebrián, a pesar de su prudencia desmedida, intentaba llegar a alguna parte.

–Usted dice de sí mismo que es un hombre práctico, pero ¿se atrevería a decir que ese anciano ciego que toca para nosotros no lo es? Por el contrario, yo diría, en ese caso, que su labor es muy necesaria.

–¿Y he dicho yo lo contrario? –respondió don Prudencio, al tiempo que los músicos anunciaban ya otra pieza, al parecer un chotis de Cotó.

Hicieron una pausa, dejándose trasladar a otros lugares, a otros reinos nunca visitados, un mundo que tal vez no exista en parte alguna, quizás en el de las ideas de Platón, o, tal vez, por qué no, en las mareas ocultas de nuestros sueños, donde toda aspiración de felicidad pide más de lo que pide.

–Por supuesto que no –reconoció don Cebrián.

A don Cebrián le costaba a veces ir al grano y don Prudencio lo hacía, si cabe, un tanto más difícil:

–Parece usted incómodo –le espetó–. Hable usted de una vez.

Don Cebrián casi se apuró al responderle:

–La música, la poesía, todo lo que embellece la vida, motivado como está por el propósito noble de mejorarla, tiene el absoluto derecho a existir.

–¡Cierto, cierto! ¿Pero qué tiene que ver eso conmigo? –inquirió.

Y por fin don Cebrián atinó a decírselo:

–Lo justo es que usted no intente reprimir las inquietudes de su sobrino de usted, ya que cree tanto en el espíritu práctico, pues los versos de su sobrino no son algo inútil, y me consta que hay personas que los leen.

–De ser poeta no se vive –cortó inmediatamente don Prudencio–. La mejor opción para mi sobrino no es el cultivo de esa lírica, absurda o no de los modernistas, sino la fábrica. Así tendrá un porvenir cuando no esté yo.

–También he de decir que eso es justo –admitió, resignado a callarse, don Cebrián–. Lo confieso, tiene usted razón.

Ambos, atentos al sobrino de don Prudencio, el bueno de Clemente, escuchando las evoluciones de la música, saboreando aquella febril melodía que, entre lo saltarín y lo alegre, oscilaba entre la dicha orgasmática y una profunda desazón melancólica, observando cómo finalizaba el poema, vieron allegarse a él  unos jóvenes que, probablemente con su misma edad, llevaban un atuendo incluso menos formal, con trajes claros y rayados y sombrero de “canutier”.

–¿Quiénes son esos? –preguntó entonces don Cebrián.

–¿Quiénes van a ser? ¡Los modernistas! –dijo don Prudencio con ironía.

–¿Los modernistas? –atinó a decir don Cebrián, que no creía que hubiera modernistas en una localidad tan aislada.

–¡Sí, sí, los modernistas! ¡La gente que usted tanto defiende…! –Don Prudencio, dicho sea de paso, sin darse cuenta, a veces rayaba lo cortante.

Los más mozos no siempre saben razonar de la manera sabia y acertada de los mayores, que, desde su mesa, morosamente, observaban el comportamiento de aquellos vanidosos encorbatados y encoloniados que llevaban flores en las solapas y que reían de una manera despreocupada, alegre, propia de quienes no tienen obligaciones ni responsabilidades, porque, con veinte años, parece que la juventud es como una fuente inagotable.

–Son unos dandis, ¿o no lo ve? –insistía, muy indignado, por cierto, don Prudencio, en esa actitud de querer convencer a los demás–. Lo que quisiera saber yo es qué narices tienen ellos que hablar con mi sobrino.

Pero su compañero de charla pensaba de un modo un tanto diferente:

–No creo que estén haciendo nada malo.

–¡Pero cómo! ¡Me dice eso usted a mí! ¡A mí, que soy el tío del chico!

–Pero no se preocupe, hombre –insistía don Cebrián–, que son cosas de jóvenes, que parece que usted no ha sido nunca un chaval.

Entre tanto, en la mesa de Clemente había mucha actividad, parecía haber cierta emoción y algo de nerviosismo, casi como si algo importante estuviese a punto de suceder, pero los dos contertulios, entre el sonido de la música, la distancia y los comentarios de algunos de los presentes (porque siempre hay un ruido de fondo en este tipo de locales, donde la gente no calla como sí suele callarse, por respeto, en las misas) no podían enterarse de nada.

–¡Si se ha metido en un lío lo mato! ¡Que se lo tengo advertido!

Don Prudencio sufría por su sobrino contemplando aquello, casi molesto con la tranquilidad con la que don Cebrián se lo tomaba.

–¿Pero qué es lo que entiende usted por un lío? ¿Faldas, una estafa? Yo estoy seguro de que su sobrino no ha hecho nada ilegal.

Mientras los dos caballeros discutían sobre el sobrino de don Prudencio, este, cada vez más nervioso y alterado, intentó frenar a uno de los muchachos que lo acompañaban, el cual avanzó hasta donde estaban los músicos, a los que parecía indicar algo en voz baja. Tras un acorde, el joven tomó la palabra:

–Señoras y señores, atiendan, por favor un momento –pidió con aires de solemnidad, sosteniendo su sombrero con las dos manos a la altura del vientre y conteniendo cierto nerviosismo–. Tenemos entre nosotros a don Clemente Martínez, un poeta de valía, que nos deleitará algunos de sus propios versos.

El sobrino de don Prudencio miraba, sonrojado, comido por la vergüenza propia de quien tiene un espíritu discreto, mostrando su enojo, que no era poco, a ese amigo que no debía ser tal, toda vez que le jugaba aquella mala pasada, y hacía señal con el índice de que no tenía la menor intención de leer nada. Los dos compañeros fueron arrastrándolo, casi, hasta el fondo, donde estaban el ciego y su hija. Entonces, atemorizado, empezó a recitar:

 

“Quiso el cisne callado que nadaba en el agua

contemplar su belleza, su color blanquecino,

ese claro reflejo que imprimió su hermosura.”

 

–¡Se da usted cuenta! –exclamó en lo que era apenas un cuchicheo escandalizado, don Prudencio, el viejo hombre práctico que rechazaba todo en las hiperestesias de los modernistas–. ¡Ha perdido el juicio, el juicio! ¡En qué lugar quedo ahora yo, que soy el tío de ese cretino!

–¡Cálmese, que nos está mirando todo el mundo! –supo replicar don Cebrián –Y no se desanime usted, que el chico ha empezado bien.

Al lado del piano, consumido por el nerviosismo, el bueno de Clemente seguía con su recitado, un tanto aturdido por el pánico escénico. Su tío quería que tomase el relevo con la fábrica y así mantener el negocio en la familia cuando él faltase y su madre quería que fuera notario:

–No es una vida tan mala –solía decir.

Y, entre lo uno y lo otro, él no era un gran orador, no tenía el valor de enfrentarse a un auditorio, cosa frecuente en muchos que no son cobardes, por cierto, pero que carecen del coraje para poder lidiar en ocasión tan difícil. De hecho, si bien entonaba con ritmo adecuado, faltaba a su manera de recitar una cierta firmeza que suelen mostrar los grandes poetas y que procede de la propia seguridad de su genio. Clemente intentaba mantener el tipo.

 

“Y, al mirarse a sí mismo, contempló la poesía

que se enciende, sin voces, en estanques serenos

donde espera lo bello los anuncios fatales...”

 

–¡Menudo poema! ¿Se da cuenta? –insistía don Prudencio, convencido de que aquella situación era bochornosa para la familia.

–Cállese un momento y escuche, si al final no lo está haciendo tan mal como usted dice –repetía, prudente, don Cebrián.

La gente parecía escuchar con interés, pero el enfado de don Prudencio iba a más. Tal vez pensaba que la poesía debe comunicar ideas que respondan a las necesidades de un carácter emprendedor y práctico que no tenía el muchacho, a la luz de la sensibilidad que demostraban esos versos, precisamente el tipo de sensibilidad que don Prudencio consideraba propio de los débiles.

 

“…Y la muerte hizo pronto su presencia en el mundo

y por fin murió el cisne, cuyo canto sublime

alcanzó las alturas de las nubes y el cielo...”

 

–Usted, don Cebrián, no me entiende, él es mi sobrino y me deja en evidencia –murmuraba, molesto, don Prudencio–. Lo que yo elogiaría en otro muchacho es justamente lo que no quiero que haga él. No está bien, siendo quien es, no corresponde que haga estas cosas.

–No diga eso, usted también ha sido joven –respondió su interlocutor, en tanto que el sobrino de don Prudencio, con manos temblorosas, daba fin a la lectura:

 

“…Y la lluvia era llanto y el granizo tristeza,

y encogido el paisaje se tornó melancólico

donde todos lloraban el final de aquel cisne.”

 

–¿Lo ve? –dijo riendo don Cebrián–. Todos le aplauden.

En efecto, el poema había gustado, y, a pesar de algunas interrumpciones de algunos, la clientela de la confitería había escuchado con atención.

–Eso es lo que yo me temo, que todos lo aplaudan –dijo malhumorado don Prudencio–: ahora va a ser más difícil quitarle de la mollera a ese majadero la idea de convertirse en un bohemio.

Don Cebrián se soprendía con las duras palabras de su amigo:

–No exagere, hombre, eso es una bonita afición –afirmó complaciente.

–¡Bah! Usted no sabe cómo es de terco ese muchacho. Ya de niño era difícil. No sabe la colección de disgustos que ha soportado la madre.

–Serénese, que no es para tanto –quería animarlo don Cebrián, mientras don Prudencio, al percatarse de que Clemente lo había visto, al avanzar desde el fondo a la silla que primero había ocupado, se fue despavorido. El hecho de que don Cebrián también aplaudiese, además, hacía que se le revolviera la sangre.

Viendo cómo don Prudencio se retiraba, comenzó a sospechar que iba a tener problemas al llegar a casa, pues de seguro que su tío tendría una de esas serias conversaciones con su madre, que ya estaba bastante enojada con el zagal, que mataba el tiempo leyendo novelas y poemas y que quería dejar sus estudios.

–¡Has estado magnífico! –le decían sus amigos, sin saber el problema en que lo habían metido-. ¡Ha sido una actuación fabulosa!

Todos creyeron que el muchacho se llevaba el pañuelo a la frente para secarse los sudores de una emoción repentina debida al éxito, pero lo cierto es que Clemente sufría solamente con pensar lo que tendría que escuchar según llegase a casa: que si no hacía nada de provecho, que si era un inútil, que si cuando pensaba asentar la cabeza, que podía tomar ejemplo de otros, como el hijo del boticario…

–¡Muy bien, hombre, muy bien! –lo vitoreaba alguno que era favorito de los versos afrancesados de los modernistas. Y cierto es que, tiempo atrás, hubiera dado lo que fuera por un pequeño éxito de esta clase, pero que su tío se fuese enojado de aquella forma no le daba buena espina.

–Perdón, tengo que irme –dijo a todos, apurándose hacia la salida.

–¡Es muy tímido, pero es un gran escritor! –decía uno de sus amigos.

–Ven comingo –lo llamó desde atrás una voz conocida, desde el soportal, ya fuera del establecimiento–, que tenemos mucho que hablar.

Era la voz de su tío, al que vio al volverse hacia atrás y que, con la mano extendida, le ofrecía un cigarrillo, indudable signo de complicidad, muchas veces, pero del que Clemente no se atrevía todavía a fiarse.

–Ven, hombre… No tengas miedo –dijo, pasándole el cigarro–. Mira a ver si tienes fuego, porque ya no tengo una cerilla.

La voz de don Prudencio parecía conciliadora, pero Clemente creyó, mientras sacaba las cerillas del bolsillo interior de la chaqueta, que no tenía por qué ser necesariamente algo bueno. Es más, casi interpretó que era signo precisamente de lo contrario.

–Ha estado bien –reconoció templado don Prudencio.

Parecía que su sobrino no tenía claro de lo que su tío le hablaba:

–¿Cómo? No comprendo…

–El poema, los aplausos… Ha estado bien, ¿no? –siguió diciendo–. Pero este es un mundo engañoso, y los aplausos fáciles a unos versos bien leídos no son tampoco algo que dé de comer. Porque hay que comer a diario, también.

Clemente se encogía de hombros, sin saber lo que le estaban diciendo.

–Verás –dijo don Prudencio, sin reproche–, tú comes a diario porque en casa de tu madre se come, y llevas esa ropa porque la pago yo. Si no estuviera yo, si no hubiese en la familia un cerebro práctico, no habría dinero en tu casa ni en la mía. Escribes poesía, y no quiero decir que esté mal, porque has recibido una educación, pero para ello, para que recibas una educación, alguien ha tenido que pagar el colegio, los libros, los plumieres… Ese es el valor de los hombres prácticos, sin ellos no puede haber lo demás. Y ese poema que te ha llenado durante unos segundos de la alegría de un pequeño triunfo no es nada, nada… Porque el día que necesites pan, ropa, cobijo, lo único que vale es el dinero, y para tener dinero no hay que escribir versos, sino tener una ocupación práctica. Para garantizar una buena vida no basta con los aplausos a un breve poema sin rima.

–Dice usted bien, tío –supo responder Clemente sin que la voz le temblase.

–La poesía no es más que un pasatiempo, nunca más que eso. Sirve para entretener a los niños y a los ociosos. Pero tú ya no eres un niño, claro. En fin, ve con tus amigos y pásalo bien, y luego vas a tu casa temprano, que mañana es lunes y tienes clases.

Don Prudencio lo dejó solo y siguió su camino con paso lento y tranquilo por la calle principal, alejándose lentamente, seguro de haber vencido. Y, por supuesto, había vencido: los rosales del jardín empezaban a ver sus flores marchitas y por las calles corrió el viento del otoño arrancando la lánguida inutilidad de sus pétalos.

 

2016 © José Ramón Muñiz Álvarez
 “El canto de los cisnes moribundos”
“RELATOS SIN ANÉCDOTA”

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